Kiyoshi Kurosawa suele filmar una y otra vez lo mismo con la capacidad de otorgarle siempre nuevos sentidos. Desde la saga de yakuzas (seis películas para la televisión filmadas en 1996 con Sho Aikawa como protagonista) que se diera en la sala Lugones allá por el 2000 hasta los innumerables matices de su cine sobre fantasmas y apariciones, el suyo ha demostrado ser un arte de la combinación infinita. Hay pocas cosas más temibles en el cine contemporáneo que las aberturas de sus películas. Me refiero, naturalmente, a puertas y ventanas, pero también a recipientes, espejos (de agua), marcos y pantallas. Abrir una puerta, correr una cortina, asomarse a una superficie líquida o encender el monitor de una computadora ya no son actos intrascendentes y banales.
Tanto como al horror, esos portales convocan al asombro, la duda, la curiosidad, la sorpresa y la incertidumbre. O sea, al goce. Como si el mal, los fantasmas y la muerte que aparecen en aquellas películas suyas en las que se maneja según las convenciones del terror (el ánimo experimental con que se acerca a los géneros le permitió filmar un softcore godardiano –Kandagawa Wars– en el que su protagonista masculino porta una flor en el culo y una pareja acaba como ninguna con ella misma y con la película) fueran cada vez más abstractos: motivos estéticos, atmósferas, reincidencias melódicas o disonancias pautadas reaparecen para invitarnos a jugar. La linealidad narrativa deja paso a la coexistencia de mundos paralelos (no sólo en Doppelganger, reflejo humorístico de lo siniestro, el doble es una multiplicada presencia) y la reflexión sobre y desde las formas se solapa con el interés por el desenvolvimiento argumental y el destino de los personajes en relación con la historia, en casi todos los casos misteriosa.


Loft es una película pensada para desconcertarnos. En lugar de filmar otro éxito japonés de jóvenes malditas, cosa que amaga ser cuando nos presenta, allá por el principio, a la clásica protagonista de cabello lacio y largo vomitando una masa semilíquida, viscosa y verde; o repetirse con una nueva cinta de terror existencial a imagen y semejanza de Kairo, esa obra maestra suya y de la historia del cine; u homenajear de forma explícita a los orígenes del terror occidental con momias y todo, Kiyoshi Kurosawa filma eso y mucho más, o menos dado el carácter inacabado y cambiante de la historia. Filma algo así como una película-antología llena de secuencias brillantes que desmitifican la veleidad autoral tanto como distorsionan las fórmulas del género para regalarnos el placer del asombro continuo. Nada podemos dar por sentado en Loft, nada sucede como y donde lo esperamos. Están las convenciones del cine de terror, pero deformadas hasta el absurdo, lo que da pie a la aparición, incluso, del humor más inesperado. Por lo que la risa no viene a calmar ninguno de nuestros temores, sino a desconcertarnos todavía más. La incertidumbre no cesa nunca. El vaivén entre el terror y la comedia acaba por desarmar todos nuestros reflejos, todas nuestras respuestas de espectador más o menos advertido.
En Loft hay básicamente cuatro personajes de relevancia. Una escritora cuya salud está fallando desde que intenta terminar con su nueva novela. Su representante, que le presta una casa para facilitarle el trabajo en soledad. Un arqueólogo al que conocerá en circunstancias tan nocturnas como sospechosas, y un bulto del que nunca se aparta. Además están los espacios: el herrumbroso edificio universitario levantado frente a la ventana de la escritora, un jardín de invierno donde está instalado el generador de electricidad al que la protagonista debe acudir cada vez que se corta la luz, la morgue de las viejas grabaciones halladas en la universidad. Todos esos espacios que en Kairo abrumaban por su soledad, acá se presentan fragmentados por el montaje. La siniestra latencia del mal crispa los nervios tanto como nos divierte y amenaza con la sensación de que algo fundamental se esconde entre los planos.

