Encontrar el primer largo del más soslayado de los maestros es motivo para festejar hasta en cuarentena. Que su título –Die verliebte Firma– aluda a una compañía de producción cinematográfica enamorada es bandera. El amor al cine de Max Ophüls no puede ser mejor expresado que a través del amor a una mujer. En este caso, la empleada del correo que pasa esquiando en medio de un rodaje. Que haya cine dentro del cine en la opera prima de Ophüls traza un sendero tan claro como el de unos esquíes en la nieve, cuyas líneas paralelas (como las de la cámara de Nicholas Ray en The savage innocents) a los cinéfilos siempre nos harán pensar en un travelling antes que en esquíes, trineos o en la mismísima nieve. Que el primer gran empalme de la película se de a través de un giro anuncia las innumerables rondas de su filmografía inolvidable y sin embargo olvidada o hasta desconocida. En las primeras hay una pareja vestida de frac y lamé cantando sobre una montaña. La diferencia entre un plano y otro es que el primero fue filmado en exteriores y el segundo en un set. Esa diferencia, menor para la historia pero nuclear para el relato, acentúa su gracia cuando un equipo de filmación aparece y lo que importa ya no es saber que estamos en un rodaje sino que los abrigos de piel quieren hacernos creer que el set sigue siendo el exterior del plano previo. Todo hace pensar en una invasión paródica del cine de montaña alemán por parte de la comedia burguesa, algo parecido a lo que Saslavsky hizo en Vidalita con el gauchesco. En la posterior escena del camarote de tren ya está planteada la escena de El placer con las putas felices yendo de vacaciones a la granja de Jean Gabin.
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El bebé con el fajo de dólares que le ha regalado John Wayne es el plano fabuloso de Arenas de Iwo Jima, otra gran película de Allan Dwan, quien alguna vez dijo que todas los firuletes de la nouvelle vague los habían probado y descartado ellos en los primeros años del cine mudo. El montaje de imágenes de archivo con las rodadas en estudios es infalible y crudo a la vez. Hay patriotismo y también hay quien dice que la guerra es una cuestión de bienes raíces, pero no hay relación causal férrea ni fácil entre ambas realidades. Y está John Wayne, claro, con su variedad de recursos cinematográficos: la sonrisa encantadora y franca, el infaltable e inefable «talk too much», la mirada letal y triste a la vez, la forma de pararse y de caminar. Y está lo que hace Dwan con Wayne y los malos agüeros cerca del final. Sigo con otra bélica estadounidense, También somos seres humanos (Story of G. I. Joe, 1945), del gran Wellman con Aldrich de asistente, y le cedo la palabra a James Agee: «Una de las proezas gloriosas del estilo y del tono de la película es su capacidad para mantenerse dentro de los límites de una discreta lucidez, a la manera de una prosa particularmente modesta y bien construida, lo que, sin ni una sola concesión a la licencia ‘poética’, nos conduce a la apoteosis (…).»
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¿De dónde salió esta película francesa y azul como las de Melville pero filmada en España? ¿De dónde salió esta película en la que unas víctimas de los nazis buscan a sus victimarios pero que no deja de ser un polar? ¿De dónde salió esta película en la que el personaje menos comprometido es quien está más cerca de conseguir el objetivo? ¿De dónde salió esta película consciente de que Trintignant es un anfibio? ¿De dónde salió esta película en la que la disposición de tres objetos mínimos forma una figura cromática clave para caracterizar al personaje que los ha dispuesto? ¿De dónde salió esta película que aprovecha un jumpcut para pasar de 35 a 16 mm? ¿De dónde salió esta película que detrás de un genocidio advierte un mal fundamental y lo define con un solo gesto? ¿De dónde salió esta película que ve en una ciudad balnearia durante el invierno como el más bello escenario de la desolación para el climax? ¿De dónde salió Un homme à abattre?
