Le debo algo importante a Jonás Trueba, un director hábil o inteligente, cultor de una sensibilidad que me resulta completamente ajena pero al que sigo con más fidelidad que a unos cuantos directores que de verdad me gustan. La clave está en su primera película, Todas las canciones hablan de mí (que yo insisto en confundir con Todas las canciones hablan de nosotros), un título justísimo para cualquiera que haya consultado sus discos más que a su psicólogo, o que haya hecho comparecer las palabras del psicólogo ante sus discos, que son los que tienen la posta. Trueba tiene un gran oído para la canción pop, y es claro que sus bandas sonoras ya son eso que se estila llamar marca de autor. En Los ilusos, hay una escena que dura los siete minutos que dura «Cabalgar», la hermosa canción de El hijo. En Los exiliados románticos, suenan “La carretera” y otras canciones de Mirem Iza, que además actúa en la película. En La virgen de agosto, Soleá Morente canta “Todavía”. Y por fin, en La reconquista aparece un señor flaco, de cara angulosa, que compuso para la película “Arcadia en flor” y en una escena canta “Somos siempre principiantes”. Ese señor se llama Rafael Berrio, murió hace unos meses, demasiado joven, y es un puto genio.
Berrio nació en San Sebastián, en 1963. Tuvo una banda llamada Amor a Traición, después otra llamada Deriva, y entre 2010 y 2019 grabó cuatro discos solistas –1971, Diarios, Paradoja, Niño futuro– llenos de canciones increíbles. En ocasiones con cuerdas y arreglos de chanson, en otras apoyado en una guitarra cercana a Lou Reed o al rock alternativo de los 90, Berrio hizo de la canción su templo y su taberna. No fue un innovador: recurrió a estructuras musicales simples y repetitivas y aprovechó en su favor recursos clásicos de la escritura: hizo canciones con redondillas, de enumeración, de estrofas con anáforas, de estribillos que reúnen lo que se presentaba disperso. Hay quienes inventan oraciones nuevas y hay quienes agregan cuentas al rosario. Berrio es de estos últimos. Animoso, eligió dejar pistas que lo conectan con gigantes. En “Las mujeres que amamos”, con Leonard Cohen. En “Mis amigos”, con Jacques Brel. En “Somos siempre principiantes”, con el viejo Lou. Estas afinidades electivas explican en parte por qué Berrio era el grano en la nariz de los cantautores españoles. La mancha negra sobre la voluntad. Si Serrat canta (no siempre, pero muy a menudo) para entibiar neurosis y utopías, Berrio (que admiraba a Serrat) cantaba para que todo lo horrible que vive en nosotros encontrara su canal de comunicación, y para que la belleza revelada del mundo tuviera un lugar donde expresarse. Alrededor de estas dos dimensiones -el abismo y el resplandor- gira toda su obra. La primera es el tapiz : todo está tejido con hilos oscuro. “Simulacro“ habla sobre la tortuosa sensación de haber vivido una vida que después de todo no fue nuestra. «La alegría de vivir», de la perdida de vigor existencial. “Abolir el alma”, de Cioran. “Inanimados”, de las reliquias futuras. Dolor, fracaso, muerte. Berrio se le animó a esos temas y se le animó sobre todo a la obligación de poner en algún momento un “sin embargo“, algo que prometa una aurora después de las tinieblas, o por lo menos reparo en su dominio.
Es cierto: las compensaciones no son siempre iguales. Si salen del rock (y de ahí venía Berrio), vienen después de las sacudidas, y no forman discurso si antes no agitan el cuerpo, que las protege de los libros de autoayuda y las pone en carpetas escolares, en pósters y en tatuajes. En la canción de autor que mejor conocemos, en cambio, son la base de todo, porque su función no es despertar los infiernos para ofrecernos una calma amenazada sino mimar nuestra sensibilidad y reconciliarnos con el mundo. Por eso “Simulacro“ es tan notable y tan drástica: porque rechaza la lógica misma de las compensaciones, que suelen habitar el estribillo, y pone ahí la desolación de ese «Ahora es tarde», que le niega a la historia un segundo acto.
Pero claro, el oscuro Berrio es también el cantante de todo lo que resplandece. El azar, la gracia, el misterio, la limosna, el accidente. Aquello a lo que no nos une ni proyecto ni fe pero viene a nuestro encuentro, como frutos de un árbol que permanece desconocido. Puede ser el amor, por supuesto, como en “Como iba yo a saber”. O la desnudez, como en “Oh, verdad desnuda”. O la oportunidad, como en ”Las tornas cambian”. O cualquier cosa que pueda detener el tiempo (no importa cuánto) o hacerlo cambiar de dirección (no importa hacia dónde). La oscuridad de las canciones de Berrio viene del carácter absurdo del universo, pero de ese mismo carácter vienen también la suerte y el buen pie, así que lo que una vez se presenta como insoportable o banal, otra vez se vuelve esplendoroso y liviano.
