No sé por qué razón bajé una película china de casi cuatro horas. No tengo nada en contra de las películas de cuatro horas, especialmente cuando al disfrute de estar pasándola bien con una película en particular se suma el de saber que dura más de lo habitual, pero también es cierto que ya no estoy predispuesto a ellas como cuando daba por sentado que estaban buenas porque eran largas (antes prefería leer una novela río a una nouvelle porque iba a vivir en ella mucho más tiempo). La cosa es que la bajé porque bajo todas las películas nuevas que puedo, a pesar de que a la extensión se sumaba la presencia en festivales. No es que lo supiera previamente, sino que vi el logo de alguno de ellos en el afiche, esa garantía de calidad que se parece a los diplomas que cuelgan en las paredes de los consultorios. Sin investigar nada le di play: duré media hora, veintisiete minutos para ser exacto. Todo lo que alcancé a ver pasaba en medio día, completamente nublado para más datos. Barrios pobres, bastantes personajes, únicamente planos secuencia filmados con steady. Mucha cámara siguiendo a caminantes desde atrás, estándar contemporáneo tan insoportable como el de la camarita que nunca se aquieta, mucha conversación sin plano contraplano (verbigracia, mucha ortodoxia «artística») y mucha desgracia. Esto último, además de la grisácea meteorología, habría bastado para que saltara en una pata hace unos años o cuando ando medio bajoneado. Ahora, con nubes y garúa me basta y sobra (lástima que no llueve todo el tiempo). El problema es que la lluvia de la película china que dura cuatro horas es de verdad y a mí me gustan más los chaparrones cinematográficos, esos que sólo podía filmar el capitalismo espectacular de antaño concentrado en los estudios de Hollywood o el Soviet, y que al especulador capitalismo global contemporáneo ya no le interesa porque existe el software, siempre tan meteorológicamente despejado.
El problema con esta película china más larga que muralla imperial lo empecé a tener cuando me di cuenta de que la convención anticonvencional del plano secuencia lo organizaba todo. Un par de días después, sin embargo, miré una hora más, y otra media recién, mientras desayunaba. Supongo que lo que me hizo llegar a tres sesiones distintas fue, antes que nada, la cuarentena. Si casi no miro series, puedo decir que miro películas chinas festivaleras de cuatro horas de duración, y que le miré La flor a Llinás. Otra razón por la que seguí mirando Da xiang xi di er zuo (Hu Bo, 2018) fueron los lugares, parecidos a los filmados por Jia Zhang-ke a principios de siglo, pero sin el marco temporal de época. Es decir, lugares rústicos, ruinosos, incluso arqueológicos: las paredes descascaradas de la revolución, sitios abandonados a la buena del mundo sin Mao y sin Dios. También las benditas desgracias que empezaron a acumularse descaradamente. El descaro es más mío que otra cosa, porque el término presupone cierto sentido del humor por completo ausente hasta el momento, salvo en una escena de más o menos cinco minutos de duración en la que, por obra y gracia del plano secuencia, el tiempo se dilata pese a no romper la continuidad, y hay dos bromas pesadas fuera de campo, una prácticamente detrás de la otra. Proyecto en ellas la posible autoconciencia de una historia que en menos de ocho horas de tiempo ficcional ya acumuló un adulterio, el suicidio del obrero cornudo delante del tipo que se acostó con su mujer, que es su mejor amigo, un viejo que vive en el balcón de su casa con su hijo y su nuera, quienes acaban de anunciarle que lo van a meter en un asilo, dos pibes apretados en la escuela por un matoncito con el que discuten y al que involuntariamente arrojan por la escalera, lo que hace huir de inmediato al responsable de la caída porque sabe que el hermano del accidentado es un gangster de poca monta pero gangster al fin, que resulta ser el amante de la esposa del marido engañado: conste que sólo llegué a la mitad de la película.
