Aunque no lo necesita, Aquello que amamos (1959) se beneficia de una circunstancia imprevista que por común no deja de ser extraordinaria. Fue la última película de Leopoldo Torres Ríos, que murió a los 59 años, cuando ya tenía escrita la próxima. “Todavía tengo tanto que decir”, dice en un momento el protagonista. Lautaro Murúa es un escritor que ha hecho un poco de todo, como el propio Torres Ríos, crítico de cine, recompaginador de películas mudas tan ilustres como Metrópolis por exigencias de los distribuidores, colaborador del Negro Ferreyra, realizador de La vuelta al nido (1938), más que probable primera obra maestra del cine argentino. Su fracaso comercial hizo que dirigiera lo que pudo durante los siguientes veinte años, entre las que se cuentan rarezas encendidas como Adiós, Buenos aires y Pelota de trapo, uno de los corazones populares del cine nacional y parte de uno de los grandes ciclos mundiales de películas con chicos, al que pertenece la alucinante Pantalones cortos. Torres Ríos también fue autor de temas musicales compuestos especialmente para sus películas y responsable de muchas de las mejores secuencias de nuestro cine, ocultas dentro de los convencionales encargos que filmó para poder dedicarse exclusivamente a lo que quería. Hizo debutar a su hijo con El crimen de Oribe y fue el autor de dos dípticos porteños fundamentales: Edad difícil y Demasiado jóvenes, y La vuelta al nido y Aquello que amamos, películas de cámara incluso a cielo abierto, parábolas sin moraleja, involuntarias reivindicaciones del costumbrismo automáticamente descalificado por la vulgata crítica, que en sus manos son ensayos líricos, poesía en prosa (“También los ladrillos son poesía”, le hace decir nuestro cineasta-albañil por excelencia a Floren Delbene en Adiós, Buenos Aires. En Aquello que amamos hay lugar para el poeta anarquista Maturana, y Gabino Ezeiza derrota a Lugones). Más o menos conscientemente, Kohon y Aristarain le deben mucho de lo mejor que hicieron (Roma mira desde arriba a la muerte familiar que Aquello que amamos escucha al pie de la escalera), así como todo lo bueno que Burman, entre otros retratistas discretos de la cotidianidad, fue capaz de conseguir allá lejos y hace tiempo. Torres Ríos expande la patria doméstica hasta límites imposibles de abarcar. En sus películas-pelota (el ciclo producido por Armando Bo) sale a jugar a la calle y en equipo para no dejar exterior sin animar con sus recorridos, que pueden ser tan épicos como el de Toscanito en Pantalones cortos, Ulises criollo. En sus películas-trompo reverbera hacia un territorio interior que excede el verosímil psicológico aparente, despliega abismos fantasmagóricos y escala cimas previamente alzadas por su imaginación, dado el llano que lo rodea. Torres Ríos filma las visiones extraordinarias del Negro Ferreyra en el 3D cóncavo del alma.
