El que se enamora es boleta: Ensayos de Alberto Ure

Fuente: Sacate la careta: Ensayos sobre teatro, política y cultura. Transcripción: Marcos Vieytes.

El que se enamora es boleta

Supongamos que al terminar una representación de Barranca abajo algún nativista protestara indignado porque se está promoviendo el suicidio masivo de los gauchos viejos. Tendría derecho, porque el ridículo es libre, pero no sé si alguien creería en su alarma. O que la embajada de Dinamarca reclamara por las barbaridades que dice Hamlet sobre las costumbres de ese reino. No suena demasiado serio. Sin embargo, a propósito del estreno de Los invertidos, de José González Castillo, algunos han supuesto que se trata de una propuesta que condena la homosexualidad y promueve su castigo con la pena de muerte. No es así, aunque las emociones que puede despertar la imitación de una acción siempre tienen que ver con lo que oscuramente se esconde en cada uno. Y ésa es justamente la fuente del placer teatral. Ser homsexual no es gratis, pero ser heterosexual tampoco; ahí están Romeo y Julieta para excitar la indignación de todos los chicos y chicas que se gustan repentinamente en una fiesta: “tengan cuidado, el que se enamora es boleta”, les dice Shakespeare, que vendría a ser un represor. Y Betinotti cantando “Pobre mi madre querida”, un provocador peligroso, y que si alguien lo oye distraído y se deja influencia puede terminar por arrancarse los ojos y ser desalojado de su barrio para siempre. Siguiendo ese criterio, habría que anular todo lo imaginario que no le confirme a cada uno que está haciendo lo justo y que es una bellísima persona. Y de alguna manera eso se puede hacer y no le molesta a nadie si se admite la posibilidad de convivir en la diferencia. Yo nunca me hice marxista viendo obras de Brecht, ni tampoco cantante español en los espectáculos de Pedrito Rico, y creo que han sido muy pocos los impulsados a identificaciones inmediatas. Tampoco creo que Los invertidos desate epidemias criminales entre los bisexuales. Lo que sí creo es que debería tolerarse la posibilidad de imaginar algo distinto de lo que se ve como sacralizado por el poder, cualquiera sea éste, sin una dependencia tan limitada de los emblemas con que se arma la personalidad de cada uno. En la Argentina de hoy parecería que no se puede mostrar a alguien sin herir susceptibilidades demasiado frágiles. No se pueden mostrar militares, ni homosexuales, ni izquierdistas, ni diputados, ni nadie con algún poder organizado, porque se sienten afectados. Si a algún inconsciente se le ocurre hacer Coriolano en serio, va a protestar hasta Ubaldini. Por suerte, Buenos Aires es una ciudad muy grande y hay una minoría flotante que todavía se pregunta sobre sí misma porque sabe que el verdadero terror no es la duda ni la discusión sino su ausencia.

1990

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En defensa del teatro

Desde hace años tengo la sensación de que eso que genéricamente es llamado “teatro latinoamericano” corresponde a una idealización que les gusta disfrutar a los centros imperiales. Ya se sabe lo que está bien: campesinos que parecen salidos de un dibujo animado, con un conjunto de camiseta y pantalón blanco a media pierna que no sé quién carajo usa, bigote y sombrero aludo y que con ingenuidad de indios cristianizados representan un brechtismo precario. Más precario que el brechtismo que los originales se permiten –lo que es mucho decir-, más burdo, con más pancartas y con aventuras de la conciencia más esquemáticas. Desde fines de los sesenta eso es lo que se precisa de Latinoamérica para tranquilidad de los patrones progresistas: que los pobres de estas tierras seamos sencillos, alegres y bien intencionados, y que cuando proponemos un cambio en nuestra situación miserable lo hagamos con prolijidad humanista. Lo peor es que también tengo la sensación de que eso nos lo hemos terminado por creer nosotros mismos, representando hasta el cansancio la pesadilla del colonizado: no saber quién es, irse construyendo con deducciones aproximadas del deseo ajeno, como psicóticos rellenos de calmantes que tratan de hacer un buen papel en una fiesta familiar donde no reconocen a nadie. Cuando tímidamente aparece un rioplatense que se anima a no ser un campesino marxista e idiota, con suerte puede llegar a ser un idiota de clase media, un naif urbano que demuestra con sencillez costumbrista cómo elabora los años de crímenes y tortura en el mismo nivel que los divorcios o la incomprensión entre las generaciones. Los grandes temas son de ellos; las grandes actuaciones y los grandes textos, también. Nosotros tenemos que dar lástima, pero con sencillez y claridad. Creo que aunque uno no sepa bien quién es, desde la confusión o la incertidumbre, puede balbucearles una puteada. Por lo menos debe intentarlo, a ver si todavía tiene garganta propia y palabras familiares. Podría pasar que cuando uno quiere putearlos le salga por la boca un aviso de café colombiano hablado en el español de las series.