¿Inverosímil? Fantástico, entonces. El problema es que nada más verosímil que la puesta en escena y el pacto instituido por el espacio-tiempo de la puesta de cámara y por la gravedad aleccionadora del tono. El problema es que la acumulación de conflictos, extraordinaria en tan poco tiempo de historia aunque no de relato, no constituye una celebración aunque más no fuese trágica o melodramática sino un moralismo condenatorio tan cargado que podría ser apocalíptico si no fuera porque desde San Juan el apocalipsis es exaltado, además de revelación imaginaria desatada (que le pregunten a Mel Gibson si no), pero acá estamos ante una supuesta constatación de eso que suele ser académicamente llamado «lo real» en ámbitos cinematográficos. Pauso a las dos horas de película porque el fluctuante desinterés ahora es tan sólido que pienso liberar espacio en la computadora para otras películas. No sé por qué entro a wikipedia para saber algo más sobre la película antes de borrarla y me entero de que su director se mató cuatro meses antes del estreno, a los 29 años. Entonces vuelvo a dudar: los artistas suicidas me llaman la atención tanto como los choques en las careras de autos, aunque mi relación con ellos -o más bien con la noticia de sus muertes- haya seguido el mismo rumbo que mi relación con las novelas río y las películas festivaleras largas, chinas o llináceas. El tema es que en esta película Hu Bo no es Pavese ni Pizarnik, por nombrar a dos escritores cuyos libros me fascinaron pese a haber sentido que floreaban su vocación fúnebre con más o menos énfasis. El tema es que Hu Bo tampoco es Jean Eustache, entre otras cosas porque se mató demasiado rápido como para dejar obra cinematográica. Sigo leyendo en wikipedia: «El filme ha recibido la alabanza de directores célebres como Béla Tarr, Wang Bing, Hou Hsiao-Hsien, Ang Lee, Lee Chang-dong y Gus Van Sant, entre otros». Ya está, vuela del rígido.
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¡Por Dios Cimino, por Dios The sunchaser! El cine es el lugar donde las paralelas se juntan, escalera al cielo, montaña mágica. En los albores del digital una Sión celeste, ni judeocristiana ni burguesa sino india (de los indios navajos) o religiosamente transversal, aparece en el horizonte de la carretera que conduce al pibe convicto de cáncer al hospital donde se encuentra con el médico que será su compañero de viaje, rehén y converso. Tres momentos vitales: la plegaria que el pibe repite tres veces, como los tres flashbacks del médico y las tres iniciales de su anillo (JCR: ¿Jesús Cristo Resucitado?): «Que la belleza esté delante de mí, que la belleza esté detrás de mí, que la belleza esté sobre mí, que la belleza esté debajo de mí, que la belleza me rodee». La belleza de Cimino son dos minas en bikini que les muestran el culo y las tetas en la ruta a los protagonistas desde el culo de un auto, promesa de polvos antes del polvo, mientras el socialmente integrado miembro de la pareja despareja pierde su ascenso por faltar a la cena pituca con el jefe y su señora. Finalmente, un duelo verbal: el médico racionalista cita a un científico como fuente de autoridad, la vieja hippie que abandonó la medicina por la espiritualidad -encanecida diosa Bancroft- cita a un científico alternativo o renegado como ella, y el pibe remata la escena citando a Tupac. Al que niega lo sagrado, lo pica una serpiente de cascabel, pero no es el saber científico el que salva la vida del médico sino el saber del reo, sumado a su ingenio, habilidad y presteza prácticas. Al pibe de la calle que regresa al origen para arrepentirse de sus pecados y morir en paz la ciencia le sirve para lo único que sirve, prolongar la vida biológica. Las puertas del cielo se cierran después de la última película de Cimino: el que las atraviesa se libera del cuerpo en un lago superior, el que se queda de este lado ríe esposado bajo la lluvia. Agua somos y al agua volveremos.
