Hace un tiempo (a veces pienso que poco, otras que bastante) me separé después de veinte años de noviazgo y convivencia. Primero, y en ocasiones todavía, los versos tatuados en la cultura, y por eso mismo cada vez más ilegibles: la intemperie sin fin, el odio de Dios, la borrasca infernal que nunca cesa. Después, ese momento en el que la fábula de Borges y el anillo de Grondona comunican su verdad afortunada y terrible: todo pasa. Un duelo más, dentro de ese duelo general que es la existencia.
Por algún motivo, decidido a escribir sobre un tema al que no le faltan películas ni textos de referencia, la primera historia que se me presenta no es la de una separación propiamente dicha. En La zona muerta (1983), Johnny (Christopher Walken) despierta después de cinco años de coma. Obviamente, todo es difícil, empezando por la recuperación física. Pero las cosas que descubre y lo atormentan son dos. Primero, la mujer que iba a ser su esposa tiene marido e hijo. Segundo, al tocar a alguien, en ocasiones, irrumpen en su conciencia imágenes y palabras del presente, del pasado o del futuro que portan información a la que solo él puede acceder. Así, ve que si unos pibes van a jugar al hockey, el hielo se quebrará, que la madre de su médico está viva, que una casa se está quemando con una nena adentro, que un policía es el asesino de mujeres que la policía busca, que el horrible tipo que se candidatea para un cargo menor llegará a ser presidente y provocará una guerra atómica. Para salvar al mundo de esto último, pero también (y, seguramente, sobre todo) para terminar con una vida que no tiene sentido sin la mujer que ama, Johnny decide modificar la historia matando al futuro jefe y criminal de estado. Como despedida (porque sin dudas sabe que va a morir, y sin dudas quiere que así suceda) escribe una carta hermosa, con la que la película termina. Transcribo el final: “Cuando tengas esta carta, ya todo habrá acabado. Nunca entenderás por qué. Nadie lo hará, pero sé lo que estoy haciendo. Y sé que tengo razón. Solo recordá que nunca ha habido nadie excepto vos. Supongo que no estaba en los naipes para nosotros. Siempre te amaré, Sarah. Johnny.»
“Sólo recordá que nunca ha habido nadie excepto vos. Supongo que no estaba en los naipes para nosotros. Siempre te amaré”. La versión de la película es más melodramática que la de la novela de Stephen King en la que se basa. Por eso la prefiero. Me conmueve especialmente la imagen de los naipes, que una vez que ya se dijeron todas las palabras y se echaron todas las culpas, permite asignar los motivos del fracaso no a los involucrados sino al azar, terminando de una vez por todas con el juego de los reproches. Los dados, Dios, el destino, los astros: ni vos ni yo. Ya está. Hicimos lo que pudimos.
Supongo que es una buena lápida.

Esta resignación (esta tranquila desesperanza, como diría Levrero) es el estado final de un proceso que en realidad no acaba nunca. El comienzo no puede ser sino patético, incluso si la forma de contarlo es distante. En la primera escena de El eclipse (1962), que muestra el final de una pareja en su momento de resignación y agotamiento, después de una noche de discusiones que Antonioni nos ahorra, Francisco Rabal le dice a Monica Vitti: “¿Qué tengo que hacer? Decime y lo hago. Te lo juro. Voy a hacer todo lo que digas, al pie de la letra”. Estas promesas nacidas de la ruptura son siempre desesperadas pero no necesariamente insinceras. En Las mujeres que amé, Guebel escribe frases de este estilo, cuya semejanza con las que dice Rabal (y con las que muchos hemos dicho alguna vez, y algunos repetiremos) no las hace menos singulares: “Le digo que la amo, que siempre la amé, que estaba ciego, que vivía entre las nieblas, que tengo terror del amor, miedo a amar y ser destruido” / “Aburrimiento de mí mismo, autodesprecio, angustia. Oferta absoluta (hijos, familia). Deseo y temor de que sea aceptada” / “Ahora veo lo que esperó, lo que soportó, y me parece increíble haber obtenido tanto amor, durante tanto tiempo”. A nadie sorprende que las experiencias más personales tengan cosas en común (a nadie sorprende la cultura): hay un género Palabras de separación, así como hay un género (más acotado) Palabras de pésame. Por un lado, la retórica del decrecimiento: se apagó, se secó, me vacié, se hizo costumbre. Por el otro, las apuestas imposibles: probemos, corrijamos, cambiemos. Acá y allá, autoinculpación, reproche y la fatal sensación de que lo que sucedió no fue esto o aquello sino todo, la historia entera, agusanada. La peor de las frases que se hayan inventado: “El error fue conocernos”. También Gertrud (1964) empieza con una ruptura, pero las palabras del hombre abandonado son bien diferentes de las de Guebel y Rabal. Dice: “Pensaba en cómo lo que más quiero en el mundo se me escapa de las manos sin comprender por qué ni cómo. Eso me hizo recordar dos versos: ‘Guarda bien el tesoro que Dios te ha entregado / y no lo dejes escapar’”.
