La última película de Pedro Costa se llama Vitalina Varela. En la anterior, Cavalo Dinheiro, un espectral Ventura se mueve entre personajes que conforman al mismo tiempo un tapiz y un coro. Es decir, ofrecen un entramado de historias que dan volumen a la representación y muestran unas características comunes que los confirman como parte de un mismo grupo. Vale la pena recordarlos. Al comienzo, en el hospital, Ventura recibe la visita de cinco hombres, uno de los cuales presenta a tres de sus compañeros. Este es Delgado, dice, un mecanógrafo que incendió su casa de Zambujal con la familia adentro y que después de eso no volvió a hablar. Y este es Benvindo, sobrino de Ventura, epiléptico, a quien una viga de la obra en la que trabajaba le cayó en la cabeza. Y también está Lento, que vendía drogas para completar su salario como pavimentador, mató a un policía en un asalto, lo atraparon y ahora bebe todos los días para calmar los nervios. Mucho después, en una fábrica abandonada, Ventura le pregunta a Benvindo por varios personajes más. Le pregunta por Correia (“Hizo una nueva vida”), por Arlindo (“Se fue con su esposa e hijos al extranjero”), por Piskiza (“Está en el vecindario, esperando su salario”), por Germano (“Murió pulverizado por la máquina, sus tripas desparramadas por el piso, su gorra y su abrigo todavía están en el armario”) y por él mismo (“Tuve un ataque epiléptico, vino la ambulancia y me llevó al hospital. Estuve en coma durante tres meses. Cuando desperté no había nada en la fábrica, estaba todo destruido. El jefe se escapó con el dinero y las máquinas. La empresa quebró”). Entre la escena del hospital y la escena de la fábrica abandonada, justo en la mitad de la película, se encuentra el momento más hermoso en la elaboración de este tapiz poético y social: ese en el que suena una canción (“Alto Cutelo” de Os Tubarões) que habla de un hombre que deja Cabo Verde para ir a Lisboa, de sus hijos que están en la calle, de su mujer que espera, de la explotación y el engaño, y que Costa acompaña con planos de distintos personajes, algunos de los cuales no habíamos visto nunca y no veremos de nuevo, y que a diferencia de lo que sucede con Ventura y con Vitalina, que están siempre en movimiento por lugares que no son los suyos (el hospital, la fábrica, la oficina de pensiones), aparecen también en espacios propios, como una cocina o una habitación. Hay un hombre que cose a máquina, otro que fuma, una mujer que mira por la ventana, otra que se apoya en su bastón. En un plano se ve una mezcladora, en otro una pila de ladrillos, en un tercero baldes de material. De este tapiz y este coro salen las historias de Costa. De quienes migraron de Cabo Verde a Lisboa para hacer trabajos mal pagos e inseguros en la construcción, asentarse en la periferia, en ocasiones delinquir y extrañar algo que bien pueden no haber tenido nunca. Una de estas historias es la de Vitalina Varela, que tiene un lugar destacado en Cavalo Dinheiro y que pasa al centro de la escena en la película que lleva su nombre.
