«Los mejores recuerdos de la vida, los más emocionados, corresponden a películas» (Borges y Bioy hablan de cine)

Selección: José Miccio

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Con Borges hablamos de la insensibilidad de la gente que nos rodea para apreciar los momentos épicos en las piezas literarias; las anécdotas épicas de las sagas que él ha narrado no tienen eco; Stevenson es considerado más superficial que Camus; Torre Nilsson no advertía el sentido de algunas escenas épicas en nuestro film Los orilleros, en que el canalla, por ejemplo, se sobrepone a su canallada y por valor y por generosidad llega a enfrentarse, de igual a igual, con el héroe; escenas inspiradas acaso en algunas de Shaw, que no ocupan ningún lugar en la fama de Shaw (humorista, viejo malcriado y paradójico) y que debían ocupar, según nuestra opinión, un lugar principal.

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A las seis de la tarde, vienen a casa Borges, Beatriz Guido y su marido Giulio (Julio Gottheil), para ir a un laboratorio en Belgrano, en la calle Dragones, a ver Días de odio, la película que hizo Torre Nilsson con «Emma Zunz». Vemos el film. Al principio yo pensaba: «El film nacional por excelencia: trivial, mecánico, tonto. Este muchacho no sabe dirigir». Después, insensiblemente, sin advertir el cambio, fui interesándome y, hacia el fin, tuve la impresión de haber visto una historia patética, extraordinaria, misteriosa, y gobernada por un terrible destino. Desde luego, el argumento de «Emma Zunz» tiene algo horrible. Borges dijo: «Ese cuento no es mío: me lo dio Cecilia [Ingenieros]. Yo lo escribí porque me pareció extraño y dramático. Está basado en la idea de la venganza, que yo no entiendo. Si todas mis obras desaparecieran y sólo quedara «Emma Zunz», nada mío habría quedado». Pero todos estábamos muy emocionados.

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Los otros días hablamos de films. No le gustó un film italiano, dirigido por De Sica, llamado Ladrones de bicicletas; lo comparó con otro, inglés, que le gustó mucho, llamado The Browning Version [de A. Asquith].«Uno parece hecho por un hombre —dijo—, otro por un chico».

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Me encuentro con Borges, en el Paulista de Callao y Córdoba, y de ahí vamos a la Confitería del Águila, donde espera Rodríguez Mentasti, con los contratos. Si algún día llega este hombre a vender uno de nuestros argumentos a los Estados Unidos, pareceremos tontos: no creo que allí un libro se venda a empresas cinematográficas por menos de diez mil dólares; él nos pagará menos de mil y se ganará la diferencia. Nos refiere que hoy han despedido en su empresa, Sono Film, a quinientas personas. Comenta: «Nos daba pena. Dije adiós a hombres que me habían tenido en brazos. Hacía más de diez años que trabajaban con nosotros» (Mentasti es joven, pero tiene más de doce o trece años). Borges observa después: «Quiere quedar como el estanciero: el señor feudal, con sus viejos gauchos, sólo que éstos son boleteros y fotógrafos». «La actual situación del cinematógrafo —reconoce Rodríguez Mentasti— se debe a que Perón lo había organizado todo en el país sobre una base de ñanga-pichanga.» Esta palabra final, en su boca de muchacho de Corrientes y Esmeralda, o más bien de La Paz y Guanacache, asombra un poco.

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Le hablo de Touchez pas au grisbi. Escucha con embeleso: sin duda añora la época en que tenía vista y podía ir al cinematógrafo.

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Me describe una bodega y dice: «Ahora uno ve los sitios como para hacer un film. Se podría hacer un film muy lindo en una bodega. Tiene algo de laboratorio científico».

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Borges: «Nunca lo vi [a Gardel]. Una vez fui con Mastronardi a un cinematógrafo, a ver La batida, con George Bancroft; anunciaron que Gardel iba a cantar al final: nos fuimos sin oírlo, porque no queríamos que el efecto del film se nos arruinara».

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Por la noche, Borges come en casa. Me regala un libro sobre los misterios de Eleusis. Le cuento el argumento del film que vi ayer en el Instituto, Los tallos amargos, versión de una novela de un tal Jasca (hermano de la muchacha de El Hogar, la Jascalevich): una persona, por motivos que se dan para convencer y resultan flagrantemente baladíes, mata a otra y luego recibe un castigo que tampoco lo redime. El asesino es el héroe, el hombre cuyo destino de algún modo debe ser seguido con simpatía por el público; diríase que ni el héroe ni el autor advierten que el crimen cometido es monstruoso. Bioy: «Tan malo es el cinematógrafo argentino que este film mediocre me parece interesante, y ya cumplo tu profecía, de distinguir entre lo malo y lo pésimo».

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Borges me dice que el actor Petrone le ha propuesto que hagamos un libreto para filmar el Martín Fierro. Borges: «Tenemos que escribir hacia el tema, no desde. Hay que empezar con algo que muestre que no seguimos el libro, para que el espectador no haga comparaciones. No podemos mantener los versos, porque si no el film parecerá una ópera. Tal vez al final puedan ponerse algunos versos». Bioy: «Casi fuera del film. Casi en Hernández, en su hotel. Que el film se acepte como la vida de Martín Fierro, que luego versificó Hernández. Nadie cree que esa vida, de ser real, pudo transcurrir en verso». Borges: «Es mejor esto que si nos proponen Don Segundo. En Don Segundo todo se reduce a movimientos de hacienda, de acá para allá. Y después está esa relación desagradable entre don Segundo y el relator… Si aceptamos la proposición vamos a tener que trabajar en serio». Bioy: «Desde luego. No como para los cuentos de Bustos Domecq, últimamente, que trabajábamos muertos de sueño, una noche por mes». Borges: «Podríamos ir a tu estancia. Podrían tal vez filmarse allá algunas tomas. Es mejor describir el campo por fotografías que por frases. Se muestra un ombú y no debe uno escribir la palabra». Bioy: «No debemos parecemos a Jaime Dávalos». Borges: «Es una lástima que no podamos limitarnos a la Ida».