¿Quién no incumplió con el regalo?
Pero a pesar de que es una situación por la que pasa casi todo el mundo, las películas de separación son películas de ambiente burgués. O si se quiere agregar un adverbio: “de ambiente insultantemente burgués”, como dice el irónico Erland Josephson al comienzo de Escenas de la vida conyugal (1973), cuando, por medio de un reportaje para una revista femenina, se fija el retrato oficial de la pareja. Marianne y Johan. Diez años juntos. Profesionales. Dos hijas. Una casa en la ciudad y una casa en el campo. Seguridad, confort, vida social, interés por el arte. El matrimonio perfecto. “Es casi indecente lo afortunados que somos”, dice Johan. Bergman dedica los cuatro capítulos centrales de la miniserie a demoler esta imagen idealizada, con un pico de intensidad en el número cinco, que gira alrededor de la firma de los papeles del divorcio y que consigue modular odio y afecto con una inteligencia que bien puede calificarse de sinfónica. Pero al mismo tiempo que expone las miserias y debilidades del matrimonio (el miedo, el resentimiento, la inquina), les restituye a sus personajes la humanidad que la versión oficial les quita. ¿Qué hay en el estereotipo de la vida exitosa y feliz? Nada. Un contrato, una madurez, el más turbio control de las pasiones. Bergman -cuyo calor y generosidad quedan a veces olvidados- acompaña a Johan y a Marianne durante un viaje que cubre unos diez años, hasta que en el sexto y último capítulo los deja con lo mejor que tienen: una fragilidad asumida que les permite entenderse y prodigarse por fin un afecto sincero.

Durante un tiempo (los años ’70, fundamentalmente), la influencia bergmaniana dejó su marca en Hollywood. Directores como Mazursky, Nichols, Rafelson, Altman, Allen y Benton intentaron, con esmero y alguna vez con fortuna, retratos de hombres y mujeres disconformes con su vida familiar, sexual y laboral, y predispuestos al diálogo descarnado y el autoanálisis. Después, más allá de la persistencia de Allen (Septiembre, La otra mujer, Maridos y esposas), el drama burgués cambió de forma y casi que desapareció, como el resto del cine destinado a un público adulto. Tal vez por eso es que se percibe algo de anacrónico en Historia de un matrimonio (2019), la última película de Noah Baumbach. La apertura, con la ilustración de todo lo bueno que cada personaje tiene según su pareja, funciona de la misma manera que la nota en la revista femenina de Escenas de la vida conyugal: marca un ideal que la película demuele sin regodearse en el escrache. Pero más allá de esta coincidencia, y de otras que aparecen en el desarrollo, Baumbach cuenta una historia muy diferente de la que cuenta Bergman. El estudio social y psicológico de la pareja que asoma al comienzo se disuelve en el dispositivo que se pone a funcionar alrededor del divorcio cuando el personaje de Scarlett Johansson contacta a una abogada. Entonces empieza la pesadilla: modales asquerosamente limpios, oficinas caras, dinero y cálculo. En una palabra: business. Peor que el derrumbe sentimental -que es el centro de interés en Bergman- es el escenario en el que se tramita. O mejor dicho: el escenario que lo somete. En Kramer vs. Kramer (1979), el departamento del que se va Meryl Streep y en el que el publicista de Dustin Hoffman se queda con su hijo es chico, sin lujos, y la oficina del abogado que interpreta Howard Duff ostenta un diseño moderno y atenuado, en tonos de marrón. Justo cuarenta años después, en esa Kramer vs. Kramer aggiornada que es Historia de un matrimonio (digámoslo así: Baumbach amenaza con ser un Bergman light y termina como un Benton hard) no hay nada que no esté intervenido por criterios de habitabilidad marcados por la new age. Cada ventanal, cada adorno, cada traje, cada mobiliario, cada taza, cada tostada tiene algo de infame. Por eso, esos minutos de mal cine en la casa aún no decorada de Adam Driver en Los Angeles, en los que los esposos se dicen todas las bajezas posibles, son los minutos fundamentales de la película. El capítulo cinco de Escenas de la vida conyugal metido en un mundo que no lo acepta porque solo sabe de intermediaciones y de fórmulas. La escena es un ripio eterno, lleno de lugares comunes, actuaciones para el lucimiento, planos televisivos y saliva dramáticamente escupida. Pero es también el momento en el que esos burgueses tan atados al decoro son algo más o algo menos que los códigos en los que existen. Un escenario pelado, todo piso y pared blanca, les permite lo que su presunta madurez les niega, tanto en la oficina humilde de Alan Alda como en las oficinas lujosas de Ray Liotta, Laura Dern y el juez de mediaciones. Resulta que esos tipos educados, atractivos y exitosos que rondan los cuarenta no son meras víctimas del culto de los lugares seguros y el feng shui emocional. Resulta que tienen bronca y sienten dolor. No deja de ser un alivio. Porque el mundo pulcro de Historia de un matrimonio da más miedo que las pasiones oscuras de La guerra de los Roses.

