Antonioni y el melodrama modernista, por Emiliano Morreale

Traducción: José Miccio

Las primeras películas de Antonioni pueden ser vistas tranquilamente al interior del cine melodramático de su tiempo, en particular de aquel que me gusta llamar «melodrama modernista», o como irónicamente escribió Gianni Buttafava a propósito de Cronaca di un amore: «Un género insoportable en los años 60 pero irresistible en los años 50: ‘También-nosotros-los italianos-somos-modernos'». Se trata de un filón que aparece ya claro para la crítica de la época, que ubicaba las películas de Antonioni junto a, por ejemplo, Le infideli (1953) de Steno y Monicelli (aunque, según parece, solo fue dirigida por este último), La provinciale (1953) de Mario Soldati o Febbre di vívere (1953) de Claudio Gora. En este mismo filón pueden incluirse también La romana (1954) de Zampa, los melodramas de Antonio Leonviola, Claudio Gora, Marcello Pagliero, Leonardo Cortese y en parte La vena d’oro (1955) de Bolognini, un melodrama de época refinado que pone en escena por única vez en el cine de aquellos años una relación edípica morbosísima con un estilo seductor. Hoy resulta central en esta clave de lectura la figura de un director enormemente desacreditado en la Italia de la época (pero amado en Francia) como Vittorio Cottafavi. Como sintetiza con su habitual eficacia Vittorio Spinazzola, los melodramas modernistas constituyen un giro decisivo en el cine de los años 50:

La línea emergente hacia la mitad de los años 50 consiste en retomar las propuestas del cine popular, aprovechando algunos de los temas de agenda más eficaces, como el adulterio y la prostitución, para someterlas a un proceso de decantación formal. El resultado es una rectificación del eje del discurso, con el abandono, al menos parcial, del género lacrimoso en nombre de una mayor actitud polémica respecto del conformismo y los tabúes del orden ético constituido.

Lo que describe Spinazzola se ajusta también al filón prostibulario inaugurado por Persiane chiuse (1951) de Luigi Comencini, una de las películas pioneras en hacer un uso moderno del melodrama (y que es solo dos años posterior a la Catene de Raffaello Matarazzo). Ya en algunos títulos (basta pensar en las dos películas de Franciolini con Alida Valli: Ultimo incontro y Il mondo le condanna, de 1951 y 1953 respectivamente) el interés se traslada hacia las clases burguesas. Los dramas familiares y la estructura de investigación son el medio que el cine italiano de aquellos años encuentra para tratar con una nueva burguesía que todavía no consigue encuadrar, y que será la protagonista del cine de los años 60.

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Cronaca di un amore

Pero esto no es todo. El hecho es que estas películas representan en algunos casos uno de los lugares en los que se forma la particular vía italiana a la modernidad cinematográfica. El cine de Antonioni y en parte el de Fellinii, junto a otras formas menores de descomposición del relato y del personaje, hunden en ellas sus raíces (entre nosotros, la libertad rosselliniana permanece como una calle poco transitada, que dará sus frutos de manera imprevista en Francia). El vínculo puede establecerse tanto desde la narración como desde la puesta en escena: la historia narrada desde puntos de vista en conflicto en La provinciale o Le due verità (1952); el estilo sinuoso y el uso de la cuarta pared en La romana o Febbre di vívere; los vertiginosos planos secuencia de Cronaca di un amore (1950) pero también de Noi cannibali (1953).

El derrotero de Antonioni ilustra a la perfección esta historia. Su cine de aquellos años, más que en relación con el neorrealismo o como anticipación de los temas de la alienación y de la incomunicación, reclama ser leído como un trabajo al interior de los esquemas de género y divismo. O de otra manera: como discurso crítico interno al sistema de medios de la época.

Que Antonioni trabaja con una conciencia metacinematográfica explícita no es evidente solo en La signora senza camelie (1953), que trata sobre el sistema-cine italiano. Ya Cronaca di un amore pone en escena la propia dirección y las propias inspiraciones internacionales con los larguísimos planos secuencia y el uso de la profundidad de campo. Son curiosas, además, las numerosas conexiones de Antonioni con el mundo de la fotonovela. Después del documental L’amorosa menzogna (1949), el director escribe el argumento de Lo sceicco Bianco (1951) de Fellini sobre el mismo ambiente, y como contrapartida Le amiche (1955) será producida por uno de los inventores de la fotonovela Italiana, Franco Cancellieri, y L’avventura (1960) por Cino Del Duca, fundador del semanario Grand Hôtel, al que la fotonovela debe buena parte de su difusión.

