Envejecer no es para maricones.
Bette Davis
Vaya a saber quién piensa en terminar con todo o en todo lo que termina (I’m thinking of ending things) en la última película de Charlie Kaufman. Lo que sí sabemos es que el pensamiento se espacializa hasta darle volumen a un ambiente -receptáculo o gabinete- acogedor y doloroso donde se percibe palpable más allá de identidades e ideas. Significados y saberes no le imponen racionalidad a dicha dimensión. Distribuidos dentro de un magma que la inteligencia renuncia a discriminar del todo, los gestos de Gena Rowlands en Una mujer bajo influencia -que eran los de actores y actrices del Pre-Code- y la crítica de Pauline Kael a la película de Cassavetes, la pasajera vista de una reproducción de «El caminante solitario en las nubes» colgada de la pared empapelada de una casa rural con la misma perturbadora ingenuidad que Dalí le atribuía a las del Angelus de Millet, o los paisajes entristecidos de Blakelock, amueblan la penumbra abigarrada de recuerdos, fantasías y fantasmas con límites cambiantes y contornos amables: motivos muelles, lugares comunes culturales donde el corazón se resguarda, trincheras que el tiempo a menudo deshace mucho después que a quienes las cavaron. Desasimiento que se remonta, a través de la confusión mental y la dislocación narrativa, hasta un sitio sin tiempo, paraje primero o senil, inquieto estanque.
Un auto, una casa y una escuela son prolongaciones de la noche oscura del alma poblada por dos o tres presencias esenciales. La nieve acentúa su resonancia. Los personajes son aparentemente cuatro: una chica y un muchacho, a los que no sé si llamo de ese modo porque no parecen adultos o porque ya escribo como un viejo, y los padres de él, ora avejentados ora rejuvenecidos por el expuesto maquillaje, que los reciben en su granja. La pareja de mayores podría funcionar como espejo deformante o futuro imperfecto de la otra. Si hay reflejos, toda identidad se abre al equívoco de la representación. Un quinto personaje, de breves pero continuas apariciones, bien pudiera ser quien hace que todo parezca perecer en escena. Teatro -vale decir verdad artificial del cuerpo, la palabra y el decorado- son los largos viajes verbales en auto del principio y del final tanto como la grotesca estadía con padres y suegros, abierta a desvíos y loops que terminan en acto público: fasto literario internacional como comedia escolar provinciana.
La mente es como una dentadura que necesita masticar todo el tiempo, escribe Mario Levrero en su «Diario de la beca». La mente es como una dictadura, y la de Kaufman suele ser insoportable. Más ridícula que temible, al menos en la única media hora que llegué a ver de Sinécdoque Nueva York. Sigo sin ser capaz de recordar la diferencia entre sinécdoque y metonimia (no soy crítico, soy disléxico). Probablemente sea más grave que me pase lo mismo con ética y moral, aunque un doctorado personaje de Alexander Payne –otro neoyorquino culto- me tranquilizó al decir en ya no recuerdo qué película suya que en realidad nadie la sabe. Tampoco sé si Payne o Kaufman son neoyorquinos, pero los dos quieren -o no pueden evitar- que sepamos que son cultos (problemática suele ser la combinación de dicho adjetivo con determinados gentilicios) e independientes. Para colmo, Kaufman siempre nos hace saber o nos quiere hacer creer que también la sufre (ya no sé si a la cultura, a la inteligencia o el judaísmo), y eso lo hace mucho menos elegante pero también menos abiertamente condescendiente que Payne. Sin la más mínima pretensión de gustar o de ser siquiera agradable, su narcisismo nos libera de la responsabilidad de prestarle demasiada atención al sufrimiento declamado, como me pasó con Sinécdoque Nueva York, para esta vez concernirme gradual e inesperadamente, como cuando descubrimos que el inicial rechazo a la charla de un interlocutor engreído cede al interés, la simpatía e incluso la emoción.