Es probable que a Torres Ríos le hubiese gustado escribir, pero cuando escuchamos “todavía tengo tanto que decir” en boca de Murúa uno piensa en cuántas películas completamente personales más -sus películas trompo- podríamos haber visto si hubiera podido filmar siempre lo que quiso o seguir haciéndolo cuando había vuelto a conseguir una posición que le permitía hacerlo. Oímos esa frase y no la traducimos como “mensaje” o “tesis”, ni encendemos las alarmas como cuando escuchamos a Martel –Sábato con polleras, o con Toscano trans para ser inclusivos- opinar en los medios sobre la relación entre la dinámica sexual de la pareja y el consumo de series, o pedirle perdón a un Nobel de literatura en la feria del libro porque nuestro país está destinado a oscilar entre fascismo y populismo. Tampoco pensamos en un director como Nuri Bilge Ceylan, por citar al primero que recuerdo dispuesto a admitir sus ganas de superar la literatura para ser por fin capaz de hacer cine. Más bien pensamos en las ficciones de Aristarain, cuyos escritores (Lugares comunes) o directores de cine (Martín Hache) son tipos destinados a representar al artista dentro de unos códigos de representación realistas que nunca dejan de mostrarse artificiales porque nunca dejan de ser personajes dentro de ficciones que no padecen complejo de inferioridad alguno en relación con la literatura, ni se ocupan del proceso literario en sí o de las discusiones acerca de la probable naturaleza lingüística del cine, y los despliegan tan tópicamente como a cualquier otra clase de personajes. La sensación de volumen dada por el personaje de Murúa en Aquello que amamos no depende de que sea escritor sino de la puesta en escena organizada para dar cuenta de su interioridad no sola ni principalmente a través del cultivo de la palabra. Lo mismo había hecho veinte años antes en La vuelta al nido, prácticamente sin palabras y poniéndole traje de oficinista a José Gola. La batería de recursos del cine mudo se tradujo en la elocuencia figurativa de La vuelta al nido, singular porque busca algo que excede las retóricas simbolista y expresionista que la atraviesan y probablemente inspiran. La levísima difusión de climas no violenta el realismo de base de Aquello que amamos pero se escurre. El yo del protagonista o el alma del relato, como el Dios borgeano o el autocrítico ensimismamiento burgués de Sautet, acecha en las grietas como fallas tectónicas del ser que no se manifiestan sino potencialmente. La íntima familiaridad entre los protagonistas de ambas películas es estructural. Están casados, tienen hijos, aman a los suyos, no se sienten conformes con su situación existencial aunque tampoco padecen necesidades, tienen una vida mental tan o más sustantiva que la públicamente visible y tienen o toman conciencia de ella. Su más inolvidable nexo es juguetón: los dos hacen caras de mono cuando sus nenes se lo piden. Que el efecto sea patético en el caso de Gola, cuando para Murúa es puro divertimento, alumbra matices diferenciales entre las películas y sus protagonistas. Que el primero sea más joven que el segundo no es una causa menor. Formalmente, La vuelta al nido se concentra en primeros planos y motivos fuertes, centrados, mientras Aquello que amamos ambienta intangibles lumínicos y sonoros.
Más que hechos, ambas amasan una dimensión invisible que atraviesa lo evidente. Torres Ríos la anuncia porteñamente en Aquello que amamos -“Puse toda el alma, ¿sabés?” (Con alma y vida es el título de la obra maestra de Kohon, su película-pelota)- y da la clave del “todavía tengo tanto que decir” inicial, donde no son los contenidos prometidos lo que Torres Ríos procura filmar sino aquello que desborda todo marco temporal e identitario. Así como María Zambrano -acaso quien más tendió hacia un saber del alma en nuestro idioma durante el siglo pasado- renuncia desde el vamos a definirla, aunque expande poéticamente su masa existencial, en el trayecto que va de La vuelta al nido a Aquello que amamos Torres Ríos pasa del plano detalle absoluto al general modulador, del montaje simbólico a la continuidad clásica que tanto sabe de pliegues, despliegues y repliegues de la sucesión, de la crispada concentración temporal a las elipsis como confesas aceptaciones de un misterio donde no se excluyen lo cósmico ni lo caótico, de la muda –vale decir (panto)mímica- elocuencia del cine sonoro inicial al diálogo macerado en silencio justo antes del enfático teatro psicológico del cine de autor europeo de los sesenta. Ambas películas no trazan una parábola perfecta, lo que prueba la grandeza de Torres Ríos, y aseguran la autonomía vital de cada una tanto como la apertura hacia los trayectos alternativos pero conectados de Adiós, Buenos Aires, Pantalones cortos, Edad difícil y Demasiado jóvenes. Toda vez que Torres Ríos pudo filmar lo que quiso pareciera que el mismísimo querer dirigió lo filmado a través suyo. Elegir uno solo de los procedimientos mediante los cuales Torres Ríos, o sus a menudo desanimados protagonistas, pone en escena el alma puede ser tan bizantino como el intento de encontrar el órgano físico donde reside tan habitual en los antiguos, pero no es menos cierto que en casi todas sus películas la disposición de la luz en los primeros planos va más allá del cuerpo.
