Hasta los confines de la tierra, por Marcos Vieytes

En Encuentros en el fin del mundo, Herzog se lamenta por el fin de la aventura. En lugar de ella, que solía suceder en ignotos territorios geográficos cuyo descubrimiento implicaba movimientos inexplorados del alma, ahora hay récords absurdos. Curiosa queja de quien dijo que el arte es una cuestión atlética y ha visto lo sublime en lo ridículo y viceversa. No tanto si pensamos en que no sería lamentable la naturaleza payasesca de alguien que se propone inscribir su nombre en el libro Guinness dando vueltas carnero sino la reducción del espíritu a ejercicios de contabilidad. Arte y Espíritu son palabras demasiado altisonantes que ya no pueden ser pronunciadas o escritas sin cierta ironía. Herzog es capaz de ella pero no la usa como una forma de la condescendencia sino como una máscara. Debajo siguen vivos sin necesidad de mayúsculas. A la distancia entre la cara y su guante se me ocurre llamarla nostalgia crítica.

El título en inglés de la penúltima película de Kiyoshi Kurosawa puede ser traducido como Hasta los confines de la tierra. A los ignorantes del idioma japonés nada nos asegura que el original sea idéntico al globalizado. Tampoco, que el traductor de google sea fiable: «El fin de cada tiempo, el principio del mundo». Aunque más no sea gracias a nuestra ignorancia, esta aproximación parece más fiel que el ligeramente catastrófico con el que se la conoce. Hay un apocalipsis, pero el cine de Kiyoshi siempre ha sido postapocalíptico, también alguna que otra revelación, y un viaje de trabajo que se transforma en aventura personal. Un pequeño contingente de japoneses recorre Uzbekistán junto a un traductor nativo para uno de esos programas de televisión que dan la vuelta al mundo en procura de imágenes extranjeras amigables. Una chica pone su cara ante dos cámaras. La del programa de televisión es rutinaria y expeditiva, laboral en el peor sentido de la palabra (el tamaño del plano es más pequeño que el de la pantalla y los colores se ven lavados). La de cine registra todo en silencio y aguarda para ser descubierta por la protagonista. La plenitud del acontecimiento no depende de la tradicional parafernalia cinematográfica sino de una Mini DV y de un extravío, con sus porciones de ansiedad, incertidumbre, excitación y miedo. La URSS ya no existe (License to live); la cara del Che está expuesta a la mirada de todos y de nadie sobre las remeras de unos pibes que patean cajas de cartón vacías (Bright future), porque todo continente está vacío de contenido en las películas de Kiyoshi aunque eso, para un director que se ha dedicado ha expandir los planos intersticiales de Ozu, implica algo más de lo que parece y mucho menos de lo que pretendemos; una japonesa busca a un compatriota en Vladivostok (Seventh code), y nuestra protagonista, novicia -si no rebelde, progresivamente desconfiada- de votos laicos ni siquiera confesos, encuentra una canción y una creencia en Uzbekistán. Si el cine también puede estar en una cámara portátil, la música silba lo que se le antoja.

Siempre hay mundos perdidos y conciencia de las pérdidas en las películas de Kiyoshi, pero no concepción lineal del tiempo -aunque acá no haya flashbacks o elipsis de peso- ni puramente exterior de la existencia. Allí está la profusión de fantasmas, cuyas amenazas no suelen ser otra cosa que solicitudes de socorro, para expandir los límites de la vida o de la conciencia. Los de Hasta los confines de la tierra son de otra clase y su llamada no es apertura a la pesadilla de la pesadumbre, querencia viscosa acaso tanto más terrible que el susto, sino al desplazamiento incluso subterráneo de la aventura: la pérdida como encuentro, la fuga como conquista.

¿Cómo hace un director de la tristeza para filmar el género de la alegría por excelencia? No haciéndolo en sentido estricto, como no lo ha hecho ni siquiera en sus desviadas películas de terror, y proponiendo una cierta aunque matizada claridad como horizonte: el canto al que la protagonista quiere dedicarse y que en la misteriosa secuencia del teatro Navoi sucede como epifanía y proyección premonitoria. Si el héroe de aventuras original fue un acróbata cuyas destrezas lo convertían potencialmente en súper héroe sin más poderes que los de la voluntad solar, el entrenamiento deportivo y la sonrisa publicitaria, una cabra trepada a la cumbre de un peñasco después de años de cautiverio gracias a la memoria biológica es la única concreción atlética de Hasta los confines de la tierra. Allá donde Fairbanks realizaba lo imposible para el común de los mortales, Kiyoshi recupera la libertad del animal perdida durante el confinamiento doméstico sin olvidar la amenaza de los predadores naturales. La figura preponderante de su película no es la verticalidad ascendente ideal del héroe, aunque más no fuese saltarina y circense como la de Robin Hood o la del pirata hidalgo, sino la espiral donde incluso el descenso es modificación preferible a la rotación inmóvil del círculo sobre un centro fijo. El mercado central donde la protagonista se hace cargo de la cámara por primera vez la arroja a unos túneles repentinamente oscurecidos como los exteriores en las películas de terror de Kurosawa, reverso de la zona prohibida probablemente sagrada (¿una mezquita?) donde se expone a la persecución de la Ley, la detención, el aislamiento y el interrogatorio, pero también al amor entendido como interés por el otro, al desahogo y la expiación. La silla giratoria del parque de diversiones a la que se sube tres veces por exigencia del director audiovisual, en cambio, le deparan el malestar y la náusea. A nosotros, el goce de la prueba física en plano secuencia fijo con montaje expuesto. “Demasiado intenso”, describe la protagonista el movimiento ensimismado que es negación de la aventura para ella, pero que coincide con las proezas de Fairbanks, Flynn, Lancaster, McQueen o Cruise en su valor de registro directo del riesgo, de prueba o sacrificio, garantes del exceso vital antes que de realismo alguno.

