¿Cómo se hace para ser un hombre?: Seis películas de Clint Eastwood, por Marcos Vieytes

Million dollar baby (2004)

El sábado a las once y cuarto de la mañana fui a ver Million dollar baby. Me había levantado apenas una hora antes, y no sabría decirles si la película acabó por despabilar el resto de sueño que traía o me acostó definitivamente. ¡Cuánto dolor hecho materia estética, cuánta pena pura propicia para la catarsis! No me cuesta admitir que más de un lagrimón se me piantó por la escollera del pómulo, porque todo el cine quedó en una especie de silencio velatorio similar. Ni siquiera el cambio de rumbo al que nos somete un poco más allá de la mitad de la película es reprochable, porque ya la descascarada precariedad de las locaciones y las sombras que desde un principio se ciernen sobre los cuerpos contrastan con las vindicativas apetencias de la protagonista. En la norteamérica trasnochada y solitaria de un par de exteriores urbanos, y muy especialmente cuando Morgan Freeman corre la cortina de su tapera para mostrársela a la cámara, se impone una tristeza sin atenuantes que funciona como presunción de la derrota última. Hija del azar con el que vivimos cotidianamente, y al que un boxeador desafía en cada pelea, terminará por irrumpir con la lógica irreprochable de la fatalidad, que antes se llamaba tragedia.

Todavía no he visto Mar adentro -y no tengo demasiadas ganas de hacerlo-, pero me imagino que lo que Amenabar filma programáticamente -el derecho a decidir sobre nuestra vida y nuestra muerte: el libre albedrío que nos confiere la potestad de escoger el infierno- está presente en la película de Eastwood con toda la contradicción y el dolor que tal instancia genera. Más aún: con la repentina desubicación que se apodera de nosotros cuando un suceso inesperado exige tomar decisiones que van más allá del bien y del mal según los considera la letra fría del dogma, imponiendo la incertidumbre sobre el significado de categorías tan absolutas. Por más que lo intente no puedo noquear la dolorosa gallardía de ese personaje parado en la ventana del hospital, erguido y dándole la espalda a la mujer cuyo destino contribuyó a dar forma como hace un padre con una hija y que ahora está de nuevo en sus manos, o llorando ante el sacerdote en una secuencia sin un gramo -ni veintiuno- sentimental de más. Expresiva sólo como en aquella ocasión de Los puentes de Madison en que, sentado en la cocina de la casa de Francesca, sonríe con todas las arrugas de un sexagenario que todavía capaz de enamorarse.

Si en las últimas películas de Eastwood su propio cuerpo era foco de la imagen y campo de batalla de la voluntad individual contra los estragos del tiempo, en Million dollar baby esa pelea sigue librándose en el cuadrilátero ajado de su rostro que cada primer plano expone entre sombras y claroscuros. Cohesión puede que sea la palabra que esté buscando para definir el derrotero fílmico de este hombre: la precisión práctica de los encuadres, el tiempo justo de cada secuencia, el tempo musical que las desenvuelve, la pertinencia de la voz en off -que sólo posteriormente convoca resonancias elegíacas- y el uso exacto de las convenciones genéricas revelan una sabiduría y continuidad estilísticas que con cada película que estrena constituyen variaciones enriquecidas de un universo que no se agota en la mera repetición. La tragedia que avanza sobre nosotros como un tsunami fatal promediando la película no hace más que instalar la pregunta por el sentido. Se sabe que cuando el dolor adquiere las magnitudes de la catástrofe se hace imperiosamente necesaria la búsqueda de explicaciones. Las respuestas que la religión solía dar acá son impugnadas por la figura de un sacerdote que no es capaz de hacerse cargo de las demandas espirituales de su feligrés y desahoga su impotencia maldiciendo, a la vez que prohibiéndole la entrada a la iglesia. Entonces, en un primer plano silencioso y elocuente, la sonrisa más resignada que cínica de Eastwood es la confirmación de haber llegado a un límite detrás del cual no hay nada que -o nadie a quien- decir, sino la soledad del acto.