Hace poco tiempo vino a hacerme un reportaje un periodista alemán de no sé qué diario, de La Cotorra de Frankfurt, por ejemplo. Imagínense, alto, rubio, informal, socialista, culto, amable, puntual, la clase de hombre con el que yo me casaría si fuera mujer para que me sacara de esa ciudad de mierda. El tipo –Fritz, digamos- vino con una secretaria que parecía una tapa de Playboy, y con un grabador que costaba diez veces más que la producción completa de la obra que le interesaba tanto.

Me empieza a preguntar sobre el distanciamiento y esas cosas. Yo, como soy porteño, sabía mucho más que él de todas esas cosas y podía haber hecho un buen papel: hablar, por ejemplo, de las ideas de Meyerhold empantanadas en el brechtismo, de la contradicción irresoluble entre grotesco y totalitarismo, de la actuación como brazo armado de la psicología que a su vez es la organización policial de la política y de varias vivezas como éstas. Podía, pero no pude. No sé si por el grabador, por la rubia o por la envidia que me multiasaltaba, le dije que de lo único que quería hablar era de la deuda externa de mi país. Y que no quería hablar de otra cosa. Que nosotros los estábamos reconociendo como acreedores de algo que nunca recibimos, que ellos nos pisoteaban como deudores y que seguramente el diario que lo enviaba como corresponsal pertenecía a un banco que se beneficiaba de esa deuda. ¿Podíamos hablar sinceramente de otra cosa? Se enfureció con educación y primero me trató como a un loco desagradecido: ¿acaso yo no estaba satisfecho con la democracia? Después, ya me matoneaba: ¿por qué aceptábamos que no se juzgara a todos los torturadores y asesinos? Así, pasé de ser desagradecido a ser un cobarde. Me acordé en ese momento de lo que pasa cuando un chico mendigo se acerca a una mesa y alguna chica izquierdista y sentimental comienza a hacerle preguntas: ¿cuántos hermanitos tenés?, ¿tu mamá qué hace?, ¿no te gustaría ir al colegio? En ese momento yo era el mendigo y Fritz la psicóloga izquierdista. La situación no tenía arreglo. Ese mismo periodista hubiera estado encantado de que Fassbinder lo meara encima, pero claro: Fassbinder es un chico bien, muy rebelde, pero de su mismo colegio. Yo tenía que hablar de lo que él necesitaba, mostrarle cómo en medio de la hiperinflación estaba defendiendo lo más noble de su cultura, olvidándome de que recibía lo peor. Tenía que ser una basura sudaca, pero con la serenidad de un socialdemócrata subsidiado. Dicho así es difícil de creer que se pueda, pero a mucha gente le sale bien.

