Ezequiel Acuña: tras la película-canción, por José Miccio

Es posible imaginar un proyecto detrás de las primeras películas de Ezequiel Acuña: la construcción de una filmografía capaz de traducir al cine las emociones nacidas del contacto con los discos junto a los cuales el director elaboró su sensibilidad. Es posible, en principio, porque las bandas sonoras están llenas de canciones indies y melancólicas, que dan el tono de los protagonistas. Pero también porque los personajes y las historias podrían haber salido (aunque más no sea en parte) de esas canciones, e incluso dar lugar a otras. De hecho, algo así sucedió: después de su debut con Nadar solo (2003), Acuña fundó un sello con ese nombre y publicó el primer disco de Interama: El jardín que florece sin cesar, lleno de canciones que podrían estar en sus películas. Casi todas giran alrededor de esto: un interior que lastima y un exterior al que no se sabe acceder, pero sin el cual no es posible sobrevivir al encierro en uno mismo. Es el drama adolescente de las mónadas en busca de ventanas. No es que el tema sea nuevo, pero a comienzos de siglo tiene un color característico, en el que se dan cita cuestiones sociales y estéticas a las que en sus películas Acuña presta especial atención: la pertenencia a una clase media bien integrada (colegio privado, viajes, padres profesionales, empleada domestica, club, casa de descanso, tenis, squash), un sentir generacional (el de cierto vacío) y, por supuesto, Ok Computer, tal vez el último disco de rock que produjo un impacto global en seis niveles: musical, gráfico, lírico, gestual, político y existencial, y que condujo además a una de las últimas aventuras modernas dentro de la música popular de marquesina: en lugar de aprovechar el éxito para afianzar un sonido y un estilo, Radiohead dio un salto adelante y los radicalizó.

En líneas generales, y con la excepción de Jaime Sin Tierra, que hizo su apuesta en Tren (“Chascomús”, el último tema del disco y de su discografía, es un viaje posrock de veinte minutos), las bandas argentinas desistieron de internarse de lleno en los caminos del díptico Kid AAmnesiac. Pienso, además de en Interama, en Bauer, en Subsole, en Voltura, en Mi Tortuga Montreux, que optaron por un camino de melancolía adolescente y autocentrado. Con las acústicas de “High and Dry” y “Nice Dream” y con la genial “Subterranean Homesick Blues” como banderas (no únicas, por supuesto, pero bien visibles), elaboraron un área de exploración sonora alrededor de la guitarra, los filtros de voz y los ritmos repetitivos y un área de exploración temática alrededor del vínculo tortuoso entre un mundo que se vuelve más y más inhabitable y unos sujetos cada vez más aislados, para quienes el contacto (imperioso) se presenta siempre como un desafío. Esto último es especialmente notable. Hay canciones de Interama (ya el nombre establece un punto de vista) que se llaman “En la esfera”, “Hibernación”, “Hablando con el espejo” y “Trasluz”. Hay otra que se llama “Crucé el umbral”. Una se llama “Uno mismo”. Otra, “Dos personas”. En cuanto a “Arkanoid”, es difícil no pensar que tiene ese nombre porque suena parecido a “Paranoid Android”. El primer verso dice: “Vivo como un zombi anestesiado”. Luego, aparece la esperanza chica: “Hay perdida una señal / tan solo hay que encontrarla para iluminarse”. Lo que sucede en Nadar solo no es tan distinto, y permite pensar que la retroalimentación entre canciones y películas es el corazón del cine de Acuña. Primero, Martín está como anestesiado (no es justo adjudicarle un carácter zombi). Al final, encuentra esa señal que ilumina en Luciana, la chica que conoce en Mar del Plata. Como para darle a todo esto una simetría convincente, se puede recordar que Interama es una de las bandas que figuran en la lista de agradecimientos de Nadar solo, y que en la lista de agradecimientos de El jardín que florece sin cesar (cuyo orden se anuncia como “aleatorio”) el primero que aparece es Acuña.