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Alto, rubio y con un zapato negro no filma gags en tanto chistes, sino que elabora secuencias humorísticas. La de las matriushkas es mi preferida: unos espías entran al departamento del protagonista para revisarlo y la larga secuencia va siendo puntuada por la interminable labor de uno de ellos. El tempo de esa escena, así como la torpeza -en este caso, relámpago- en el baño, vienen de La fiesta inolvidable. El vestido de Mireille D’arc, o más bien la espalda desvestida de Mirelle D’arc, es inolvidable, lo mismo que esos secundarios de lujo que fueron Jean Rochefort y Bertrand Blier, esa clase de tipos que te dibujan una sonrisa en la cara cuando sabes que aparecen en la película que estás viendo. En el personaje de nuestro campatriota (Blier es argentino), a quien le hacen creer que un boludo es un súper espía, está el del crítico que le busca el quinto y hasta el sexto sentido al gato, que no tiene porque lo es. La batuta en manos de Yves Robert, el padre del Mal hijo de Sautet, el director de las más grandes y queribles comedias populares francesas.
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Permettete signora che ami vostra figlia? es la segunda película de Gian Luigi Polidoro que conozco. Como Il diavolo, es una road movie. Como Sordi allá, Tognazzi acá es un tipo del montón sin especiales recursos pero con ínfulas (el burgués pequeño pequeño de Monicelli, y todo sabemos de lo que es y no es capaz): de amante latino en Suecia, Sordi; de amante latino, artista inmortal y líder de masas si me apuran, Tognazzi. O sea, de súper macho, que suena peor que el súperman yanqui pero tiene los pies tan hundidos en el barro que hace daño durante mucho menos tiempo y los aires de seriedad nunca pueden esconder la farsa. Incluso si el nombre del súper héroe es Benito Mussolini, que es lo que acaba creyendo ser Tognazzi. Director de una compañía teatral itinerante de poca monta que escribe dramones lacrimógenos tan pasados de moda que podrían ser tomados por vanguardistas, no le ocurre nada mejor para recuperar a su amante que escribir y montar un melodrama sobre los últimos días de Mussolini y su amante Clara Petacci. El tipo investiga responsablemente para darle marco histórico apropiado, como hacen todos los artistas mediocres, pero es un héroe -o sea, en un mono con navaja- porque se olvida de que está poniendo en escena a Mussollini y lo transforma en aquelllo que quisiera ser. Hay dos motivos incuestionables para eso: que la amante a la que quiere recuperar es Bernardette Lafont y que el personaje se le va de las manos. Tanto que Tognazzi le presta su pasión sexual y Mussolini su ambición. Los mejores Mussolini del cine no son los de los varios biopics que se le dedicaron sino los de los cómicos. Sordi lo imita en una sola escena de El arte de acomodarse, de Luigi Zampa, y la gasta, aunque es probable que toda su filmografía sea un retrato de Mussolini, uno di noi. Tognazzi es otra bestia. Lo que hace con el cuerpo no se puede creer, y lo que el vestuarista hace al final es de otro planeta. Chaplin ya había sido Hitler en Tiempos modernos: Tognazzi mediante, también es Mussolini. Promediando la película Tognazzi va del brazo con su esposa y con su amante, ve a unos nenes, los levanta como hacía Mussollini cuando andaba de campaña, que debió ser las veinticuatro horas del día, y sigue de largo. Todo filmado sin un acercamiento ni un corte. El paneo no acentúa el chiste sino el patetismo del simulador devorado por su simulacro. El final es uno de esos tan sublimes momentos tanos en los que el balanceo, que no el asqueroso equilibrio de la balanza mal llamado salomónico, entre la carcajada y el llanto más que dejarte en el aire te mueve el piso.