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Conversamos sobre los films que estoy viendo, casi diariamente, en el Instituto, junto con Eichelbaum y Aita. Bioy: «Hay actores y actrices capaces de mantener diálogos, de hablar y de obrar, pero no he visto ninguno capaz de examinarse, de filosofar en un monólogo; por eso creo que si hacemos Martín Fierro haremos otro film nacional; en cambio, con un argumento en que hubiera bastante acción, podríamos hacer un buen film. No conozco actores para los papeles de Fierro o de Cruz». Borges: «Para el papel de Martín Fierro está Petrone; está dispuesto a interpretarlo: para eso nos encarga el film. Seguramente quiere un Martín Fierro peronista, como en seguida y con mucho gusto se hubiera puesto a escribir Hernández».

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Carta a Borges: «Las otras tardes vi una película del Oeste, Gunfight at the O.K. Corral (título grandiosamente traducido como Duelo de titanes), en que las andanzas de los héroes son comentadas o referidas por una voz apagada, que canta con una guitarra. ¿No convendría plagiar el procedimiento en nuestro Martín Fierro? Dejaríamos que los personajes hablaran en prosa, pero cuando cabalgaran de aquí para allá por el campo vacío, una voz podría canturrear el poema. Desde luego, nuestra tumba será el ineluctable mutatis mutandis. de Kirk Douglas a Petrone, de Frankie Lane a Jorge Vidal».

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Comen en casa Borges, Toria y Laura Saniez. Hablamos de films vistos a lo largo de la vida. Bioy: «Los mejores recuerdos de la vida, los más emocionados, corresponden a películas». Borges: «Es claro: los más dramáticos, por lo menos. Están mejor dirigidos que nuestros recuerdos personales». Bioy: «Son más precisos, más significativos». Borges: «Y los comparten más personas». Bioy: «En el teatro, los hechos fantásticos conmueven más que en el cinematógrafo, ¿por qué?». Borges: «Porque cada representación de teatro es nueva, y en un film todo ya está, ya es parte del pasado, que se repite». Bioy: «No. Yo creo que nos asombra lo mágico en el teatro, porque vemos a un paso de nosotros, a personas de carne y hueso; la ilusión dramática nos lleva a aceptar como cierta la situación que representan y, cuando ocurre el hecho mágico, sentimos el mismo asombro que si ocurriera en nuestra casa. En el cinematógrafo hay también ilusión dramática, pero todo ocurre más lejos y el artificio es más evidente».

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Bioy: «Los otros días vi a Arturo Mom». Borges: «¿Cómo, todavía perjudica?». Bioy: «Cuesta entender que después de tantos años de hacer cine —mal cine— crea que basta el paisaje para que una película sea buena. De un film de la Patagonia, decía: «Parece mentira, con esos escenarios naturales»». Borges: «Ibarra escribió contra esa superstición. Corresponde a un nacionalismo: «No hay buena literatura nacional porque no escribimos sobre la caña de azúcar de Tucumán».

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Hablamos de un film, De los Apeninos a los Andes, que hacen italianos y argentinos, en el que trabaja Laura Saniez. Trata de un chico, que viene de Italia buscando a su madre. Laura refiere que la busca lleva al chico hasta las cataratas del Iguazú; hasta una procesión, en Jujuy, de la Virgen de Tilcara; hasta una cacería del cóndor en los Andes. Borges observa después: «Ese director debe de ser un bruto. Si aprovecha la busca del chico para mostrar lugares atrayentes para el turismo, el argumento se va al demonio… Ya no importa el chico, ni hay ansiedad porque encuentre a su madre. Además, ¿por qué la cacería del cóndor va a ser estéticamente interesante?».

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Refiere viejos films de Buster Keaton. Uno en que está hablando por teléfono con una señorita; la señorita dice: «Bueno, te espero» y antes de que acabe de colgar el tubo, llega a su lado Buster Keaton. Borges: «Norah y Silvina decían que Buster Keaton era el único actor apasionado». En otro film, cuya acción ocurre en el Sur de los Estados Unidos, Buster Keaton llega por casualidad a casa de sus enemigos; como allí la gente es muy hospitalaria, mientras está en la casa lo tratan admirablemente, pero en cuanto pone los pies afuera —porque una muchacha le pide que le traiga algo— tratan de tirarle con una escopeta; él corre adentro de la casa, donde vuelve a estar a salvo, etcétera. Borges: «Esto me recuerda los versos de «Hadramauti», el epígrafe de «A Friend’s Friend», donde Kipling habla de un sujeto que, en la casa, aguanta todo de otro; hasta que una vez under the stars he mocked me; therefore I killed him».

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De A King in New York, el último film de Chaplin, dice que todas las escenas parecen preparatorias de otra cosa, de algo que no ocurre; que el film es como un párrafo compuesto exclusivamente de artículos, preposiciones y conjunciones: «Y pero con aunque los sin». Borges: «Esas escenas preparatorias, que son como el marco o el canvas de la trama, son muy complicadas y el autor se pierde en ellas».

