Selección y traducción: José Miccio
François Truffaut
Fille d’amour es una de las mejores películas italianas aparecidas este año en las pantallas parisinas. Los autores, que le han puesto como subtítulo Traviata 53, no se preocupan ni siquiera mínimamente por esconder el hecho de que se trata de un plagio de uno de los máximos ejemplos de nuestra literatura romántica. Pero esta historia, en nuestros días privada de sentido, inverosímil y melodramática, Vittorio Cottafavi ha sabido transformarla en sensata, verosímil y realmente dramática. Puesta al servicio de una historia de mayores pretensiones, la puesta en escena de la película, atenta y un poco escolar, requeriría de cierto relieve, pero en un contexto así de melodramático, el cuidado, la aplicación, la búsqueda de buen gusto, constituyen en cambio testimonios de una ambición más que loable. Si el cine italiano de calidad se caracteriza, de hecho, por la originalidad de los argumentos arruinados por la mediocridad de la técnica, se entenderá entonces cómo esta película, que es exactamente lo contrario, resulta mil veces más interesante que las de De Santis, Lattuada, Germi, Visconti y tantos otros directores exageradamente elogiados por los entendidos. Embrollo teórico si alguna vez lo hubo, La Dame aux camélias, suerte de Fedra de los pobres, encuentra aquí, en sus mínimos detalles, una verdad, una humanidad nueva, gracias a la invención continua en la interpretación de los actores, en sus actitudes, sus gestos, sus miradas. (…) Barbara Laage encuentra aquí su mejor papel, liberándose de las excesivas reservas de sus interpretaciones anteriores. Una sombra: la música, que incluso siendo de calidad, resulta sin embargo invasora e inadecuada. Perfecta en cambio la fotografía. ¿La producción italiana, como la americana, se apresta entonces a brindarnos sorpresas similares en el futuro? No queda más que desearlo.
Ars-spectacles, n 461, 28 abril 1954

André Bazin
No todas las películas italianas son neorrealistas. He aquí un ejemplo. Por lo demás, ¿qué cosa podría permanecer realista en una película en la que uno de los actores principales habla francés con acento americano, aun encarnando a un gángster italiano? He denunciado a menudo en estas páginas los inconvenientes artísticos de una coproducción malentendida; hay uno que no había descubierto hasta ahora: la imposibilidad de presentar, ni siquiera en la primera visión, una versión original.
En efecto, cuando uno de los roles principales está a cargo de un actor francés popular, es bien difícil presentarlo ante el público [francés] doblado en italiano; en consecuencia, todos los otros actores son doblados al francés. En La belle Romaine [La romana, 1954, de Luigi Zampa] sucede con Daniel Gélin y [Raymond] Pellegrin. En este caso, con Eddie Constantine. Las consecuencias son esta vez aún más ridículas porque a nuestro Lemmy Caution “nacional” lo vemos solo durante una tercera parte de la película.
Avanzi di galera es, efectivamente, una película de episodios compuesta por tres historias cuyo tema en común es la dificultad para un prisionero recién liberado de “salir de la cárcel”. El primero es un cirujano (Richard Basehart) que ha pasado dos años en prisión por haber asumido, contra el parecer de sus colegas y sin la autorización de la familia, la responsabilidad de una operación que terminó mal. Quiere a toda costa rehacerse y volver al trabajo, pero la suerte y los celos de los demás se encarnizan con él hasta hacerlo perder la confianza en su propia habilidad profesional. Para restituírsela, la esposa (oh, casualidad) terminará bajo un auto y exigirá ser operada por su marido. ¡Si el ridículo no mata, tendrá éxito!
Es en el segundo episodio que los enamorados de Eddie Constantine volverán a encontrarse con su predilecto; pero esta vez no es el invencible Lemmy Caution sino solo un gángster que pretende desafiar la ley del hampa quedándose con todo el botín del golpe por el cual fue encarcelado. Ignora, el pobrecito, que el oro ha sido hallado y restituido a la banca. Se hará matar por nada, al igual que, cosa desagradable, su bella compañera.
