La charla entre Bronson y Fonda en Érase una vez en el oeste justo antes del duelo es casi literalmente borgeana. Un par de años después Bertolucci, guionista de la película, adaptó a Borges en La estrategia de la araña. Debió haberlo leído antes de escribir el diálogo del más grande western jamás filmado. Desde entonces Borges vive ahí -y en la secuencia de montaje de Invasión al compás de una de sus milongas- mejor que en ninguna otra película.
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¿Deterioro del celuloide? No, aura. El Negro Ferreyra, como Becker, Bava y Tarantino por citar los tres primeros nombres que recuerdo, coreografía el humo para dibujarle una aureola a la devota de Robert Taylor internada en el convento de Pájaros sin nido. Acá pueden ver la milagrosa secuencia.
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Del Carril termina su última película con un «Hasta más ver, compañero». Favio pone en boca de Gatica este pedido que es el de todo enamorado, el de todo maradoniano, el de todo peronista, vale decir el de todo cinéfilo: “Quiero verte una vez más”.
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«¡Campeón, mamma!» se escucha al final de Mateo. «¡Ganamos, Amanda!», casi al final de Tiempo de revancha. De 1937 a 1982, el mismo signo ambivalente de triunfo: risa y llanto a la vez. La fabulosa película de Tinayre demuestra que grotesco (criollo) y gran cine no son incompatibles. Siendo «Mateo» una reputada obra de teatro de Armando Discépolo, la gran sorpresa de la película es que no depende del texto para ser valorada porque tiene la elocuencia del cine mudo y la arbitrariedad de la traición a la letra. Tinayre hizo de Mateo una película tan llena de lujos audiovisuales varios que hasta se permite el de hacer callar varias veces a Oscar Alemán, arrinconado al fondo del plano, para que el más peronista de nuestros Santos pueda hablar tranquilo. Y a través de él la muerte, a la que la guitarra le hace la segunda voz. La voluntad de jugar de Tinayre aparece desde el principio. Antes de que empiece la historia propiamente dicha sale una nena de ninguna parte, y se pone a jugar en su pieza con vehículos de madera. No importa en qué clase de pieza está ni en qué edificio de qué barrio está la pieza. Ni siquiera importa que la escena que disponga con sus juguetes anticipe el conflicto central de la película, sino el hecho de que esté jugando. Y de que ese juego implique un accidente que no es tal, en tanto está causado por su voluntad. Accidente que también pude ser llamado violencia, en tanto expresión de fuerza, y espectáculo, en tanto acontecimiento dramático intenso que reclama toda nuestra atención, succionándola del resto. Atracciones les decían.
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Desde que me sorprendió la función cumplida por la pintada política final de La calesita empecé a darme cuenta de cuántas hay al menos en el cine posterior al golpe contra Perón. El corto Buenos Aires, de David José Kohon, fue el segundo eslabón de esta cadena personal. Después me encontré con otra en El fantástico mundo de la María Montiel, de Zuhair Jury, ya durante la peor de las dictaduras argentinas. Las historias del cine nos dicen que los exteriores recuperaron preeminencia después de la Segunda Guerra a través del neorrealismo y entonces ciertas expresiones políticas que estaban prohibidas en países como el nuestro, por ejemplo el peronismo, acaso encontraran una manera de visibilizarse de este modo. El asalto es, antes que nada y sobre todo, fascinante por Egle Martín. Después, por la fotografía de Traverso, la precisión del montaje (Kurt Land, su director, empezó editando, y se nota en los empalmes gráficos, como el de un reloj a un volante, y los de parpadeo) y la solidez del guión de Ariel Cortazzo, méritos relativos para la gran historia del cine pero fundamentales para la industria. Las películas de grandes robos se habían impuesto en la década del 50 con al menos cuatro obras maestras: Mientras la ciudad duerme (The asphalt jungle, John Huston), Rififi (Jules Dassin), Bob, le flambeur (Jean-Pierre Melville) y Los desconocidos de siempre (Mario Monicelli). La película de Land está más cerca de esta última que de las otras, en tanto retrata una época a través de personajes notablemente delineados, pero también da lugar a las fatales bodas del azar y la falibilidad que es santo y seña de lo mejor del subgénero (El aura, de Bielinsky, será la obra maestra que nuestro país le dará al mundo). La cosa es que también aporta al menos tres pintadas claramente identificables en esa primera mitad de 1960 con Frondizi presidente gracias al voto del peronismo proscripto: UP (Unión Popular), PDC (Partido Demócrata Cristiano) y Balbín. Este discurso lateral o a pie de página reclama todavía más atención por la importancia del inamovible plano donde los títulos aparecen y desaparecen durante algo más de un minuto. Sobre un papel de diario invertido vemos el diagrama del banco que los protagonistas planean asaltar. Si damos vueta la hoja se lee el siguiente títular: «¿Cuánto durará este gobierno». El asalto del título, entonces, como otra clase de «Golpe».
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Veo que La quietud está disponible online y me pongo a verla. Bueno, es un decir, decía La Chona, porque aguanto 7 minutos 34 segundos. Y eso que la cancioncita francesa del principio me gusta, y que Trapero filma lindo. Pero la protagonista se baja del auto y viene un plano secuencia con un cartelito que dice PLANO SECUENCIA, así que no es cartelito sino cartelón. Pour la galerie, ya que estamos entre afrancesados. No importa, sigo. El tema es que se le empieza a ver la cara a Martina Gusmán. Eso no tiene nada de malo. Lo malo es que sienta la obligación de actuar con la cara. De hija buena a la que se le muere el viejo en brazos, encima. En mitad del grito -por demás audible de ella, sordo el mío- dejé de mirar. No llegué a ver a Berenice.