El juego con nuestra mirada se hace explícito cuando los mismos personajes de la película ocupan el lugar de espectadores en una secuencia singular, construida alrededor de una falsa filmación forense. Hay una morgue, una mesa de autopsias, un cadáver debajo de una sábana y poco más: paredes, piso, puertas y un médico que pasa ocasionalmente al fondo del cuadro. Sin embargo, hay un elemento que distingue a esa filmación de otras: la imagen, tomada por una cámara siempre fija en el mismo lugar, ha sido editada a intervalos regulares de modo tal que vemos lo que pasa a lo largo de las horas, días y semanas en que el cuerpo es observado. El efecto es tan hipnótico como los planos de la medusa en Bright Future. Aunque nada pueda asegurarse sobre lo visto, nuestra mirada primero lo llena de cambiantes significados para luego darse cuenta de que vale justamente por su belleza vacía de relato, por su liberador sinsentido.
*
Crímenes oscuros (Sakebi) es al cine de horror japonés contemporáneo lo que Don Quijote a las novelas de caballería. Valiéndose del mismo esquema narrativo, Cervantes y Kurosawa lo celebran, critican y trascienden. Kurosawa parte de la misma estructura destinada a provocar sobresaltos que sostiene a buena parte del cine de terror asiático basándose en los mismos motivos y argumentos seriados hasta el cansancio por aquellas películas, para llegar a otro sitio. Hay un asesinato y un par de policías que deben investigarlo. Uno de ellos, protagonizado por el segundo actor fetiche del cineasta, Koji Yakusho, lleva una vida solitaria y desvaída. Su novia aparece, limpia la casa, le dice unas palabras y se va. El tipo vuelve a su trabajo y empieza a descubrir pistas que lo relacionan con un crimen que se replica siguiendo el mismo patrón y compartiendo un mismo detalle peculiar, el agua salada en el que aparecen los cuerpos de las víctimas. Otro hecho desconcertante más: en todos los casos el asesino es alguien cercano estrechamente a la víctima. Una vez arrestados confiesan no haber sido conscientes de lo sucedido, pero sí de la aparición de una mujer vestida de rojo que empieza a rondar las vidas de los victimarios días antes de que cometan el asesinato. Es la misma mujer vista por el protagonista cuando regresó a la escena del primer crimen. La misma que se le aparecerá cada vez más seguido, primero como un sueño, como callada presencia después, más tarde como un color, finalmente como un grito. Nada que no hayamos visto antes en alguna otra película del género, pero nada que hayamos visto y escuchado como en esta película sin género. Porque lo que hace Kiyoshi, al igual que en Kairo, Loft o Cure, es transformarlo en un laboratorio destinado a ensanchar las posibilidades del plano, desquiciar la narración (no para abandonarla, sino para modificar su eje), poner en crisis la identificación y darle densidad al lugar común.


Lo que termina filmando es un poema de terror gótico. En la metafísica de su cine armado a pura racionalidad hay un vínculo indisoluble entre el amor y la muerte que se parece a los libros de Nerval o a las películas de Lewton, productor de la RKO que le dio forma a ese inigualable ciclo de obras maestras compuesta por La mujer pantera, Yo caminé con un zombi e Isla de los muertos basándose en la creación de atmósferas cargadas de tensión psicológica, deseo reprimido, trasvases culturales, expresionismo y trágico lirismo. Admirador de aquel, Kiyoshi ha hecho de su obra un mundo en el que prima la melancolía antes que el miedo, la amenaza de disolución antes que el agresivo sobresalto, no obstante presente. A veces la desolación es absoluta y radical (como en Kairo, la más cabal puesta en escena poética de la depresión), a veces la distiende el humor (como en Loft), pero siempre se impone su peligrosa belleza tentándonos a ver qué hay del otro lado del misterio. Porque el fantasma, en el cine de Kiyoshi, somos nosotros. La conciencia de lo que fuimos o de lo que seremos a costa de lo que somos, la imagen incierta o invisible que aparece en el espejo de la película que vemos. En todo su cine (y aquí también en la secuencia del vuelo del fantasma) está el espectador representado, testigo vampirizado por la propia película, desdoblado, fatalmente convertido en proyección de los otros.
*
El terror está de nuevo entre nosotros. Pero también el horror metafísico de rostro más humano, y la belleza más dolorosa, y el miedo que imanta la mirada. Kairo es triste, solitaria y final. Final, porque lo que empieza afectando a los empleados de un vivero, a un adolescente optimista y a una estudiante universitaria termina por desolar el mundo entero. Solitaria, porque así son sus criaturas y porque soledad es el nombre del mal que transmiten. Triste, porque la idea madre de la película proviene de la constatación melancólica de que en la historia de la humanidad habrá siempre menos seres vivos que difuntos. Ante la consecuente superpoblación de almas en el otro mundo, no tienen más remedio que vagar por el nuestro contagiándonos la conciencia de su destino.
Basta con ver la escena en que la sombra difusa de la primera víctima aparece del otro lado de una cortina para darnos cuenta del horror implícito en ir (al) más allá. En este caso, de una cortina, de una puerta o de la pantalla de un monitor. Todos los personajes se ven tentados a traspasar umbrales cuya entrada les ha sido prohibida de antemano. Los que se quedan siempre más acá de los vínculos sentimentales –incapaces de sacrificar siquiera una porción de voluntad al fantasma temible del amor- son los primeros en buscar en el otro mundo lo que no han podido hallar en éste. No por nada hace dos siglos que la admonición bíblica anda diciendo por ahí que perderá su alma justo aquel que se desvele mezquinamente por salvarla, ahorrándose las energías que debería reinvertir gastándolas en la búsqueda del otro.