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A último momento resuelvo ir a la lectura de «Unprofessional» y con gran premura corro al centro; cuando llego al Instituto, Borges está hablando por teléfono. Estoy sentado del otro lado del escritorio, hojeando libros, hasta que concluye su conversación. «¿Quién es?», me pregunta. Vale decir que no reconoce, a cincuenta centímetros de distancia, a alguien a quien ve diariamente. ¿Qué verá en el cinematógrafo? ¿Irá para poder pensar que él también va?

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Borges: «He descubierto que lo que da irrealidad a muchas películas, pese al realismo inevitable del cinematógrafo (uno ve las cosas como son en la vida; no se necesitan descripciones; etcétera), es reconocer en los personajes el reparto clásico: la primera actriz, el galán joven, el vilano, la característica, etcétera»

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Borges: «Creo que es un defecto, aunque tal vez sea un mérito —estas cosas no se saben en el acto—, la costumbre de Cervantes de mostrarnos como muy celebrado por todos los presentes cuanto hacen o dicen Quijote y Sancho. Corresponde al procedimiento de los films, cuando aparece el primer actor tocando un instrumento o cantando y todos los demás se paran para oír y luego aplauden. Como todos los personajes son creaciones del propio autor, resulta que se aplaude a sí mismo. Quijote y Sancho están presentados en todo el libro como estrellass».

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Comen en casa Borges y Viñoly Barreto. («Es un idiota ese hombre», comenta después Borges.) Hablamos de películas. Yo digo que prefiero las de cow-boys a las de gangsters; que las de cow-boys dejan, junto a un elemento épico más puro, las nostalgias que todo hombre tiene de una vida amplia y afuera, entre caballos. Borges: «¿Ves? Don Segundo en ningún momento tiene eso. Es como una romería folklórica de aldeanos. Martín Fierro en cambio abunda en ese elemento épico; uno siente esa vida de que hablás». Bioy: «Tal vez en «Me fui como quien se desangra» Güiraldes está a punto de permitir la entrada de algo grande a su libro… Pero no: es una metáfora, no es nada».

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Borges me comunica, por carta, que en un film de Disney un gato fanfarrón abraza a una gata y le dice, con acento francés: «You may call me street-car because I desire you»

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Borges y su madre se van a Europa, que pasa el peor invierno desde el siglo XVII. Veo West Side Story, uno de los films que más gustó a Borges en los últimos tiempos: no logra entusiasmarme demasiado

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Come en casa Borges. Sobre un film que ahora se da sobre Lawrence de Arabia y la indignación de Victoria porque habrían falseado el carácter del protagonista, comenta: «Es el destino de los héroes. Corresponde a la mejor tradición. Se escriben sobre ellos, con toda libertad, toda suerte de interpretaciones, algunas que no pretenden ser verdaderas»

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Come en casa Borges. Leemos poemas para el concurso de La Nación. Borges: «En el film Lawrence de Arabia, un árabe le dice a Lawrence que Córdoba era una gran ciudad cuando Londres ño existía. Un señor recordó eso, como un argumento contra Inglaterra. No advirtió que el árabe que decía tales palabras había sido inventado por un libretista inglés, era personaje de un film inglés. Lo que debía ser un argumento en favor de Inglaterra se vuelve en contra, porque la gente no piensa. ¿Aquí un libretista haría un film en que un venezolano dejara mal parado a San Martín? Sería arriesgado… El autor inglés tiene una idea del fair play, ve a los personajes dramáticamente (cada uno con su verdad) y no quiere que toda la invención parezca salida de un señor que trabaja en Birmingham».

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Comenta después: «Estudio inglés antiguo, escribo versos medidos y rimados, me gustan los films norteamericanos, estoy inscripto en el partido conservador: soy un viejo de mierda, estoy perdido».

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Come en casa Borges. Me dice que Victoria, públicamente enemiga del film sobre Lawrence de Arabia, en secreto está fascinada con él, como lo demuestra por saberlo de memoria y haber pasado buena parte de su vida mirándolo: el film dura tres horas y ya lo vio cinco veces.

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Comen en casa Borges y Peyrou. Recuerda Borges: «Cuando todo el mundo estaba loco con El martirio de Juana de Arco, escribí un artículo en que explicaba el mérito de un film del Oeste en que no se mostraban primeros planos sino escenas panorámicas, más adecuadas. Sobre El martirio de Juana de Arco y sus primeros planos dijo Reyes: «Las caras están bien, la piel está bien, pero ¿por qué las enfermedades de la piel? Un film de hoy en día parece un museo dermatológico»».

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Observa: «La gente no admite un cuento. Tiene que interpretar todo. El film Los pájaros es la historia de una ciudad atacada por los pájaros. El cuento que permite esa hipótesis, nada más. Pero la gente es tan estúpida que busca una interpretación freudiana, señala que pájaro, ya se sabe, es un símbolo sexual».

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Come en casa Borges, de vuelta de Montevideo. Borges: «Hablé con un periodista inteligente, acompañado de un joven escritor, que no entendía nada. A propósito del film sobre Lawrence, les dije: «Si el carácter del héroe es un poco ambiguo, esto puede atribuirse en parte —Lawrence era ambiguo— a ese pudor de los ingleses de no mostrar héroes muy heroicos. Imagínense lo que sería un film de ustedes sobre Artigas o uno nuestro sobre San Martín…». «Es lo que digo —se quejó el joven poeta—, ¿por qué el cinematógrafo argentino no exalta los grandes mitos nacionales, San Martín y el gaucho?» «Bueno, bueno…» —dijo el periodista—».