Como Claude Sautet, que acarició Las cosas de la vida, y no hay nada que atenace más que una caricia, en Torres Ríos las más amplias y vagas generalizaciones -como los desbocados Lugares comunes de Aristarain- se concentran en tipos, gestos, decisiones, objetos y ambientes convencionales pero precisos e inagotables: una olla con leche hervida que se derrama, la piedra que un nene sube desde la calle hasta el cordón de la vereda apretándola entre sus pies, un “pajarito mágico que dura toda la vida” y no es más ni menos que un juguete barato abierto simultáneamente a las perspectivas adulta e infantil. Incluso hay un par de motivos compartidos por Sautet y Torres Ríos: el sonido de una máquina de escribir que escande la madrugada individual y familiar en Aquello que amamos y Las cosas de la vida, y el plano detalle -¿o deberíamos llamarlo primer plano, si no close back?- de una nuca que en La vuelta al nido refracta la más supuestamente neutra rutina social tanto como la máxima intimidad en juego, subjetiva de nadie transida entre la cerrazón y la entrega que nos clava su mirada justamente cuando suponemos estar frente a la más inanimada nimiedad, reverso de la ampulosa y más bien vigilante mirada a cámara modernista dispuesta como “interpelación” acusativa del pasivamente impío espectador.
Los hombres de Torres Ríos, igual que los de Sautet, están aterrorizados por mucho que se vean a sí mismos como leones (La vuelta al nido) o hayan conseguido ser vistos por su familia como inconformistas (Aquello que amamos). Cada vez que los vemos jugando con otros chicos -epifanía que casi no sucede en Sautet pero cuando pasa es fundamental (la escena de Un corazón en invierno en que juegan a las escondidas)- los sabemos temerosos de no poder seguir haciéndolo aunque más no sea a la escala que se les prescribe por la edad que tienen y dependientes de la esposa y madre que garantice un orden doméstico no dogmático, artículo de fe nunca cerrado a la travesura y siempre amenazado por la entropía, cifra moderna y científica de lo siniestro. La simultaneidad entre el éxito literario y la desgracia familiar obedecería a la lógica del sentido único trascendente si Aquello que amamos fuera un melodrama, pero su realismo difuso -su verosímil espiritual si se quiere- lo bifurca y abre un abismo entre ambos acontecimientos que ninguna interpretación cierra.
“Todo me da miedo”, dice el protagonista, y el protagonista de Aquello que amamos es Murúa, actor cuya presencia no percibimos como temerosa. La diferencia con los hombres más extremos de Sautet, marcadamente religados a los arquetipos del cine de género, es que nunca se atrincheran por completo en el goce terrorista, aunque el via crucis mental de Gola en La vuelta al nido lo acerque a la locura. Lo que todos comparten es el dolor de quien se siente amenazado hasta por la ternura. “Cuando Leopoldo Torres Ríos murió”, escribe Couselo en el último capítulo de El cine del sentimiento, “Como si fuera ayer, libro suyo ya mecanografiado y con el agregado manuscrito de unas que otras correcciones, estaba listo para la filmación. Inclusive estaba elegida la actriz, Aída Luz, que debería ser la protagonista”. Aída Luz fue la esposa y madre de Aquello que amamos y “como si fuera ayer”, el último parlamento pronunciado en la filmografía de Torres Ríos. Sautet sí llegó a filmar una película protagonizada exclusivamente por una mujer. Por culpa de la muerte, nos perdimos Una historia simple de Torres Ríos, pero las mujeres sostienen todo el edificio vital de su cine, incluidas estas dos en las que no parece tan evidente como en Pantalones cortos, donde lo femenino es la columna vertebral flexible y enhiesta de la puesta en escena.