Ahora bien, hay algo en el cine de Acuña que no coincide con buena parte de las canciones que utiliza, y que pone en crisis esta retroalimentación, o bien obliga a pensar también en otras músicas. Me refiero a una inquietud más honda que la que puede encontrarse en Interama o en Jaime Sin Tierra, y que apenas dos años después de Nadar solo se hará bien evidente en Como un avión estrellado. Son películas notablemente distintas, algo que sus obvias continuidades subrayan. El motivo alrededor del cual Acuña hace que sus historias se muevan varía en intensidad pero es siempre el mismo: la pérdida. En Nadar solo Martín perdió a Pablo, su hermano mayor, que se fue sin dar aviso y de quien guarda una remera de Morrisey como Holden Caulfield guarda el guante de beisbol de su propio hermano (muerto, no borrado) en El cazador oculto. En Como un avión estrellado, Nico perdió a sus padres en un accidente de avioneta y quedó solo con su hermano Fran. (Para dar un paso más, aunque quede afuera del texto, en la excelente Excursiones, Martín y Marcos perdieron a un amigo de la secundaria, que se suicidó, y por ese motivo dejaron de verse durante diez años).

Como es claro, en Nadar solo el peso de la pérdida es menor porque no se trata de algo irreparable. Nadie sabe por qué Pablo decidió irse de repente, pero nadie puede afirmar que un día no regrese así como se fue, o que se comunique y diga: estoy acá, bien, estudio yoga (o lo que sea). Esta ausencia que puede no ser para siempre mueve a Martín, que en Buenos Aires está como detenido: no va a la escuela, no tiene conexión con los padres, no ensaya con su banda porque el bajista no aprueba Inglés y la madre le esconde el instrumento. En Mar del Plata (una Mar del Plata en invierno, que será el título del primer disco de Mi Tortuga Montreux, es decir, de Marcelo Ezquiaga, autor del score de Nadar solo) el encuentro con Luciana cambia todo. Hay algo que llena. O mejor dicho, porque tal cosa no es posible: hay algo capaz de ofrecer una promesa. Las canciones de Jaime Sin Tierra (dos de las tres que se escuchan) lo muestran bien. La primera que suena es “Marmota”, primero como cover a cargo de la banda de Martín y sus amigos y después en un recital. Al final, suena “Inquieto”, en la que los problemas de la adolescencia encuentran su horizonte en “la ruta de crecer” de la que hablaba Seru Giran en “Salir de la melancolía”, una canción de nombre pertinente. (A propósito, Charly García viene bien a cuento: las bandas indie de comienzos de siglo funcionaron como Sui Generis para chicos con remeras y mochilas de Radiohead. No es raro que Grand Prix hiciera un cover de “Quiero ver, quier ser, quiero entrar”). El estribillo de “Marmota” dice: “Las cosas no son como quisimos”. “Inquieto”, que acompaña las imágenes de Martín y Luciana en la costa, dice: “Alguien que llevo dentro / me está diciendo / que puedo poner el tiempo de mi lado”, y concluye: “Esta vez quiero ir / más lejos que nunca”. El vínculo entre las dos canciones concentra la historia de Martín y la rubrica con cierta dulzura, parca en expresión (poco gesto, poca palabra) pero no en signos como la mermelada de frambuesa, los caramelos y los helados.