Lo que no hay es utopía ni arraigo, y menos que menos unas tablas para agarrarse al sentido. “Las pequeñas cosas“ es la declaración de guerra que Berrio lanza contra las canciones de las almas bellas (o “los poetas lelos”, como los califica la canción, no sin justicia). Todo eso en lo que creemos sostenernos, los afectos, los placeres cotidianos, dice Berrio, “no me basta”, “no me satisface”. Expulsado el discurso de la autoaformación maníaca, Berrio puede cantar entonces lo que brilla en este mundo. En lugar de presentar frente al abismo las pequeñas cosas, presenta frente a las pequeñas cosas el abismo y los resplandores, cuya mejor síntesis está en “El horror”, en la que en el clímax canta: “Siento el clamor del horror. / Y en la negrura del universo / el canto del ruiseñor”.
En otro tono, también “Dadme la vida que amo» trata de esto. A un modelo de vida segura y apacible, que aparece concentrada en la estrofa con la que comienza y termina, Berrio le opone un conjunto de imágenes como salidas de un taller impresionista, opuestas en su fugacidad y gloria inmotivada a las pequeñas cosas, De un lado, la pieza, el diario, el crucigrama, todo pintado con delicadeza e indudable encanto (“el tibio sol sobre el regazo”, “la pajarita grácil”, “el mantel bordado”), y coronado por el reloj de cuco, que sitúa la escena en la duración. Del otro, “el vagar errante y solitario”, “la indolencia a orillas del río”, “los bares del puerto”, “la poesía de la perdición”. Interior y exterior. Tiempo y pausa. Vida común (con su discreto encanto) y bohemia.
Puesta en relación con “Las pequeñas cosas”, “Dadme la vida que amo” es más comprensiva, más simple y puede que más aguda. El problema de las pequeñas cosas no es necesariamente lo que proponen -la canción tiene la generosidad de presentarlas sin bajezas, con su propio brillo atenuado- sino que están moralizadas. No son un premio cierto sino un mandato, y dependen menos de la voluntad que de la norma. Para escapar de su influencia y de su tentación indudable, además de entregarse a los fulgores del mundo, que están fuera de toda medida, Berrio recurre a los juegos de escala. O bien elige lo enorme (el éxtasis, lo sublime, las pasiones delirantes, el amor heroico, la gloria), o bien (y más a menudo) lo casi imperceptible. Los asaltos de la vida o su rutina silenciosa. Las aventuras de la última estrofa de “Las pequeñas cosas” o las manías y la pereza militante de “Niente mi piace”.

Berrio le canta al vino, al olvido bondadoso, al placer de los sentidos. En eso, fue el más vital de los artistas. Entre estos brillos hay que contar el lenguaje. “Insomne” es la canción del lector voraz. ”El amor es una cosa rara”, un caldero en el que giran Quevedo, Violeta Parra y Pessoa. “En lo mórbido”, un ejercicio modernista rocker, como nacido de un encuentro entre Cobain y los poetas rubendarianos. El amor de Berrio por las palabras tiene su más obvia expresión en “Niño futuro”, la canción que da nombre a su último disco, en la que presenta durante siete minutos un diccionario personal armado con términos compuestos, arcaísmos y demás brillos fuera de uso. La gramática tiene también sus floritutas: subordinadas, oraciones con adjuntas, hipérbatos imposibles que en su garganta fluyen. Berrio es un cantante notable no por sus registro o su teatralidad sino por su pertinencia. Estas canciones son para esta voz. O al revés, no importa, porque parecen haber nacido juntas.
Si de los quince o veinte temas que constituyen la gloria de Berrio tuviera que elegir dos, me quedaría con “La desgana“ y “Arcadia en flor”. La primera es una obra maestra a la altura de cualquiera de las que habitan el cielo de las canciones. Con piano y cuerdas, una gramática de rulos gongorinos y la voz extraordinariamente límpida, como quieta, Berrio le canta amorosamente al spleen, ese demonio lento que conocimos por Las flores del mal y cuyo veneno alimenta tanto arte, de Huysmans a Antonioni, y del cual Berrrio extrae una miel extraña, como si fuera el personaje de alguna novela de Ballard. “Arcadia en flor”, por su parte, escapa de las compensaciones incorporándolas. Las estrofas suman imágenes de lo que se va o no permanece (las cenizas, el amor, las hojas secas, la espuma, el espíritu de quien contempla todo eso sin sentir otra pena que “la pena de no sentir dolor”) y el estribillo dice lo que nunca dice Berrio: “Y sin embargo / debe estar la Arcadia en flor. / Tras de las puertas de bronce del tiempo / debe estar la Arcadia en flor”. El giro magistral de la canción es su coda, al borde del recitado, que mientras se pregunta dónde está esa Arcadia ofrece las imágenes que la manifiestan, y que son lo único que nos es accesible de este lado del tiempo. Son estas catorce: “Pero dónde para el cerezo en su esplendor. / Dónde para el áureo pastor. / Dónde para los rojos frutos del estío. / Dónde para tu risa, amor mío./ Dónde para el tigre que duerme junto a su presa. / Dónde para el mirlo que regresa. / Dónde para el manantial de tus bellas horas./ Dónde para las palabras que rememoras. / Dónde para la novia que en los verdes prados / girando aún está con los ojos vendados. / Dónde para la rosa, dónde para el espino. / Dónde para el dulzor de las fuentes de vino./ Dónde para el albedrío de toda criatura. / Dónde para la inocencia desnuda”.
“La desgana” presenta una erótica de lo que demuele. “Arcadia en flor”, una fe en el mundo revelado. De esas maravillas están hechas las canciones de Berrio. Nos esperan, sin apuros. Como todo lo grande.