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Borges: «Cuando uno se aburre mucho, todo el cuerpo duele. A veces me pasa con los films. Todavía creo que un film me divierte, pero los muslos y las rodillas ya saben que me aburre».

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Al bajar en el ascensor con ambos, asisto a este diálogo. Peyrou: «Los snobs salen del cinematógrafo, después de ver Ocho y medio, el nuevo film de Fellini, exclamando: «Qué maravilla». La gente sincera sale puteando». Borges: «Raquel Bengolea dice que después de una hora empezó a aburrirse». Peyrou: «No sé cómo aguantó tanto». Borges: «¿Usted vio el film?». Peyrou: «No. Pero personas que lo vieron me dijeron que es pésimo».

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Borges: «No hay que engañarse. Por inteligente que sea, Joyce está en la línea de Tzara y de Marinetti. ¿Y qué me decís de la gente que habla de la filosofía de Ingmar Bergman?»

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Como mi padre no saldrá de su comida en el Círculo Militar antes de medianoche, bajo el agua del cielo que chorrea, voy a recorrer los cinematógrafos de la calle Lavalle. Veo que en uno dan Hombre de la esquina rosada. Allí entro. Primero encuentro que los personajes son demasiado expresivos para las escenas que ocurren. Recuerdo una observación de Borges: «Seguramente los argentinos hablamos y gesticulamos como cocoliches». No hay duda de que así gesticulan en el film. Pero no hay duda, también, de que éstos, más que documentos fieles, son obra de directores que no conocen otro modo de comunicar con el espectador. Es como si pensaran: el público es un burro y si no machacamos no entenderá nada. Las apuestas, en un partido de tabas, parecen el delirio de locos por apostar a las tabas. No creo que nunca hubiera partida tan animada ni seguida con tanto entusiasmo. Poco a poco, sin embargo, el film me cautiva. Veo tal cara absurda, tal otro exceso de expresión, pero la resistencia a dejarme arrastrar por el encanto cede. Con disgusto salgo del cinematógrafo a las doce; era un placer mirar y oír aquello. Pienso que tal vez empiezo a envejecer y a tener un lado blando para lo nuestro y lo de antes. Las criolladas me cautivaron el ratito que pasé en el cine.

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Borges: «A mí siempre me sorprendió el hecho de que en los films rusos los pobres se muestren como hermosos, valientes, inteligentes y los ricos como una porquería. Yo creí que sostenían que la pobreza era una calamidad; parece que no: que es la mejor condición para el hombre. Pero la gente no piensa nada».

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Dice que el film La guerra gaucha está mal porque en los momentos terribles todos los personajes hablan, gritan, corren: «En momentos así conviene el silencio, la quietud, pocas palabras sentenciosas. Como en las sagas».

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Come en casa Borges. El productor que iba, o quizá va, a hacer Los orilleros, después de conocerme se declaró satisfecho, me ponderó y se despidió del posible director, Ricardo Luna, con estas palabras: «Esta noche lo llamo». Desde ese instante inició un prolongado, diríamos generalizado, mutis. A la noche no llamó a Luna. Cuando éste, desconcertado, inició averiguaciones, llegó a saber que al productor ya no se lo veía en los lugares que habitualmente frecuentaba. Por fin reapareció: en una lista de integrantes del Grupo Cóndor, que intentó la conquista de las Malvinas.

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Dice que al principio él había sido partidario de la Revolución Rusa, y que los films rusos sobre la Revolución le propusieron las primeras dudas. Borges: «Eran de una falta absoluta de generosidad con los vencidos. De una bajeza… Chesterton asegura que no es posible alegar la victoria total; que en la victoria debe haber alguna derrota». Hablamos de Alejandro Nevski. Borges: «¿Nunca te entusiasmó?». Bioy: «Nunca». Borges: «Ibarra decía que parecía un film nacional. Pero ¿la carga de los caballeros teutónicos?». Bioy: «La carga, tal vez, pero la batalla era una calamidad. Los golpes parecían de escenario, con espadas de madera o cartón, y uno adivinaba que los caballos tenían un agujero en el lomo para que el caballero se metiera y caminara con sus piernas. ¿Y qué me decís de los mercaderes burgueses y de sus miradas codiciosas?». Borges: «Se dijo que el film debía ser entendido por mujiks analfabetos». Bioy: «¿Y que es una obra maestra? No. Es un film para mujiks analfabetos. Además, la batalla y el film no son realistas por chambonada. Aspiraban al realismo y fracasaron». Borges: «El peor de todos fue El acorazado Potemkin».

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Recuerda que Santiago Dabove observaba: «Hay personas estúpidas a quienes les gusta el cinematógrafo por el argumento, las fotografías o el diálogo. El hombre refinado va a ver cuerpos de mujeres. Porque hay que reconocer que las mujeres de las casas públicas no valen nada». También reputaba Dabove superior el cine norteamericano porque «las actrices son todas lindas, en cambio los franceses ponen famosas actrices de teatro, que son cada loro…»

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Riendo cita una frase telefónica de Hugo Santiago Muchnik: «Ustedes ya tienen la columna vertebral» (se refería al argumento cinematográfico que estamos cocinando). Él le contestó: «Sí. Ya no somos moluscos». Comenta conmigo: «¿Viste cómo la gente es fácilmente metafórica?».