Esta presencia desteñida de lo religioso es otro argumento en contra de la supuesta arbitrariedad que altera el sereno fluir de la película para transformarla en un drama hecho y derecho. La pregunta por el sentido que Frankie Dunn le hace una y otra vez a la religión y cuya respuesta busca también en esa especie de conexión espiritual con la poesía –lo vemos ir de un lado a otro con un libro de Yeats- es la misma que formula Maggie con sus puños mientras le pega durante horas a la bolsa de entrenamiento. Ambos persiguen un conocimiento –una técnica- que les permita dominar ese azar que moldea antojadizamente sus vidas, pero cuando creen conseguirlo una nueva maniobra los despista. La hija de Frankie nunca contesta sus cartas y la victoria segura –y algo más con ella- de Maggie se desvanece por culpa de alguien que quiebra esa estabilidad precaria de la ley, o por una serie de casualidades impredecibles o potestades impunes.

Esa fatalidad omnipresente evita que Million dollar baby sea sólo una historia más de culpa y redención, un martirologio aleccionador sobre la importancia institucional del sufrimiento. A diferencia de tantas películas con dicha postura, en esta no hay mensaje explícito que justifique el sacrificio ni elementos formales que lo ensalcen como música en mayúsculas, suspenso durante la pasión, o luz exacerbada posterior a la ceremonia de muerte. La gratuidad del dolor que padecen y la nula recompensa que reciben no hacen más que enfatizar el sin sentido de todo. Porque si es cierto que Frankie se siente culpable por su pasado, también es cierto que nunca logra redimirse. El plano final es explícito al respecto: si ese retiro es la paz espiritual, más vale seguir batallando con la culpa de estar vivo y leyendo poemas en gaélico. Sólo de vivir y morir con la conciencia de los límites, pero luchando contra el miedo que impone esa certidumbre, habla Million dollar baby. Límite que podrá ser el cuerpo del otro (en el ring o en la cama), el propio (ante el deterioro por vejez o enfermedad), la incertidumbre existencial (ante la falta de fe), el pasado y su serie de causas como eslabones tercos de una cadena cuyos efectos padecemos, la ley, la soledad, etc. Tanto Eastwood como nosotros sabemos que cada película puede ser el último round de la pelea. Y que preferimos seguir peleando hasta perder por knock out, como el John Huston de Cazador blanco, corazón negro, a que nos obliguen a tirar la toalla.

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06
El seductor (The beguiled, Don Siegel, 1971)

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Gran Torino (2008)

Sólo vos te vas salvando porque pa’ mi sos un sueño

del que quiera Dios que nunca me vengan a despertar.

Celedonio Flores, “Viejo smoking”

Clint Eastwood se está muriendo, y de eso se trata Gran Torino. No solo de eso, claro, pero allí reside lo medular, lo que se impone, lo que da singularidad a las imágenes de esta película y de cualquier otra suya de los últimos diez años (por eso las más flojas son aquellas que no lo tienen como actor). En realidad, no sólo es Eastwood quien se está muriendo sino todo el mundo, pero además de que eso ya lo sabemos no todos somos Eastwood. El auto que da título a la película queda identificado con el personaje de Eastwood y con la del propio actor, pero también con la defensa de la industria automovilística estadounidense en particular y nacional en general desplazada por el capitalismo financiero. Por eso el viejo desprecia a su hijo biológico, que se dedica genéricamente a las ventas, y le consigue al inmigrante un trabajo en la construcción. Dentro de la tradición cinematográfica heroica encarnada por Eastwood, el Gran Torino Modelo ‘72 es su lado mítico intacto como una armadura, alma de la épica materializada en la carcasa simbólica de un auto para su conservación hasta que llegue Aquel que sea merecedor de continuarla en la pantalla, viejo smoking del Negro Cele cuyo impecable estado delata -retrato de Dorian Gray invertido- el deterior físico de su dueño, a la vez que lo trasciende. El traje a esas alturas del tango, lo mismo que el auto de esta película, no es un traje sino el sueño de un traje, imagen arquetípica que un hombre se ha forjado de sí mismo a través del tiempo. Si todo el lujo del guapo argentino era la catrera compadreando sin colchón, en la de Clint es un auto siempre limpio, pero eternamente estacionado y sin conductor, que mira cómo su dueño ha perdido el estado. Eastwood no sólo se prueba el traje de madera que le están preparando, sino que encima lo hace con humor.