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La signora senza camelie

Cronaca di un amore, primer largometraje de Antonioni, se presenta casi como una remake del texto sagrado del Ur-neorrealismo, Ossessione, del que recupera a Massimo Girotti y los planos secuencia (aunque los de Antonioni son menos suntuosos y operísticos que los de Visconti, más cercanos al suspenso, casi hitchcockianos o wellesianos). Pero Antonioni es tal vez el primero en individualizar la estructura de la investigación como un arma para introducirse en la alta burguesía. En relación con películas posteriores como Febbre di vívere y Le infideli, falta en Antonioni el explícito juicio moral, asordinado por el malestar casi fatal y existencial de los protagonistas, ni buenos ni malos (y que en el fondo se parecen a los de L’avventura, que también construyen la propia felicidad sobre la desaparición accidental de una «tercera en discordia»). Antonioni maneja explícitamente el género, sabe que está haciendo casi un noir y lo filma «a la americana». Y sabe también que está haciendo un melodrama, y de hecho los diálogos y las posturas en las escenas entre Lucia Bosé y Girotti son siempre más bien fieles a la proxémica del género. Donde se aleja más del melodrama, sin embargo, dejando de lado señales inequívocas de «modernismo» (como la música de Fusco), es en la ya evidente «autonomización del paisaje», en el peso que los espacios tienen sobre los personajes, con un gusto fotográfico y figurativo instintivamente modernísimo y absolutamente incompatible con el espíritu fabulatorio y empático del melodrama.

Cronaca di un amore es también, conscientemente, la construcción de una diva, cuyo proceso de convertirse en tal se observa desde el primer encuadre. La película abre con las fotografías (casi de prueba de cámara) que el marido le muestra al investigador, para luego escamotear a Lucía Bosé, que aparece recién diez minutos después en vestido de noche y estola blanca.

El interés de Antonioni por el divismo se volverá explícito poco después con La signora senza camelie, ambientada precisamente en el mundo del cine y retrato de cómo se inventa una diva. No es casual que el director, luego de la fotonovela, se interesara por el divismo femenino: en aquellos años este es el punto alrededor del cual gira la industria del cine, entre concursos de Miss Italia (uno de ellos ganado por la propia Lucia Bosé), clamorosas mutaciones de divas neorrealistas (Silvana Mangano) y tentativas más o menos abortadas de inventar nuevas estrellas (May Britt para Ponti, Myriam Bru para Rizzoli). Antonioni, que traza una especie de compendio vertical del cine de la época, del melodrama a la película de autor con pretensiones, del musical al exótico-erótico, termina por ofrecer sobre ese cine una visión por tipos, sino por géneros. Como dice Francesco Cassetti: «El cine de Clara (tal el nombre del personaje de Lucia Bosé) es una suerte de megagénero que engloba el melodrama a la Matarazzo, la comedia política a la Zampa y el teatro de variedades a la Mattoli». En este punto, cabe preguntarse: ¿dónde intenta ubicarse Antonioni? En una cierta dimensión del melodrama crítico, podría decirse. Los elementos del género son evidentes: la clásica figura de Gino Cervi, que funciona como el amigo paternal de la protagonista, el villano (el marido Gianni, interpretado por Andrea Checchi), el intento de fuga de la prisión matrimonial por medio de la aventura con un fatuo diplomático. A todo esto hay que añadir la tentativa de suicidio de Gianni, la descripción de la alta burguesía y sobre todo la estructura misma de la película, que desde el título alude a Dumas hijo. Dice Cassetti, una vez más: «tomada al pie de la letra, la película bien puede asemejarse al folletín, al cuento rosa, a la fotonovela o al cine bajo o medio bajo al que Clara está condenada». Sin embargo, la estrategia de Antonioni es el subrayado de la propia ficción a través de la parodia de las ficciones mostradas en la pantalla. Basta pensar en los decorados interiores o en el comienzo mismo de la película, con el paseo de la mujer sola que recuerda por un instante el de tantas prostitutas o mujeres perdidas del cine de la época. En esta dimensión crítica el set cinematográfico y el matrimonio aparecen como dos lugares de puesta en escena, dos prisiones que Antonioni trata de narrar sin énfasis, entrando y saliendo del melodrama.

