¿Qué hacemos con «La dolce vita»?, por Marcos Rodríguez

Qué películas áspera y triste que es La dolce vita. De las veces anteriores en que la vi tenía un recuerdo marcadamente melancólico, pero no mucho más. Es cierto que esta vez fue la primera en que vi la película en cine, pantalla grande, imagen restaurada, butacas llenas de gente. El reestreno de La dolce vita en cines fue una buena noticia, por varias razones.

Sin embargo, sentado en una sala chiquita pero casi llena, rodeado por espectadores de tercera edad pero no únicamente, tuve la sensación de que los que nos habíamos acercado hasta esa sala un viernes por la noche no sabíamos del todo qué hacer con esta película. Primero: es muy larga, prácticamente tres horas. No estoy seguro de que todos los que quisieron ver La dolce vita estuvieran al tanto de su extensa duración, incluso si no era la primera vez que la veían (uno olvida cosas tanto más importantes que esa). Fueron varios los que se levantaron y se fueron pasadas las dos horas de metraje, que es (de paso) cuando la cosa empieza a ponerse más cuesta arriba. Pero no se trata exclusivamente de la acumulación de minutos, después de todo hoy estamos mucho más acostumbrados que antes a bodoques que cuanto más importantes quieren parecer, más duran (y, ay, su contrapartida: la virtual desaparición de la hermosa película de 70 minutos). El tema con La dolce vita es que no solo dura tres horas, sino que dura tres horas de un deambular sin argumento, pasando de una angustia a la siguiente, jugando al juego de que el espectador la pase mal. No todos (y con razón) están dispuestos a eso.

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No es de extrañar que la memoria popular haya seleccionado las escenas más vitales y expansivas de esta obra maestra de Fellini, y haya relegado a casi el olvido sus partes más oscuras. La cosa empieza con un Jesús que vuela sobre Roma y una escena en la que Marcello intenta conseguir el teléfono de una bandada de minas en bikini desde arriba de un helicóptero. El impacto está asegurado. Poco después, pasado el primer episodio de la bellísima Anouk Aimée, viene la secuencia de Anita Ekberg, que culmina en esa gloria que es la escena en la Fontana di Trevi, pero que incluye antes otras no menos espectaculares: Anita que pierde su sombrero en la cúpula del Vaticano, la escena de la fiesta entre ruinas. Cada vez que la cámara de Fellini toca a Anita, el cine estalla: no importa si es en las escaleras de un aeropuerto o en la puerta trasnochada de un hotel de lujo. El sensualismo infinito, el idealismo desbocado (“vos tenés razón y todos nosotros estamos equivocados”) y una visión de la mujer que difícilmente pase el test del feminismo contemporáneo impregnan al espectador hasta tal grado que uno queda colmado. Satisfecho. Fellini nos da, en apenas un tercio de una película, mucho más que filmografías enteras. Pero La dolce vita es (principalmente) mucho más que eso: es un retrato descarnado, es una sátira feroz, es un laberinto existencial. Si la imagen de la aristocracia aburrida que encarna (y sostiene) Aimée es un poco remanida y se acerca al lugar común, la potencia de Marcello, su vitalismo, te levantan hasta ese muerto. No se trata solo de criticar a los que tienen guita. En La dolce vita no hay solución en la tradición (ese mundo decadente) ni en el arte (ese mundo suicidado) ni en la religión (terrible, terrible la secuencia del falso milagro) ni en la familia (el amigo Vieytes dice que la secuencia con el padre de Marcello es una de las cosas más tristes jamás filmadas, y es cierto), ni tan siquiera en el simple hedonismo que el título hacía sospechar. Para cuando la cosa termina, no queda nada en pie, salvo el espectador que tiene que volver a su vida después de haber atravesado este viaje que sigue y sigue y podría haber seguido incluso más.

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El problema, claro, es que La dolce vita es un clásico. Es canon. Es más que eso: es un ícono, es memoria fácil. Nadie podría correr a Fellini del lugar que se ha ganado. Está en los manuales de historia, logró ir más allá del ghetto de la cinefilia y muchos conocen la escena de la Fontana sin siquiera haber visto la película. En ese contexto, ¿para qué escribir sobre una película sobre la que ya nadie puede discutir? Ni siquiera despertaría polémica, creo, si alguien se dedicara a defenestrarla: está tan ahí que a nadie le importa. Nadie habla ya sobre Fellini (excepto, tal vez, mis amigos de Calanda) porque no tendría sentido. El que no quiere tener un agujero en su formación cinéfila no puede no verlo, pero discutir a Fellini hoy sería casi como discutir a Horacio o a Cervantes.

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Y, sin embargo, alguien tuvo la idea inesperada de reestrenar una versión restaurada de la película en cines y me acerqué a verla y lo que pasó ahí no podría haber pasado con ninguna otra película. Primero, lo obvio, porque La dolce vita es para verla en cine, incluso si nunca había podido hacerlo. Segundo, obvio también, porque es una película enorme, tremenda, inabarcable e imposible sobre la que ya seguro se dijo todo. Y, sin embargo, me puse a escribir algo más. Escribo ahora porque La dolce vita no te deja impávido: no es un clásico gélido, perfecto, admirable. Es una película deforme, irregular, incluso imperfecta. Va para un lado y el otro. Inventa maravillas donde podría no haberlas habido. Respira con el alma del mejor Nino Rota. Es la cápsula perfecta que explica por qué Marcello Mastroianni es el cine. Es un clásico, sí, pero uno de verdad, de esos que no importa qué tan viejos, que no importa qué tan canónicos, que no importa qué tan gastados, cuando te acercás a ellos el corazón vibra con una frecuencia que no tenía hasta entonces. Ni siquiera importa cuántas veces uno ha visto La dolce vita: hay que volver a verla.

Siempre.

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