Tarde techada. Cuando las nubes cubren el cielo todo es cobija, da gusto. Me fui a dormir al Palo (y hueso). Me despierto con gusto a Cedrón y olor a Rosita. “Todos los ladrones están enamorados de Rosita, están”, canta el Tata Tuñón. “Y yo también”, porque el cinéfilo es ladrón de besos, punga de amores. Sarquís lo sabía: Palo y hueso está de punta a punta enamorada de Rosita, una de esas pibas que abundan en la Argentina pero en el cine argentino escasean: criolla del litoral con lunarcito bajo el párpado inferior izquierdo, morena linda, negro sol que encandila. Un viejo le echa el ojo y no le cuesta nada llevársela al rancho: algunos pesos que su ahijado el Cándido, como su nombre lo indica, encima le financia. No hay más maldad en estos explotadores explotados que la común humana, a lo sumo impotente malicia en uno de ellos. Y Sarquís lo sabía o creía. Por eso no le tiene lástima a nadie. Tampoco al hijo de Don Arce, Domingo, que conoció a Rosita en el baile un par de sábados antes de que su viejo se la adueñara, caminó con ella toda la noche, pero no volvió nunca a buscarla. ¿Cómo va a tenerles lástima Sarquís si ni siquiera Rosita, la menos libre de todos, se la tiene a sí misma? Se instala con el viejo porque las cosas son así desde siempre, pero también porque le tiene ganas a Domingo. Desde que llega a su nueva propiedad le pregunta por la Juana para chuchearlo. Así, con el artículo por delante del nombre como en el Romance del Aniceto y la Francisca. Si Juana existe, no la veremos nunca. Es la tercera en discordia necesaria para que algo pase, igual que ella viene a serlo en ese rancho donde ahora, gracias a ella, quizás por fin pase algo. ¿Será la galería que Don Arce promete levantar desde siempre hasta nunca? Posterguemos la respuesta como el viejo su proyecto para gozar de la espera como del mate o el pucho largueros.
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Vuelvo de clase. Mientras proyectaba Model shop a pocas cuadras del Obelisco tronaba afuera. Uno de los espectadores, sentado enfrente de mí, reaccionó a los relámpagos que iluminaron la ventana a mis espaldas. En los que iluminan artificalmente el clímax de Palo y hueso se juntan insospechadamente Armando Bo y Juan José Saer, el pueblo y la generación del 60. Y más aún en Rosita, coquita de neorrealismo modernista nacional, ninfa de latifundio latinoamericano. Porque su personaje tiene 14 años cuando el padre se la vende a Don Arce. Supongo que la actriz es mayor, por supuesto, pero Sarquís no se inhibe de filmarla como objeto y también sujeto sexual que una tarde se lleva a Domingo a la cama a la hora de la siesta no sólo para dormir juntos.
Es cierto que la placa inicial, previa a los títulos, nos pide que opinemos sobre lo que veremos incluso a los gritos, como quería el cine militante de entonces con Gleyzer y La hora de los hornos a la cabeza. Es cierto que cuando ella no se deja («Al tata no se le dice no, ternerita», supo escribir con goce sádico Rivera en La sierva) y Don Arce le grita “Puta” a la cámara somos nosotros los humillados (¿como testigos, vale decir perversos?). Es cierto que cuando la tensión sexual arma un triello (padre, hijo, Rosita) y el montaje sustituye el lugar de ella por los de un perro en la serie de primeros planos que se suceden la denuncia pretende disputarle el plano al goce, pero no lo consigue porque Sarquís también desea a Rosita a como de lugar -aunque no la desnude como Armando a la Coca- y no se avergüenza de salpicarnos la baba mucho más que de comprometernos. Porque en las ganas que le tiene a Rosita están las de la cámara a todo lo que se le cruza adelante y también a todo lo que se escucha: los truenos y el viento de la tormenta final, agregados a la banda sonora como esos relámpagos y rayos que Bo y tantos directores de cine de bajo presupuesto metían cuando no podían pagarlos, stock audiovisual barato que convive con las soluciones formales encontradas por Sarquís para dar cuenta de la palabra de Saer.