*
A diferencia de lo que ocurre con Cavalo Dnheiro, en la que se mezclan espacios, tiempos y estados de conciencia (¿por dónde anda Ventura?, ¿cuándo?, ¿está despierto, sueña, alucina?), la historia de Vitalina Varela es extremadamente simple. Hay una línea. Es fácil trazarla, y por lo tanto también es fácil ubicar temporalmente los pocos momentos que no la siguen. Todo empieza con el retorno de unos cuantos hombres del cementerio a sus casas y con la revisión de las cosas del muerto. A continuación, elipsis mediante, Vitalina llega al aeropuerto y las trabajadoras que la reciben le dicen que su esposo Joaquim fue enterrado hace tres días, y que no hay nada para ella en Lisboa, que mejor vuelva a Cabo Verde. Vitalina las deja atrás, se muda a la casa en la que vivía su esposo, habla con un hombre que lo conoció, luego con otro, ajusta cuentas con el muerto hablando en voz alta, encuentra al cura interpretado por Ventura (que tiene sus propias escenas y a quien se lo ve tan errante y espectral como en Cavalo Dinheiro, pero todavía más débil), le dedica una misa a Joaquim, va al cementerio después de la muerte de una chica del barrio y se instala en Lisboa, tal como dijo que iba a hacer. Listo. Esa es la historia. Lo que enrarece todo es obviamente la puesta en escena. Costa filma planos fijos, largos, oscurísimos, y sus actores se mueven y hablan como siempre: con unos modos que podemos calificar fácilmente de antinaturalistas y relacionar no menos fácilmente con Bresson y con los Straub. La clave es la lentitud. Es ella la que permite, por ejemplo, acceder por medio de palabras y de imágenes a la dimensión material de la existencia, que tanto peso tiene en la película. En un momento Vitalina dice que la barraca en la que vivía Joaquim, y en la que se choca la cabeza contra los marcos de las puertas y le caen encima pedazos de techo en la ducha, no se puede comparar con la casa que levantó junto a él en Cabo Verde, que tenía diez habitaciones, un buen baño y un buen tanque de agua. Más adelante, un hombre hace esta enumeración: “Cocina, armario, congelador, mesa, sillas, microondas, colchón, cama, sábanas, ollas, platos, cucharas, tazas, casa, patio trasero, calle, televisión, reloj de pared, radio pequeña, mesa de noche, agua, luz”. Esta atención por las cosas chicas se debe lógicamente a que los personajes son pobres. Pero además de un dato sociológico es también una convicción poética: el cine de Costa está ahí, entre las cosas cotidianas. Por eso algunos de sus más grandes planos muestran un farol, unas cuantas botellas, un florero, un portarretrato, un par de carteras colgadas o una sartén.

Todas estas cosas tienen historia y están perfectamente vinculadas con sus dueños, a quienes conocemos bien porque Costa no se guarda información. Vitalina Varela es un ejemplo perfecto. De Joaquim sabemos, por palabras del cura, que era albañil y electricista; por palabras de su esposa, que se casó por civil el 14 de diciembre de 1982 y por iglesia el 5 de marzo de 1983, que se fue de Cabo Verde sin avisar y que no mandó nunca dinero; por palabras de un amigo, que estuvo en la cárcel, que cocinaba bien, que nunca le dio la espalda, que decía que quería una casa digna para Vitalina; y por rumores, que una mujer fue a su entierro. Además, tenemos información visual (fotos, por ejemplo) que nos permiten sumar elementos para la construcción del personaje. De Vitalina, por su parte, sabemos que esperó durante años en Cabo Verde, y sobre todo sabemos de su presencia extraordinaria, por lo que en su caso las palabras no son tan decisivas (quien sigue a Costa sabe también lo que aparece sobre ella en Cavalo Dinheiro, pero nada de eso es necesario para entender esta película). Lo fundamental es esto: a diferencia de Ventura, atrapado por sus fantasmas en algún círculo dantesco, Vitalina se mueve hacia adelante. El pequeño altar que arma al llegar a la casa con una cruz, velas y fotos de su esposo se modifica lentamente hasta convertirse en una mesa propia, con flores, perfumes y una estatuilla. Esta autoafirmación (narrada de manera tan clásica, a pura síntesis de imagen) y algunos diálogos que ponen de manifiesto el peso social del género permiten entrever una posible liberación del círculo y la errancia. Como si dijéramos: la historia es mujer.
*
El mismo hombre que presenta a Delgado, a Benvindo y a Lento al comienzo de Cavalo Dinheiro dice lo que une a todos los personajes caboverdianos del cine de Costa: “Nuestra vida será siempre complicada. Nos seguiremos cayendo del tercer piso. Las máquinas de las fábricas seguirán cortándonos. La cabeza y los pulmones nos seguirán doliendo. Nos quemaremos. Nos volveremos locos. Es por la humedad en las paredes de nuestras casas. Siempre vivimos y morimos así. Esta es nuestra enfermedad”. Como Costa no ofrece salida a estas desgracias sino un rumiar perpetuo de sus consecuencias, las películas que hace están condenadas a ser objeto de una discusión política muy asentada en nuestra tradición intelectual. ¿Qué es ese limbo en el que se mueven Ventura y los otros? ¿Por qué hablan y caminan como si fueran espectros? O más sencillamente: ¿por qué ese siempre, que deshistoriza el sufrimiento y parece volverlo inevitable? No es que no haya interés en estas objeciones, tan pulidas por su reiteración que a esta altura constituyen un pequeño catecismo. Lo que sucede es que están destinadas a quedarse siempre afuera de aquello que pretenden cuestionar, entre otros motivos porque las películas de Costa ya asumen que el relato de la emancipación y el sujeto histórico pueblo están, si no terminados, por lo menos suspendidos. Ahí está en Juventud en marcha la canción independentista “Labanta Braco”, también de Os Tubarões, que gira en el tocadiscos solo para Ventura, que la protege de los movimientos que un desinteresado Lento hace en la mesa y que provocan que la púa salte y la canción tartamudee. O el cuadro de Géricault en Cavalo Dinheiro, con su retrato de un negro de mirada firme, tan distinto de los retratos que filma Costa, de sujetos siempre cansados, y tan distinto del errabundo Ventura, que aparece en la película en señalada continuidad con el cuadro gracias a un paneo (especialmente notable en un cine de planos fijos), encorvado, en calzoncillos rojos, con sus manos temblorosas, definitivamente no desafiante. Son escenas que riman con muchas otras. Por decir dos: la canción partisana convertida en canción de coro en Sangre de mi sangre de Bellocchio y el ralenti sobre el manifestante que tira una piedra en No intenso agora de João Moreira Salles. Melancolía de izquierda. O también: una cierta tendencia del benjaminismo.