El auto en cuestión es un Ford modelo ‘72 que el protagonista cuida como si fuese parte de su familia. En realidad, le importa más que su familia, que no sólo está alejada del viejo gruñón sino que justo al principio comienza a disolverse. Gran Torino arranca con la muerte de la esposa de Walt Kowalski, estadounidense de origen polaco que participó de la guerra de Corea y acaba de quedarse viudo, amargado y solo. Eso si no contamos la presencia de su auto y de unos vecinos de origen asiático a los que detesta con todo racismo y que acabarán estando más cerca de él que los propios hijos. De hecho, jamás veremos a Clint manejando su coche, cosa que sobre el final hace el chico que funciona como aprendiz de Kowalski. El auto, entonces, no es otra cosa que un testimonio, testigo de las tradiciones que se pasa de una generación a otra, y los actores de este juego de iniciación y aprendizaje son un viejo estadounidense que odia a los extranjeros y un “amarillo” que se ganará su respeto. También es el caballo de ese último gran héroe del western que es Eastwood.

En las películas de Eastwood en las que también aparece como actor importa tanto el personaje que encarna como él mismo. No me refiero a que veamos reproducida su vida en esos papeles, sino algo mucho más físico y menos simbólico: su cuerpo. Que nos acompaña incluso desde antes de que hayamos nacido. Desde hace unos cuantos años sus películas también importan por el desgaste físico que nos dejan ver y que Eastwood expone como carrera contra la muerte. Todos sabemos que va a perder esa competencia, pero cada vez que decide aparecer frente a las cámaras se reanuda. Eastwood sabe que la potencia documental del cine es mayúscula y que la relación de la cámara con los cuerpos es quizá la más emocionante de todas. El mecanismo que escoge para alivianar la crueldad de verlo cada vez más mortal consiste en reírse de su condición (esta es la más cómica película de Eastwood en mucho tiempo), enfatizarla mediante lugares comunes melodramáticos tan efectivos como la reiterada tos sangrienta del protagonista (Chopin en un biopic del Hollywood clásico), o representarla lisa y llanamente. Sin embargo, el más emotivo elemento de Gran Torino es la casi inaudible y ronca voz de Clint que arrastra consigo todo el lacónico silencio de los personajes con que ha llenado la pantalla desde hace cuarenta años.

Ensayemos una rápida clasificación de sus últimas películas: anclados en ese poderosísimo valor material de la imagen cinematográfica podríamos decir que su filmografía se divide entre los títulos en los que aparece el cuerpo de Eastwood y aquellos en los que aparece la opinión de Eastwood sobre el mundo, con una que oficia como transición o puente entre ambas concepciones, por lo menos durante estos últimos años, y que tiene incluso una escena en la que la propia película se quiebra: Million dollar baby. Las que pertenecen a la primera categoría son infinitamente mejores que las que componen la segunda, aunque han sido éstas (Río místico, La conquista del honor, Cartas de Iwo Jima, Francotirador) las que le granjearon premios y reconocimientos oficiales. ¿La razón? La de siempre: los Grandes Temas declamados incluso por los personajes y con moraleja evidente para todo el mundo. En las otras (Poder absoluto, Jinetes del espacio, Crimen verdadero), prodigios de elocuencia visual, serenidad, ligereza y humor, nada parece ser demasiado dramático, ni se apela a recursos altisonantes para llamar la atención. Gran Torino es de esta estirpe. La del héroe pudoroso, efectivo y solitario. La del que habla poco porque dice todo con los actos. No es perfecta, como casi ninguna película suya lo es, pero transita el camino más cinematográfico y feliz de la obra de Clint Eastwood, ese artista al que es fácil relacionar al menos superficialmente con John Huston, único director de cine al que decidió encarnar en su carrera, aunque más no fuere por esa filmografía desigual, fascinante y descuidada, capaz de maravillas inolvidables como La jungla de asfalto y de los más prescindibles mamotretos. Pero hay otro gran director admirado por Clint, de quien Ford supo decir que era el mejor de todos ellos, que merece todavía más atención por sí mismo y en relación con Eastwood: William Wellman (muy probablemente Bronco Billy sea su versión de Buffalo Bill).