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Ahora que queda mejor que nunca hablar de mujeres directoras de cine, y que Lucrecia Martel -no Leni Riefenstahl, pero tampoco Agnes Varda- aparece pintada en el mural de la cinemateca uruguaya junto a Buñuel, Hitchcock y Fellini para que la ley de cupo también sea cinefilia, recuerdo que Herzog filmó Nosferatu para rescatar a Murnau de la lectura sociológica sintomática que lo imponía como mero eslabón entre Caligari y Hitler, y me pregunto si filmando sublimes y fascinantes películas de montaña no hizo lo mismo con el gran cine de y con Riefenstahl. Esa «desnazificación» me lleva a pensar si habrá películas dignas de ser desgorilizadas.
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Demare es una locomotora. ¿Un bandoneón cadenero (como le decían al que tiraba del resto de la orquesta)? Cine fierrero con machos y hembras, que eran los únicos sexos de las herramientas. Velocidad y potencia en sus mejores momentos, que no siempre -ni acaso la mayoría de las veces- duran lo que la película completa. No sé todavía cuál es el problema, porque a todas luces no se trata de potencia, pero en muchas películas de Demare perdemos el interés después de un rato. ¿Será que se desinteresaba del drama? Mercado de Abasto empieza como una screwball pero en seguida descansa en las presencias de Pepe Arias y Tita Merello, protagonista de ése picnic en el Delta que es la gran fiesta peronista del cine nacional. Virginia Luque era una bomba de la misma tribu que Tita y Egle, Morochas Argentinas De Cuidado, y el tandem Demare-Cores era de lo mejor: Sangre y acero no está a la altura de Guacho pero también es un placer. Y muy físico, carnal. Pocos inicios más imparables que el de los maquinistas haciendo soplar las locomotoras para que sus mujeres sepan que regresan después de varios días de abstinencia.
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Hay soles que no parecen soles sino alumbrados públicos municipales, fuentes de iluminación indecisas entre el amarillo y el naranja que prolongan su irresolución en la penumbra de un ocre: luz de mundos que se acaban, guerras perdidas, barrios y familias que alumbraron un hijo mocho llamado Siniestro. Los hombres son especialmente vulnerables a ella. Al padre de familia que hace Federico Luppi en El arreglo le habría gustado ser un revolucionario garibaldino cómo su abuelo y apenas si tiene aires de guapo porteño pasado de moda a quien los hijos, el futuro nieto, el poco laburo y la falta de plata no le permiten pisar el centro vaya a saber desde hace cuantos años. Si ni siquiera es capaz de conseguir que todos terminen la cena sentados a la mesa. Y Ulises Dumont, compañero de generación de Luppi, casi no puede hacer otra cosa que llorar en Sur. Porque la cara de Dumont lloraba sola siempre. Maniobra biblioratos en los que guarda los documentos del pensamiento nacional como si de una gran doctrina fragmentaria se tratara, Jorge de Burgos que no asesina a nadie y despide amores de tangos desde la ventana. El nombre de su rosa es María y el sol que lo alumbra es crepuscular. Hay en su personaje, guardian simbólico de una pureza ingenua, ternuras similares a las de Beppo Ghezzi, el croto que se interpreta a sí mismo y celebra candorosamente su quijotismo en Que vivan los crotos!
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Otra aguda característica más -y van- de Martín (Hache) en la que no había reparado hasta hoy (conviene levantar suficientemente el volumen, por no decir al máximo, para apreciar éste fragmento): todas las escenas, por no decir todos los planos, de la película tienen «ruido», molesto sonido ambiente de fondo que ensucia la escenografía de primer mundo ascético y progresismo careta en el que se mueven los personajes, un tejido sonoro mugriento que sólo cede -se abisma- ante el reflejo destrozado de Cecilia Roth después de servirle de sparring a Luppi y antes de volver a padecerlo en la última cena. Hasta en sutilezas desafiantes de la banda sonora como ésas Martín (Hache) es una película (entre ese todo, grosera no por mal sino «demasiado» hablada) más cercana a las intensidades de la modernidad original y su casi inmediata frustración -el plano como soporte impertérrito de la violenta vitalidad verbal, de la retórica desesperada y nihilista de La mamá y la puta– que los contemporáneos y academicistas modernismos argentinos.
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Desde el principio de Roma (Adolfo Aristarain, 2004) el río es un legado para el protagonista. Cuando salen a pescar, el padre le cuenta al hijo que el río se lleva las penas insoportables si uno se las cuenta. Una vez que el padre muere el nene le dice a la madre que el río sirve para tirar en él todo lo que nos molesta. Una hora de película, y varios años de vida después, lo vemos conversar con su amigo militante en un hospital. Entre esa escena y la siguiente, sin ninguna justificación dramática, aparece un plano del Río de la Plata. Ese mismo amigo es quien, ya montonero en la clandestinidad, no va hacia la puerta del bar donde se han reencontrado a la hora de irse sino hacia los fondos, la parte oscura del plano, anticipando su asesinato y desaparición. El río consolador del principio termina por adquirir un significado siniestro que recién ahora descubro. «Es mentira que todo pasa. Nada pasa», afirma Roma.