El Testigo, por Marcos Vieytes

¿Qué habrá sido de Sabzian?

El Testigo no puede hacer otra cosa que ver y dar cuenta de lo visto. Lo estático de su involuntaria posición inicial encuentra posibilidad de movimiento únicamente en el éxtasis de la visión, intensidad que acaso sea en sí misma invención. Fuera de sí, el Testigo existe solo durante el acontecimiento. El testimonio posterior -su eficacia institucional, su utilidad jurídica- son al acontecimiento lo que la crítica a la visión.

En tierra de nadie anda. Funda trayecto sin fin. Cuando no lo recorra ya con el cuerpo a cuestas, ¿proyectada imagen seguirá haciéndolo? Fantasía del vidente, movimiento de la sangre en abstención.

La mano que miro dormir cuelga callada, tan indiferente a mi tacto como al ruido de los goznes del sueño de la gata. Ni la noche ni yo sabemos quién nos mirará cuando amanezca y, ovillados ambos, confiemos nuestros cuerpos a su arbitrio. ¿A cuán otra especie pertenece el día? ¿Qué hay en los ojos para quienes somos: desarticulado apéndice, espectáculo indefenso? La mano que miro dormir me devuelve repentinamente la mirada y se desprende, sonámbula, del orden que organiza su destreza diurna. Mi atención la anima, y ella responde como una serpiente a la flauta de su encantador. La gata no me deja mentir: en mis ojos hay granos de arena inmóviles.

El sol es un insulto (escuchado al clarear en boca de un vampiro que subestimaba la gravedad de su situación).

Del cuerpo solo, ya parte del mobiliario, cuelga la pregunta.

En la mano que derriba los ídolos de un personaje de Bellocchio se adivina un temblor que acaso sea el mismo de mi primera lectura de Kierkegaard. Si esa zozobra subterránea del gesto fuera tal, la sonrisa acudirá en su auxilio para culminar la coja tarea del iconoclasta.

Alguien cuenta que un hombre se arrojó varias veces sobre un rosal para expiar sus culpas. Las causas que lo llevaron a hacerlo fulguran menos que la invocada visión. Una mujer atada de pies y manos con grilletes es arrojada al agua desde un peñón ante nuestros ojos. Voluntades y circunstancias difieren pero ambas comulgan en la caída y la flagelación, materias blandas o fluidas que laceran, iniciativas abiertas a la voluptuosidad. El rito reclama la existencia de alguien a quien satisfacer mediante la aniquilación.

¿No habrá corrección para la palabra que se garabatea en la oscuridad? La única luz proviene del humo: embriaguez de la pantalla que difunde su macilenta lucidez. Tu voz es una que se ignora. El alma dura sin volumen. Nada sabe el balcón de la noche que lo lame. Nada el agua, de sus ahogados.

Fascinación primera de la mirada a cámara de una mujer en El espejo (Andrei Tarkovsky, 1975). Entonces creí que solamente yo la había visto. Obscena deliberación que me despoja de la intimidad original cuando la vuelvo a ver años después.

Nos vamos a la cama ganados por el cansancio verbal. No hay dos sin palabras y entonces el Estudio de un río (Peter B. Hutton, 1997) nos bendice con su fabricado silencio sin impostación. Los algo menos de veinte minutos en blanco y negro, y posiblemente vídeo, no tienen sonido alguno, son más mudos que el cine mudo, traicionando hasta la naturaleza de su objeto, al que también calla. Habrá todo tipo de planos del Hudson y hasta alguno de sus alrededores, como el de un charco en un bache inundado del asfalto. La cámara se acerca y los reflejos del alumbrado público dibujan filamentos eléctricos en el espejo de agua.

Largos cabellos, como cuchillos desenfundados por el viento, retraen la caricia que se le anime a ese perfil. El vestido sólo existe para que el hombre imagine que entre la piel y la tela alienta el espíritu: “La mano vuela despacio / entre tu pelo y tu nuca. / Infructuosamente truca / un colibrí en el espacio.”

Los cuerpos se desnudan en medio de la calle y sin aviso previo, en planos velozmente capturados con actitud de travesura romántica a veces, de rebelión existencial otras. Siempre, de terrorismo fisiológico.

La deliberación simbólica de muchas de las imágenes de Sarli y Bo es tan grosera que el propio desborde la clausura, cediendo a la victoriosa literalidad de cuerpos, actos, máquinas, objetos y vegetación. Si el mundo y las imágenes continúan volviéndose cada vez menos materiales, el cine de Armando y la Coca –nuestros Adán y Eva posteriores a la caída- será esencial.

Acabo de proyectar una vez más el final de Roma (Federico Fellini, 1972). La marabunta de motociclistas toma por asalto la ciudad y la intervienen, animando las sombras de los monumentos al proyectar sus gigantes siluetas distorsionadas por el movimiento de los reflectores -faros del cine- sobre la pantalla inmemorial de las paredes. Poco antes un espectador se levanta de la butaca que ocupa en las entrañas del cálido varieté cloacal, da media vuelta, mira hacia arriba y le grita al técnico que maneja el reflector: “¿Por qué no te iluminás el culo?” Al cine hay que mirarlo con la barriga, dijo Ferreri. Fellini filmaba para el ojete.

