Quería escribir sobre películas que amo pero no encontraba un principio ordenador. Así que elegí atarme a esta regla: textos de un párrafo y trescientas palabras. Ya se sabe: ante todo el rigor.
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Un cuento de Canterbury debe ser la película de propaganda bélica más extraña jamás filmada. En 1944 Inglaterra está en su esfuerzo de guerra y Powell y Pressburger encuentran la manera de filmar su país como si brillara el sol. Se instalan en Chilingbourne, una parada de tren antes de Canterbury, y registran amorosamente la luz, el pasto y a la gente sencilla. Durante noventa minutos hay un enigma flaco: ¿quién le echa cada tanto pegamento en el pelo a las muchachas? De este hilo absurdo, y por eso mismo tan hermoso, cuelga todo lo que importa: varios paseos, una extraordinaria conversación sobre maderas, otra sobre el té, una guerra de chicos. Para la expresión del patriotismo, los directores no eligen himnos y banderas sino un tiempo más propio de la leyenda que de la Historia. Esos lugares que preceden en siglos al descubrimiento de América, como dice el encargado de la estación, y ese corte que monta un halcón y un avión para recorrer seiscientos años, declaran la eternidad, que la iglesia de Canterbury, entera entre las ruinas, confirma en la última media hora, cuando los milagros ocurren y se canta finalmente el himno de la guerra santa. Ya al comienzo el narrador en off -que sigue el verso de Chaucer- presenta los tanques como encarnaciones de los peregrinos del pasado. Pero lo notable es que, aun con todos estos elementos propios de la propaganda bélica, Un cuento de Canterbury no es una película de agitación. Por el contrario, lo que muestra es que si vale la pena pelear es porque lo que está en juego no es la patria, la identidad inglesa o cualquier otra idea igual de trascendente sino la posibilidad de un día de campo. Las escenas transmiten una calma sin énfasis, muy digna de Ford.
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Cantemos la gloria de Chang Cheh, mago de barraca, cineasta inculto. One-Hand Swordman es puro folletín de espadachines. Un criado muere defendiendo a su señor y el señor se compromete a educar a su hijo (Fang Kang) en los secretos del acero. El problema es que su propia hija (Xiao Man) y sus discípulos de buenas familias se burlan del espadachín plebeyo. Los varones, por envidia. La mujer, porque lo desea pero no quiere reconocerlo. ¿Una joven de abolengo enamorada de un criado? Por favor. A otro samurái con esa espada. Gata Flora Xiao: al mismo tiempo que trata de no escuchar lo que su piel le dice, pretende que la piel de Fang se mantenga siempre sorda. Es ella la que le corta el brazo al espadachín, justo cuando se está yendo, tal vez -claro- para que no pueda en otro lado lo que no puede con ella. Unas gotas de psicoanálisis de novela barata lo dicen: no es solo un brazo lo que Xiao corta. Lo más encantador de la película es la manera en que encadena sus episodios. El joven parte, la chica lo mutila, una campesina lo salva. Ahí está la historia: lo que hay en cada mujer es una vida, y Fang elige finalmente la tierra y no la espada. En el medio de este viaje hay un montón de cosas: otro maestro, otros alumnos, un arma diseñada especialmente para vencer a otra, códigos de honor, discípulos malcriados, lágrimas y emociones que no se avergüenzan de sí mismas. Chang Cheh es un cineasta popular ciento por ciento. No hay en su película el refinamiento que existe en las de King Hu. Ni el montaje crea síncopas misteriosas ni los planos son tan originales. Una batalla, un momento de intimidad. Así labura. Con acción y sentimientos.
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El cine italiano realizado durante el fascismo es absolutamente desconocido. En su ensayo Il cadavere nell’armadio Lino Micciché recuerda algunos juicios de posguerra que permiten observar la que fue sin dudas la opinión dominante durante años. En agosto de 1945, desde Film d’Oggi, Zavattini mandó a la hoguera todo el cine producido bajo el fascismo. Ni una película, dijo, merecía el recuerdo. En su Il cinema italiano (1953), Carlo Lizzani escribió que durante el periodo 1938-1943 todo era “un frío elenco de lugares comunes”, “un recetario escuálido y monótono”, “camerinismo”, “comedía húngara”, “sombras sin alma”. Cine “ausente y vacío”. Por último, en su monográfico de 1954, Cinema italiano (1903-1953), Mario Gromo redujo todo a “mediocre teatrito filmado” o “literatura de semanario popular”. El neorrealismo fundaría la historia y barrería el pasado. Pero… I nostri sogni, debut de Vittorio Cottafavi, es una comedia con De Sica como protagonista y un argumento de pobres, ricos y confusiones que tiene sus antecedentes en algunos títulos de Camerini (Daró un millione, I grandi magazzini). Posee una organización típica en tres actos, pocos escenarios, algunos parlamentos muy buenos y el siempre atractivo universo de la comedia de enredos, que cuando se mete con las clases sociales permite especular largamente sobre las máscaras y los valores. Todos sueñan. El momento más claro es uno en el que un pobre va al cine y en la pantalla cambia el beso de los actores por uno entre él y su enamorada. Pero los que se llevan la peor parte son los ricos, vanos y veleidosos, como muestra la secuencia del restaurante top. A los pobres les toca reconciliarse con su condición luego de conocer la cara idiota de la riqueza. Suena conservador, pero en el juego de las máscaras son los únicos capaces de mirar verdaderamente la propia.