Lo que habría podido salvar el tercer episodio del ridículo de los dos primeros es un cierto humor que en ocasiones le da al guion un tono de comedia. Un joven, inocente del robo por el que ha sido condenado, es rechazado por su familia, que lo cree culpable. Solo la confianza de una joven enfermera la permitirá no realizar la estupidez que lo devolvería a prisión. Walter Chiari, en el rol del joven, hace pensar en Robert Lamoureux. Antonella Lualdi es tan extrañamente bella como para ayudarnos a olvidar la inverosimilitud de su personaje.
La presencia de Eddie Constantine en los afiches llevará a la gente a ver Avanzi di galera. Espero que no tenga lugar un malentendido y que el público no quede estupefacto por haber caído en un melodrama inverosímil, como solo los italianos todavía saben hacer.
Sería una verdadera pena porque la puesta en escena de Vittorio Cottafavi es a menudo notable. Parece que este joven director ha querido, de tanto en tanto, redimir la estupidez de las situaciones con una inestimable elegancia formal. Algunas secuencias llevan a esperar un cambio de tono que podría haber salvado el resto de la película. Lamentablemente no es así.
«’Repris de justice’. Liberté sans… Caution!”, Le Parisien libéré, 8 de julio de 1955
Michel Mourlet
Vittorio Cottafavi es un joven director italiano que ha realizado una quincena de películas de títulos imposibles y que son totalmente desconocidas por los aficionados. En Francia hemos podido ver Femmes libres (Una donna libera), Fille d’amour (Traviata 53), L’affranchi (Nel gorgo del peccato), Repris de justice (Avanzi di galera), Milady et les mousquetaires [II bola di Lilla), Le bourreau de Venise (I Piombi di Venezia), Le prince au masque rouge (Il cavaliere di Maison Rouge) y esta Rivolta dei gladiatori, coproducciones dobladas, de apariencia miserablemente alimentaria, programadas, salvo la última, entre Belleville y la Porte Saint-Martin. Todas estas películas son interesantes, cuatro o cinco contienen bellezas a las cuales ningún otro cineasta europeo puede aspirar, dos son obras maestras: Una donna libera e Il boia di Lilla.
La rivolta dei gladiatori no es ciertamente la mejor introducción a Cottafavi. La puesta en escena, hasta ahora extremadamente íntima (…), tiende a diluirse en esta primera prueba con el formato scope, produciendo un cierto relajamiento general, y algunas lentitudes. Quedan, sin embargo, bastantes encuadres tensos, desollados en vida, agudos y cortantes como el diamante, como para servir de apoyo o referencia a algunas consideraciones sobre la genialidad de su autor. Dejando que sus compatriotas se muevan a tientas en las brumas neorrealistas, él, a la par de Preminger y Mizoguchi, cincela el propio delirio en películas preciosas, paroxísiticas, que oscilan entre los dos polos de seducción del amor y de la muerte, obsesiones mayores que se resuelven en una sublimación de los gestos. ¿Qué importa el pretexto si los acontecimientos se diluyen en la magnificencia de la expresión? Más que cualquier otro, Cottafavi se confía a la belleza de los rostros, belleza crucificada, magnificada en los suplicios, nostalgia de un universo de principios donde solo los juegos de principios son permitidos. Máscaras, venenos, flagelaciones, palacios, cortinas pesadas, puñales (o sus equivalentes modernos) conocen solo dos conclusiones posibles: el repentino ralenti del hombre parado frente a la muerte, los ojos fijos, ventanas sin fondo, todavía ahí y ya fuera del mundo, que nos presentan en una última laceración el secreto de una divinidad dolorosa, o sino la irradiación de dos cuerpos finalmente reunidos, grupo esculpido en el instante y sin embargo de porte eterno. He aquí ilustrada la puesta en escena que amamos, sucesiones de ataques y de reposos, resplandores, gritos, juegos gratuitos y desproporcionados que nos hablan de lo esencial.