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Good-bye, my lady (William Wellman, 1956)
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Gran Torino (2008)

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Invictus (2009)

Las primeras imágenes de Invictus, con Mandela asumiendo el poder y unas maneras domésticas de ejercerlo, me recordaron el personaje de Spencer Tracy en The last hurrah, pero es con un par de películas de Ford de la primera mitad de la década del ‘30 con las que mejor la entiendo: Doctor Bull y Judge Priest, dos de las tres que filmara junto a Will Rogers (la otra es Steamboat round the bend), y parientes de la de Eastwood debido al tipo de personaje que las protagoniza y el terso ritmo carente de situaciones espectaculares forzadas. Hay conflicto y hay clímax, pero están cantados desde un principio, integrados tranquilamente a un devenir que los depura de vértigo y, en el caso de Invictus, trasladados a la ficción desde unas circunstancias históricas aún más extraordinarias que las que la película misma pone en escena. Acá Mandela no es el MANDELA de Bille August o de cualquier biopic pedorro al que le interesa más la historia que el cine. Apocando el acontecimiento, o desplazándose a un momento de si vida que no fuera el hito histórico como hace Ford en El joven Lincoln, Eastwood se acerca a un nivel más cotidiano de la figura. Este Mandela, como el Doctor Bull o el Juez Priest es, antes que nada, un viejo sabio y astuto que se las ingenia para unir a una comunidad mientras vive día a día. Incluso es más Morgan Freeman que Mandela, y más aún que Freeman o Mandela, un prototipo del sentido común fordiano. Straub decía que Doctor Bull es prácticamente un documental, y hasta uno muy crítico del capitalismo. Esa dimensión ideológica no está presente en Invictus, pero sí el carácter de crónica serena, cansina, de ficción remolona de serlo, que coquetea con el desvanecimiento de sí misma en la sucesión de diarias trivialidades que es la vida. Por ser más larga que las de Ford, y valerse de recursos como el de la cámara lenta, es mucho más arrítmica que aquellas, pero sin dejar de tender hacia esa misma tersura narrativa antiespasmódica que es todo un anacronismo. Como esta película que condensa un proceso de reconciliación nacional en un apretón de manos o en un scrum, y nos induce a creer en ello por su pura obviedad.

Más allá de la vida (Hereafter, 2010)

Eastwood no se burla de lo lacrimógeno, se asienta en ello. Es el contrapiso sobre el que levanta una película que termina abrazándolos para escaparse de la gorra de la muerte, de su discurso, de las voces que oyen en sus cabezas, de la soledad. Y lo consiguen mediante ficciones o visiones o proyecciones: ella, escribiendo eso que jamás consignaríamos como Literatura; él, oyendo a Derek Jacobi leer Dickens en público e imaginándose el beso que no llegaremos nunca a ver si se lo da a la chica pero apostamos a creer que sí porque lo deseamos y eso es todo lo que importa; el nene, escuchando -y creyendo- en lo que le dice Damon, que en un momento finge o actúa para consolarlo aunque finalmente confiese que ya no tiene nada que transmitirle, que ya no escucha ninguna voz del más allá capaz de transmitirle qué hacer y cómo seguir con su vida. Nada es seguro, perfecto ni conclusivo para nadie: tampoco para los espectadores o los críticos. Una de las primeras cosas que hizo la película es sacar a la superficie ciertos reflejos críticos estandarizados que me obligaban a rechazar mucho de lo que estaba pasando. Porque hay bastante plano feo, tedioso, obvio sobre todo (lo obvio me parece un aspecto central, porque, cuando se acumula como sucede acá y en tantas películas convencionales puede sembrar más dudas todavía que lo obtuso, si es que uno se permite la demora sin ansiedades de distracción, o eso que Raúl Ruiz llama aburrimiento y consiste en otra manera de mirar sugerida por una organización desviada de las imágenes; algo parecido a repetir muchas veces una palabra hasta que esta se enrarece y nos suena como la cosa más singular del universo. Manoel de Oliveira, otro viejo que filma películas a/cerca de la muerte con divertida serenidad y sin la más mínima aprensión no está lejos de estos mecanismos, aunque sus operaciones tengan que ver más específicamente con el modo en que la literalidad se transfigura y connota al ser expuesta), sin contar la previsible condena de ‘abyección’ que un par de situaciones nos sirve en bandeja. Hereafter anonada por la suma de convenciones que Eastwood recorre.