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Riccardo Freda filmó en 1962 L’orribile segreto del Dr. Hichcock. Un año después le puso el mismo nombre a otro personaje y filmó Lo spettro. La historia transcurre en Daubridge, en 1910, y presenta un típico triángulo gótico: el Dr. Hichcock, su esposa Margaret y el Dr. Livingstone, que le inyecta (a su colega) un veneno y su antídoto como parte de un tratamiento por demás heterodoxo, hasta el día en que decide olvidar la segunda aplicación. En pocas palabras: Margaret y Livingstone complotan para deshacerse de Hichcock. Hichcock es menos ingenuo de lo que parece. Así de simple es todo. Hay pasadizos secretos, criptas, fantasmas, una moral estricta que persigue cualquier infracción y una explicación final tan apresurada como encantadora que trata de bañar todo lo que sucedió de un manto de racionalidad. En un momento, Margaret abre el ataúd que guarda los restos de su esposo. En otro, la voz del muerto se deja oír por boca de la criada. En uno más, los amantes se recelan mutuamente, porque hay dinero involucrado. En todos, Barbara Steele aparece con expresión atribulada. Y es que no hay nada en la película que escape a lo que se espera de ella. Lo notable es que el cumplimiento de las convenciones no la vuelve superflua y descartable sino libre, un fenómeno que el cine conoce bien. Es tan bello todo, tan poético, que Borges podría haber imaginado su defensa de la metáfora no innovadora mirando cómo una biblioteca se abre para descubrir una habitación. Freda trabaja con un código bien establecido al que respeta y con el que se permite jugar. La criada entra tantas veces en cuadro como amenaza inconsecuente que en un momento Margaret le dice que ya está bien de andar llegando siempre por sorpresa. Felizmente, lo sigue haciendo.
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John Flyn dirigió por lo menos tres películas excelentes: Best Seller, Rolling Thunder y The Outfit. La menos conocida es esta última. Earl Macklin (un brillante Robert Duvall) sale de la cárcel. Quiere dos cosas. Primero, un cuarto de millón de dólares. Después, una venganza contra el sindicato del crimen que lidera el viejo Mailer (Robert Ryan, nada menos), responsable de la muerte de su hermano. En el camino hacia Mailer, como presión para conseguir la guita, Macklin asalta varios criminales ricos. También mata a unos cuantos. Tiene una clara conciencia de clase lumpen. Vos laburás, te pagan mal, correte: la cosa no es con vos. De hecho, es en el ámbito de los perdedores -bares sin glamour, hoteles de carretera, granjas pobres y malos empleos- donde transcurre la película, con ritmo lento y seguro, y con pocas palabras. La guita grande, los buenos trajes y la mansión pertenecen a los garcas de primera magnitud. La alta burguesía del crimen. Es contra esa carcoma que filma Flyn, con los pies bien metidos en los años 70. La narración respeta el punto de vista de los pobres tipos y los premia con la venganza y la supervivencia. Hay una escena memorable en una iglesia que es también un alojamiento para desamparados: los planos de esas caras rotas que le cantan a Dios a cambio de cama y comida son dignos de Buñuel, que dejó su marca en todas partes. Macklin podría ser, para estos hombre y mujeres que no tienen nada, algo parecido a lo que son los jefes del sindicato del crimen para él mismo: un sujeto de otra clase, ligado al resto solo por hilos flacos. Pero los desamparados ni siquiera saben que existe un mundo como el que la película nos muestra. El pozo es más hondo siempre.