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Cuando Peyrou o Borges hablan de cinematógrafo italiano, tienen a films de grosero neorrealismo en mente; sólo el idioma hablado los vincula a Rossellini, Antonioni, Visconti, etcétera.

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Comen en casa Borges y Hugo Santiago Muchnik. A Mucknik le digo: «Tengo, para usted, una buena y una mala noticia. La buena es que hemos concluido el resumen del film y que se lo regalamos para que haga lo que quiera. La mala es que no haremos el libreto». Como un caballero, como un buen perdedor, Muchnik acepta mis palabras. Dice que esas diez páginas que le hemos hecho son lo esencial y que gracias a ellas podrán seguir adelante con el film. Después de comer nos reunimos en el escritorio y leo el resumen del argumento, escrito por Borges y yo. Muchnik se declara satisfecho, feliz, conversa un rato sobre la película, sugiere detalles y modificaciones atinadas y hasta un posible título: Invasión. Comentará luego Borges: «Es un caballero. No flaqueó en ningún momento. Cuando esté solo en su cuarto se pondrá a llorar. Nosotros le entregamos un argumento que parece de Nick Cárter o de Nick Winter, pero la realidad nos ha regalado una escena que parece de Henry James: el fervoroso admirador que descubre que los ídolos tienen pies de barro; que los colosos son chiquitititos. La gente sobrevalúa nuestra capacidad literaria. Yo también creo que si un hombre sabe pintar puede pintar a pedido un gato… Quizá no tenga ganas o no pueda».

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Come en casa Borges. Llega Silvina, con Pezzoni, de ver el preestreno de La chica del lunes, un film de Torre Nilsson. Silvina: «Tienen razón. Es un pésimo director. De mal gusto, grosero, tonto. El film abunda en toques decorativos, innecesarios, inexplicables, estúpidos. El diálogo está mal escrito y mal dicho: como si la gente leyera en voz alta o recitara. El argumento no existe. Para un film sin argumento se necesita un gran director».

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Come en casa Borges. Hugo Santiago Muchnik mandó el nuevo contrato para Invasión. Borges: «Qué extraordinario es el muchacho… La bondad es admirable».

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Viene a tomar el té Hugo Santiago Muchnik. Empezará a filmar Invasión el 27. Me dice que Ferreri es el director de El cochecito, film que gustó tanto a Borges

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Come en casa Borges. Tratábamos de armar la complicada (y desde luego pueril) trama policial de la película, cuando exclama Borges: «¡En lo que estamos ocupados! ¡Qué diría Ureña! ¡Lugones! ¡Groussac!». Agrego: «Qué diría el doctor Johnson». Corregíamos un diálogo, que decía: «Me eligieron…». «Sí, lo elegimos.» Propuso que modificáramos la última frase: «Sí, ha sido elegido». Explica: «Suena peor pero, según esa idea que tengo de que lo auditivo es visual, como se va a decir, no importa».

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Comen en casa Borges y Hugo Santiago. Hugo Santiago dice: «Hay que ir pensando en un nuevo film». Borges toma literalmente esas palabras: «Hace tiempo que pienso en un argumento. Un hombre, que se transforma, no como Mr. Jekyll, en otro, sino en otros, en cuatro o cinco». A toda velocidad inventamos.

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Comen en casa Borges y Hugo Santiago: seguimos inventando el film. Ya creemos en (ya vemos) un film extraordinario, muy triste, muy romántico. Aprovechando una palabra de Hugo, creo que salvamos el film de la máquina policial, tan estéril, en que fácilmente recae Borges.

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Con Borges trabajamos (poco) en el resumen del nuevo film, que llamaremos (tal vez) Los otros.

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Come en casa Borges. Escribimos Los otros. Mostrando nuevamente su puritana antipatía por el tema del amor, comenta: «Si el principio del film resulta largo, mejor, porque tendremos que detenernos menos en las escenas eróticas»

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A la noche, con Borges y Hugo Santiago, el diré (la expresión es de Flora, la mucama), trabajamos en el argumento del film Los otros. El diré da un consejo: «No contar el film en conversaciones. Escribirlo como si fuera mudo. Que los comprimidos letreros de los ulteriores traductores no dejen afuera nada importante». Borges (sin la menor convicción, para pasar a otro tema): «Shaw nos empujó a la mala práctica de largos diálogos». Pienso: «Parece que lo deplora, pero alega una autoridad. Ve la proposición del diré como si lo condenara a renunciar al teatro para pasar al mimo. Su pasión por la palabra lo pierde. Para cualquier situación, en el acto suministra comentarios inteligentes; le proponemos que los reprima, que se los trague. Ahora comprendo por qué nadie se animó a representar El paraíso de los creyentes ni Los orilleros».