Eso que excede a cualquier ismo, promesa o ilusión de acontecimiento inmune a la voluntad o acaso dependiente de una voluntad mayor o extraordinaria que nunca se revelará del todo, aparece en medio de las calles de Hasta los confines de la tierra. No se da en el parque de diversiones ni con la parábola ingenuamente salvífica de la cabra, provocaciones del azar pero episodios con evolución narrativa finalmente ejecutados según la planificación, sino en la calle toda vez –y son varias- que los transeúntes ven pasar a la protagonista, lo que nos pone a nosotros en el lugar fijo de lo exótico, miran a cámara u observan el rodaje. Mi preferida es una en que dos uzbekas que en realidad son solamente dos caras que miran a una tercera cuya extranjería la distingue de la multitud, porque Kiyoshi pasa del plano general a un primer plano de las tres (quiero creer que en la sala edición, para seguir pensando que no advirtió la belleza o singularidad del momento mientras lo rodaba), se dan vuelta y nos sonríen. Tan pasajera y circunstancial pero cálida como esas dos caras pasajeras es la bolsa descartable de nylon con un recipiente lleno de comida casera que la protagonista apoya sobre una mesa de su habitación al fin de la jornada. La aceptó a regañadientes de una matrona a quien el equipo de rodaje no le había dejado cocinar un plato típico el tiempo suficiente. Para probarlo en cámara siempre se puede fingir satisfacción. Acaso menos contrariada por el apuro que por la representación, la dueña de esa especie de fonda preparó nuevamente el plato para que pudieran saborearlo después. Lo comieron todos menos la protagonista, que poco después anda sola por la ciudad y se pierde en uno de sus arrabales hasta volver de noche al hotel, para recién entonces reparar por primera vez -y con el cuerpo- en la bolsa de nylon cuyo antes insignificante contenido calma su hambre. Fuera o dentro del hotel no hubo ráfaga que la elevara –y las ventanas de Hasta los confines de la tierra regulan el aire a placer- discursivamente ni continua o circunstancial voz en off que reflexionara sobre ella. La de Kiyoshi no es belleza “americana” porque carece de gentilicio, no así de gentileza ni hospitalidad. Reflejo impuro de Antonioni, sus películas también se pueden ver con la barriga, como pedía Ferreri -amigo de Michelangelo- que viéramos las suyas, por fantasmal que sea el tránsito lento de Kurosawa.

No pocas veces la trascendencia de los objetos que filma pasa inadvertida. En otras es explícita, como en sus películas de terror, donde la enfática autonomía de lo supuestamente inanimado pone en evidencia automatizaciones humanas de toda índole. Tampoco faltan ocasiones en que se la declara en conversaciones donde las palabras se sumergen en trances de intimidad perdida, plenitud antigüa y terrible que acaso sea aquello de lo que huye la protagonista cuando los guardias de seguridad se le acercan para preguntarle en una lengua desconocida –que también puede ser una lengua olvidada- qué está haciendo en ese lugar donde está prohibido filmar. En vez de informar sobre el derrotero argumental, entonces los diálogos se repliegan hacia el interior de los personajes. Pese a lo concretos que deben ser en el idioma original no están allí para señalarnos nada, a lo sumo suministran indicaciones simbólicas tan pertinentes como amplias. Los personajes de Kiyoshi exploran hacia adentro, intuyen búsquedas. No despliegan mapas ni mucho menos activan artefactos precisos de ubicación como el siniestro GPS de Polanski en El escritor oculto. Se orientan preguntando. Y a menudo la pregunta es retórica, precisa de la presencia y el oído del otro más que una respuesta y su aparente garantía de significado que los idiomas compartidos presuponen. El traductor uzbeko se pregunta si el mar representa la libertad en una de las dos breves charlas más o menos abstractas de la película, pero para entonces la música ya había salido al encuentro de la protagonista desde el agua de una fuente en un país sin salida al mar y los personajes del cuento potencialmente parabólico incluido en el relato, pero sin moraleja afirmada, son unos soldados japoneses tomados como prisioneros en Uzbekistán después de la Segunda Guerra que se esmeran en decorar unas paredes con motivos folklóricos ajenos a su patria, esa que el amante del himno al amor de Edith Piaf está dispuesto a traicionar por su amada.

¿Con quién se viaja Hasta los confines de la tierra, allá donde el vestido florece cuando llama la canción? Con “el que hiere de brusca luz nuestra labor oscura”, ya sea el bramul o un bombero de Tokio.

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