Desde un punto de vista completamente exterior, con razones bien armadas, coherentes y seguras de sí, o en menos palabras: inmune a sus hechizos, el cine de Costa es culpable de un montón de cosas tal vez dignas de repudio. Con por lo menos un pie adentro, sin necesidad de hablar su lengua, justificarlo o convertirse en su vocero, que es lo que tan a menudo ocurre, o más sencillamente: en comunión con su trance, las películas de Costa son una de las experiencias más conmovedoras y más sensuales que el cine contemporáneo supo imaginar, y como pasa con toda gran obra están en condiciones de sostenerse en sí, más allá de si coinciden o no con nuestras ideas sobre el mundo. Por decirlo con una comparación: la diferencia que existe entre las películas de Costa y el derrotismo político que parecen sostener es la misma que existe entre los poemas de San Juan de la Cruz y las buenas nuevas sobre la salvación que el cura pronuncia los domingos. En realidad, Costa no solo desoye las obligaciones que el altomodernismo ilustrado le asignó al arte en el siglo XX (historizar, presentar el mundo como modificable, traer a la conciencia las causas sociales del sufrimiento). Es más valiente y aventurero. Primero está la pintura. Costa construye naturalezas muertas con las cosas que hay en las casas de los pobres, inventa retratos renacentistas con las aberturas de las barracas y descubre pinturas abstractas en las paredes derruidas, tal como Antonioni descubría esculturas entre los escombros de la fábrica en El desierto rojo (de paso: los contrapicados de Ventura contra los edificios blancos en Juventud en marcha son profundamente antonionianos). Y después está lo fundamental: la visión del tiempo histórico como tragedia que no deja de acontecer nunca. Este es sin dudas el punto más polémico, y por eso mismo el más rico. El cine de Costa no es una denuncia de las injusticias del mundo. Es una poética de los desamparados. O de los umiliati, si se quiere usar el nombre de una película de los Straub. Sus sujetos son los inmigrantes caboverdianos que aparecen en sus películas pero no solamente ellos, que en realidad forman parte de un grupo mayor: el de aquellos que quedaron afuera de la Historia tal como la pensaron cristianos, liberales, populistas y marxistas. O en otras palabras: el de aquellos para los cuales no hay redención en ninguna de sus formas. Ni salvación, ni progreso, ni socialismo. Es justamente esta incapacidad de la Historia para darle sentido en su propio movimiento a los desastres cometidos en su interior y en su nombre lo que se siente como en ningún otro lugar en las películas de Costa. En la famosa tesis de Benjamin, el Ángel de Paul Klee ve en el pasado, que nosotros percibimos como una sucesión de acontecimientos, una única catástrofe. De acá surgen varias imágenes del cine contemporáneo. Por ejemplo, los tres pieles rojas que Godard convoca a Sarajevo en Nuestra música. O el comienzo de Cavalo Dinheiro, en el que Costa incorpora varias fotografías de Jacob Riis, que produjo imágenes de los trabajadores del Lower East Side neoyorquino de principios del siglo XX semejantes a las que él produce en las barriadas populares de Lisboa.