Hay veces en que no resiste la tentación de usufructuarlas con truculencia (en el accidente del hermano mayor, por ejemplo, pero hay un placer ligado a la confirmación de ver realizado algo legislado como incorrecto vaya a saber por qué código del buen gusto) o exageración (el destino del tren en el que se va a subir el hermano menor), y otras veces las cumple a reglamento, como sacándoselas de encima (representación mínima, intermitente, del más allá), lo que da lugar a más de una situación graciosa que bordea el gag (la explicación veloz y a regañadientes de Damon a la chica después del inoportuno mensaje en el contestador; el cocinero en profundidad de campo). Con Eastwood me pasa algo parecido a lo que me pasa con John Huston: nunca lo tuve en muy alta estima hasta que con el tiempo me di cuenta de que tiene una decena de películas maravillosas, altibajos tan explícitos como el vaivén de los ebrios que habitaban las películas del director de Fat city y The unforgiven (uno de los contados westerns de Huston al que Eastwood homenajea en el título del más célebre de los suyos), pero lo que importa es que filme, porque en sus películas siguen cruzándose estándares narrativos cada vez más anacrónicos, y el desfase temporal es una de las cosas más dignas de verse, con la mayor o menor pericia o ganas que tenga a la hora de filmarlos.

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Gran Torino (2008)

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Curvas de la vida (Trouble with the curve, Robert Lorenz, 2012)

Curvas de la vida no sólo es una película con sino de Clint Eastwood. Y no solamente porque la produce y protagoniza, sino también porque no se nota que él no la dirige. Estoy seguro de que si la hubiera firmado, muchos de los críticos que la están descalificando la elogiarían. La mayoría de sus películas giran alrededor de la figura de un viejo que transmite su legado pese a la resistencia al compromiso sentimental, la mayoría de los planos son fijos, los encuadres son cuidados y precisos, el plano-contraplano domina pero no molesta porque los personajes están bien delineados y queremos a los actores que los encarnan, y la historia pone en escena una serie de valores y tópicos que por imposición o consenso llamamos universales (Tarruella hablaba del sentido fordiano como común en tanto que comunitario). Como el marco es el del presente ideológico del sentido común y no el de la Historia fáctica, aceptamos creer en ellos y nos rendimos a la sobriedad con que han sido dispuestos. Y la emoción que generan es desbordante si estamos dispuestos a suspender la incredulidad y gustamos de la representación clásica.

Porque esta película lo es, lo que significa que está fuera de época. Como buena parte de las mejores películas estadounidenses de eso que llamamos el Holywood clásico, es un cuento de hadas para adultos. Construye un final feliz que funciona como reparación consciente de los dolores y las desigualdades de la vida, pero no las oculta por completo ni induce al olvido, sino que se propone paliarlas por apenas un rato. Su tiempo es el tiempo metafórico de los ríos, vale decir el de la percepción dura de la vida como cosa que pasa pero no bajo el prisma de la angustia o la resignación, y tenuemente desligada del contexto social que le sirve apenas de marco. La templanza es la virtud ideal que sobrevuela a esa clase de narraciones. La espectacularidad no sólo le es ajena sino molesta, cuando no insultante. No porque a los personajes nada les suceda o nada decidan, sino porque la puesta en escena deposita su confianza en el hecho narrativo antes que en la retórica ostentosa, lo que se traduce en una sucesión continua pero no exaltada de elecciones y actos que hacen avanzar el relato sin supeditarlo a los avatares inciertos de la autonomía subjetiva. Como en los mejores productos de la maquinaria narrativa estadounidense, siempre está más o menos claro para todo el mundo qué es lo que pasa y el placer deriva de ver de qué manera los personajes reaccionan a ello.