Como en El eclipse, como en Las mujeres que amé, como en Historia de un matrimonio, Gertrud y Kramer vs Kramer (y a diferencia de Escenas de la vida conyugal), en la gran película de Danny De Vito es la mujer la que termina la relación. El momento que señala el no va más para Barbara (Katleen Turner) es ese en el que se da cuenta de que se sintió feliz al pensar que su esposo Oliver (Michael Douglas) podía estar muerto. Obviamente, todo el teatro del rencor por el que La guerra de los Roses (1989) es justamente recordada comienza entonces, primero con el juego de los abogados, después con chicanas y bajezas, y finalmente con el enfrentamiento desatado, que termina en la muerte de los esposos-enemigos. Pero lo que hay antes de que Barbara diga las palabras que le abren el camino al desastre (“Quiero el divorcio”) no es mucho mejor. El hombre que asciende en la empresa, la mujer que gobierna una casa de lujo, los hijos que consiguen ingresar en una universidad top, los autos caros, los clientes importantes, el respeto social. En resumen: el éxito burgués, que todo mancha. A partir de determinado momento, no hay logro que no descanse en una red de relaciones sociales sostenida en artimañas, cálculos, relatos ensayados y risas falsas. De un lado del Rubicón, la vida de clase media integrada y austera que el cine de Hollywood tomó tan a menudo como modelo social y moral. Del otro, la vida de los burgueses ambiciosos. En La condesa descalza (1954), alguien le dice a un millonario: “Convertir cien dólares en ciento diez dólares es trabajar. Convertir cien millones en ciento diez millones es inevitable”. De Vito asume este mismo criterio pero en un nivel mucho más bajo, lo que acrecienta su malicia. Hasta cierto punto, hay un ascenso. A partir de ahí, hay una máquina desquiciada que somete a quienes creen tener algún tipo de control sobre ella. Nada lo muestra mejor que el remate inicial en Nantucket (la isla de los balleneros, famosa por Moby Dick), en el que Barbara y Oliver se conocen peleando por la estatuilla de una diosa japonesa. Es un anuncio de lo que después se desarrolla como sátira enloquecida. Como si dijéramos: el espíritu competitivo que los lleva a la muerte ya está en los personajes incluso cuando son pobres. Pero la disputa en Nantucket es también, y sobre todo, una referencia que permite medir los cambios. En el remate, Barbara se lleva la estatuilla por cincuenta dólares. En un intento por cerrar la discusión por la casa, Oliver le ofrece casi 500.000. Algo se pudrió en la multiplicación de ceros.
De Vito cuenta su historia como un misántropo (“Venimos del lodo y luego de 3.800 millones de años de evolución seguimos siendo lodo; ningún abogado de divorcios lo duda”), pero es tan hábil que en lugar de restarle importancia a la dimensión social, como sucede tan a menudo, la misantropía que pone en juego la intensifica. Es por afectar como afecta a los seres humanos, que de por sí son criaturas complicadas, que el dinero resulta tan pernicioso. De Vito no es uno de esos moralistas fatuos que creen que todas las faltas son equivalentes, y que cada uno saca las ventajas que puede en las circunstancias que le tocan. Entre la pelea por la estatuilla y la pelea por la casa no hay un cambio de escala: hay un cambio de naturaleza. Como el tiempo, el dinero modifica las cosas hasta cortar sus lazos con lo que una vez fueron. Pero a diferencia del tiempo, su efecto es siempre el mismo. El tiempo es una fuerza destructiva y creadora; funda vínculos, además de desgastarlos. El dinero los degrada y nada más. Por su intermediación, unos seres defectuosos se convierten en monstruos. De ahí que La guerra de los Roses no sea una sátira del matrimonio en sentido general sino una sátira del matrimonio burgués, que es el único al que el cine le dedicó realmente atención. Y todavía más específicamente: una sátira del matrimonio burgués en tiempos de Reagan, que según De Vito incluye: el éxito como única medida de valor, el culto de la casa, el apego enfermizo por las cosas, la cultura convertida en adorno de repisa, el temor del hombre a la independencia de la mujer y la independencia de la mujer convertida en mera réplica de los criterios de dominación masculinos (el feminismo de burguesa ruin que declama el personaje de Laura Dern en Historia de un matrimonio sigue la misma lógica). La guerra de los Roses tiene tres actos y estadios: el esfuerzo conjunto, el arribismo y la destrucción. El último tercio de la película -el de las cosas fuera de quicio, liberadas ya de las cadenas de causas y consecuencias- consuma el derrumbe de todo lo que Barbara y Oliver construyeron durante años, laboriosamente, a pura obediencia y cortesía.