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¡Qué buena es Educando a Arizona! ¿Se sigue repitiendo la tontería esa de que los Coen no son más que unos cancheritos que se burlan de sus personajes y del cine clásico y de los espectadores y de todos los débiles del mundo, incluyendo los niños desnutridos de África y la selección de fútbol de Panamá? Ojalá que no. El final es generoso como se supone no lo son Joel y Ehan: una mesa llena de gente, una familia enorme, comida y vejez. Es decir: lo que los protagonistas más quieren. El desarrollo es veloz, demente y antirreaganiano, e incluye una huida de perros bravos que puede mirar de frente (riendo) a la que Argento filmó en Tenebre. Pero si hay algo que brilla antes que nada es el comienzo, una de las grandes secuencias de apertura del Hollywood de los 80. Nicholas Cage (ya grande entonces, y siempre con camisas hawaianas) es Herbert, un ladrón que se enamora de Ed, la policía que interpreta Holly Hunter, en el tiempo que pasa entrando y saliendo de la cárcel. Toda la secuencia trabaja la progresión a través de elementos que se reiteran y otros que varían más o menos. El gordo que limpia está siempre igual. El tribunal que entrevista a Herbert y lo que pasa durante la sesión de fotos de ingreso al presidio cambian hasta formar historia. Es un modo clásico de proceder (clásico y difícil) que los Coen manejan con gracia indudable. En el estado final de la secuencia Herbert es obrero y no chorro. Una de sus frases en off resume este cambio así, con una sabiduría anarcopicaresca que solo la comedia conoce:
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Primavera tardía es menos contundente que Historias de Tokio. En parte por eso es mejor. Noriko no quiere abandonar a su padre, y solo porque un engaño la convence de que su padre va a casarse acepta casarse ella. Al final, cuando abandona la casa, el viejo queda solo. A Noriko le toca asumir su condición de esposa. Al padre prepararse para la muerte. El famoso diálogo de Historias de Tokio (“La vida es decepcionante”, dice una mujer. “Sí”, contesta otra, con una sonrisa) vale también para esta Primavera Tardía, y tal vez para todas las películas que Ozu filmó en la posguerra. Todo es triste y sin estridencias. El pueblo y los valores tradicionales aparecen como superiores a la ciudad y los valores modernos de Occidente. Lo que Ozu hace es asumir que el cambio es irreparable, y hacernos sentir su radicalidad no en las altas cumbres de la Historia sino en la vida cotidiana de sus personajes. Es un cineasta que despide un mundo y acepta con pesar pero sin escándalo el mundo que lo reemplaza. En esto tiene mucho que ver con Ford, aunque Ford es más contundente en su aceptación dolorosa de lo nuevo. La ley es mejor que el revólver. No es seguro que el nuevo Japón sea mejor que el viejo, aun cuando el viejo sea cualquier cosa menos justo. Pancarta y silogismo: Ozu filma películas en las que la resignación está vista como un destino al que tiende el espíritu y no merece condena. Yo no creo en la resignación (por lo menos no en estos términos). Si una idea que no comparto cobra tanta importancia como para separarme de un arte como el de Ozu entonces no merezco el cine, ni nada de lo que hace al mundo tan deseable e infinito.
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El juego vale más que las reglas del juego. Es una enseñanza de Hitchcock, que hizo tantas trampas en Psicosis que no hay manera de no amarlo. Su pelea contra los verosimilistas, omnipresente en el libro de conversaciones con Truffaut, sigue siendo un himno de guerra, hoy más ardiente que nunca, porque a pesar de la opinión común, enamorada de las presuntamente infinitas posibilidades de la tecnología barata y el mundo virtual, la libertad es un bien escaso. En fin, que no hay nada mejor que un prólogo abstracto y tronante para sumar palabras y alcanzar las benditas trescientas. Ahora sí, acción. Un maestro condenado a dar clases en un pueblito desértico hace las valijas para pasar sus vacaciones en Sidney pero queda varado en Yabba, el pueblo intermedio, en el que debe pasar una noche porque pierde toda la plata apostando al cara y ceca. Así empieza Wake In Fright, ese aerolito dirigido en Australia por Ted Kotcheff once años antes de Rambo. No se trata solo de una gran película: es el cine en plenitud. Un trip que incluye, entre otras cosas, litros y litros de cerveza, una conserje que -después de inventarlo- Lynch debe haber reconocido como parte de su mundo, moscas, mugre, transpiración de spaghetti western, desenfreno, una alucinante cacería de canguros y sexo entre el maestro y el médico que interpreta Donald Pleasence. Los personajes del pueblo están reducidos a pulsiones y códigos básicos. Pero a diferencia de lo que pasa en una película como Deliverance, el mundo primitivo de estos australianos no se expresa por medio de la violencia sino por un mix de camaradería brutal, hormonas masculinas y generosidad bizarra. Cualquiera aloja al maestro, se vive sin plata, nadie abusa de nadie. La diversión es el alcohol, la caza, la pelea. Yabba es cultura.