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Anoche vi Martin Eden antes de dormirme y la vi completa así que, en principio, bien. Encima reconocí al actor, un tipo joven al que conocí en la última de los Taviani, que ya no es la última de los dos porque Vittorio estaba enfermo y tuvo que dirigirla solamente Paolo. También aparece por acá Maurizio Donadoni, que no es el jugador de fútbol, sino el cura que entrevista a Castellitto en La hora de religión de Bellocchio. A los cinco minutos veo una escena de sexo convencional, pienso en lo que dijo Petzold de tantos directores que las filman sin planificación, y me indispongo. Empiezo a notar el estándar contemporáneo de la pseudocámara en mano, pero esta vez miro la película hasta el final. Martin Eden es qualité de época disfrazado de modernista por diversos procedimientos que no consiguen hacerme creer que sean ni más ni menos que maquillaje. La intercalación de material de archivo intervenido en medio de las recreaciones de época, así como el uso de canciones pop anacrónicas para un tiempo ficcional que tampoco queda nunca establecido del todo, dan tela para cortar pero no son fresca hierba pop sino pasto seco de paper, además de contrastar con varias resoluciones dramáticas de situaciones, conflictos y vínculos demasiado facilongas. No dejan de causar simpatía, como la aparición temprana del actor que hizo del joven Totó joven en Nuovo Cinema Paradiso, porque este modernismo italiano, a diferencia del francés, no escapa al sentimiento, pero al precio de darnos ganas de ver un buen melodrama en su lugar. La boca del lobo, o más bien la inolvidable pareja trans entrevistada en ella, sigue siendo lo mejor de Pietro Marcello.
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Ya en 1916 Lubitsch hacía lo que quería. Entre otras cosas, no solamente protagonizar ¿Dónde está mi tesoro?, si no darle su propio nombre al personaje y hasta colgar su retrato en una de las paredes. La comedia de enredos es parodia al cuadrado en sus manos cuando, para hacerse pasar por ayuda de cámara de la exsuegra, causante de su reciente divorcio, compra una peluca pero no se cubre siquiera parcialmente la cara ni usa barba o bigotes postizos. Le basta mirarnos de reojo a cada rato para establecer nuestra complicidad, más leal que todo verosímil. Dispone los grupos humanos en el plano como en los cuadros clásicos, profundiza el espacio con innumerables sobreencuadres y marca permanentemente los bordes con objetos o con gente que se asoma desde el fuera de campo: ajedrez risueño su cine.
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No puedo dormir tratando de explicarme Vitalina Varela. Pienso en la brutalidad lírica del último plano, en la duración de los planos (¿más breves que en otras películas de Pedro Costa?) y en el mejor prólogo que he visto desde Rio Bravo. Luto largo, cara vuelta hacia la muerte, flashbacks prodigiosos pegados al presente, amor y fe, el duelo por sus respectivas pérdidas, la tormenta en el techo, la falta en el pecho, los bordes ennegrecidos del plano que son túneles al tiempo mudo del cine aún misterioso, continuos núcleos dramáticos que provocan esos sentimientos que las convenciones consiguen compartir con ilusión de totalidad (la Costa fordiana está más cerca que nunca). Después, lo de siempre, pero nunca tan emocionante: la disposición de la luz, la distribuida oscuridad, ese barrio fílmico hecho de escaleras, pasadizos y cuevas, Escher o gruyere. Vitalina Varela es necrópolis en la que apenas sobreviven la invencible soledad de una mujer y un cura que carga la X de una incógnita como una cruz. A su alrededor, ojos eléctricos en los que se anuncia la mariana muerte y un deudo desdibujado al que no vemos nunca y nunca se va, magnético imán: hombre que se fue de su tierra pero nunca olvidó a la mujer de los orígenes y el paraíso fugaz: cuarenta y cinco días de vacaciones, resurrección y réquiem. Ayer me acordé que una noche, cuando todavía era hombre de fe o trataba de serlo, imaginé que Dios enloquecía por los gritos, suspiros y llantos acumulados en su memoria, Funes sin juicio final. Este señor probablemente agnóstico y seguramente anticlerical llamado Pedro Costa hace películas religiosas, y por mucha palabra que haya en ellas, un gran silencio sagrado las envuelve. Cuando «todo es dolor» hay que cederle la palabra al Mudo.
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Un sexagenario de hoy (Willem Dafoe) teme perder lo que tiene -una mujer treinta o cuarenta años menor, una hija de cuatro- porque aún no consigue aceptar que no es dueño de nada. Un puñado de neurosis sacuden la cara narrativa de Tommaso con crueldad y deseo en busca de la voz -¿exterior o interior?- que module quién sabe qué pero con sanadora autoridad. Un manojo de pacientes exiliados en los subsuelos de Roma y en los manchones de sombra de sus plazas se alientan boca a boca para sobrevivir. Hay mujeres desnudas como fenómenos ópticos con densidad digital, carne que se afana por regular su latido, corazón fuera de sí. La ebria puteada nocturna amenaza el sueño del barrio, desconsuela a los inocentes y saca de quicio al macho asustado desde Ferreri, pero no es otra cosa que auxilio, solidaria con la imprudencia fraternal de quien no da por sentada su anomia. Ferrara con Dafoe, o cómo afronta el sinfin del mundo un católico seglar. Difícil dar abasto con el aura final (Bellocchio figura en los agradecimientos).