Hay dentro de las historias de separación una distinción bien asentada entre el que deja y el dejado. Es lógico. Cualquiera que haya actuado su papel en una obra de este tipo (imagino que todos, de un modo u otro) sabe que son roles muy diferentes, y conoce, además de lo que le permite su experiencia (que suele ser más bien poco), los estereotipos con los que suele juzgarse. El que ama todavía no puede andar sino entre espectros. El otro, que tal vez no haya olvidado a quien decidió abandonar, que tal vez lo quiera de ese modo horrible en el que puede querer quien una vez amó, pertenece por entero al reino de los vivos. Porque claro, el afecto que queda en el que se va no tiene la misma naturaleza que el amor que supo sentir. Es algo totalmente distinto. Algo triste (al menos para el abandonado). Podría ser una ruina, pero ni siquiera, porque la ruina tiene un vínculo directo con el edificio que alguna vez fue, y el cariño que sobrevive al abandono es menos que un espectro del amor. Se parece más a un souvenir: lo que queda de una fiesta que no volverá más, y cuyo destino es compartir la heladera con almanaques, notitas, imanes y consignas familiares, o esperar en el fondo de un cajón a que un día alguien lo encuentre, piense un segundo en lo que significa y lo tire o lo devuelva a su tumba. Por el contrario, lo que queda en el abandonado es una sopa de rencor, culpa y añoranza. Esto -por lo menos- dicen los estereotipos. Pero lo cierto es que también el que parte puede entrar en el dolor, y el que se queda puede darle a su sufrimiento formas extrañas, incluso bellas. En mi caso, (dejado, por supuesto) yo sentí –además de impotencia, tristeza, bronca, angustia, deseos de muerte y enloquecidos impulsos masturbatorios- lo que podría llamar una tentación esteticista, derivada de algunos libros que amo y cuya sensibilidad terminé por confundir con la mía. No hay lector que no sea Emma Bovary. Según el código de comprensión al que me sentí atado, el duelo que enfrentaba (por el amor, no solo por una mujer) no era tanto una búsqueda de nuevos ánimos, como para volver a empezar, sino el tránsito hacia una calma rememorativa lo suficientemente fuerte como para independizarse de aquello que merecía mi añoranza. Con el paso de los meses -pensaba- mi mujer se borraría. La pena, no. En medio del desastre, imaginé que podía llevar una vida afirmativa y decadente, dedicada al culto de la pérdida. Una vida en cierto punto heroica, como la de Stranson en el relato de Henry James que Truffaut adaptó en La habitación verde y que yo insistía en ver no como la historia de una patología sino como la historia de un triunfo. Estaba detrás del “raro ideal de las existencias lánguidas” que la Señora Bovary siente con orgullo luego de la muerte de su madre. Después, ingresé en un territorio más experimental. Me parecía posible conseguir un estado de ánimo sin tener que pasar por los acontecimientos que lo propiciaran. La felicidad, sobre todo, porque el dolor es más difícil de producir por medios artificiales. Una disciplina, una ascesis perfecta podía instituir un pasado pleno sin el esfuerzo de vivirlo. A eso -quiero decir: a la escultura- me sentía inclinado a dedicarme. Pero pronto me di cuenta de que era más económico buscar la plenitud en algún lugar de mi biografía y dedicar el tiempo a añorarla. No importaba el contenido. Mejor si era un detalle, una insignificancia, porque entonces todo sería forma. Una reliquia intocada. Pura delectación. La más exquisita, sin angustia ni pena, deliberando en forma permanente conmigo mismo, en un estado dulce, de extravío sin miedos.
Nada de esto pasó, por supuesto. Es más, todas esas pretensiones decadentes se convirtieron en su contrario: el más banal, el más sincero de los pedidos de ayuda. Cuando les permitía un descanso a mis amigos y a mi familia, caminaba, escuchaba a Ozzy y a AC/DC (título: de cómo el hard rock me salvó la vida) y hacía lo que siempre es mejor no hacer: googlear. Así, descubrí en internet todo un mercado del dolor. Instructivos, videos, métodos infalibles para recuperar a quien te abandonó. Son, obviamente, textos basura. Los leí con vergüenza y con fruición. El empleo del tiempo en situaciones de descalabro emocional es así de absurdo. Yo, que venía de un par de años horribles, en los que vivía atormentado porque no podía leer todo lo que creía que tenía que leer, caí de golpe en un mundo en el que nada importa sino el transcurrir de las horas, que no pasan más. Todo lo que te ayude a pasar la noche está bien, cantaba Lennon. Nunca había entendido con tanta claridad lo terrible de la letra. En las fiebres del insomnio y el despertar agitado, imaginé palabras que decir, soluciones que proponer, sacrificios que superar, grandezas que exhibir, felicidades que merecer. Puse mi dolor al servicio de la redención futura. Me dije: soy un peregrino. La angustia baja el nivel de exigencia a niveles impensados. Dejé la literatura por cualquier consultorio sentimental que encontrara en internet. Así supe del contacto cero, de Fabio Fusaro, de los diferentes tipos de tanteo, del significado de un mail o un mensaje de WhatsApp, de esa extraña dialéctica que asegura que si tu expareja anda con otro puede estar acelerando su regreso. Las cosas queman. Un día lloré abrazado al especiero.