Que las mujeres de La vuelta al nido y Aquello que amamos tengan menos tiempo en pantalla que los hombres y que ambas sean esposas no debe llamarnos a engaño. Aunque el dilema de Gola sea interno y en última instancia su resolución no dependa de nadie más que de sí mismo, el catalizador es su mujer Amelia Bence, cuya acción solo aparentemente pasiva y su dirección en buena medida oculta acelera la crisis del hombre. ¿Quién sabe si él habría tomado conciencia de su situación sin ella, fuese por falta de claridad o de valor para planteársela hasta sus últimas consecuencias? La función de Aída Luz en Aquello que amamos es más opaca y menos decisiva en términos narrativos, pero fundante del mundo que sostiene a la ficción y a sus agentes. Cuando su importancia parece desplazarse, o ser dada por sentado, es más bien compartida con otro personaje femenino que ocupa momentáneamente su lugar por algo que podríamos llamar imperativo biológico. Nuevamente la edad, esta vez en relación al deseo y a su concreción en determinadas condiciones culturales. Sin apartarse del punto de vista masculino y pequeñoburgués, Aquello que amamos orejea las cartas de la compañera de equipo: las clases de educación sexual impartidas fuera de programa contra los prejuicios reaccionarios de una alumna (el silencio con que la película le contesta cuando ella dice “te puedo asegurar que la verdad se parece mucho a la grosería” es tácito equivalente de la afirmación hecha por Lina Wertmüller en Insólito destino: “No hay nada grosero en el amor”), el beso apasionado de los padres delante de uno de sus nenes, la vida sexual de una esposa como posibilidad paralela a la conyugal y potencialmente inadvertida por el marido, la salida del matrimonio la noche en que reinventan el deseo entre sí tras haber reconocido que “no es fácil quererse todas las noches” (todo aquello que los esposos no serán capaces de conseguir en Amorina un par de años después).
A propósito de Hugo Del Carril, la última frase pronunciada en su filmografía es cifra de la voracidad cinematográfica que lo alimentaba: “Hasta más ver, compañero”. Dicho parlamento incluye una tácita expresión de deseo insatisfecha. Al menos tres de sus películas no están disponibles fácilmente y las condiciones de algunas de las que sí se encuentran son pésimas, lo que impide percibir aspectos fundamentales de ellas, como pasaba con La calesita hasta no hace demasiado tiempo. Afortunadamente La vuelta al nido y Aquello que amamos se pueden ver y oír bastante mejor que la mayoría, pero un diálogo significativo de la última está cortado por la mitad. Cuando el protagonista se reconoce viejo y aburrido como un trompo no llegamos a escuchar qué características de una pelota, el otro término en cuestión, le aplica a su mujer. Seguir lamentándonos por el estado de conservación y difusión del cine argentino en vez de mirar lo que hay sin importar las condiciones en que se encuentra es mucho menos creativo que imaginar lo ausente, o que extrapolar los términos de la ligera y momentáneamente clasificación de la escena en cuestión al cine de Torres Ríos, compuesto por películas y hasta momentos de ellas que rotan sobre sí mismos y otros en que la traslación es incesante. Ante un director que durante la mayor parte de su vida no pudo filmar lo que quiso pero nunca dejó de filmar, uno siente el estímulo de estar a su altura como espectador echando mano al razonamiento y a la imaginación según nos plazca o haga falta. Si los franceses hicieron de la pluma estilográfica un símbolo de la apropiación personal de la maquinaria cinematográfica, Torres Ríos escribe su manifiesto engañosamente minúsculo en la vieja máquina de escribir de Murúa: “Cada noche me da la posibilidad de crear un mundo nuevo”.