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Le amiche

Entre las dos películas con Lucía Bosé, Antonioni enfrentó la difícil operación productiva de I vinti (1952), filmada en tres países (Francia, Italia e Inglaterra), y extraño caso de película que afronta con seriedad las alarmas sobre la «juventud perdida» de la época a través de los delitos gratuitos cometidos por jóvenes burgueses (dimensión enfatizada por un torpe prólogo de tres minutos con una voz en off sentenciosa y moralista sobre imágenes de archivo y de periódicos). El estilo de los tres episodios, como se notó ya en su momento, es notablemente diverso. Y si el mejor es unánimemente considerado el inglés, es curiosa la explícita tensión noir del italiano, con una escena de contrabando nocturno propia de una película de acción.

En relación más directa con el melodrama está Le amiche (1955), adaptación de un cuento de Pavese y, una vez más, indagación sentimental, con matices misteriosos, sobre mujeres de la burguesía media y alta. El comienzo, con el intento de suicidio en el hotel, es clásico del género, pero después el relato parece hecho de bagatelas, de pequeñas observaciones sociales y psicológicas que no son decididamente adscribibles al melodrama. Los diálogos son explícitamente cultos, distantes, y la ambientación en el grupo de amigas es novedosa dentro del panorama de la época. Y sin embargo, la relación con el cine popular es también acá evidente (Pio Bandelli escribió que estamos en una «historieta de lujo»). No solo por los desarrollos de la trama, con una disolución de nuevo altamente dramática y una escena madre que denuncia las hipocresías de este ambiente (con un moralismo más directo que en las películas anteriores), sino también por el reparto, que despliega intérpretes típicos en roles típicos: Gabriele Ferzetti, lanzado por Core’ngrato (1951), y que poco antes interpretó dos veces el rol de Puccini en películas de Gallone; Ettore Manni, veterano de La nave delle donne maledette (1953); la provinciale Eleonora Rossi Drago, entonces tal vez la diva por excelencia del cine para llorar, el malo Franco Fabrizi, que el propio Antonioni había lanzado en Cronaca di un amore en un rol secundario en el que aparecían ya algunos trazos del personaje que interpretará después en las películas de Matarazzo (Vortice, Torna!, La schiava del peccato).

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Il grido

Pero la relación con el melodrama ilumina también algunos aspectos del Antonioni más célebre, de Il grido (1957) en adelante. Il grido no solo cierra las cuentas con el neorrealismo (a partir de la figura inédita de un proletario en crisis existencial, y nuevamente de “su» llanura paduana), sino que ofrece también una descomposición definitiva del argumento neorrealista a partir de su encuentro con figuras del melodrama. Tal vez el único gran male weepie (gélido) de nuestros años 50, Il grido es la destrucción desde adentro del varón (y del varón proletario, máxima herejía) a partir de su relación con una serie de figuras femeninas: la concubina Alida Valli, la ex Betsy Blair, la gasolinera Dorian Gray, la prostituta Lyn Shaw y, obviamente, la hija que acompaña al protagonista en sus vagabundeos. Precisamente: una hija, no un varón como en Ladri di biclicette (1948), como para resaltar todavía más la ineptitud y la imposibilidad de transmitir algo del protagonista.

En las películas sucesivas de Antonioni, la operación de enfriamiento y vaciamiento del relato pasa a través de la relación consciente con sus propios melodramas, y la fuerza de Ferzetti en L’avventura procede también de que retoma el personaje de hombre indiferente ya puesto a punto en La provinciale, Le amiche, Il sole negli occhi (1953), y Nata di marzo (1958) (y en parte en su rol de Puccini en Puccini y Casa ricordi, de 1953 y 1954). ¿Y qué decir del final de La notte (1961), con la lectura de la misteriosa carta que, como se nos revela, ha sido escrita por el protagonista, que lo había olvidado? Es significativo, sin embargo, que estos personajes de mujeres melodramáticas (es más, de acuerdo con la maliciosa observación de Arbasino, cercanas a las divas de los años 10 aferradas a las cortinas) se muestren progresivamente menos aceptables, sobre todo para el propio director, que antes de abandonarlas pone en escena una última, en Il deserto rosso (1964) solo a condición de darle a su comportamiento una base patológica. En los años del boom, y más allá, como se dice en L’avventura, “Nunca hay que ser melodramáticos”.

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Emiliano Monrreale, Così piangevano. Il cinema melò nell’Italia degli anni cinqueanta. Roma, Donzelli Editore, 2011, pp. 213-218

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