Como es casi inevitable, estética teatral y política aparecen mezcladas como en una halografía, y el movimiento más imperceptible las confunde y las diferencia. Y así como supongo que los políticos tendrán que cambiar sus categorías –por lo menos los políticos que pregonan un cambio, porque si no, van a terminar todos siendo derechistas modernos o predicadores pentecostales de la democracia-, el teatro también debe hacerlo. En la Argentina, quizás por una tradición nacional, esta urgencia se muestra confusa.

Una complicación es que el teatro no tiene claramente diferenciados los lenguajes con que se refiere a sí mismo. El único que aparece es el de la crítica de los medios masivos, y ésa es casi siempre deductiva; parte de los modelos académicos establecidos para controlar los acercamientos y alejamientos del caso concreto, los matices de sus casi inevitables imperfecciones o los destellos de sus coincidencias con el modelo elegido. Esta preceptiva tiene generalmente dos extremos: el ideológico, que sólo busca la confirmación de lo que ya pensaba, y el psicológico, cuyo paradigma es el entretenimiento personal del crítico, los vaivenes de su casquivana atención. El teatro suele estar así arrinconado por un comisario político y una preciosa de salón y para colmo de males, el comisario político suele ser un sádico stalinista y la preciosa, un marica malcriado. Esta descripción puede sonar excesiva, pero no hay más remedio que buscar una combinación de esas dos posiciones y saltar de una a otra con ingenio, tratando con gracia de no molestar demasiado al teatro. Si el lenguaje de la crítica fuera sólo una excrecencia literaria, como sucede con la mayoría de los comentarios deportivos, lo abarcarían las generales de la ley: unas críticas gustarían, algunas aburrirían, otras repugnarían y listo. Pero la crítica de teatro funciona también como la avanzada del gusto del público y como promotora hacia el prestigio, y entonces su poder es político y no sólo imaginario. Es un lenguaje que, como el jurídico, puede aparecer pomposamente complicado pero que, cuando uno está preso, se muestra vitalmente concreto. Ese poder ha llevado a los que hacen teatro a un diálogo viciado de hipocresía con la crítica de cualquier signo, porque de ella depende buena parte del público, los viajes, los festivales, los prestigios. En realidad, esto no es tan grave. Lo grave es que no haya otros pensamientos que acompañen al teatro, porque en su situación actual le resultan fundamentales.

El teatro y el espectáculo en general no funcionan en la mayor parte de Latinoamérica como parte del conglomerado que podría llamarse industria cultural, sino que son una “expresión” cultural, con la desventaja de que compiten en el mercado con industrias culturales y en situación de inferioridad. Esto quiere decir que sin tener cine y televisión propios, que vienen a ser las industrias pesadas del espectáculo y las que definen a las otras, la especificidad del teatro plantea también un problema de enfrentamiento cultural y político. Un cálculo idealista y bien intencionado haría suponer que ésta es la mejor situación para encontrar una personalidad que enfrente al bombardeo de imágenes y modelos del espectáculo multinacional. Sí, claro. También un minero boliviano desocupado debería ser el combatiente antiimperialista más intransigente, pero eso habría que ir a discutirlo con el Che Guevara en el cielo o en el infierno, y en cualquiera de los dos lados no creo que esté de buen humor.