“Prélude à Cottafavi”, Cahiers du cinéma, n. 99, septiembre de 1959
(El texto de Mourlet está acompañado de la siguiente nota de la redacción: “Señalamos a nuestro joven colaborador que Robert Lachenay [alias de François Truffaut] ha «descubierto” el talento de Vittorio Cottafavi hace más de cinco años. Basta ver el elogio de Traviata 53 (Cahiers du cinéma, n. 36, junio de 1954) y las largas reseñas no firmadas en Arts-Spectacles sobre esta película y Avanzi di galera en el momento de sus estrenos. No es necesario, por lo tanto, confundir el preludio y el andante).

André S. Labarthe
Defensor de un cine quintaesencial, (Cottafavi) transforma cada una de sus películas en una sucesión de momentos privilegiados más o menos conectados en una historia, y esta anarquía -debida en buena parte a la naturaleza de los argumentos- lo ha conducido a la misma falta de éxito que golpeó a Rossellini a partir de Stromboli. Condenado al melodrama y a la así llamada película histórica, logra sin embargo suscitar admiración, como en la excelente Ercole alla conquista di Atlantide, a la que ha salvado literalmente del desastre. Pero sus logros más felices son anteriores a las películas mitológicas. Es en Traviata 53 o en Una donna libera donde mejor se nota el acuerdo entre el ritmo de la puesta en escena y la respiración de un actor, o la fusión de la felicidad y la serenidad de un paisaje.
“Cottafavi et la télévision”, Cahiers du cinéma, 130, abril de 1962
Vittorio Spinazzola
(En Ercole alla conquista di Atlantide) Es posible quedar desconcertados por la considerable audacia con la que Cottafavi ha traspuesto en clave de fábula algunos grandes temas de la historia presente: las plagas provocadas por la sangre de Urano se asemejan mucho a las combustiones atómicas, así como de las ruinas de Atlántida se alza una nube parecidísima al hongo de Hiroshima; además, los guerreros de Antinea hacen pensar en los rubios teutones hitlerianos, creados según criterios de eugenesia nazi. Pero el mayor interés del apólogo está en la claridad con la que es enunciada la moral implícita en todas la películas mitológicas. Los débiles, los inermes, están destinados a la esclavitud, no pueden pensar en rebelarse basándose solamente en sus propias fuerzas. Es necesario que se confíen a un líder fuerte y sabio; tal vez vale la pena subrayar que la secuencia del concilio del rey y de los griegos podría ser entendida como una sátira alegórica sobre los límites de los hábitos parlamentarios. Por otro lado, el Hércules de Cottafavi es lo opuesto del dictador, del déspota que fanatiza a las masas: pacífico y buenazo, amante del vivir tranquilo, entra en acción solo cuando su intervención es indispensable. […] Esto ofrece una plausible encarnación del estado de ánimo de vastas masas populares, ansiosas de un guía indiscutido e indiscutible, que interprete las exigencias y realice las emancipaciones, pero al mismo tiempo, deseosas de paz y desconfiadas ante el autoritarismo violento y prepotente.
“Ercole alla conquista degli schermi”, in Film 1963, 1963

Callisto Cosulich
Vittorio Cottafavi ha llegado al cine de ensayo, o mejor, al cine de ensayo de Milán, que es el objetivo más ambicioso de los directores de calidad. Lo ha hecho con su película menos popular, I cento cavalieri, que realizó cerca de dos años atrás en España y que se ha visto beneficiada hasta ahora de pocas y ocasionales programaciones. La exhibición en Milán señala, por lo tanto, el relanzamiento de una película que, habiendo faltado a la cita con el espectador común, intenta ahora recibir las gracias del “público refinado”. Una historia insólita, sin dudas, pero lógica si se examina la curiosa carrera del autor. Cottafavi es un director de dos caras: la primera, noble y digna, la reserva a la televisión, […] la otra, más modesta, al cine. No por propia voluntad, se entiende. Habiendo fallado con alguna película “seria”, ha debido adaptarse a las fatigas de la película histórico-popular, convirtiéndose con su Cleopatra, sus