*
Sé que todo aquel que escribe sobre Costa cita a Rancière, imagino que por algún motivo mejor que la falta de imaginación o coraje. Yo lo hice sin decirlo por lo menos una vez, al calificar a Ventura de errabundo. Pero la verdad es que al cine de Costa lo asocio más con la poesía que con la reflexión filosófica. Me recuerda, de hecho, un poema genial de José Ángel Valente:
Si no creamos un objeto metálico
de dura luz,
de púas aceradas,
de crueles aristas,
donde el que va a vendernos, a entregarnos, de pronto
reconozca o presencie metódica su muerte,
cuándo podremos poseer la tierra.
Si no depositamos a mitad del vacío
un objeto incruento
capaz de percutir en la noche terrible
como un pecho sin término,
si en el centro no está invulnerable el odio,
tentacular, enorme, no visible,
cuándo podremos poseer la tierra.
Y si no está el amor petrificado
y el residuo del fuego no pudiera
hacerlo arder, correr desde sí mismo, como semen o lava,
para arrasar el mundo, para entrar como un río
de vengativa luz por las puertas vedadas,
cuándo podremos poseer la tierra.
Si no creamos un objeto duro,
resistente a la vista, odioso al tacto,
incómodo al oficio del injusto,
interpuesto entre el llanto y la palabra,
entre el brazo del ángel y el cuerpo de la víctima,
entre el hombre y su rostro,
entre el nombre del dios y su vacío,
entre el filo y la espada,
entre la muerte y su naciente sombra,
cuándo podremos poseer la tierra,
cuándo podremos poseer la tierra,
cuándo podremos poseer la tierra.

El cine de Costa tiene la misma materialidad, la misma grandeza y el mismo carácter letánico del poema. Es ese objeto duro, de púas aceradas, incómodo al oficio del injusto del que habla Valente. Y es también, como el poema, un escenario en el que las reivindicaciones de los oprimidos son tan justas como siempre pero no tienen ya poder transformador. La tierra es para Valente lo que la Independencia para Costa: un espectro desvelado, atrapado en la prosodia de una letanía o en un viejo vinilo.
Hay algo muy pesado en todo esto, y el mérito de Costa está en haber seguido hasta las últimas consecuencias el camino que eligió, sin recurrir a trucos que le permitan presentar ante cada objeción un pero. El poder de su cine deriva de esta convicción, y de la capacidad de producir una belleza propia, independiente de los parámetros convencionales y por lo tanto antipublicitaria y antiacadémica. Porque claro, una cosa es la postal de la miseria, el pintoresquismo, la reconciliación, y otra muy distinta es la intensidad poética de películas como Cavalo Dinheiro y Vitalina Varela. Lo más obvio e impresionante es el impacto plástico de las imágenes, algo que el hecho de que los protagonistas sean pobres, negros e inmigrantes, es decir, que tengan todo para ser considerados víctimas y nada más que eso, vuelve todavía más notable. Si Costa encuadrara a un blanco de clase media como encuadra a Vitalina o a Ventura a nadie se le ocurriría preguntarse si corresponde o no. Los pobres y los negros no parecen tener el mismo derecho, ni siquiera en el cine. En Santiago, mientras revisa las imágenes que años antes él mismo filmó de su viejo mayordomo, Moreira Salles reflexiona compungidamente sobre la manera en la que aparece representado, sobre cómo es un elemento más en un encuadre que lo utiliza para embellecerse. Costa filma un contrapicado de Ventura por entre los rayos de una rueda, usa las rejas y las aberturas como marcos pictóricos, ilumina en ocasiones como un maestro holandés y hasta se permite usar el croma; no tiene miedo de nada porque no tiene mala conciencia, y porque sus personajes no sufren la forma sino que se benefician de ella, algo que Moreira Salles no imagina posible. La fortaleza y la autoridad de Vitalina en Cavalo Dinheiro y sobre todo en la película que lleva su nombre deriva en buena medida de eso que solemos llamar esteticismo. Hay pocos planos en el cine de los últimos años tan contundentes como ese que la muestra sentada en la cama, entre sombras caravaggiescas, con corpiño de encaje. Vitalina Varela: negra, pobre, vieja, hermosa. No encuentro una síntesis mejor de lo que Costa hace: un cine poético, artificial y actuado con sujetos a los que en general solo les toca la sociología, la compasión, tal vez alguna visión redentora del tiempo y por supuesto el cine documental.

* * *
Esta nota fue originalmente publicada en el número 3 de La Vida Útil.