Ese desencaje entre producción y lenguaje, entre expresión y colonización deja al teatro perdido y maltratado. Claro que siempre se puede tener un éxito, y eso parece disolver el mal gusto que deja en el alma tanto tropiezo. Pero un éxito no es nada, y aunque eso se parte de su encanto, conviene recordar que se está participando de una diversión que es simultánemante una pelea perdida de antemano. Siempre habrá uruguayos que triunfen en Buenos Aires, argentinos que traten de currar en Venezuela o España, y yo de mí mismo pienso muchas veces que a lo mejor tengo la suerte de ir a destapar letrinas en cualquier universidad norteamericana. Pero entre nosotros no pasará nada. Nada de lo que uno esperaba que pasara, de lo que deseaba, de lo que necesitaba. Sin embargo, el teatro sigue. ¿No es el momento de reconocerlo como lo que es, un pasatiempo de vagos y malentretenidos, y aprovechar para limpiarlo de sus lastres culturales? Creo que se resistiría la avanzada imperial si se aceptara que la retirada no será elegante, y que hay que dispersarse en bandas olvidándose de los protocolos ideológicos y confiando sólo en los pactos transitorios. Al fin y al cabo, tampoco hay un público que nos precisa para algo serio, sino sólo para darse un rato de buena conciencia –digo esto sin desmerecerlo, claro: pero no creo que haya que decidirse a cuidarlo y a educarlo, como si uno fuera Sor Teresa de Calcula-. Ojalá el público también se dispersara en bandas y todos fueran cruces ocasionales. Al fin y al cabo, fue un uruguayo el que escribió ese cuento que contiene múltiples teorías teatrales y no creo que haga falta citar la frase de Un sueño realizado entre los paisanos del autor. Estamos varados, como Langsman, y eso puede ser aburrido o estúpido. Quizás a partir de allí el teatro sea lo que debe ser, algo inevitable aunque les suene provinciano y vulgar a los bienpensantes.

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¿Usted dejaría que su hermana se casara con un brechtiano?

Sobre Brecht se ha escrito mucho y se ha dicho de todo, desde inflamados panfletos hasta meticulosas reconstrucciones académicas, pasando por las pueriles alabanzas. Si alguien dice algo nuevo –lo que siempre es posible-, sumaría su nombre a las largas listas bibliográficas, pero es muy difícil que cambie el movimiento y las jerarquías de los prestigios. Y, como suele pasar en estos casos, casi nadie habla del teatro que se hace invocando a Brecht, de la práctica de los brechtianos que son reconocidos como sus albaceas. En algunos casos poco prejuiciosos, como Fernando de Toro en su libro Brecht y el teatro latinoamericano, se considera la aplicación del “sistema Brecht” a nuevas obras, pero tampoco se excede el enfoque literario de la cuestión teatral, que es absolutamente el menos conflictivo. Es en la actuación y en la puesta en escena donde se señalan con mayor precisión las pistas de un texto, su funcionamiento, y se ordena la experiencia que debe provocar.

Los brechtianos argentinos, ocasionales o consecuentes, tienen su espacio conquistado y reconocido. Representan las obras de Brecht casi exclusivamente y han repetido monótonamente durante décadas sus errores originales: hacer un teatro absolutamente conformista, lo que resulta siniestro para cualquiera. Con paciencia inútil, han expuesto siempre las mismas ideas ante un público que las compartía absolutamente. Y como esas ideas eran reconocidas por actores y espectadores como la única visión del mundo verdadera, y además tenían el curso de la historia a su favor, encantaban a quienes las compartían, los magnetizaban como un espejo hipnotizador. Eran esquemas sencillos, pero pocos pases bastaban para que actores y espectadores accedieran a la conciencia histórica, y no prestaran mucha atención a lo que provocaba el trance. La actuación podría ser pura rutina, acumulación de torpezas, evidentes incapacidades, pero ¿a quién pueden importarle esos detalles cuando es eyectado a la Verdad del Futuro?

Es un teatro básicamente emocional, ya que todo lo que parece ser una sugerencia de razonamiento se establece sobre el sentimiento de estar compartiendo una inteligencia selectiva. En lugar de almorzar con Mirtha Legrand se cena con el  marxismo y también se come algo sustancioso, un sueño placentero. Para quien no comparte el gusto de estas participaciones, la entrega emocional de quienes los disfrutan resulta irritante. ¿Qué carajo le ven? ¿Dónde está ese poder que logra ser tan obedecido? Fuera del contexto y la presión de los aparatos políticos resulta incomprensible. El brechtismo representó hace años la única posibilidad de mostrar algo teatral novedoso desde el marxismo mayoritario y, principalmente, algo que no era burdamente sovietizante. Aunque sus fuentes de inspiración fueran soviética y realmente revolucionaria y ya hubieran sido sistemáticamente purgadas en la URSS, la práctica brechtiana aparecía como la perspectiva socialista de renovación teatral. Hoy ya nadie presume tal cosa, y para peor los brechtianos han ganado en pedantería lo que perdieron como proyecto opcional.