gladiadores, su Messalina y sus Hércules, en una especie de De Mille de los pobres. Hasta aquí, todo normal: Cottafavi parece destinado a vegetar por siempre entre los profesionales no calificados de la cámara, encargados de satisfacer el hambre insaciable de las más de diez mil salas de provincia y periferia. Sin embargo, un día sucede que una de sus películas termine en el Midi-Minuit de París y sea descubierto por algunos críticos que lo llaman vanguardista y que descubren virtudes ignoradas hasta por el propio autor. Nace así el caso Cottafavi, que en el transcurso de dos años se convierte en le grand Vittorio para distinguirlo del petit Vittorio, que sería De Sica, y que recibe el beneficio de monográficos en revistas especializadas, al igual que Dreyer, Bergman o Bresson. En un momento, entre nosotros se observa el fenómeno de manera divertida, pero en París son incomparables a la hora de construir ídolos: el mito de Cottafavi es un mito de retorno, así que conquista también Italia y antes que nada, como es humano que ocurra, al mismo objeto de idolatría, el cual comienza a pretender un trato digno de su fama. I cento cavalieri es precisamente el resultado de la cinchada que Cottafavi ha establecido con los productores: él tratando de hacer películas de arte, ellos tratando de mantenerlo ligado al cine de consumo popular. Con las cartas en la mesa, parece que ninguno de los dos contendientes dejó de tirar la soga. En otras palabras, I cento cavalieri es una evidente (estaba por decir: ejemplar) obra de compromiso, y como tal, su destino incierto es comprensible: deja insatisfechos a los aficionados a los dramones populares, pero es dudoso que consiga conquistar al espectador exigente a pesar de sus tímidos trucos intelectualistas, más allá de las loas incondicionales de los profetas italianos de Cottafavi que, a propósito de I cento cavalieni, no han dudado en hablar de Roma città aperta y de Brecht.
“I fumetti brechtiani de Vittorio Cottafavi”, ABC, 8 de mayo de 1966
Gianni Rondolino
Cottafavi se maneja con habilidad entre las escenografías fantásticas y grandiosas moviendo a sus personajes como un gran maestro, usando la cámara con esa fluidez y esa habilidad que le han sido siempre reconocidas. Pero principalmente, con Ercole alla conquista di Atlantide, desarrolla a pleno su discurso pacifista, consiguiendo transformar una agradable y a veces fascinante película de aventuras en un espectáculo que hace pensar. Nos reímos, sonreímos, nos conmovemos, nos entusiasmamos por las aventuras de Hércules, por su fuerza y su coraje, pero nos interesamos también por los personajes menores, por el ambiente en el que deben actuar, por las implicaciones políticas, todas cosas que no pueden no ser atendidas incluso por el público menos advertido. Hay, en suma, un proyecto más claro y consecuente en la base de la operación espectacular, un intento en gran parte conseguido de crítica interna en dirección de aquello que Brecht definió como “extrañamiento» y que Cottafavi llevará al límite en I cento cavalieri. […] La lucha parlamentaria, el racismo, el odio de clase, la injusticia social, son tratados con coraje y claridad, aunque enmascarados dentro de una historia y unos personajes tomados en préstamo de una mitología oportunamente novelada y actualizada.
Vittorio Cottafavi. Cinema e televisione, 1980
Serge Daney
¿Un cineasta para cinéfilos?
La visita a París de Vittorio Cottafavi y el homenaje que le dedica la Cinémathèque Française (hay que ir, están todavía a tiempo) han alegrado a más de uno. Tomemos a Bertrand Tavernier, por ejemplo. Gran admirador de las películas de aventuras made in Italy, es él quien le propuso a la Gaumont el nombre de Cottafavi para poner en escena el guion de Jean Aurenche titulado La Dame aux camélias. La Gaumont, que gestiona y digiere solo los valores establecidos por el marketing cultural, ignoraba a Cottafavi. Ha sido Bolognini quien hizo la película. Y, como se podía prever, se equivocó. Para gran pena de Tavernier. Y nuestra.