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Come en casa Borges; después llega Hugo Santiago. Progresamos en el argumento de Los otros. Borges: «Nuestro film tendrá éxito porque hoy en día el nivel es tan bajo que tienen éxito films pésimos como…». Bioy: «El nivel siempre fue bajo. He visto muchos viejos films: se diría que su guión fue escrito por un chico. No recuerdo si al verlos la primera vez me parecieron tan ingenuos». Borges: «Es que en el cine somos lectores del Zane Grey, de Delly, de Guy de Chantepleur, de algún equivalente norteamericano del Caballero Audaz y, cuando tenemos suerte, de Ponson du Terrail». Cuando el diré opina: «Este nuevo film debe ser en colores», Borges se frunce de disgusto y protesta: «No, son horribles. Todo parece tan falso». Bioy: «Creo que estás pensando en los primeros films en colores, a todo color. Hoy en día vemos con naturalidad magníficos films en colores. Porque lo de la falsedad es una convención, una costumbre. Ya nos desacostumbramos del blanco y negro y en los primeros minutos, si falta el color, nos parece que el film que nos proponen no es normal, que tiene algo raro, un artificio, al que deberemos acostumbrarnos». No niego que haya excelentes films actuales en blanco y negro. Pero el despecho de Borges contra el color es de la misma índole que el de Chaplin contra el sonido; Chaplin siguió produciendo films mudos o casi mudos, cuando habían pasado las primeras idioteces de esos advenedizos al nuevo sistema y se aceptaba el sonido como normal: sus films mudos parecieron molestamente artificiosos, privados de algo que ya se daba normalmente, como niños que juegan a la mancha venenosa y caminan tocándose un tobillo.

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Comen en casa Borges (y señora) y Leda Valladares. Con Borges, adelantamos en Los otros. Borges: «Las falsas claves que se dan en una narración policial, fantástica o simplemente de suspenso deben ser lugares comunes; si no, no se entienden».

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Come en casa Borges. Viene después Hugo Santiago. Concluimos el borrador del resumen de Los otros. Quieren que la última imagen del film sea la del librero, muerto en su cama. Bioy: «La última imagen que dejaremos al espectador será muy desagradable». Santiago: «¿Por qué? Puede ser de una gran serenidad». Bioy: «Se la regalo. Esa gran serenidad, por haber sido tantas veces alegada con relación a un muerto, es otro aspecto de ese asco». Borges: «¿Asco? ¿Por qué? A veces los muertos parecen más jóvenes; recuperan la belleza que habían perdido». Pienso (pero no digo): «Para personas que ven imperfectamente, quizá». Digo: «No conozco un detalle físico de la muerte que no sea repugnante». Borges recita versos que proclaman la liberación por la muerte. Bioy: «Aquí no se trata de un poema, sino de imágenes. No niego que haya argumentos poéticos o filosóficos, en favor de la muerte; sostengo que las imágenes de la muerte son horribles y que las asociaciones de ideas que suscitan no son agradables. Ustedes son un par de necrófilos». Borges: «Bueno, si la necrofilia existe —la palabra lo prueba—, estamos salvados».

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En Siete Días se cuenta que Hugo Santiago contó a Borges el argumento de Invasión, que Borges se entusiasmó… No es así. Me lo contó, me gustó, me excusé de escribirlo solo, dije que la única posibilidad era escribirlo con Borges.

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Dice que en nuestro film [Invasión] encontró deficiencias. Borges: «El espectador espera una revelación y al final se dice: ¿bueno y qué? Los actores hablan como si repitieran de memoria; la música y los sonidos son demasiado claros y perceptibles; Lautaro Murúa, mirá, no es simpático: es hosco y bruto».

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Come en casa Borges. Bioy: «Según Gloria Alcorta, que lo vio en Cannes, nuestro film pasa en la mayor oscuridad». Borges: «¿Había que preverlo? ¿No trajeron el mejor iluminador? Esos mejores técnicos son los más caros. Cuando éramos chicos, con Norah inventamos un libro en que iba a colaborar nada más que lo mejor: puntuación del rey, adjetivos del presidente de la República, verbos del Papa». Bioy: «Yo me reí de nuestro film». Borges: «Es claro, ves las cosas más allá de tu conveniencia».

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Hablamos de Invasión. Bioy: «Uno de sus principales defectos son los parlamentos, demasiado concluidos, correctos y sentenciosos. En el próximo film, vas a tener que contenerte. Si no podes, lo escribimos como quieras y después lo corregimos; pero lo corregimos de un modo contrario al habitual: cortando y estropeando las frases que salieron demasiado bien». Borges: «Shaw ha demostrado que el teatro tolera perfectamente largos monólogos…». Bioy: «En primer lugar, el cine no es el teatro; después, buena parte de los parlamentos de Shaw tienen un tono menos impecablemente redactado que los tuyos. Borges: «Parece que Shakespeare escribía dos textos para cada pieza; uno para darse el gusto de escritor y otro para la representación, el acting text, se cree que de Macbeth sólo sobrevive el acting text y de las demás piezas el primero, el literario. Por eso Macbeth es la mejor de sus piezas»

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Me atrevo también a decirle que su milonga no debió cantarse íntegramente en el film [Invasión]: «Cuando empezaron a cantarla me conmoví; cuando acabaron yo estaba impaciente. En un film no hay que cantar una pieza entera; si cantan una pieza entera la escena se convierte en número, se distingue de la trama, la interrumpe. Por excelente que sea tu milonga, debieron interrumpirla sin lástima, dejarla inconclusa. Solamente en las operetas o films musicales puede un actor cantar impunemente una pieza íntegra»

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Me pregunto por qué me enoja tanto el hecho de que locutores de radio y críticos de cine digan filme por film. Ante todo, por la docilidad con que esos amanerados monigotes acatan las instrucciones de los gramáticos; porque son claras pruebas del escaso arraigo de los usos y de las costumbres entre nosotros, de usos y costumbres que son, de alguna manera, expresiones del espíritu de la ciudad (desde luego, esa docilidad, esa incapacidad, es también expresión del espíritu porteño). ¿O me enojo porque a la larga cederé y hablaré como gente tosca, de la que me he burlado, gente incapaz de pronunciar algunas palabras? En el snobismo ha de estar la causa de mi disgusto. Pienso, herido, que si triunfan los gramáticos, pasaré a engrosar el grupo de los que dicen yelo, sicología, dotor. No por nada, cuando Borges propone setiembre le retruco otubre. En el fondo, tengo mala fe: cuando invoco la necesidad de no borrar las huellas etimológicas, de no caer en la barbarie fonética, mi enojo es desmedido porque lo que defiendo es una fonética de clase, que me distingue.