Los brechtianos y sus derivados híbridos –porque excepto en la UCD hay brechtianos en todos los aparatos- son fáciles de reconocer. Casi siempre están profundamente satisfechos de lo que hacen y seguros de que el camino elegido es el único, y si alguien no lo comparte, es porque es un enemigo o un idiota que necesita tiempo para evolucionar y con el que deben ser tolerantes.

Un tema que no parece muy claro entre los bechtianos, aunque empiecen a tirar citas de Brecht, es el de la actuación distanciada. Ese concepto plantea un cuestionamiento de las nociones de personajes y de persona-actor, y una crítica de las relaciones entre esos dos términos que se establece en el terreno de la ilusión teatral y de todos sus artificios. Se puede pensar que la evidente utilización del personaje por el actor presentaba dos problemas casi insuperables para los brechtianos argentinos. Por un lado, esa técnica se emparienta directamente con la actuación más popular, y en estas pampas los brechtianos siempre han sentido más afinidad por Karl Valentin que por Jorge Luz. Por otro lado, esa distancia del actor al personaje debería ser simétrica con la que establece el espectador con la narración, para lograr así que nadie se identifique con nadie o, por lo menos, para que las identificaciones sean muy fugaces y establecer un campo que abarca al personaje intermediario y hace surgir redes de razonamiento entre las que zigzaguea la ilusión como material provisorio de interconexión. Para que este modelo pueda intentarse es necesario que el actor –verdadero motor de arranque de este circuito, por mucho que hagan los carteles, la música, las canciones, etcétera- sea una usina corporal y psicológica de marxismo puro de oliva, un verdadero ungido con cuyos fluidos comulgarían los obreros, esclareciéndose a toda máquina. No sé cómo viene la mano en otros lados, pero aquí actores así no tenemos, dicho sea sin desmerecer a nadie. A otros les fue mejor. El Living Theatre, a partir de su trabajo sobre la Antígona de Sófocles-Brecht, mostró cómo se podían metabolizar esas influencias en su propio sistema de tradiciones e ideales.

Ahora, en la Argentina, siempre se está preparando un Brecht; en este mismo momento deben estar cocinándose varios. Se volverá a mostrar cómo Hitler era sólo un títere de una banda de financistas, o que el coraje sin conciencia histórica se vuelve contra uno mismo, o que cosas y personas se deben a quien las ama y cuida. Y seguramente muchos espectadores agradecerán que la política sea algo tan sencillo, y que todos puedan ser tan inteligentes gracias al Verfrendungeffect, que es como el control mental, pero progresista. Les costará un cierto esfuerzo recontrarenegar todo el arte contemporáneo, o la dominación imperialista, la presencia de la sexualidad y muchísimas otras cosas más, pero el resultado lo vale. Saldrán notas promocionales sobre Brecht, con fotos que mostrarán su cara de astuto, aunque por una vez habría que preguntarse si cuando vuelve a las sombras, no se pone a llorar.

1987

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Strindberg en Rosario

Ojo: Strindberg es el teatro. Si él no hubiera existido, lo que hoy llamamos teatro sería otra cosa, mucho más estúpida, y todos nosotros seríamos más tarados todavía. Él es el teatro puro, el salvajismo de la representación, el horror de lo artificial que se muestra verdadero. No hay, en la historia del teatro (y 2.500 años no son joda), otro como él. No es el mejor, ni el más completo, ni el más genial; pero no hay otro como él.