Por esto, tal vez, algunas de las mejores películas de separación sobrepasan los límites del realismo social y psicológico y se dirigen o bien hacia la sátira, como La guerra de los Roses, o bien hacia la pesadilla, como Posesión (1981), la obra maestra de Andrzej Zulawski. Igual que en Kramer vs. Krtamer e Historia de un matrimonio, la ruptura de la pareja de Mark (Sam Neil) y Anna (Isabelle Adjani) involucra a un hijo en edad de escuela y de cuidado permanente. Pero si las películas de Benton y Baumbach (sobre todo esta última) constituyen dramas en los que la crisis sentimental se somete al dispositivo de la ley, en Posesión ingresamos en un nivel de disputa al mismo tiempo orgánico y metafísico, más acá y más allá de cualquier marco jurídico y cultural. Nada de lo que sucede entre Mark y Anna tiene cualidades realistas ni verosimilitud psicológica. Y sin embargo -o en consecuencia- es perfectamente apto para la identificación. La separación es esa catástrofe psíquica que la película de Zulawski pone en escena. En un momento, Mark revisa una biblioteca en la que se alcanzan a leer los títulos de varios libros-fundamentos, de la Biblia y textos de otras religiones a la ontología marxista de Lukács. Ninguno sirve. Desde ese estado de crisis total, en el que nada sostiene a nada, las escenas estallan, como si Posesión fuera menos una película que un campo minado. Anna llega al departamento, se pone a cortar carne, se pasa el cuchillo eléctrico por el cuello, Mark la controla, le pone una venda, vuelve a la cocina y se corta el brazo tres veces. Así pasan las cosas, en un infierno físico y mental, a puro trance y steadycam, durante dos horas inconcebibles y gloriosas. Todo se traga Posesión. Las obligadas frases para evitar la ruptura (“¿Si me echara a tus pies aullando, te irías igual?”), las preocupaciones religiosas, el contexto político y al deplorable amante new age de Anna, que viste de blanco, anda en moto, se quiere maduro y zen, dice cosas como “La clave está en el infinitivo aceptar”, o “La gente reprimida como usted nos lleva a los campos de concentración”, y cuando le rompe la cara a Mark lo hace con golpes de artes marciales, y después de ver al monstruo, y un par de cuerpos descuartizados, exige un viaje para restaurar la armonía. Si el derrumbe de los fundamentos arrastra a la religión y al marxismo, ¿qué le queda a este fantoche? Incluso el muro de Berlín, que es el ancla más brutal con el mundo tal como lo conocíamos, es absorbido por el Maelstrom que Zulawski pone a funcionar, y deja de ser una obra de la Guerra Fría para convertirse en una imagen (otra más) de lo que sucede entre los personajes. Es lo mismo que pasa en “Nuestro Vietnam”, la breve canción que Calamaro incluye por partida doble en Nadie sale vivo de aquí: la guerra queda subsumida por el drama íntimo, que es así de egoísta, alienado y pueril, y por eso mismo tan capaz de ser creído. Quien no sintió esto -la completa absorción del mundo por parte de la catástrofe sentimental- tiene suerte, está distraído, no se separó nunca o es un personaje de César Aira, que escribió un libro llamado El divorcio en el que los capítulos no tratan de llantos y reproches sino de un árbol de Navidad misterioso, de jesuitas del tamaño del átomo, de un club de evolucionistas, de un tal Jusepe y de los paseos dominicales del dios Krishna por Banfield.