En Touchez pas au grisbi (Jacques Becker, 1954) hay un hermoso primer plano de Jean Gabin gruñendo, que es lo que Clint se dedica a hacer desde hace algunos años. El tipo de personajes que encarnaron uno y otro a medida que fueron envejeciendo es el del hombre que desconfía de las palabras porque sabe que son equívocas o porque su condición social nunca les permitió manejarlas con soltura. De modo que son hombres en estado bruto, en su doble acepción de verdaderos y de toscos, siempre luchando por ser lo que son con las pocas armas que les dieron para serlo, oscilantes entre la fortaleza y la fragilidad, renuentes a dejar de ser de una sola pieza no como expresión de rudimentaria condición existencial sino de dignidad. En cada uno de estos personajes cada vez más anacrónicos se encarnan cosas como el patriarcado y la virilidad, que son conceptos culturales y cambiantes, pero también otros como Dios y el yo, de raigambre ontológica. La clave del cine de Eastwood gira alrededor del tópico de la hombría, y es fabuloso notar cómo el cine de un macho conservador se plantea las mismas preguntas que se hacía el de un bisexual progresista como Nicholas Ray. Por eso la representación de la homosexualidad en sus películas fue haciéndose cada vez menos estereotipada dentro de los claros, sino encorsetados, límites de la representación en que Eastwood inscribe su cine.

Hasta cierto punto la puesta en escena del trauma es lo más disruptivo de Curvas de la vida, por poco tiempo que ocupe en pantalla y por concisa y nada morbosa que sea la forma de expresarlo, pero es también lo que la hace reveladora de las pautas culturales detrás de su forma de filmar. Es también lo que le permite a la película ser el cuento de hadas hecho y derecho al que nos referíamos antes. Ese trauma que repercute como un mal recuerdo es también lo que permite incluir en la prolijidad estructural de la película el desvío, lo oscuro, lo sucio, lo perverso como componente ineludible de la condición humana y del funcionamiento social, al que nada se gana con negar por más energía que se destine a disimularlo, menos por conveniencia cómplice que por creencia en la inconveniencia ética de hacerlo, o simplemente por miedo. De allí que esta sea una película de Eastwood en la que se contemple la terapéutica psicoanalítica sin que melle el aura mítica del relato ni el orgullo viril de los personajes. Y en la que un morocho hispano humille involuntariamente, y con nada más que su eficacia en lo que hace, el proyecto blanco de héroe deportivo por intermedio de una heroína que gracias a ese simbólico acto vuelve al redil paterno. Y en la que un baile de montañeses similares a los que asustaban citadinos en La violencia está en nosotros (Deliverance, John Boorman, 1972) sea un eslabón fundamental en la relación de una pareja y uno de los momentos más placenteros de la película.

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04

05
Bird (1988)

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Jersey boys: Persiguiendo la música (2014)

Durante 40 años mi viejo ha sido “anciano de congregación de los Testigos de Jehová”, religión no carismática de raíz protestante. Uno de los pasajes bíblicos que más le escuché repetir entre nosotros, casi como un anhelo, es uno del Antiguo Testamento que describe el final de un patriarca con estas palabras: “murió viejo y satisfecho de días”. A Eastwood parecen aplicarle perfectamente. En líneas generales sus películas, y esta no es una excepción, son manifestaciones de un tipo que se hizo viejo trabajando, actuando y dirigiendo sin cesar, que eludió las tentaciones –si es que alguna vez las tuvo- de la autodestrucción, y que no se arrepiente de no haber hecho lo que deseaba, acaso el peor de los remordimientos pues las ofensas al otro pueden aspirar al perdón de un tercero mientras que aquellas contra el propio ser lo desintegran.

La ligereza de tono de Jersey boys, su relato eficiente y fluido, su moral sin moraleja declamada pero tampoco disimulada, su sentido del humor y de la camaradería, el relevo de las voces narradoras que cuentan la historia desde una primera persona cambiante que termina siendo la plural del cuarteto, el número de baile final con un congelado de los cuerpos deliberadamente fallido casi tan conmovedor como el de Palombella rossa, de Nanni Moretti, la ausencia de estrellas entre los protagonistas (Christopher Walken haciendo de padrino protector es, como Dios, un secundario de lujo), y un sinfín de operaciones más son las evidencias de un director que hace lo que quiere con las herramientas de su oficio, de un creyente pragmático que no cree en el misterio de la religión sino en la religión como un legado de secretos útiles para el funcionamiento del individuo y la comunidad.