Las películas conversadas suelen gustarme mucho. Uno de mis títulos preferidos es Una película hablada (como el fabuloso poema de González Tuñón musicalizado por el Tata), aunque los intercambios verbales de Oliveira no simulen realismo alguno ni tan siquiera diálogo. En la de Kaufman no hay monólogos tan abiertamente enciclopédicos y desafectados, aunque comparten ciertas modulaciones irónicas, pero sus conversaciones son igualmente artificiales incluso cuando no sustituye la identidad de los discursos. También me gustan las películas en que la palabra literaria disimula su condición de tal sin conseguirlo más que aleatoria e intermitentemente, exponiendo la pugna entre retórica oral y escrita. Pienso en el final prácticamente empieza con sus dos personajes principales encapsulados en la caja de resonancia de un auto. La cerrada noche exterior no deja lugar a ninguna distracción visual. La abundancia discursiva, por la duración de las secuencias antes que por la actitud de los personajes, contribuye a que los escuchemos no solamente a ellos, sino también a quien habla a su través. Así que no se debe pura y exclusivamente a nuestra voluntad analítica, aún más encendida ante situaciones donde la expansión textual proyecta la sombra del Autor y su materialización es una posibilidad latente desde el principio hasta el final.
Prontamente la pena se apodera del ánimo. Las incertidumbres varias (¿Quién es quién? ¿En qué clase de mundo estamos? ¿Hacia dónde derivará el relato?), la narración fragmentaria y desorganizada, la intertextualidad expuesta y otros procedimientos funcionan como coartadas inteligibles, pero tarde o temprano su aparente condición de claves de lectura resulta aún más ineficaz que la de estratagemas para hacer frente al dolor contra el cual no hay defensas del todo triunfantes ni victorias que no sean pírricas. La cultura suele ser un animal espléndidamente inútil frente a la fisiología, evidencia brutal de La gran comilona. Sin compasión, también la Ciencia y el Arte están desnudos. Peor aún, solos.
No es desatinado decir que Pienso en el final no es más ni menos que la historia de un fracaso amoroso, en el más amplio sentido de la palabra. O de una separación tan radical que no hay costura que la zurza o cicatrización posible, que se extiende y replica insidiosamente hasta identificarse con la persona misma que la padece, falla tectónica existencial sin Charly que le haga la segunda (voz) con «Bancate ese defecto». El fallido regreso a casa de Pienso en el final, por la sencilla razón de que ni siquiera el comienzo de tal viaje es posible, anhela el regazo materno que libros, canciones y películas ofrecen al melancólico en los paraísos perdidos de Terence Davies, aunque no consiga la fusión mística de San Juan de la Cruz o Emily Dickinson en Una serena pasión. En su viaje al campo desde la ciudad -en su regresión, los personajes de Kaufman son arrojados al abismo del saber institucional que el más bienintencionado cine estadounidense pretende subsanar pontificando sobre las bondades educativas con la elocuencia de una maestra normal (Linklater en Boyhood, algo menos Baumbach en Mistress America, para nada Mamet en Oleanna). Entre cultura iletrada y escolaridad privada, entre orden citadino y provinciano, entre pintura figurativa y abstracta, vale decir entre padres e hijos y entre hombres y mujeres, ya no hay rito de pasaje sino desgarramiento sin fin, traducción imposible, insalvable incomprensión.
La angustia elemental de la película es la del nene al que la madre deja por primera vez solo en el jardín de infantes y se la pasa llorando todo el tiempo en vez de jugar con los otros chicos cuando se da cuenta de que ella no permaneció cuidándolo en la puerta. ¿Qué decide una u otra conducta? No importa ya si una determinada estructura psíquica, los avatares de la crianza o la disposición de los astros a la hora natal. Paradójicamente cobijado en la desesperación del abandono, conocerá una intensidad sin punto de comparación y únicamente saldrá de ella de a ratos para mejor recuperarla. El Sísifo de Kaufman, hámster hipster, es el asordinado pero incesante ruido del limpiaparabrisas yendo y viniendo en medio de la tormenta, huellas en el vidrio que irán a parar a la trituradora común del desarmadero, canción de cuna y mecedora vacía movida por el viento, viejo jingle proyectado en el cinemascope de una pick up, ballet pajuerano. A Guy Debord no le queda otra que bailar con las pantuflas mullidas de Oklahoma! en la coda conmovedora y pueril de Pienso en el final.