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Tres años después de que Wim Wenders filmara a Nicholas Ray en Nick’s movie, un par de alemanes pasan unos días con Sterling Hayden. El tipo se toma todo y ellos filman Pharos of chaos. Lo amo desde que fue Dix en Mientras la ciudad duerme. Y todavía más cuando lo vi en Johnny Guitar. A Hayden no le gustaba la de Ray, pero sí la de Huston. Y también Dr. Strangelove y El largo adiós. Como su personaje en la de Altman, acá aparece siempre borracho. Los interlocutores prácticamente no hablan con él y casi no aparecen en cámara. Una voz en off lacónica suministra información en contados insertos. Estos alemanes supieron qué es lo que realmente importaba y sobre todo quién. Según el propio Hayden, sólo sabía hacer tres cosas: estar con amigos, navegar y escribir. Así me enteré de que tiene unos cuantos libros escritos, que de ahora en más serán fervientemente rastreados por la tripulación de Calanda para su traducción. Sterling, que se llamaba a sí mismo «Shirley» por la Temple, resulta ser del todo indiferente a su carrera en Hollywood, fuma hachís, sobrelleva la humillación macartista que lo empujó a la delación, lamenta no tener huevos para ser el Che o Fidel, recuerda su servicio detrás de las líneas enemigas en Yugoslavia durante la segunda guerra, sufre la soledad, casi se muere en una elipsis, balbucea majestuosamente. Michel Simon fue el Pere Jules original en L’ Atalante. Sterling, segundo sin tripulación, pero no habrá ninguno igual, no habrá ninguno. Sólo le falta el arpón de Terror in Texas Town para ser melvilleanamente bíblico.
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¡Por Dios El siciliano, por Dios Cimino! La había visto por última y única vez en video. Treinta años después salto exaltado del sillón por los cuarenta desaforados minutos de cine que me está regalando en medio de la cuarentena justo cuando Lambert mira a cámara igual que Depardieu en Novecento: el arranque con la Sukowa desnudándose en un juego de campos y contracampos con travellings en contrapicado, la amada Italia literal donde la rodaron que es una México de cine de aventuras más que de western, el héroe que mira a cámara y es, simultánea más que sucesivamente, Billy the kid, El zorro, San Francisco de Asís, Alejandro Magno y Jesucristo reuniendo su banda de apóstoles briganti, un jumpcut tan esotérico que más que jumpcut es una contraseña del azar y de la gracia, botellita de alabastro llena de agua bendita cinéfila para calmar nuestra sed en el infierno audiovisual. Confieso mi orgasmo múltiple para seguir pecando y volver a irme de boca en paz. Y dale que va: veinte minutos más y no para. El ataque al tren del ejército con la festiva, romántica y cínica -en su virtuoso sentido original de libre- violencia de los Fuller, Aldrich y Peckinpah del cine. La disposición de los bandoleros en las montañas como en las grandes películas bandoleras de Pietro Germi y Francesco Rosi. El desprecio plebeyo del santificado Lambert y frases tan fabulosas que merecen estar en la Biblia, como esa que identifica al peronismo sin saberlo: «No es comunista, está enamorado. Y lo envidio.» El siciliano baja de las montañas, no sola pero sí principalmente, para que la película pueda retroceder un par de décadas y ser una de gangsters en los roaring 20’s o locos años veinte. «No parecés un pobre», le dice su prometida. A lo que él responde que se compró el traje que usa y el descapotable que maneja justamente porque es pobre. Y uno recuerda a Favio explicándoles a los esclarecidos, tan críticos como los decentes con las villas llenas de antenas de televisores y las patas sucias calzadas con primeras marcas o los gorilas con las pieles de Evita y las carteras de Cristina, que Griselda es como es en Nazareno porque los negros sueñan con las rubias. «Sos un presumido», insiste ella, como cualquier abombado diría de Gatica, mientras lo acompaña gozosa en el auto y festeja cuando se le declara, porque ese hombre es pura vitalidad, como Cimino o Favio al filmar ésos alter ego suyos más grandes que la vida y por eso más verdaderos que cualquier realismo, pícaros y generosos, trágicos e incandescentes. El velo de la novia es fordianamente enredado por el viento como en ¡Qué verde era mi valle! y con la institucionalización matrimonial del amor del Siciliano y Giovanna, justo después de pactar con la Iglesia, la Mafia y el Estado, aparece la masacre de Ezeiza. Cimino se las arregla para que en la escena, majestuosamente roja como las de masas filmadas por Bertolucci para Novecento, el Siciliano siga siendo Favio en medio de la ultraderecha peronista.