Dicho movimiento entre dos dimensiones le permite a Kurosawa usar la profundidad espacial y el desenfoque con una maestría ejemplar, amenazándonos con la siempre posible presencia de lo otro en el espacio vacío –y pequeño como el rectángulo televisivo- de una habitación cualquiera. También traslada esa división de realidades al plano virtual cuando las pantallas se encienden o apagan sin previo aviso, cubiertas por el cuerpo de alguien que al moverse nos revela la realidad subrepticiamente alterada a sus espaldas. Incluso las imágenes que aparecen en las computadoras que están dentro del campo visual son trabajadas en distintos relieves, reduplicando los niveles de realidad y las grietas probables entre unos y otros. Romper la cinta roja que sella la entrada a una habitación, como abrir una puerta, correr una cortina o encender la computadora deciden el paso a otro mundo y la voluntad de tomar esa u otras decisiones: mirar o negarse a hacerlo, ir hacia (o escapar d)el desconocido que nos llama, comprometerse o no con una porción ajena de la realidad.
Que la muerte todo lo ensucia, que contamina hasta el acto más espontáneo de nuestras vidas y el paraje más remoto y sereno de este mundo ha sido escrito o pronunciado en demasiadas ocasiones, pero esa metáfora se vuelve literal en la película y cada víctima deja tras de sí una mancha oscura y descompuesta que no podrá confundirse jamás con un rastro de sangre. Mancha que no es mera superficie visual –figura más o menos descifrable para el ojo- sino identidad o fatalidad, signo de aparente lectura unívoca que sobre el final se enrarece y enriquece con significados que van más allá del binomio vida-muerte. La ausencia de sangre derramada responde a la misma razón por la que no hay contacto físico y mucho menos sexual. El mundo se ve progresivamente deshumanizado por la presencia inmaterial de los muertos, ausentes asexuados que lo ocupan todo -y a todos- vaciando de sentido los actos y despoblando de actores al planeta. El nítido contorno de los cuerpos se desdibuja, sus movimientos son los del autómata o la marioneta –así se desplaza el espectro de una pesadilla que no es tal en una de las dos escenas más escalofriantes de la película, de este siglo y de la historia del cine- y la mirada vaga perdida en un recuerdo deshabitado de futuro.
Se torna evidente, aunque no explícito, que un poder desconocido y en apariencia impersonal domina a esos hombres y los voltea como a muñecos indefensos. Llama poderosamente la atención la ausencia de institución humana. La mayoría de los personajes son incapaces de obrar sobre su destino –o de sentir que lo hacen- tanto como sobre sus cuerpos. No pueden o no saben negarse a obedecer las señales como carteles luminosos que un poder sin denominación va poniéndoles en el camino para llevarlos de las narices hasta un apocalipsis íntimo y sordo. Incapaces de encontrarse consigo mismos y con los otros se pierden en la persecución de fantasmas letales que los asesinan sin ensuciarse siquiera la sábana. Reducidos a silencio por la soledad, el suicidio los transforma en sicarios sin recompensa ni segundas oportunidades. El más brutal ejemplo de ello es una terrible y concisa secuencia sin cortes en la que asistimos impotentes a la destrucción incomprensible y distante de un cuerpo más parecido a una bolsa de papas que a una persona.