A contramano de la verdulera tocada por el padre de Rosita cuando casa a la hija con Don Arce, ni bien me despierto me pongo a escuchar tangos. Sol de sábado mañanero en el balcón, «Mala yerba» en el tocadiscos. Sarquís también empieza su película con sol y no cede a la tentación de llevar al extremo, como en el vals de Aznar que escucho tocado por Di Sarli, la crueldad imperante. Solamente la secuencia de títulos alude a ella como sistémica y con eso basta: la cámara recorre junto a Domingo el criadero de pollos donde trabaja, pero la tácita protesta no se queda en ella sino que también da cuenta cinematográficamente del lugar y lo aprovecha para su beneficio: travelling lateral paralelo a unas filas de jaulas, cámara en mano que acompaña el cacareo general, no como la cacareada y estándar cámara oscilante actual, y un ritmo de edición que en la secuencia de montaje da tiempo a cada recurso para lucirse. Y ya que hablamos de montaje visible, audible en este caso, un primer empalme entre el prólogo y los títulos pasa del acordeón a las gallinas: cacofonía cara al Bresson de Baltasar que iba de Bach al rebuzno del burro.
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Piedra y metal, en reunión fría, son mi horizonte estricto, / más allá del cual la bola de nieve del miedo y de la pasión rueda y crece. / Las palabras de esa región que murió llaman a este mi cárcel. Fumo / solitario, continuamente, en la penumbra del camastro, inscribiendo / las fechas imaginarias de un tiempo irreal enlas paredes estrechas. / Han hecho de toda mi vida un solo día gris que acaba en la muerte / y yo he sacado de mí y borrado miles de tardes, árboles, ojos, habitaciones. / Pero el olor de la carne que degradé, los quejidos finales que sonaron / para mi oído únicamente, el vestido amarillo / y roto por el que la sangre se propagó como un rumor / y elmusgo de la piel en cada zona intocada, me pretenecen / en forma de recuerdos únicos, que regresan de a ráfagas tibias. / Aquí estoy, el obrero lúcido de mi memoria profunda. Nadie / que no sea yo ha tocado con estas manos y ha dado una muerte tan perfecta / a tan pefecta inocencia. Aunque a veces recuerde que sobre / la obra en construcción caía el cielo nocturno, frío y plagado de estrellas, / y hasta estas cuatro paredes me lleguen, no sé de dónde, / lisos escalofríos.
Miseria y consuelo del violador, Juan José Saer
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Un poco más arriba escribí: la palabra de Saer. No quiero dar la impresión de que comparto un culto en el que aún no me iniciaron. Una sola novela, una antología poética y un tomo de borradores son insuficientes para acreditar ciudadanía de lector con pleno derecho. No sé si Sarquís lo era, pero asumió la responsabilidad de que lo pensáramos al adaptar el cuento y dejar constancias del peso de esa palabra en al menos dos escenas, la segunda más vistosa que la primera.
Palo y hueso empieza en el patio delantero de una casa, con Don Arce junto a la verja que divide el terreno de la vereda. Hay tres personas y unas cuantas palabras más, pero no sabemos quiénes las pronuncian porque la imagen y el sonido no coinciden. Cuando los del fondo hablan entre sí vemos la cara del tercero ausente en la charla, separado varios metros de ambos, pero escuchamos el sonido de aquellos en primer plano. Aunque todos los parlamentos son diálogos, la edición y el doblaje posterior los transforman aunque sea fugazmente en voces off: entramos a la película sin plano general de establecimiento, entramos a una historia audiovisual descompuesta, y siempre estaremos entre el “meta palo y a la bolsa” del estupro y la exposición quirúrgica, “al hueso”, del procedimiento con que se lo mira: ¿el arte de narrar saereano según Sarquís?
