Directores stalkers: Federico Fellini y yo, por Pupi Avati

Traducción: José Miccio

***

– Lo vi a Fellini- me dice mi madre.

– ¿Dónde? – le pregunto.

Vivimos en vía del Babuino, no lejos de Fellini, que vive en vía Margutta. Desde hace tiempo busco una estrategia para encontrarlo casualmente. La obvia curiosidad de conocer a mi ídolo.

– ¿Dónde estaba?- le pregunto a mi madre, siguiéndola por la casa.

– En vicolo Margutta.

-¿A qué hora? – insisto

-Alrededor de las 7:30. Es la segunda vez que lo veo.

-¿Por qué no me lo dijiste antes? – reacciono, ingrato

Tengo casi cincuenta años. Desde el día que vi 8 ½ y decidí trabajar en el cine han pasado dos décadas. Puedo decir que cumplí mi sueño, aunque no que todo el camino haya sido perfecto: fracasos, frustraciones, miedos, breves momentos de gloria y después de nuevo ansias, miedos… Lo que sé es que el cine no dejó nunca de gustarme.

A la mañana siguiente, escucho el despertador. Mi esposa ve que me levanto y me preparo a toda velocidad pero no me presta atención. Vuelve a cerrar los ojos enseguida, habituada desde hace siglos a una serie inenarrable de extrañezas, caprichos y simples exuberancias presentadas a veces como golpes de genio, o viceversa. Pocos minutos después, estoy en mi posición estratégica. Me paro en una esquina, junto a la vidriera del bar Notegen, que acaba de abrir. Hace frío. La calle está todavía húmeda por la lluvia caída en las últimas horas y yo llevo puesto un extraño abrigo de piel sintética negra que me llega hasta las pantorrillas. Supongo que estaría de moda entonces. Parezco un agente de la Gestapo, pero ningún militar alemán habría tenido unas patillas como las que ostento yo desde hace un tiempo. La calle está vacía. Repaso las cosas que debo decirle al maestro. O mejor dicho, que ya le dije por lo menos durante veinte años en las cartas que le mandé en ocasión del estreno de cada una de sus películas. Cartas de diversa extensión, una de once páginas, en las que me deshago en elogios y felicitaciones excesivas incluso para la estima que siento por él.

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Un incesante trabajo de seducción, que sin embargo nunca dio resultado. Ni siquiera cuando alcancé una mínima fama. Fellini, que probablemente recibe cientos de cartas al día parecidas a las mías, se ha limitado a responderme solo una vez con una concisa misiva que todavía conservo: «Estimado Avati, Zanelli dice que tu película es muy bella. Iré a verla. Federico Fellini». Ese mensaje era una señal inequívoca de su voluntad de encontrarse conmigo, pero tal vez él todavía no lo sabe, me digo en aquella pesada mañana romana para darme coraje. O quizás, es más probable, me ha considerado uno más de los tantos chiflados que dan vueltas por Roma en busca de una migaja de gloria. Nadie completamente cuerdo escribe decenas de cartas sabiendo que no tiene ninguna posibilidad de recibir respuesta.

La calle está todavía desierta, y en el bar un par de clientes me miran con recelo; tratan de entender qué estoy haciendo ahí, inmóvil desde hace por lo menos veinte minutos. Pero entonces, ahí está, desde el fondo del vicolo Margutta. Es él. Es Fellini, y viene hacia mí. Hacia mí y hacia mi sobretodo de policía de la Gestapo. Camina por la vereda del frente, hacia Piazza del Popolo. Nota mi presencia. Me echa un vistazo breve y preocupado.

Sé que tengo un aspecto poco recomendable. Que parezco alguna clase de loco. Espero unos segundos y luego empiezo a caminar por via Babuino. Solo la calle nos separa. Lo flanqueo, un poco discretamente, un poco no. Podría presentarme, hablarle, pero creo que tal vez convenga que antes me acostumbre a él, y él a mí. Esencialmente, tengo miedo de enfrentarlo.

Camino a su misma altura. Él aligera el paso y cada tanto se da vuelta para ver si todavía estoy ahí, del otro lado de la calle. Es evidente que empieza a preocuparse. Ser un director famoso no necesariamente se lleva bien con ser acechado por un agente de la Gestapo. «¿Qué es esto? ¿Porque viene detrás de mí?», intuyo que piensa, por las miradas que me dirige.

A la altura del bar Canova de Piazza del Popolo, hay un Mercedes blanco esperándolo. Fellini saluda al chofer, le da un puñado de hojas y entra al bar. Yo espero, manteniéndome a una distancia razonable. Sale del bar, sube al auto, el chofer arranca y el Mercedes desaparece en el tráfico capitalino.