Siempre nos rodea un paisaje urbano pálido, descascarado y post industrial, anticipado por las películas de Marco Ferreri, que se torna cada vez más oscuro. La repetida presencia, en un edificio que progresivamente va despoblándose, de una especie de cementerio universitario de computadoras desmembradas y el desenlace en la fábrica vacía nos hablan de mecanismos de producción detenidos que se vuelven contra nosotros. Vale decir que cuando se para la producción de algo, comienza a (re)producirse la nada, un vacío viscoso y residual que le gana espacio al deseo puesto en marcha en el trabajo con la materia o en el encuentro de los cuerpos. La resignada costumbre que padecen los personajes de mirar al suelo impide siquiera un atisbo de comunicación visual entre ellos. La falta de deseo o la imposibilidad de expresarlo desemboca en unas relaciones casi neutras entre los sexos. Los vestidos largos y oscuros, el mezquino maquillaje y la palidez, exacerbada como en el cine mudo o el teatro japonés, ocultan la frescura de la piel y los estimulantes volúmenes y curvas corporales. Se diluye la carne y con ella la materia capaz de reunirlos en un abrazo que no se tope con el aire por contenido o en un diálogo que no encuentre al silencio por eco.
Porque también el silencio forzoso es soledad. No tener voz y precisarla, querer hablar y no poder, pedir ayuda sin obtener respuesta, gritar sin ser oído. Escuchar como rebota la voz garganta adentro cuando los demás solo captan un balbuceo desvaído. Esta preponderancia del silencio hace que la edición de sonido cumpla un papel fundamental, inquietándonos con las distorsionadas peticiones de socorro de esas almas en pena de tanta mudez. Las interferencias funcionan como accidentes inquietantes en la superficie sonora de la realidad, señales de que no todo marcha bien bajo la apariencia cortés de las palabras. Con sus peticiones de auxilio que son al mismo tiempo cantos de sirena, las voces de los muertos vivos nos enfrentan a la disyuntiva de hacer caso omiso de su letanía o animarnos a descifrar sus propósitos. A medida que la ciudad se vacía, se llenan las calles de ruidos huérfanos que vagan indefinidamente ante la ausencia de cuerpos que absorban sus vibraciones y bocas que traduzcan su significado. Sobre ese hueco telón de fondo acústico se escucha vez tras vez una misma y única expresión repetida hasta adelgazarse interminablemente.
*

Últimas (y breves) noticias de Kiyoshi: Shokuzai (Expiación) es una serie de cinco capítulos. Si se quiere, una película de cinco horas. Las sombras proyectadas y móviles, las áreas de luz quemada y las escenas en que la iluminación se altera por causas dramáticas o psicológicas vuelven a ser protagonistas de su cine literalmente meduseo (desde Bright Future, al menos, hay aguavivas en la imagen líquida de sus películas, apuntadas por la casi invisible de License to Live). Al principio hay un delito que afecta la vida de seis personajes. Cada capítulo cuenta qué ha pasado con cinco de ellos quince años después del hecho. Más que terror, melodrama, con puntuaciones musicales de comedia negra en sólo uno de los capítulos.
En License to Live un muchacho salía del coma en el que había entrado algunos años antes y se enteraba de que la URSS ya no existía. Los pibes punk que patean la basura al final de Bright Future tienen la cara del Che estampada en sus remeras. Así que no sorprende que Kiyoshi Kurosawa finalmente haya filmado en Rusia algunos restos de la URSS. Durante 50 minutos de la hora exacta que dura Seventh Code, parece registrar espacios y personajes sin más intención que la de estar ahí, atento a los fantasmas de ese territorio. En los últimos diez convierte su interés de cinéfilo moderno tardío en espectáculo, introduce una intriga de espionaje como excusa encantadora y hace cantar a su protagonista -estrella del pop japonés- antes de que el horizonte explote y sólo quede ante nosotros un campo -terroso y verde- que se me antoja de batalla.

[…] (Tsai Ming Liang) / Inside Llewyn Davies (Joel y Ethan Coen) / Jersey Boys (Clint Eastwood) / Kairo (Kiyoshi […]
Me gustaMe gusta
Conozco poco de cine Japones pero Kiyoshi es uno de mis favoritos.
Me gustaMe gusta
[…] hay mundos perdidos y conciencia de las pérdidas en las películas de Kiyoshi, pero no concepción lineal del tiempo -aunque acá no haya flashbacks y elipsis de peso- ni […]
Me gustaMe gusta