Quizás en donde más se note eso es en un par de giros del guión que vuelven a valerse con relativa estridencia de la noción de sacrificio y que después de tantas películas en las que aparece no cabe señalar como error (muchos críticos juzgaron de esa manera al de Million dollar baby) sino como elección recurrente, acto ritual más o menos prolijamente realizado y de funcionalidad cambiante. En todo caso, nos mete de lleno en el asunto de la responsabilidad del sujeto hacia los otros y, a través de ellos, hacia sí mismo, pero también en el tema del compromiso que un varón asume hacia otro que le dio la vida –en este caso, artística, amigo que ocupa el lugar de hermano mayor- más fácilmente y mejor que hacia una de sus hijas, involucrada en un incidente que me recuerda el lugar del personaje de Cecilia Roth en Martín (Hache), otra gran película patriarcal de Aristarain, nuestro Clint.

A través del tiempo las películas de Eastwood plantean una pregunta recurrente que intentaron responder una y otra vez. Su más resuelta formulación ocurrió en Un mundo perfecto, en la que Eastwood era una figura paterna fallida de Kevin Costner, que a su vez intentaba ser la del nene Testigo de Jehová que secuestraba: “¿Cómo se hace para ser un hombre?”. Es la misma que casi cuarenta años antes James Dean le había formulado a su padre, que lucía un delantal encima del traje, en Rebelde sin causa (a Eastwood, como a Aristarain, hay que identificarlo con el melodrama tanto como con el western, como no podía ser de otro modo tratándose de un fordiano). Aquella película  le añadía complejidad política y social al discurso de Eastwood alrededor de la virilidad porque la acción ocurría el mismo momento en que asesinaban a Kennedy.

En Jersey Boys esa respuesta no asume formas trágicas ni sugiere lecturas políticas explícitas. El musical, como fuente o como recurso (por más que haya sólo una secuencia en que la diégesis expansiva del género trastoca el naturalismo, y al ser la de los títulos esté en la frontera última de la película), le da un cierto aire de ilusión impune consciente, y hasta el padrino de Christopher Walken es menos amenazador que Will Ferrell o que Alberto Sordi haciendo de mafioso. La pregunta por el hombre en tanto varón cede a la del hombre en tanto individuo dentro de una comunidad, y por eso el grupo -musical en este caso- de amigos tiene tanto peso, lo que recuerda a Jinetes del espacio, por lo menos hasta el punto en que el conjunto se disuelve por la imposibilidad de crecer de uno de los miembros y por el agotamiento de otro.

La música, además, es un trabajo, una tarea si se quiere, la elaboración de un producto cultural. En Cazador blanco, corazón negro, gran película previa a la legitimación que le diera el Oscar a Los imperdonables, hay un momento en que Clint se enoja fuertemente con el representante del productor que pronuncia la palabra Hollywood con evidente desprecio. De inmediato le larga un elocuente discurso en que compara a la meca del cine con Detroit y a los empleados de los estudios con obreros. “Claro que también hay putas”, agrega valiéndose de estereotipos sexuales que la corrección política actual sentenciaría, “pero ¿quién no ha sido puta alguna vez?” agrega. A ese mismo lacayo, ejecutivo servil del productor judío, representante puro y duro de la mercancía, la puesta en escena más tarde lo despreciará calificándolo de pollerudo y virgen sin una sola palabra, insistiendo en la descalificación sexual como metáfora de un funcionamiento del mundo basado en el valor de la diferencia antes que en el de la igualdad progresista ideal (así como Eastwood no le hace asco al melodrama viril, Martín Hache puede verse como una relectura de Buenos días, tristeza).

Eastwood, ese obrero de la Warner que se lleva bien con Spielberg y que a fuerza de regularidad, astucia, éxito y carisma consiguió hacer sus películas a imagen y semejanza de sí mismo y no de los estudios de mercado, ve en una película bien contada la posibilidad de conseguir algo más que distraer durante algo más de dos horas (linda duración general de sus películas, que nunca lucen apuradas y tampoco son lerdas), pero la búsqueda de ese ‘algo más’ no se propone nunca como superación de un orden convencional, incluso anticuado para buena parte de los espectadores actuales, que bien puede ser llamado laboral e incluso familiar. En Jersey boys ese plus de sentido, ese roce con la poesía o con la metafísica, aparece en el plano sostenido de las poses estatuarias del final y  un par de veces más en que la aparición de los narradores frente a espejos suspende nuestra certidumbre sobre la dimensión en la que ocurre el discurso, que nunca deja de fluir sin que nos demos cuenta.

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