Tuve que haberme sentido como el orto para ser capaz de ver en un mismo día tres películas tan tristes. Empecé con el penúltimo largo para cine de Robert Enrico, que entró a la historia grande -la del fervor y la memoria populares- con Los aventureros. Viento del este, cuyo título permitiría chicanearlo a Godard, es el arte de no hacer nada extraordinario pero todo bien. Si hay un autor, a Dios gracias no se deja ver. Lo que hay es una historia, en este caso dentro de la Historia, pero la mayúsucula es lo de menos. Pocas películas, si no acaso únicamente ésta, deben haberse ocupado de Liechtenstein y de las decisiones políticas que ese principado tomó al encontrarse con que un día antes del fin de la última guerra mundial un batallón de rusos blancos que peleaban por Alemania se guarecieron allí para no ser fusilados por los soviéticos. Enrico la cuenta con la sintaxis de los 50, salvo por un zoom estratégica y conmovedoramente cercano al final. Hasta ahí la tristeza estaba en los hechos del relato, resguardada por la cuidados distancia clásica a pesar del terrible final.
Con Edad difícil, de Torres Ríos, directamente la tenés adentro. Primero, porque toda la película es una serie de flashbacks que parten de la cara de un hombre que recuerda mientras camina por la peatonal de un cementerio. Segundo, porque Torres Ríos vuelve a filmar el tiempo como lo hizo en La vuelta al nido, y uno siente que el duelo se extiendo a eso que el director siempre quiso hacer y sólo puedo repetir antes de morirse: «slownow» del ensimismado, presente lerdo, degustación del dolor para no perder hasta los pocos restos de infancia que sobreviven cuando ya no queda nada. He leído innumerables sinopsis de la película que la definen como un vehículo más o menos liviano para dos actores adolescentes, pero resulta que es la película de iniciación más negra que existe. El dolor de la pérdida con que termina una de las dos únicas Roma de la historia del cine que importan (la otra es la de Fellini) ya está presente en Edad difícil. Las apariciones del croto y de la vieja de siete polleras junto al Riachuelo nos hunden en una ciénaga más espeluznante que las pronosticadas por la meteoróloga Martel: «No vayas más allá ni a ninguna otra parte», le dice al chico la primera de esas dos apariciones. Encima tiene el más pírrico final feliz que conozco, tan luminoso como el relámpago anterior a la tormenta.
Llegué a esta película de los directores de Uncut gems fortalecido por el duelo cinematográfico -el único que tonifica- de las dos películas que acababa de ver y se desató el huracán. PTA (Paul Thomas Anderson) mediante, a Martin Scorsese le salieron dos bastardos moishes que sangran cine por los ojos. Basta con decir que con menos plata que Marty mejoraron el vaso efervescente de Taxi driver con los dedos temblorosos de la heroina que intenta meter el hilo en el ojo de la aguja. Toda la tristeza del mundo en un plano detalle gigante como el del bíblico camello. Los protagonistas de Heaven knows what son los mismos chicos de Edad difícil, pero sesenta años después y en Nueva York, en invierno, en la calle y quemados. «Elegí la aventura, elegí un clásico», te dan a leer los Safdie al principio y te la ponen. Transforman el cartel de una biblioteca pública en una incitación a colocarte. Minga recreativa, Heaven knows what es droga dura. Como buen melodrama, que suena a pañuelo bordado del siglo 19 para bailar minué pero está lleno de un polvo que lo aspirás y le ves la cara a Dios en la concha del diablo. ¿Quién te exorciza de estos muchachos muerto ya Von Sydow, que pudo hacerle frente a Satanás pero no salvar a Karras, el de la madre muerta y la fe deshecha? «Ayer caí en el frente de batalla.» Firmado: un zombi del último cuerpo de infantería cinéfilo.