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Me refiere que al comentar la frase de alguien, de que en Nueva York había ocho o diez personas interesantes, acaso con ánimo demagógico O. Henry formuló una verdad: «Yo creo que hay cinco millones» (la población de entonces). Le cito la frase del film Baisers volés: «Les gens sont formidables», dice el padre de un personaje al morir.

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Otro recuerdo. En el cuarenta y tantos nos reunieron, a Borges y a mí, unos señores, en el estudio de mi padre, y nos propusieron que escribiéramos el libreto para un film sobre Don Segundo Sombra. Con una soberbia que no condescendía a explicaciones (cortés de puro despreciativa), rechazamos la proposición: la principal razón de nuestra negativa era nuestra certidumbre acerca de la imposibilidad de hacer un buen film —iba a decir un film— con el libro. No hay acción. No hay anécdota. Es demasiado famoso para que uno pueda impunemente agregar algo; es demasiado venerado, para que uno impunemente entretenga al espectador con alguna broma o ironía… Por el tema campero, tradicionalista y folklórico, sin duda convoca a los ávidos granujas ignorantes que, despreocupados de la obra cinematográfica, buscan alabanzas y honores patrióticos, amén de premios, apoyo económico del Estado, etcétera. Hoy me alegro de no haber aceptado ese trabajo. Nuestro estado de ánimo, nuestra sincera convicción de que nada podía hacerse con Don Segundo, nos hubiera encaminado a uno de dos errores: a convertirlo en otra cosa o a trabajar con resignación y sin esperanzas. Anoche he visto la película de Antín y me congratulo una vez más de no haberla intentado hace treinta años: por lo menos por el riesgo de haber impedido, por un fracaso en el mismo intento, esta obra de arte. Todo está bien en Don Segundo. Si Borges, en su incredulidad, me pregunta cómo esa historia tan poco accidentada, entreverada con frases que ensamblan de cualquier modo la inseguridad idiomática del autor con los dicharachos camperos y las metáforas ultraístas, me conmovió, le diré que tal vez he llegado a la edad en que nos volvemos tradicionalistas.

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Llama Hugo. A las diez y media de la noche, con Marta y Silvina vamos al cine Hindú, donde estrenan Invasión. Nos llevan, a Borges y a mí, a un cuartito, a conversar frente a micrófonos; primero me defiendo mejor de lo que esperaba; después peor de lo que ese comienzo me permitía prever; Borges, inteligentísimo, veraz y ¡un redomado actor! Es un hombre de tantos recursos que ha logrado aprovechar en su favor la ceguera; ahí adentro, invulnerable e indiferente, piensa en libertad. Pasamos a la sala. El film no llega a los espectadores; éstos ríen en los momentos trágicos y largamente se aburren. Nos vamos con precipitación, pero la gente (alguna famosa por la impertinencia agresiva) me detiene para felicitarme. Manucho, tan cáustico; Dalmiro Sáenz, tan acometedor: ambos elogiosos y cordiales. A Mastronardi lo interrumpo: «Entre bueyes no hay cornadas» (en seguida dudo del acierto de la frase). «El bodrio del año», afirma tristemente un desconocido.

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Llegan Borges y Cozarinsky. Después de comer, Santiago. Con éste trabajamos en Los otros. Esta noche ocurre mi primera desinteligencia con Borges sobre la redacción de un texto. Las hubo, tal vez, cuando quería amontonar bromas en Bustos Domecq; yo sabía que arruinaba el texto, pero el agrado de las bromas, el gusto de reír, allanaba el camino. Hoy quiere que los personajes dialoguen en monólogos, en discursos, de frases muy redactadas, precisas y concluidas. Cuando alega ejemplos de films muy conversados y excelentes, puedo decirle: «Tenían los mejores actores»; no puedo decirle: «Para vos lo más importante son los diálogos. Para los que vemos…». Asimila toda acción a las corridas de una película del Oeste y de Tom Mix. Insiste en que el joven se suicide por temor de que sus amigos del club social lo menosprecien. Quiere que la protagonista sea correcta, puesta en razón, hasta el punto de resultar la perfecta protagonista, algo neutro y muerto.