A veces he pensado que Strindberg es al teatro lo que Gatica es al boxeo criollo. Una bestia indispensable, un organizador de la gramática. Sin Gatica nadie hubiera gozado de la elegancia de Locche. Nicolino hubiera finteado en la oscuridad absoluta de nuestra ceguera. Pongo este ejemplo popular para que se entienda que Ibsen sería inapreciable sin Strindberg. Siendo un dramaturgo genial, muy superior a Strindberg. Es el Mercante de Perón, el Engels de Marx, el Trotsky de Lenin, el tío que sabe la verdad que el padre arrogante oculta.

Srindberg es todo el naturalismo que hubo en este planeta, porque lo muerde, lo mastica, lo traga, lo digiere, lo vomita, lo deyecta. Lo usa con tal pasión antinaturalista que le dibuja los bordes exactos con puntilloso amor.

Hay algo que siempre me atrajo, como una fuente de simpatía inagotable. Strindberg está en París, en el ochenta y pico. Es un nórdico, un cabecita, que trata de entrar en la moda, para ganarse unos pesos. El Sumo Pontífice es Émile Zola, que bate el naipe de la realidad tal cual es, de la realidad de las imágenes que pueden medirse con las ciencias exactas de la naturaleza. Y el artista, como un fiambrero o un anatomopatólogo, corta la vida en fetas –para que pruebe el cliente o el microscopio-. Strindberg se propone la jugada imposible: una tragedia naturalista. ¡No puede ser! En la naturalsza no  hay arbitrariedades, decían entonces, todo es orgánico. ¿Qué es eso del combate contra el destino? Entonces Strindberg pone el inconsciente en el lugar de los dioses y muestra en público que La señorita Julia y El padre funcionan con esta mecánica. Allí, en París, solito, buscando un mango y la fama. Me hace pensar en Arolas, ¿qué otra cosa iba a querer? La fama, la guita y, a la rastra, el estilo. Lo mismo que debe estar buscando Rody Bertol: que Rosario, el Litoral, la Argentina, Sudamérica y el mundo se pongan a sus pies después de ver El sueño. La locura paranoica de todo artista, que quiere conquistar para despilfarrar. El máximo egoísmo y la total generosidad, el narcisismo absoluto y el abandono oceánico. Todo en el mismo envase.

Uno, que es del gremio, disfruta tanto de Strindberg como de Bertol. Strindberg se hace el loco para tener prensa. Inventa novelas sobre sí mismo para ser alguien. ¿Se las creerá o se las hará creer a los demás? A mí eso no me interesa. Sólo me interesa él. Mientras Ibsen recibía manifestaciones de homenaje, Strindberg mascullaba paranoico. Todos –Ibsen, Lenin, Freud- se dirigían al éxito, pero él no, siempre postergado. Sólo desde Strindberg se puede pensar que esos tres eran oficialistas. ¿Quién puede creer que una obra maestra como Casa de muñecas ha sido escrita para ridiculizarlo en su intimidad? Sólo un genio. Denle un lugar en Rosario, por favor.

Él había pensado en ustedes, porque sólo desde su dolor se puede recalar en una ciudad tan fea. Creo, incluso, que si Strindberg hubiera podido elegir sería rosarino desde la envidia, el resentimiento, las grandezas perdidas, el fracaso asegurado, la soledad total.

Disfrútenlo. Es uno de los suyos. Y de los míos. De todos los que estamos siempre solos. Strindberg es el timbre de voz de Goyeneche cantando «Niebla del Riachuelo«, de Cobián y Cadícamo. ¿Te imaginás, Rody, qué grandes los dos morfando con Strindberg? Qué momento cuando él nos dice: “¿Así que ustedes son los que andan haciendo obras mías al fin del siglo XX, al borde del Apocalipsis?” Y los tres nos matamos de risa –mozo, otra vuelta-. Y él empieza a hablar de minas, al fin y al cabo estamos tres hombres solos. Lo escuchamos respetuosos, pero tentados.