Nadar solo se ajusta bastante bien a sus referencias musicales. Hasta la fotografía parece nacer de una canción: “¿De qué color es lo que siento / yo lo imagino azulado / como las agua de un lago”, canta Jaime Sin Tierra en “Peces de colores”, y por supuesto ese es el color de la película (que tiene también sus peces). Pero en Como un avión estrellado las cosas se ponen de verdad oscuras, y Acuña alcanza una dimensión que las canciones que lo inspiran no necesariamente tienen. Digamos que, sin independizarse de ellas, la película vibra en otra clave, y que al tomar contacto con la historia y los personajes, los temas de Mi Pequeña Muerte, la excelente banda de Julián Perla a la que Acuña recurre en esta ocasión, ganan otra piel. Es cierto: su lírica es de por sí más filosa que la de Jaime Sin Tierra, en parte porque no desconoce la influencia de Francisco Bochatón y de Palo Pandolfo. Pero también es cierto que el uso que Acuña hace de sus canciones las hace crujir, como si les pidiera más de lo que pueden contener. Así, lo que en el pequeño mundo indie argentino hace pensar a veces en un laboratorio sentimental estilístico con pedales, letras de ensimismamiento y bandas que se llaman Spleen (no encuentro nada cuestionable en todo esto) se convierte en algo bien distinto: en algo que daña. Una cosa es El avión ya se estrelló… y yo sigo volando de Jaime Sin Tierra, de donde Acuña toma “Marmota” y “Perrito” para Nadar solo («Inquieto» viene de Tren). Otra cosa es Como un avión estrellado, cuyo título alude al disco y cuyo temblor lo excede largamente. ¿A qué se debe este cambio? Difícil saber el motivo, pero la necesidad de enfrentarlo, se deba a la razón que se deba, está señalada en la misma película, que deja ver varias veces un cartel que dice: “Es tiempo de cambiar”. Especulo, por supuesto: después de su debut, Acuña podría haber seguido por el mismo camino, cosa que no hizo, o podría haber doblado en una de dos direcciones. La primera consistía en la recuperación de la dimensión política de Ok Computer, desatendida por todas las bandas argentinas, que no escribieron nada como “Escudos antidisturbios / economía vudú / es la vida / es la vida / solo negocios, picana y FMI”, de “Electioneering”, o “Te ves cansado, infeliz / Derrocá al gobierno / Ellos no nos representan”, de la (no tan) dulce canción de cuna “No Surprises”. La segunda, que es la que tomó Acuña, era el borramiento de la mermelada y la señal luminosa y la inmersión en la tormenta existencial no expresiva, que en Nadar solo es tragada por el mar. Digámoslo así: en Nadar solo, Martín está inquieto (como Luciana). En Como un avión estrellado, Nico está demolido (como su hermano y su amigo Santi).

Resumo para ordenarme y seguir. Una falla amenaza y alimenta la segunda película de Acuña e impide que se sientan cómodas las palabras con las que se la podría asociar (indie melanco) y las definiciones que podría inspirar (“historia en las que un flaco de clase media introvertido y tristón busca contacto con otros y con el mundo”), siempre en función de Nadar solo y del hábito calamitoso de buscar bajo una firma solamente lo repetido, y no atender al juego de diferencias que esa repetición instituye. Las dos primeras películas de Acuña (y las que seguirán) giran alrededor de la pérdida, en una especie de Maesltrom apocado, tímido, como inspirado por discos que van de los Smiths a Radiohead y de Los Pillos a Jaime Sin Tierra. Pero en Como un avión estrellado ese vacío no encuentra calma, y por lo tanto obliga a un cambio en la música.

Tal vez la escena en la que Nico y Santi charlan en una disquería con discos de Genesis de por medio señale algo de esto, en tanto se trata de una banda en principio ajena al repertorio de Acuña y a su preferencia por personajes de expresión parca (vaya a saber qué pensarían Martín y Nico del Peter Gabriel bufonesco). Pero más allá de esta aparición, muy deliberada (incluso Santi pregunta: “¿Este lo tenés?”, señalando El cordero se acuesta en Broadway) el cambio de música se realiza al interior del mismo ámbito sonoro, y en uno de sus bordes. Lo primero tiene que ver con la ya mencionada Mi Pequeña Muerte, que en 2000 había debutado con Hospital. De este disco lleno de guitarras acústicas y viajes al corazón pop de la angustia, influido también por Radiohead, con buenas letras y momentos tan notables como “Cautivo”, Acuña toma las dos canciones que suenan en su película: “La primavera” y “Pupilas”. De la primera, que la banda toca en una fiesta a la que va Martín, se escucha toda la letra desde el último verso de la segunda estrofa, que dice: “¿Qué nos pasó en nuestras manos / que flores ya no pueden sostener?” Cuando sucede así, cuando las canciones no suenan enteras (cosa que es rara), o incompletas pero desde el comienzo, o cuando no dan por lo menos una vuelta entera, el fragmento seleccionado gana más peso porque se hace difícil desentenderse del motivo puntual para su aparición. En el estribillo de “La primavera”, Perla utiliza la imagen de un precipicio que adorna el corazón. Es una buena descripción para lo que sucede con los tres personajes varones de la película, de nombres apocopados: Nico y Fran, los huérfanos recientes, y Santi, el zarpado de pastillas metido en un tren directo a la autodestrucción. Un agujero negro tira y tira de estos personajes y convierte cada gesto de acercamiento en una pequeña victoria; tan pequeña, hay que reconocer, que necesita que otra llegue enseguida, y ya se sabe: no hay nada que pueda aguantar así. Como un avión estrellado es pura intemperie. Hasta la habitación, ese templo adolescente, está caída. En Nadar solo, Martín tiene una pared-altar en la que pega fotos y dibujos. En Como un avión estrellado, Nico tiene un caño roto que le impide estar tranquilo y que el hermano insiste en no arreglar.