La mención a Calamaro me recuerda que lo que el cine imaginó fundamentalmente como avatar de la vida burguesa, las canciones lo transformaron en el más aceitado de los sistemas de interpretación y aprendizaje sentimental que jamás haya existido. El mundo no cabe en una novela ni en una película (que a menudo quisieron atraparlo), pero cabe en un poema, y sobre todo en una canción, que es donde la ruptura amorosa encontró el mejor de los territorios para desplegarse. Todo descansa en la imagen del amor como fundamento. Goethe en la primera de sus Elegías romanas: “Aunque eres un mundo, oh Roma, / sin amor ni el mundo sería mundo, ni Roma sería Roma”. Gertrud en la película de Dreyer: “Mírame / ¿Soy bella? / No / pero he amado // Mírame / ¿Soy joven? No / pero he amado // Mírame / ¿Estoy viva? No / pero he amado”. Magnetic Fields en “Underwear”: “La muerte es la muerte / y el amor es el amor / pero la muerte es solo la muerte / y el amor es el amor”. Las obras maestras -estas tres, por ejemplo- funcionan en tantos niveles que el mismo intento de describirlos los multiplica. Pero “Underwear” tiene una capacidad de compañía especial, fácil de compartir y comunicar, que por su naturaleza el poema y la película no tienen. El cancionero es un catálogo de verdades sentimentales disponible para su uso cotidiano. Todo lo que nos pasa fue alguna vez cantado. Por poner varios ejemplos. En “Tu nombre” de Rafael Berrio y su hermano Iñaki, la constatación absurda de que el mundo sigue (“Entonces ya no estás aquí conmigo / es aún la vida sin ti”). En “Fruta amarga” de Homero Manzi, la culpa (”¡Ya no estás! / y el recuerdo de tu espejo / que refleja desde lejos / tu tristeza y mi maldad”). En “Volver a mí” de Fito Páez, la afirmación chiquilina del narcisismo herido (“Es posible que me traigas un perfume del pasado / Pero nunca más el néctar de la flor”). En “Idiot Wind” de Bob Dylan, la agresión (“Sos una idiota, nena / es sorprendente que todavía sepas cómo respirar”). En “Ahí va tu cuerpo al fuego” de Gabo Ferro, el desprecio más rotundo (“A un cuerpo traidor no lo quiere ni el diablo. / Ni el diablo, ni su fuego, / ni el barro de un pantano / pues a la vida que ahí vive / tu cuerpo le da asco”). En “La guerra del Japón” de Los Mundos Posibles, la manía memorialista (“Voy a preparar café / empecé a extrañarte hace unas horas / he tratado de dormir / repasé mil veces nuestra historia / como siempre”). En “Me quedé mirándola” de Roberto Miró y Vicente Spina, otro absurdo: el que produce el encuentro casual con quien se fue (“Ha vuelto sin llegar la que esperé / la encuentro nuevamente y ya se va”). El tema tiene infinitas variantes, de las más obvias a las más delicadas. Un resumen de todo esto se encuentra en la extraordinaria “Dos cassettes” de Los Besos, en la que Paula Trama canta que tiene cuatro o cinco sentimientos (“alegría, miedo, amor, celos y obsesión”), derivados de las canciones que escucha, y se muestra entre resignada y molesta (“y qué querés, tengo dos cassettes / con bandas en inglés”). Pero en lugar de cambiar los materiales, como si no confiara en ellos, busca otros de la misma naturaleza (“un par nuevo”), “para precisar sentimientos”. Buena parte del brillo de “Dos cassettes” reside en este juego de “Esto no me alcanza”- “Busco más de esto”, como si la canción fuera a la vez límite y respuesta. O si se quiere: lenguaje.
Porque claro, no se trata solo de unos versos que ilustran sentimientos ya definidos. Uno puede decir: esto me pasa, y recurrir a la canción para expresarse. Pero también puede decir: no sabía que era esto lo que me estaba pasando. Y todavía más: no sabía que esto era algo que podía sentir. Hay un límite difuso entre expresión y revelación, y solo la canción como unidad sonora puede hacerlo brillar un instante, y enseguida ocultarlo. No es (solamente) lo que las canciones dicen: es lo que suenan. El punctum emocional de “Neil Jung” de Teenage Funclub es el acorde al aire justo antes del estribillo. El de “Creep”, el célebre ataque de guitarra de Jonny Greenwood. Basta un relámpago y entonces sí: toda una sensibilidad se ilumina. Y es que en realidad, para que algo pueda ser expresado tiene que haberse revelado antes, ya que de lo contrario la canción no habría permanecido con nosotros, y no estaría ahí para que con ella digamos lo que nos pasa. Un fenómeno estético gobierna la expresión sentimental, y no al revés. Quien dice “Nuestros pasos no rimarán siempre”, modificando un verso de “Hey, That’s No Way To Say Goodbye” de Leonard Cohen, o quien escribe en una carta las primeras líneas de “Into My Arms” de Nick Cave como despedida y último ruego (tomo los ejemplos de mi experiencia), hace mucho más que decir algo: pone en escena el drama y la religiosidad que las canciones evocan, traduce una emoción nacida también del medio con el que intenta comunicarla. ¿No habla también de esto Spinetta en “Durazno sangrando” cuando canta: “Y la canción que escuchas / tu cuerpo abrirá con el alba”? En Enemigos de la promesa, Cyrill Connolly sostiene que T. S. Eliot nos legó la expresión de un estado de ánimo que nadie había conseguido expresar antes. Ese estado de ánimo no es el dolor, ni el amor, ni la angustia, ni ninguna de las pasiones grandes que gobiernan nuestras vidas, sino una fineza que la poesía de Eliot descubre y funda: “el demonio del mediodía, la impotencia de la tarde”. Así como, según Connolly, Eliot fue capaz de expresar esa singular amalgama de “insatisfacción y desaliento, de esterilidad y futilidad”, a la que además define como antipoética, y que por lo tanto podemos oponer a auroras y crepúsculos, la posibilidad de una experiencia estética de la tristeza, de llorar melódicamente y de encontrar consuelo no en palabras de aliento sino en escenas de demolición sentimental se la debemos fundamentalmente a las canciones, que tal vez no sean tanto como un poeta, pero que son mucho más que un autor. Nadie explicó esto con tanta agudeza como Nick Cave:
«Porque la canción de amor nunca es realmente feliz. Debe en primer lugar tener potencial para el dolor. Esas canciones que hablan de amor sin tener entre sus líneas una pena o un suspiro no son canciones de amor sino más bien canciones de odio disfrazadas de canciones de amor, y no son de fiar. Esas canciones niegan nuestra humanidad y nuestro derecho divino a estar tristes, y son la basura que llena las ondas de radio. En la canción de amor debe resonar el susurro de la pena, el tintineo del dolor. El escritor que se niega a explorar las zonas oscuras del corazón nunca será capaz de escribir convincentemente acerca del milagro, de la magia y la alegría del amor, del mismo modo en que la bondad es sospechosa si no ha respirado el mismo aire que la maldad, y aquí me viene a la mente la imperecedera metáfora de Cristo, crucificado entre dos criminales. Por lo tanto, en el entramado de la canción de amor, en su melodía, su letra, uno debe ser capaz de reconocer su potencial para el sufrimiento».

Truffaut entendió perfectamente el estatuto de la canción cuando le hizo decir a Fanny Ardant en La mujer de la próxima puerta (1981) que en el estado en el que se encuentra (crisis total por ruptura) solo puede ocupar el tiempo con canciones, porque las canciones dicen cosas verdaderas, que aunque a veces suenen idiotas no lo son: “Tu ausencia ha roto mi vida”, “Sin vos soy una casa vacía / dejá que sea la sombra de tu sombra”, “No me dejes”, “Sin amor no hay nada”. Es sin dudas de la frecuentación de las canciones que Almodóvar saca el fabuloso “Tu ausencia llena todo y me destroza” de Julieta (2016), que aislado de la prosa a la que pertenece deja notar su condición de perfecto endecasílabo.
Como lo que la separación deja en evidencia es la fragilidad de todo lo que existe, es en lo mínimo que su catástrofe se lee mejor (estuve a punto de escribir: que su catástrofe resplandece). “Quién extenderá tu cama” (en la versión del Dúo Candela más que en la de Dani Umpi y Ale Sergi, hermosa pero inevitablemente camp) lo expresa bien: lo que duele es ver un solo plato en la mesa y una sola almohada en la cama, y descubrir en el recuerdo detalles desatendidos, como una mano en el hombro. Las escalas se alteran. Caminar por los lugares en los que caminamos con quien quisiéramos estar ahora mismo es mucho más doloroso que saber o imaginar que ya hay otra persona en su vida y suponer todo lo que es obvio suponer: que ahora ama más, que ahora goza más, que cada día borra un año y cada mes una década, y que pronto seremos en su vida algo no muy distinto de la escuela secundaria: un tiempo enterrado al que se vuelve solo para contar historias de cuán boludos éramos, y para reírnos sin riesgos de nosotros mismos (total éramos otros). El miedo del que ama todavía al que dejó de amarlo es caer en el mismo páramo ontológico de los viejos cortes de pelo o el reloj calculadora. Haber sido el Álbum Blanco y ser (con suerte) un track de Kuschelrock. Por eso las canciones, que recompensan la síntesis y el ideograma, recurren con frecuencia a imágenes de lo efímero. Las hojas que se lleva el viento y las marcas en la arena que el agua borra de “Les feuilles mortes”, por poner un ejemplo clásico. O el humo, en cuyas volutas hay tanto (y no hay nada) para leer. En “Smoke” de Ben Folds Five, todo el pasado en común va al fuego, en una ceremonia de despedida catártica y cruel. “Una noche oscura de vergüenza”: ahora es humo. “El tiempo en el que no hablábamos”: ahora es humo. “Los motivos de las lágrimas”: ahora son humo. En “Bocanada” de Gustavo Cerati y Pablo Chajale, el humo dibuja figuras espiraladas y serpenteantes, como la música en la que tienen lugar, y se lleva la atención de quien ya no tiene nada de qué hablar con su pareja (“Cuando no hay más que decirnos / habla el humo, nada el humo / y rema en espiral”). Estas imágenes de lo que no dura coinciden a menudo con las desesperadas ceremonias destinadas a extender la duración. ¿Quién no pidió alguna vez hasta límites que después lo avergonzaron? ¿Quién no prometió la vida y el tiempo a cambio de una chance? En Transit (2018) de Christian Petzold, el personaje de Paula Beer dice que el abandonado se queda con las canciones tristes. “La compasión le pertenece. Los que se van no tienen a a nadie. No tienen canciones”. Es cierto. Porque si bien hay canciones desde el punto de vista del que se va, el tesoro estético es el dolor del que se queda. El triunfo de “Me siento mucho mejor” (más claro en la versión de Charly García que en la alguna vez original de los Byrds) es poco y nada en comparación con el sufrimiento sublime de “Ne me quite pas”.