Bergman dice que a él le gusta imaginárselo después de cenar, fumando un cigarro, rodeado de esos helechos 1900 un poco cursis, escuchando una sonata de Beethoven que alguien toca en el piano de la sala, y Bergman sabe de qué se trata Strindberg. Nosotros estamos los tres en un bar de Rosario, tomando cerveza, y se escucha un rock indefinible. No nos va tan mal, ¿no?

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Un espectador cínico

Uno de los aspectos más atractivos y/o aterrorizantes de la televisión es que crea una realidad virtual en mutación permanente. Se puede comprobar que funciona algo así como una masa de imágenes en expansión, de múltiples entradas y conexiones, sin orientaciones seguras ni resultados previsibles, y que están en todos lados, no sólo en la pantalla. Si alguien graba horrores sucedidos en la televisión para denunciarlos, no refuta o desvaloriza, sino que se suma. Hay un programa de Raúl Portal dedicado al tema, están los videos producidos por Cartoy Díaz, y varios programas muestran el off the record de las estrellas, como el de Susana Giménez. He visto a jóvenes directores mostrar sus películas o videos presentándolos como opuestos a la estética televisiva… en televisión, que les da el pase encantado a sus peores detractores porque son más televisión, y siempre hace falta más.

No queda otra que aceptarlo, porque se empieza a parecer a una red neuronal colectiva que piensa algo, pero no lo explica con conceptos, así que no lo entiende nadie. Hay gente que acierta mucho más que otra, cuyos carismas celestiales o poderes demoníacos le permiten circular por esa masa con suerte. Pero a nadie se le ocurriría hacer un pronóstico a mediano plazo. Yo sospecho que todos sabemos que a la televisión no la controla nadie, pero tampoco sabemos si tiene sentido decir que el rey está desnudo. Y lo sabemos porque ha comenzado a funcionar parecido a una parte de nuestro cerebro y lo que pasa allí dentro nunca es lo que queremos que pase. Dentro de nosotros, el rey está desnudo y vestido al mismo tiempo.

Hace poco veía en televisión las críticas a la televisión de un ex comisario político. Se lamentaba de que el zapping había anulado el montaje porque ahora nadie seguía todo el desarrollo dramático del Potemkin, sino que se escapaba para ver el programa de cocina del Discovery cada dos minutos. ¿Pero es que alguien, además de Eisenstein, siguió alguna vez todo tal cual está hecho? ¿Acaso en un cine semicongelado de Moscú en el mil novecientos veintipico alguien vio toda la película sin pensar en otra cosa? El placer estético funcionó siempre como un zapping sobre el objeto, porque toda obra de arte es siempre una obra abierta, pero no se sabe a qué, ni qué recombinación secreta hace el receptor para seguir disfrutándola. Además, la televisión es un medio que abarca todos los objetos y los somete a sus reglas. En sí no es un transmisor de arte, sino de cualquier cosa, incluso de arte. La pintura ha sobrevivido a la pérdida de la mayoría de sus settings originales, y casi no hay manera de que no sea en reproducciones o museos, y no por eso se la percibe bastardeada. Pretender controlar las asociaciones es una ilusión totalitaria.

Lo curioso es que muchos asesores de medios capitalistas, que son los únicos que hay, funcionan exactamente igual que los comisarios políticos de otros sistemas de signo contrario ya desaparecidos. Tratan de hacerles creer a sus dictadores particulares que pueden controlar el alma de sus público; esto da cierta esperanza porque garantiza que serán arrollados por la historia y por la misma televisión. Estos deterministas con los cuales tengo muchos puntos en común deberían o deberíamos confiar más en el caos humano, que a la larga hace lo que quiere aunque después se lamente de los resultados. Ni la CIA, ni el Vaticano, ni los guardaespaldas de Ceaucescu han logrado controlar la historia y menos aún los sueños. Las imágenes funcionan solas. Y allí, en medio de esta multiconexión de imágenes, está el espectador, al que se quiere convencer, controlar, dominar.

