Traducción: José Miccio
En un tiempo, la crítica despreciaba buena parte del mejor cine americano porque era comercial. Se trataba de un malentendido banal, y por eso fácil de disipar, como posteriormente demostraron los hechos. Hoy, a propósito de la obra de Vittorio Cottafavi, no existe solo un malentendido sino, por lo menos, cuatro:
1. Para empezar, el más clásico; los críticos y cineastas italianos que, después de la formación del Centro Sperimentale di Cinematografia en 1935, y particularmente después del fin del fascismo, lucharon por un cine libre y moderno y contra el cine comercial italiano, se sentirían deshonrados y derrotados si, al final de una batalla victoriosa, que para algunos duró toda la vida, tuvieran que admitir que una película comercial -aunque más no sea una sola- puede ser genial o puede igualar los grandes logros del neorrealismo. Esta desconsiderada discriminación fue en su tiempo la de los nazis, que no admitían que el mejor judío pudiera ser superior al peor ario. En Roma está de moda decir que no se ha visto nunca una película de Cottafavi porque son todas pésimas. Pero a menudo se las va a a ver a escondidas, con la cabeza baja y lentes alla Godard. Esta fidelidad sentimental a la causa del neorrealismo es comprensible y simpática, pero compadezco enormemente a las personas que pasan al lado de las cosas más bellas y no se animan a mirarlas.
2. “Un cierto sentido decorativo en ocasiones, pero ausencia total de contenido”. Válido quizás para ciertos Cottafavi históricos, este juicio, pronunciado por algunos críticos franceses honestos y serios, no corresponde de ningún modo a los ambiciosos melodramas realizados por Cottafavi entre 1949 y 1954, en los que la soledad y los problemas propios de la mujer son tratados sin florituras, con una justeza y una precisión que buscaremos en vano en el mejor Antonioni. Veremos que este punto de vista se encuentra, una vez más, lejos de la verdad.

3. Los ultras de la crítica joven decretan que, en su periodo melodramático, Cottafavi era el mejor cineasta europeo… El Cottafavi actual, en cambio, es muy inferior. Es cierto que Cottafavi ha tardado un poco en lograr una calidad equivalente a la de sus mejores melodramas, pero se trata más o menos del mismo tiempo de titubeo -o incluso menos- que tuvo antes de realizarlos. Cada género requiere de un periodo de aprendizaje. Hoy, esta diferenciación es un error grosero que se explica por el esnobismo del movimiento: es necesario exaltar sobre todo las películas que los otros no pueden ver.
4. Otra paradoja: para compensar el error de nuestros predecesores, o su propio error, es decir, considerar en el cine italiano solo el neorrealismo, algunos no ven más que películas históricas. Olvidan a Zurlini, a Castellani y a De Seta, y admiran a Freda y a sus socios como si tuvieran el mismo título que Cottafavi, cuando en realidad Cottafavi es el único que triunfó en el difícil género de la película histórica, donde recientemente han fallado Kubrick, Ray, Mann, Ulmer y Bava, y donde acaba de morir Minnelli.
Para darse aires de estar al día, los críticos franceses, que durante ocho años han ignorado a Cottafavi, cantaron alabanzas a la primera película que cayó ante sus ojos. Lástima: fue la única de sus recientes películas históricas que no se eleva de la mediocridad: la Messalina de la que Cottafavi reniega y que atribuye a su productor. Este desagradable equívoco, debido a gente que creíamos seria pero que se dejó atrapar por el esnobismo de la novedad, corre el riesgo de hacer pensar en Cottafavi como en un falso valor. Reina la confusión, como se ve, tanto como para provocar una pequeña batalla de Hernani entre los críticos franceses y los italianos. Por fortuna, Ercole alla conquista di Atlantide, gracias a su calidad excepcional, resuelve estos malentendidos y responde a todas las críticas.
La acción se sitúa en un tiempo ficticio a mitad de camino entre la mitología y la primera edad histórica de Grecia. El rey de Tebas (Ettore Manni) obliga a su amigo, el semidiós Hércules (Reg Park), acompañado por su hijo, un enano y algún otro, a someter al país situado más allá del Mediterráneo que, según los augurios, amenaza a Tebas. Hércules consigue entrar en Atlántida, triunfa sobre Antinea y todas sus astucias, hace explotar el lugar y salva al rey y a su propio hijo, que lleva consigo a Grecia a la hija de Antinea (Fay Spain).