Tal vez suene pueril pero esto somos: adultos-niños sacudidos por la no coincidencia del amor y de la calma. Por lo menos eso me hizo notar Pialat. No envejeceremos juntos (1972) no es tanto la historia de una separación (que también) como una anatomía de la crisis amorosa. Pialat filma el final y el retorno. El Esto está terminado y el Démonos una chance más. Casi nada más que eso. Una y otra vez. El resultado es demoledor: un tapiz de broncas y palabras fieras en el que la necesidad del amor se percibe más que nunca. Pialat es un director impiadoso. Incluso cruel. Pero no es un jodido. Por el contrario, no hay personaje al que Pialat no ame. Basta ver a Jean y a Carherine. Así como muestra sus mezquindades y su egoísmo, deja bien en evidencia su completa falta de maldad. La humanidad escalofriante de los personajes de Pialat procede de su capacidad de daño y de su carácter frágil. Por eso su mundo de espíritus impuros es tan difícil y hermoso. Es nuestro mundo, nos guste o no.
En una discusión, Jean, que tiene ínfulas de intelectual, le dice a Catherine que es vulgar, ordinaria y que jamás dejará de ser la hija de un conserje. En otra, le rompe la remera, enojado porque ella no quiere tener sexo. A estas escenas de agresión, las siguen o preceden otras de registro opuesto, en las que Jean es todo desamparo: una en la que le ofrece a Catherine el anillo de su madre, otra en la que le promete todo lo que prometen los abandonados (hijos, madurez, cambio de vida) y otras en las que habla con los padres o con los amigos de la mujer para saber algo de ella, y por medio de los cuales nos enteramos de su nueva relación y de su casamiento. También Catherine es oscilante. Una vez le dice a Jean: “Vengo a decirte que terminamos”. En la escena siguiente (el tiempo que hay entre una y otra no queda claro, como sucede con casi todas las elipsis) se desdice: “Te llamo para decirte que todo vuelve a ser como antes”.
El modo en el que los personajes se quieren y el modo en el que Pialat narra -son tres años de relación concentrados en sus crisis- define el mundo feroz y frágil de la película. Es como si no hubiera grados para el amor. Sobre todo en Jean, cuya margarita no tiene más que dos estaciones. Hay me quiere y hay nada. Las relaciones maduras y convenientes (las que tienen hojas para mucho y poquito) pertenecen a otro orden, tal vez más civilizado, tal vez mejor, decididamente menos atractivo para el cine. En esto, Pialat es como Cassavetes. En Love Streams (1984), en una escena de divorcio que es la antítesis de las de Kramer vs. Kramer e Historia de un matrimonio, Gena Rowlands dice que quiere hablar del amor y la jueza le responde que están ahí por cuestiones legales. “Por más doloroso que sea, esta es la rutina”, concluye. Pero Cassavetes, por supuesto, escucha a Gena, y filma una película sobre el amor, no sobre el divorcio. Una película sobre el amor como corriente continua, desestabilizadora, capaz de hundir y hacer brillar. Pialat es tan intenso como Cassavetes pero más narrativo, lo que lo obliga a combinar las escenas de otro modo. La historia está en Catherine. Jean gira siempre sobre lo mismo. Como no puede vivir sin la mujer a la que maltrata, cada vez que de su boca o de la boca de ella sale la palabra fin, la va a buscar. De hecho, se alimenta de la ruptura, por eso es tan inmaduro. En cambio, la mujer puede decir: “Te quiero menos”, y mostrar en la repetición algunas transformaciones, que terminan por liberarla de la ceremonia del fin. Cuando la película concluye es diferente de la mujer sumisa del principio. El mismo Jean señala esto con crueldad, cuando le dice que sus lecturas nuevas (Pascal, Baudelaire) se deben a su influencia, ya que antes leía a Henri Troyat. Pero así como estos y otros comentarios (sobre Pavese, sobre Dreyer, sobre Hitchcock) muestran en Jean un conocimiento del arte, su modo de relacionarse con Catherine muestra también el muro que separa lo que sabe de lo que es capaz de sentir. Esta diferencia es la que lo convierte en el personaje más torpe y conmovedor. Pobre Jean. Bruto, insoportable, bien abandonado, cuando se queda solo no sabe qué hacer con su vida. Es un nene que da vueltas sin saber cómo seguir. Un huérfano, como todos los hombres de Pialat, que los filmó como nadie. De algún modo, este texto lo escribió uno de ellos.