El problema es que dentro de la cabeza del espectador no se puede entrar con seguridad, porque su red es todavía más compleja y su conexión con los actores, un misterio. Es cierto que hay zonas más limitadas, de corto alcance, donde la causa y el efecto parecen existir algunas veces. La publicidad, por ejemplo. La recombinación de lugares comunes tiende a producir efectos conocidos, pero no es algo sencillo; cuando se meten con la muerte –contra el sida y la droga-, hasta producen efectos paradójicos. Toda esta situación crea el terror en los emisores de imágenes, que deben rendir cuentas de lo que pasará a los que invierten esperando resultados. Un invento tranquilizador son las previsiones y los pronósticos. Debe pensarse que, si esto funcionara, los analistas serían los dueños de los medios y de todas las agencias de publicada del mundo. Los accionistas les regalarían la mayoría del capital y se asentarían a cobrar su porcentaje de los éxitos constantes. Uno siempre sabe, por intuición o por análisis, lo que ya pasó: el éxito, como el arte, comienza en una infracción de lo que debería ser. Y eso lo decide el que mira, que tampoco lo sabe antes de mirar. Está frente a su televisor, en un lugar donde puede hacer mucho más lo que quiere que en un lugar público, oculto en su nicho íntimo, aislado, rodeado, pero no se entrega.

Aquí está la cuestión. Yo creo que nadie se pega totalmente a lo que ve, hasta perder los límites de su individualidad, como suponen muchos místicos de la televisión coincidiendo con sus detractores. Voy a poner un ejemplo. Hay periodistas de la televisión que mucha gente ve para sentir asco, para creer lo contrario de lo que afirman. Yo mismo, que soy mi propia encuesta, he visto todo un programa de comunicadores para ver la construcción que hacen de un personaje, el ridículo de sus modales, su incultura. He visto series de éxito sospechando perversiones inmundas detrás del gesto light, admirándolos por el rechazo que me provocan. Y añadiría algo personal: he visto a mi madre completamente arterioesclerótica, nunca más cerca de mí que en su demencia, dialogando con la pantalla mano a mano, en un caos emocional ejemplar, un verdadero PH. D en comunicaciones para mí que era su hijo, su testigo y teórico. Y no creía todo, sino aquello que le convenía, muchas cosas la enfurecían tanto que yo pensaba que la silla de ruedas iba a saltar en pedazos. O sea que ni un loco, salvo excepciones para llevar a un congreso, puede creer totalmente lo que ve en la pantalla. Algunos he visto, y lo recuerdo con espanto: productores que lloraban por lo que pasaba en la ficción de sus programas, posesos de una sinceridad inhumana. No hay exorcismo que los salve. Están condenados.

El cinismo parece ser la única actitud para navegar en el océano de las imágenes, y estoy seguro de que es la filosofía de buena parte de los espectadores. Sin necesidad de reivindicar a Diógenes, nadie está muy seguro de lo que ve y puede convivir entre varias certidumbres que se anulan y se confirman mutuamente, porque navega sin mapa ni estrellas. Sus convicciones son inestables, porque ya sabe que las cosas del mundo, él mismo, le son ajenas a la imagen pero que se unen en un misterioso campo emocional. Puede oscilar entre el hedonismo o el ascetismo, satirizando todo, meta largar diatribas. Un cínico de ley, que resiste a todas las academias. Es un cinismo con gradaciones, porque como no es dogmático ni organizado, queda librado a las necesidades de cada uno. Un amigo mío que vive de la televisión dice que la expansión de las imágenes es la ecología del capitalismo triunfal, ya que Plan de evasión, de Bioy Casares, es una visión profética anterior a las de Philip Dick. Se le podría decir que el hombre autoproduce su opio construyendo pirámides, catedrales, carreteras de comunicación o la Torre de Babel, sin poder verse casi nunca a sí mismo. Casi podría decirse que la naturaleza del hombre es ser irreal. ¿Qué quieren? ¿Cómo hacer para no ser un poco cínico?

1995

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