La misma escena se repite durante más o menos una semana: despertador al alba, patillas, impermeable de la Gestapo, vigilancia, avistamiento, flanqueo, dudas.

De la mirada cada vez más preocupada que Fellini me dirige cada mañana, deduzco que hay buenas posibilidades de que si no me presento y doy fin a esta pantomima, termine por encontrarme con un par de policías en lugar de con el gran director.

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Misma hora, mismo lugar. Fellini camina rápido en la vereda opuesta, y esta vez estoy decidido. Cruzo la calle.

Fellini se da cuenta. Me mira alarmado, inmóvil, y cuanto más me acerco, más noto el terror en su mirada. Se aplasta contra el muro, levanta las manos en señal de rendición, el rostro cadavérico, los labios que imploran piedad.

– Soy Pupi… Pupi Avati- le confieso.

Un instante de suspensión temporal. Toda via Babuino deja de respirar en espera de que el maestro de los maestros vuelva a establecer contacto con la realidad.

-Soy Pupi Avati- le repito, sonriendo.

Él me mira fijo, su corazón vuelve a latir, advierte lo ridículo de su posición, se recompone, su cara se llena de una luz que se vuelve poco a poco más y más extraordinaria.

-¡Pupooone! Pero… Pupooone! -exclama de repente, y me aprieta contra sí.

Está feliz, entusiasmado, como si hubiese esperado toda su vida para encontrarme. Me mantiene abrazado y repite:

-Pupooone, Pupooone.

Todavía hoy no consigo explicarme su felicidad. Mientras intercambiamos algunas palabras me siento tan sorprendido por su comportamiento que no entiendo lo que me pregunta.

-Dame tu número de teléfono. Dámelo, dale- dice, sacando del bolsillo un lapicito y una agendita de esas con elástico. Otra vez es como si le estuviera haciendo un favor enorme. Anota mi nombre, me invita a tomar un café a Canova, nos encontramos con una señora amiga suya y me la presenta. Cuando se va en el Mercedes blanco, permanezco en el borde de la gran plaza romana, en un estado de total aturdimiento.

Ahora sé que conozco a Federico Fellini. Que soy su Pupone.

No pasó mucho desde nuestro primer encuentro hasta la primera llamada telefónica. Fellini tiene mi número y lo usa. Nos llamamos mucho más de lo que nos vemos. Federico ama hablar por teléfono y me llama tanto a casa como a la oficina. Me llama incluso por cosas banales, como ya no se estila.

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Ginger e Fred (1986)

Nuestro diálogo, de todos modos, está desbalanceado. En general, es él el que habla, y yo me limito a escuchar y hacer algún comentario. Me río mucho de sus bromas, de la ironía a la que nunca renuncia y que un poco atempera cierta oscuridad que lo oprime. Me apena no poder repetir los comentarios venenosos con los que pone en ridículo a algunos de sus colegas; cuando muera, escucharé a esas mismas personas recordar la gran amistad, la relación de afecto recíproco que tenían con Fellini, sin poder dejar de pensar en lo feroz que Fellini era con ellas. Pertenecía a esa generación de gente del espectáculo convencida de que la calidad de un parlamento se mide por su dosis de cinismo. A esa generación de cómicos para los cuales había trabajado: pacíficos y tranquilizadores en el escenario pero despiadados en bambalinas.

Sobre todo al comienzo de nuestra extraña amistad, Federico repite de manera obsesiva cuán afortunado soy de poder contar con mi hermano. Él ha tenido una relación tormentosa con Riccardo, que nunca aceptó ser «el hermano de Fellini», y me repite una y otra vez cuánto envidia el hecho de que yo colabore con Antonio, que haya conseguido mantener una relación con él, más allá de que a menudo sienta culpa por el rol al que lo he sometido.

Federico habla, y a menudo está bajo de moral. Cuando lo encuentro está filmando Ginger e Fred. Estamos en 1986. La película, como las anteriores, no es un éxito, y el declive que Fellini está viviendo no sé si es también creativo pero seguro lo es en términos de cariño del público. Cada nueva película es un evento, salen artículos y reseñas, pero después las salas están vacías. El público parece haberlo abandonado. Desde hace años le ocurren cosas impensables para alguien que conoció la cima del éxito. Pasa mucho tiempo hablando mal de este o de aquel porque, según dice, se aprovecharon de él para abrirse camino. Lucha por hacer películas y sin embargo la fama de director disipador lo acompaña, o mejor, como él dice: lo persigue como una maldición.

Habla mucho de dinero. No tanto del que quisiera ganar o ha ganado como del presupuesto de sus películas: está obsesionado con la idea de que alguien le ha estampado esta fama de derrochador que le impide encontrar financistas.