Mientras leía la Biblia durante la adolescencia de vez en cuando me encontraba con un versículo que carecía de palabras. Un guión señalaba la pérdida del texto original, su imposible traducción o vaya a saber qué inconveniencia probablemente institucional. El ministro se explayaba sobre la Palabra desde el púlpito y yo me zambullía en el signo de su incógnita. Más pronto que tarde desarrollé cierta habilidad para descubrir tales pasajes ausentes u otros que no tenían explicación alguna en la profusa bibliografía de la religión de mis padres. Y la religión de mis padres pretendía darle explicación a todo (sus miembros suelen referirse al cuerpo doctrinal como la verdad). Los pasajes sin explicación oficial no eran muchos pues la pasión protestante por el significado balizaba los textos, pero encontré unos cuántos, bastantes más de los que suponía. “Una verdad no es un sentido, siendo más bien un agujero del sentido”, perdón por mi francés. En esa propensión al vacío pudo estar la semilla de un filosofar que mejor decanta en “la autoridad sin argumento del poema”.

En un libro que otras veces no me dijo nada, escucho de repente: “Todo lo digo ahora: / yo quiero caminar en el ocaso / picada adentro y puro”. El poema le da de nuevo palabras a lo que no las tenía, zurce el vacío hasta nuevo abismo. Porque el vacío debajo de los puntos siempre aspira a la respiración de la costura. Nada puede -ni acaso deba- hacerse para evitar esa sustracción a la utilidad.

No hay mejor sitio donde encontrar un poema que el más prosaico, ni acaso haya sueños más fabulosos que los de las máquinas sensibles: un argumento elemental, indispensable para atraer y para sostener la atención primaria, que pronto se manifieste superado por la disposición espacial, la entidad de la luz y la percepción ligera.

Sospecho que la tierra y que el fuego –acaso también la madera- no ocupan lugar relevante en el repertorio de imágenes cinematográficas usualmente acompañadas por música del barroco: sus elementos recurrentes son el agua -a menudo, congelada- y el aire.

La imagen renuncia a representar para sugerir existencia mediante indicios: el viento tratándose de filtrar al interior de una casa de campo, un cuervo que grazna, la sombra de un árbol y el vértice de un quincho -maquetas de montañas- como restos vitales no tanto geográficamente lejanos en la penumbra sino pretéritos.

Recuerdo una noche de los ochenta en San Fernando. Aún vivía con mis viejos y la miraba desde mi cama. Esas nubes de verano que parecen pintadas, nítidamente fantasmagóricas como las de la noche americana, rodeaban a las estrellas o se interponían entre ellas y la mirada. Era verano, también las noches del mundo eran por entonces menos ruidosas. Tuve que levantarme, encender la luz de la pieza, agarrar el cuaderno de tapas azules, escribir: “y esas nubes que son como riberas”.

Un acantilado en Escania, un hombre que, tendido sobre el pasto, sostiene el barrilete de su hija, un banco de niebla tapando la tarde de un domingo sueco de los sesenta: todos los sitios a los que no iré o la conciencia de todos esos presentes cinematográficos puros, inaccesibles por definición, dolosamente dados a la vista por el montaje y al alma por la duración, sagrados y extáticos.

La transmisión imaginaria: un telégrafo junto a la cabeza de la agónica protagonista polaca, ocupando el lugar del proyector cinematográfico como máquina telepática.

Un moribundo de película fuma opio para ausentarse del dolor mientras la radio anuncia un gol de Kubala. Mi abuelo José escucha un partido de fútbol difundido por su Spica apoyada en la mesa de luz junto a la cama que ocupa en el Pirovano a fines de los 80 o a principios de los 90.

¿A dónde se fue el tiempo del asombro, / el cuerpo sin edades, la creencia? / Ya soy un hombre sólo hecho de ausencia, / un testigo, una cabeza sin hombro.

Tarde o temprano, el solitario empedernido de Sautet termina fríamente expuesto en la cálida jaula de blíndex de un bar, tanto más traspasado por la fragorosa indistinción vital cuánto más se atrinchera en la fortaleza de su opacidad. Su mirada finalmente expuesta en la vidriera irrespetuosa es súplica por la piedra y por el estallido.

Las llagas ya no me impiden dormir, comer ni hablar. De a poco vuelvo a la normalidad, regreso a mí mismo. Porque durante la enfermedad fui eso que me impedía ya no sólo hacer sino pensar en otra cosa que no fuera ese cuerpo intolerable que me gobernaba. Ahora tendré que lidiar de nuevo con el pensamiento –cuyo nombre es legión- ya sin rigor físico que sojuzgue su insignificancia.

En el sueño que acabo de soñar un hombre sale a la puerta de su casa justo cuando paso delante de ella. Entre la vereda y el umbral hay un par de metros de terreno. Lo miro sin detener el paso. Ojos desmesuradamente abiertos me devuelven la mirada. No sé cómo se verán los míos pero supongo que no tan grandilocuentes. Cuando despierto me doy cuenta de que el asombro provino de un tardío reconocimiento. Yo sabía quién era, pero algo en su fisonomía me desconcertó. Ya despierto, le escribo un mensaje de texto a la cara que reconocí en el sueño como para disculparme por no haberla identificado: “Es que apareciste sin barba”. “Pero yo no tengo ni tuve nunca barba”, me recuerda.

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