¿Quién es Cottafavi? Un cineasta italiano nacido en 1914 y hoy más vivo que nunca. Un ‘teleasta’ célebre en su país. Un nombre misterioso en la historia de los “golpes” de la cinefilia parisina de los años sesenta. ¿El hombre que ha realizado los últimos peplums bellos? Todo eso junto. Cuando descubrimos La rivolta dei gladiatori, Messalina Venere imperatrice (con Belinda Lee), Ercole alla conquista di Atlantide (con el efímeramente célebre Reg Park) y sobre todo Le legioni di Cleopatra (con Linda Cristal) había ya eruditos que sabían que Cottafavi tenía en sus espaldas diez años de cine italiano de clase B, que había “ilustrado” todos los géneros (capa y espada, melodrama, film noir), que había manipulado los peores actores, había hecho malabares con presupuestos mínimos, había conseguido sobreponerse a situaciones imposibles, siempre con talento. Apenas se lo clasifica como director de buenos peplums, Cottafavi los abandona a su suerte (que ha sido funesta) y se pone, después del fracaso de su película más ambiciosa (I cento cavalieri, 1964), a trabajar exclusivamente para la televisión. Ahí enfrenta finalmente argumentos más nobles y puede dar vía libre a su gusto y a su inmensa cultura, adaptando tanto a Sófocles como a Dürrenmatt, tanto a Chesterton como a Conrad. Por su parte, envejecidos, los cottafavianos de la primera hora se preguntaban a veces qué había pasado con él. Hace cosas excelentes en la RAI, les contestaban. Ah bueno, decían ellos, desorientados.
Cineasta intempestivo, Cottafavi no parece haber compartido las grandes cuestiones de su tiempo. Fuera de Rossellini, la retórica neorrealista le resultó inmediatamente sospechosa. Este cineasta ‘menor’ es, sin dudas, un aristócrata poco resignado a la idea de no haber hecho las películas importantes que habría debido hacer, y de haber sido exiliado en el propio cine. Su misma gloria ha sido extraña. Sus admiradores franceses le han otorgado el mérito de haber respetado los géneros populares, de haber amado las convenciones, de no haber querido transgredir nada. Tal vez era poco. Es cierto que, con Cottafavi, una película de aventuras no es más que una película de aventuras: nada de significados escondidos, mensajes de contrabando, moral pesada. En lugar de eso: genio de la puesta en escena, elegancia que se venga de los actores imposibles, elipsis que hacen olvidar el descuido del relato, desencuadres que trasforman repentinamente el cuadro inmóvil en escena cinematográfica y la viñeta en espacio. El modo en que Cottafavi filma las salidas de campo, juega astutamente con el tiempo, emparenta su arte con una tradición muy italiana: la caligrafía. Los grandes caligráficos desaparecidos: he aquí uno.
“Qui est V.C.?”, en Libération, 4 de noviembre de 1981
Peter von Vagh
Considero una suerte personal haberme enamorado muy pronto de Vittorio Cottafavi. Formaba parte de un grupo de irreductibles apasionados al cine en una pequeña ciudad de Finlandia. No existía ningún libro que echara luz sobre las películas que devorábamos, así que éramos libres de construir nuestros panteones personales. El shock por lejos más intenso para mí y dos de mis compañeros llegó con la proyección de El tigre de Esnapur de Fritz Lang, que vi cada tarde durante la semana que estuvo en cartel. Después, otra sorpresa, una película dirigida por alguien cuyo nombre nos era ignoto: Las legiones de Cleopatra, para nosotros Niilin Legionaat. Un amigo, convertido después en un renombrado director de banco, determinó: “Si El tigre de Esnapur vale 100, la película italiana vale 85”. Una evaluación bastante correcta. (…) La obra de Cottafavi se recorta como una suerte de sombra de aquella que hacían o harían otros directores. Tanto Traviata 53 como Una donna libera nos conducen por los círculos de una alta burguesía viciada y cansada que se convertiría en el territorio de Antonioni. Antonioni provoca en mi una admiración auténtica pero distante. Cottafavi me embruja completamente. Es él quién me ofrece la secreta clave de acceso a estos temas.
“Verso l’eternita”, en Ai poeti non si spara, 2009

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Todos los textos reunidos por Adriano Apra, Giulio Bursi y Simone Starace en Ai poeti non si spara. Vittorio Cottafavi tra cinema e televisione (Cineteca Bologna, 2009). Las imágenes son de Les sieges de l’Alcazar (Luc Moullet, 1989)