Sus proyectos son considerados por la industria cinematográfica italiana como un lujo insostenible. Italia cambió, tal vez cambiaron también los italianos, o es que él perdió contacto con los gustos de la gente. Como sea, es un declive que él no acepta, que le resulta simplemente intolerable. Lo comprendo, más hoy que entonces, pero igualmente me cuesta entender el hecho de que no sea feliz, por lo menos por lo que supo tener.

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Zeder (Pupi Avati, 1983)

-¿Pero cómo puede ser que no estés contento? ¿Cómo, si cuando te vas a dormir pensás que sos Federico Fellini, que te convertiste en un adjetivo, que sos considerado en todo el mundo uno de los más importantes directores de la historia del cine?- le repito al fin de cada encuentro.

No hay nada que hacer. Todos quieren ser reconocidos por aquello que están haciendo ahora, no por lo que hicieron en el pasado. La memoria de la gloria de antes lo hiere, más que gratificarlo.

Un día, en la calle, compruebo este malestar suyo. Nos detiene un grupo de turistas extranjeros. Obviamente, nada saben de mí, pero a él lo conocen perfectamente. Comienzan a felicitarlo. Él es gentil, como siempre. Está feliz por esta manifestación de amor, responde a las preguntas, se muestra abierto. Le piden algunos autógrafos. Él se presta gustoso, pero mientras tanto yo me doy cuenta de que su humor está cambiando. Se entristece. Los turistas le nombran películas de hace veinticinco años. Todo lo que sucedió después parece no existir.

Es muy inseguro, y por eso lo siento tan cercano. En 1987 me mostró la copia de trabajo de Intervista en la Internacional Recording. Halagado de ser uno de los primeros en ver una versión no definitiva de la película, no recuerdo demasiado de aquella circunstancia extraordinaria. Tal vez estaba tan emocionado por haber sido considerado por Fellinii uno de sus fidelísimos, verdaderamente uno de ellos, que no pude percibir un aspecto de su carácter que, en cambio, en ocasión de la visión aún más privada de La voce della luna se me hizo del todo evidente.

La copia de trabajo es una película todavía muy lejana da la que será su versión definitiva, pero es útil para verificar si todas las secuencias tienen el impacto justo, si la sucesión crea la tensión correcta o si hay momentos cansadores, si los diálogos son prolijos, y todo lo demás. En pocas palabras, es una prueba para un público seleccionado

Para la proyección de La voce della luna somos menos de diez en la pequeña sala de vía Margutta. También está Giulietta Masina, y la sensación desde el comienzo es que si Fellini está en busca de confirmaciones, seguro que no le faltarán. No es adulación: simplemente, yo antes que nadie, no puedo imaginarme criticando un trabajo suyo, expresando un parecer menos que entusiasta sobre cualquier cosa que haga. Nos ubicamos. Giulietta me invita a sentarme a su lado. Del otro lado tengo a Sergio Zavoli. Las luces se apagan y Fellini desaparece, no sin habernos pedido antes suma indulgencia.

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La voce della luna (1990)

Comienza la proyección. Las imágenes corren. Es evidente desde el comienzo que se trata de un montaje provisorio. Un alternarse de secuencias en colores y secuencias en blanco y negro. Provisorio es sobre todo el trabajo de sonido: diálogos a veces incomprensibles, música de discos. Pero de todos modos es suficiente para hacerse una idea de la película que resultará. Pasan quince minutos y veo el interno de la salita iluminarse, justo al lado de la Masina. Ella se inclina, levanta el tubo y susurra algo. Yo estoy al lado y alcanzo a entender:

-Sí, sí, les gusta… Pero si, te digo que les gusta… Sí, sí, hasta luego.

Pasan otros diez minutos y el interno se ilumina nuevamente.

-Sí, te juro, se rieron, te digo que se rieron.. Todos… Pero sí, todos.

Descubro así que sus miedos son los míos: cuántas veces asistí al estreno de mis películas como un principiante asiste a su ópera prima. No hay éxito, aunque inferior al suyo, que te preserve: siempre empezás de cero, en cada comienzo sentís que das examen. Miro a Giulietta y pienso en las veces en las que he sometido a la misma tortura a mi madre, a mi esposa, a mi hermano, a mis hijos: es como si todos debieran pagar el precio de tener un pariente megalómano que concentra sobre sí los éxitos y les pide que se vistan de luto en ocasión de sus fracasos.

Tres veces esa tarde Federico llamó a Giulietta.

***

Pupi Avati, La grande invenzione. Un’autobriografia. Milano, Rizzoli, 2013, pp. 305-312

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