También opuesto es el papel de las chicas. En Nadar solo Luciana llega como promesa: tiene la misma onda de Martín, le gustan los helados y los caramelos de frambuesa y quiere mudarse a Buenos Aires. En Como un avión estrellado, Luchi no llega y se va. Lógicamente, todas estas diferencias alcanzan también a las canciones, como muestra el final de las películas. No es que “Inquieto” y “Pupilas” sean opuestas. Por el contrario: tienen mucho en común. Las que son opuestas son las escenas de las que forman parte. Es una de las cosas que permite entender el trabajo de Acuña, que incorpora a Jaime Sin Tierra y a Mi pequeña Muerte entre sus materiales, que hace algo propio con las canciones en lugar de meramente ilustrar imágenes. Hay versos de “Desalineado“, uno de los temas de Hospital, que podrían haber subrayado alguna escena de Santi: cuando roba, cuando se empastilla, cuando se saca. Acuña no hace nada por el estilo. Lo que hace es imaginar una puesta en escena en la que las canciones cumplen un papel decisivo, como en otros momentos lo cumplen el escenario, el vestuario o el diálogo. Es lo que ocurre en el final de las películas. En Nadar solo, “Inquieto” reestablece una dirección para el tiempo. En Como un avión estrellado, “Pupilas” lo conjura, por unos minutos. Se trata, este último, de un extraordinario momento de cine, posiblemente lo mejor que filmó Acuña, y una prueba de su sensibilidad e inteligencia. Nico se entera que Luchi adelantó su viaje, corre al aeropuerto, no la encuentra. Es tarde. Mira los aviones por la ventana, solo, en el final de una historia que cuando empieza ya le quitó a los padres y en cuyo transcurso, si bien le devuelve al hermano, le quita también al amigo y ni siquiera le concede un abrazo de la chica que le gusta. Entonces, en lugar de abandonar también a su criatura, como si fuera un dios menor cruel, Acuña pone en escena lo que su criatura más quiere. Durante tres minutos, con imágenes de una sencillez extrema, siempre en ralenti, Nico pasea con Luchi por el bosque al que quería llevarla. Corren, se miran, se besan, caminan de la mano, él le hace caballito. Es la vida plena: el momento en el que dos pibes se ponen de novios, y no hay más tiempo que el de cada paso. Y es también el videoclip de un corazón destrozado que solo sabe hablar el idioma de las canciones pop. Acuña no elige un tema de desamor (Hospital le daba “Huérfano”, además con ese título). Elige un tema que habla de una vida arruinada y del amor que salva. Dice: “Hazme sentir que las cosas tienen sentido / que no todo está tan perdido / que hay un mañana”. Y también: “Y ya no pensaré en morir nunca más / Si estás conmigo, quiero estar vivo”. “Pupilas” comparte con “Inquieto” la función narrativa, pero no es la canción de la promesa sino de lo que no fue.

Lo que tal vez sea, en cambio, le corresponde a otra música. Después del clip, encontramos a Nico con auriculares, en una disquería, escuchando el final de la canción de Mi Pequeña Muerte y mirando reiteradamente hacia abajo. Cuando por fin el contraplano nos muestra lo que tiene en las manos, vemos Grace, el disco de Jeff Buckley que Santi tuvo, perdió y robó, y al que Acuña le dedica un plano detalle para que el nombre gane su peso. Tanta fragilidad llama al mismo tiempo a lo cercano y a lo absoluto. Luchi, la gracia. Al final de sus agradecimientos, Acuña anota: “A mi abuela y a Dios”.

Only love can sustain.

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