El cultivado intelecto de la cinefilia analítica goza con el procedimiento, pero es la presencia de Rosita como totalidad la que nos enamora, la que le confiere –o restituye- a todo la primera y perdida o increada unidad cuando aparece, por efímera o precaria –nunca falaz- que parezca. Rosita no es ya sólo el personaje ni la actriz que lo encarna sino el placer filmante de Sarquís y la variedad formal que despliega para seducirnos: el montaje expuesto pero no estrictamente programático, la demora ensimismada, y hasta las imperfecciones o precariedades sin las cuales estaría muerta, como la abrumadora mayoría de películas profesionales. Que Palo y hueso es una película embarazada, vale decir abierta, también está implícito en dos de sus planos iniciales: la tierra sobre la que Don Arce dibuja con un palito, y el bajo vientre de Rosita que miramos desde la subjetiva del viejo cuando ella viene hacia él, le sonríe, lo saluda y sigue de largo. Cine, tierra y mujer en disputa: política del territorio en La muerte de Sebastián Arache y su pobre entierro, sexual en Palo y hueso. Buena parte del mejor cine argentino y la más estimulante manera de mirarlo, por no decir la única ya que tenemos más restos y ruinas que otra cosa, son abortos o abandonos, accidentes, criaturas contrahechas, balbuceantes o taradas, supervivientes, bastardos con y sin gloria. Dos constantes del cine de Bo indican un par de causas sin apoyarse en ellas para tirarse a chantas: censura moral o política y cíclica reprimarización de la economía.
La otra escena que funciona como soporte y vehículo de la palabra de Saer -pero también trasfiguración cinematográfica- es el monólogo del viejo cuando trae a su rancho a Rosita por primera vez y, después de señalarla como suya, aprovecha la presencia del hijo para descargarse aunque hable consigo mismo y justificarse de algo que lo molesta aunque no sepa bien qué es ni por qué razón necesita hacerlo, como el violador del poema de Saer, mientras simula conversar. Desde entonces estaremos del lado de Domingo, que no por nada acaba de ser el protagonista mudo de la secuencia de títulos, donde aparece callado por las gallinas, y que ahora se ausenta mientras el viejo, pucho en mano, se aprovecha de él como decorado para su audible monólogo interior.
Rosita tiene voluntad, peso dramático y poder de decisión, menor al de los hombres y relativo como el de todo ser humano, pero no punto de vista dominante. Porque éste, en la película, es sobre todo contemplativo, y el de ella es más activo que ninguno por mucho que esté socialmente acotado a ser el punto de vista que los demás creen tomar únicamente por objeto. Don Arce decide comprarla para conservar al hijo, que tiene tantas ganas de irse a la ciudad como escasa voluntad para realizarlo: la siempre declamada partida del muchacho a la ciudad equivale al proyecto del viejo de unir las piezas del rancho con la cocina mediante la galería que no habrá de levantar nunca. Lo más probable es que ni Don Arce sea consciente de la causa de su decisión, pero su iniciativa final lo confirma. Pese a haber sido comprada, Rosita es la única que elige a quién llevarse a la cama y lo concreta, pero a la cámara de Sarquís no le interesan las acciones sino el pensamiento, la mirada, las palabras como proyectos, los autoengaños, las postergaciones (no traducidas en tomas de larga duración, que Bazin diferenciaba del plano secuencia), y eso es patrimonio de todos menos de Rosita.
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Llego al festival de Mar del Plata con Palo y hueso en la cabeza. Ocho años antes de la película de Sarquís, Buñuel filmó La joven (The young one, 1960) en México hablada en inglés y protagonizada por actores a los que el macartismo expulsó de Hollywood, de los Estados Unidos e incluso de la vida. Su mera presencia era una toma de posición, no hacía falta mucho más. Un negro acusado falsamente de violación le agrega peso político al relato, pero a Buñuel le importa la adolescente tan deseada por todos, incluida su cámara, como deseante. Hay espacios similares, exhuberantes, en ambas películas: el sur profundo estadounidense en una, el litoral santafasino en la otra; cadenas de explotación rural, convivencias hasta la identificación no necesariamente descalificadora entre hombres y animales. También los tres personajes principales comparten características: un tipo grande y un viejo rústicos, otros más jóvenes tratando de vivir de otra manera (huyendo en un caso, queriéndose ir en el otro), y unas adolescentes que presienten el sexo con estupor. Rosita y la nena de La joven duermen con un solo ojo, atento el otro a la aparición del intruso que ostenta derechos de propiedad. En la noche fundamental de ambas no hay subjetiva de ellas y la cámara se nutre de ese bochorno.