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A la noche viene Hugo, desesperado con el film que nos impone Borges: «Sería mi descrédito. ¿Cómo voy a hacer un film así?». El hijo del librero se suicida, al principio del film: Borges quiere que se suicide porque perdió dinero en el juego; porque el padre, que no cree en las deudas de honor, no se lo da; porque lo van a echar del club y va a perder los amigos. Es decir: quiere convertir al suicida en un personaje de novela realista y sentimental, del siglo XIX (novela barata). Bioy: «No importa mucho aclarar los motivos. Es un hecho del principio del film. Ese hecho es parte del planteo». Quiere que el padre, en la conversación, recuerde cuánto le costó juntar el dinero, cómo convirtió la librería, de una sórdida librería pornográfica, en la librería culta que aquí véis… Quiere que el padre razone que las deudas de honor no tienen sentido. Quiere que el hijo diga: «Voy a perder mis amigos. Voy a quedarme solo». Quiere que el padre conteste: «Siempre estamos solos. Amigos así, más vale perderlos que encontrarlos». Quiere… Bioy: «Más vale que quiera pagar la deuda porque siente que nunca enfrentó las situaciones. Que diga: «No es por el honor. Ni por lo que piensen de mí’». Me parece que esas dos exclusiones bastan para apuntar hacia otros motivos que el espectador adivinará o sospechará. No: Borges pide que agreguemos: «Estoy harto de rehuir mi responsabilidad. Esta vez quiero hacer frente». Bioy: «No se puede decir todo». Borges: «El público no va a entender nada». Bioy: «¿Por qué achatar las cosas?». Borges: «A la gente le gusta el argumento, ¿por qué no darles ese argumento del padre que labró con trabajo una pequeña fortuna y que no está dispuesto a malgastarla? Después, el hijo se suicida y el padre sabe que sus razones eran buenas, pero se pregunta si no las dictó la avaricia». Bioy: «Si esta historia fuera buena, sería mejor ponerla que no ponerla. Pero no puede uno poner lo que no cabe. Si vamos a aburrir al espectador con largos diálogos, renunciemos. El argumento que gusta a la gente es el que se despliega ante sus ojos, no el referido en diálogos». Mentasti, Ulyses Petit de Murat, Hollywood lo adoctrinaron: el cine es para un público inferior.

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Come en casa Borges. Me dice, como si yo estuviera de acuerdo, que el fracaso de Invasión se debe a la oscuridad de la trama. «No —protesto—: a los diálogos largos, redactados, sentenciosos. Cuando escribimos diálogos, no basta poner en primera persona lo que diríamos en tercera en una novela.» Después de comer llega Hugo. Trabajamos bastante bien.

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Come en casa Borges. Después, con Hugo, escribimos la escena de San Julián. Para la escena de amor, Borges se inclina por ouvertures del tipo de: «¿Vamos a dar una vuelta?». «No, quedémonos aquí. Nunca vamos a estar mejor que ahora, aquí…» Le digo: «Las escenas de amor son peligrosamente ridículas. Los diálogos del progreso sentimental son casi imposibles: ni serios, ni cariñosamente jocosos se toleran. Las disputas de los enamorados que no saben que están enamorados, bueno ¿quién las aguanta?».

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En Pau. En la televisión veo films cortos, cómicos, de Mack Sennett, Hal Roach, etcétera, con Chaplin, Fatty Arhuckle, Ben Turpin, Buster Keaton, Laurel y Hardy. Compruebo que todavía me deleitan. Cuando empezaron a ralear y a desaparecer lo deploré; Borges y otros amigos los consideraban con una indiferencia para mí inexplicable, y con cierto menosprecio.

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En Baden-Baden. Recibo una melancólica carta de Hugo: se viene para Europa, para jugarse el destino (así lo siente), porque en ese corto viaje debe conseguir dos coproducciones —una para Los otros, una para el film que escribió solo— y si fracasa, no filma nada y su carrera queda trunca.

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Le pregunto si una sonsa que cantaba con Maurice Chevalier en El desfile del amor era Jeanette MacDonald. Borges: «SÍ. La fotografiaban con la boca abierta. Interesante para dentistas. Exigía que le sacaran primeros planos, cantando. Hubiera sido un poco más agradable oírla sin verla. La gente, cuando canta, no queda bien. Me han dicho que los actores exigen que les tomen más primeros planos que a sus colegas. Y algunos exigen que su nombre aparezca solo, en toda la pantalla.

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Cabrera Infante es inteligente, salvo cuando habla de cine. ¿Te acordás de King Kong? Una idiotez. Cabrera afirmó que era una película interesante.

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Borges «¿Sabes lo que me han propuesto? Hacer un film erótico con «La intrusa». Entonces no comprenden el cuento». Después de una pausa, en el colmo de la indignación, exclama: «¡Quieren mostrar a la protagonista desnuda en el baño! Qué porquería: mujeres desnudas en el baño». Para Borges el sexo es sucio. Por mucho tiempo me dejé engañar, porque entendía que lo excluía, en literatura, por ser un expediente fácil, socorrido y un poco necio. No; esa burla oculta, con alguna vergüenza de que lo tomen por mojigato, un violento rechazo. La obscenidad le parece una culpa atroz: puta no es la mujer que cobra, sino la que se acuesta.

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Busco a Borges. Con él tengo una misión difícil: yo le dije que salir nosotros en Les autres me parecía o comercial o bobamente vanidoso. Lo tomó como el Evangelio y ahora se niega a ser filmado. Hugo, que vino pagado por los productores para filmarnos y recibió una negativa absoluta, dice: «No vuelvo a Europa. Me escondo en Tierra del Fuego». Le explico a Borges que no nos mostrarán detenidamente ni tendremos que hablar; antes del film aparecerá toda la compañía, incluso los operarios más humildes, y, entre todos, nosotros. Acepta. Me explica que por su parte aceptó ir a México, por cuatro o cinco días,

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Come en casa Borges. Le cuento el film El espíritu de la colmena: me gusta, mientras lo cuento, y le gusta a él.

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Borges is not amused con Bananas, de W. Alien.

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Todas las citas fueron tomadas de Adolfo Bioy Casares, Borges, Editorial Destino, 2006

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