Otras caras y otras sombras anudan Palo y hueso con Adiós, Buenos aires, filmada por Leopoldo Torres Ríos en los maravillosos treinta de fílmico frágil y pasiones francas: una intermitencia de luz sobre la cara de Floren Delbene filmaba la inspiración de un letrista de tangos, el pucho encendido por un hombre ilumina fugazmente la cara de Rosita, sol de noche. Un retrato de Gardel en el rancho de Don Arce se suma a la serie que abunda en el cine clásico argentino, pero Palo y hueso no transcurre en ambientes porteños como En la luz de una estrella o Confesión. Rosita cebando mates de un rancho al otro retoma, ya en los 60, una de esas figuras fundadoras del cine nacional: diosas del erotismo y la ternura fabulosamente encarnadas en mujeres como Herminia Franco, Libertad Lamarque o Isabel Sarli.
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Hace unas horas volví de Mar del Plata. En seis días vi sólo tres películas pero me enteré del golpe de Estado a Evo en Bolivia. Mientras miraba When tomorrow comes (John M. Stahl, 1939) en el Colón sentí lo mismo que cualquiera de las últimas veces que asistí a una asamblea de los Testigos de Jehová, hace ya más de diez años: mi cuerpo era lo único que aún estaba ahí. El jueves, pocas horas antes de tomar el tren de medianoche y perderme El exorcista en pantalla grande me pasé la tarde en un café, fumando con amigos y esquivando a Rejtman y a Llinás para seguir viendo pasar mujeres. Un paseante le agregaba palabras tan inútiles como estas a las películas que acababa de ver.
Entre ser un espectador responsable y un vitellone no dudo ni un segundo en elegir el lado Sordi de la vida. Menos todavía cuando una diosa rubia de veintipicos tirando a pocos, con shortcito de jean cuidadosamente desflecado y rollers al cuello cual donna mobile de Techine (La chica del tren) o de PTA (la Heather Graham de Boogie nights), te pide fuego y sonríe como Papá Noel cuando le acerco la tuca de mi habano a su cigarrillo armado con tabaco de li(g)ar. Mientras la miraba encendiéndose al sol del Atlántico me acordé de Castellitto en La hora de religión cuando le dice a un funcionario del Vaticano que su mejor declaración de ateísmo en ese momento sería enamorarse: no amar genéricamente al prójimo sino a una mujer. Que, en su caso como en el de cualquier otro enamorado al que le toca charlar con un representante del Vaticano, es algo menos que la Virgen María y mucho más que piel y huesos.
El amigo al que le debo el subtítulo de esta nota me apuntó que la fugaz fumadora que me había pedido fuego es actriz y se llama Florencia. Otra florida aparición de esa película fulgurante que fue esa tarde salobre y soleada a unas cuadras del mar, esa desmesura. Otra Rosita, pienso. Sin patines para seguirla, me quedé mirándola. Ya de nuevo en el monoambiente de la ciudad donde Dios atiende añado, sólo para justificar el par de párrafos anteriores, que el plano de los tres personajes de Palo y hueso apenas guarecidos de la garúa en la puerta de una ochava de pueblo chico con ladrillos sin revocar me recuerda las esperas de los pibes de 25 watts y de tantos jóvenes viejos sin la vitalidad tanática de los tanos; que Don Arce es una variante apocada del viejo Reales de Vallejos que va de camino a la muerte; y que Palo y hueso es mucho más que una exposición, una denuncia, una protesta, u otro síntoma modernista más de la abulia porque también se deja ver como una versión inconsciente de Lolita. Y donde hay deseo hay vida más allá o más acá de la ley, que siempre viene después de aquel pero nos quiere hacer creer que estaba antes. Il traditore Bellocchio lo sabe como pocos en el cine actual.
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