A diferencia de las películas históricas precedentes de Cottafavi, esta posee, por el argumento y el modo en el que es tratado, un significado moral y una gran actualidad. No es esta la cualidad esencial de la película, pero sí una de sus cualidades, que no hace falta descuidar. Se trata de una fábula sobre la guerra y la violencia que pone en situación las diferentes acciones y las diferentes actitudes del hombre frente al problema. Debido a que el género se presta mal al mensaje, Cottafavi prefirió confiarnos su moral bajo la apariencia de una parodia, aprovechando la eficacia crítica que posee el esquematismo del cómic.
Así, durante la reunión de concejo del reino, todas las actitudes de los hombres de estado son estilizadas de manera excesiva: el estilo de las historietas permite mostrar el aspecto marionetístico propio de todo hombre político. Uno está gobernado por el miedo, el otro por la madre, otro por la sed de poder. Un político cesa de ser un hombre, se convierte en un objeto, un dibujo. Es el único individuo que puede ser caricaturizado sin perder nada de la propia personalidad, debido a que no tiene ni sangre ni carne. Después de todo, es de los periodistas políticos que nació la moda de las historietas.
La película empieza propiamente con esta secuencia, la tercera, porque el comienzo no tiene ninguna relación con el resto. Sirve en todo caso para presentar a los personajes. Esta ausencia de necesidad dramática pone el acento sobre el absurdo de la violencia, tema mayor de la secuencia de apertura: el hijo de Hércules mira un poco demasiado de cerca a la sierva de la taberna y provoca una pelea fantástica entre una treintena de hombres que dura casi diez minutos. En todo este tiempo, el más fuerte de todos, Hércules, no deja de comer, indiferente a la tempestad desatada a su alrededor. En un momento, dice basta: empuja como al pasar una viga de cinco metros y todos los luchadores colapsan.
Toda la primera parte nos muestra a un Hércules contrario a la tradición. Beber, comer, dormir: esta es su máxima. Y hasta deja que el enano haga el trabajo de un titán. El rey de Tebas tiene que secuestrarlo para tenerlo a su lado, pero Hércules se vale de la fuerza solo cuando se ve obligado a hacerlo, cuando alguno lo ataca, a él o a sus amigos. Su actitud es la del sabio. Por eso, en lugar del mediocre Mark Forest, protagonista de La vendetta di Ercole (1960), Cottafavi eligió a un buen actor de rostro inteligente, Reg Park. El logro de la película se debe en parte al hecho de que el espectador siente simpatía por el personaje principal.

Menos convincente es la descripción de las intrigas de la corte de Atlántida, porque caemos en escenas explicativas, detestables en un género que se sitúa siempre al nivel del ejercicio de estilo o de la parábola, la cual autoriza elipsis e inverosimilitudes pero nunca al nivel del realismo psicológico, al que la explicación, lamentablemente, nos conduce: nuestra creencia en la película es entonces destruida. Tal vez Cottafavi haya querido ridiculizar la siniestra locuacidad de las superproducciones italianas, pero no la ha caricaturizado lo suficiente como para divertir al espectador, tal como sí consiguió hacerlo con el retrato paródico de Hércules. Por fortuna, el episodio es bastante breve, y termina con un magnífico gag paródico, con Hércules escupiendo el vino como un géiser. Al final, Hércules libera a los esclavos de Atlántida y les aconseja quedarse tranquilos mientras va a destruir la piedra mágica causante del mal que los aqueja. ¡Y bien! De común acuerdo, estos estúpidos esclavos no tienen nada mejor que hacer que ir a vengarse y atacar a sus tiranos, que los masacran a todos. A su vuelta, Hércules encuentra un campo de cadáveres tan espantosos como los de Nuit et brouillard o de Hiroshima mon amour. Los oprimidos imitan a sus opresores: comportándose así pierden la vida, justo cuando su futuro estaba asegurado. Es algo común en la Historia. La película termina, por lo demás, con una destrucción a imagen y semejanza de la destrucción atómica, que es para Hércules el único medio para salvar su vida y la de sus compañeros. He aquí, entonces, una de las raras películas históricas dedicadas a la gloria de la paz y hostiles a la violencia, a menudo exaltada por los productores debido a motivos comerciales. Cottafavi ha hecho que el público acepte este mensaje político presentando el hedonismo perezoso de Hércules como un tema paródico, mientras es también, y sobre todo, el reflejo de la más alta concepción moral.
Cottafavi constituye hoy una excepción en un cine de estetas, porque el artista italiano, si bien se muestra como un hombre de gusto infinitamente más refinado que el francés, es, por otra parte, un intelectual tradicionalista muy tardío, lo que vuelve difícil a los demás italianos comprender a Cottafavi.

Esta inteligencia, esta lucidez, parece que Cottafavi ha sido llevado a ejercitarlas plenamente gracias a la dificultad material que tenía para expresarse. Él y Vittorio Sala [Moullet se refiere con toda probabilidad a La regina delle amazzoni, 1960, ndr], ambos salidos del Centro Sperimentale, son los únicos que trataron de extraer algo del ingrato género que les fue propuesto. Pero Sala se limitó a una parodia demasiado unilateral, y Cottafavi aprovechó, con un sorprendente rigor intelectual, todas las posibilidades que se le ofrecieron. Su genio no tiene nada de romántico: debe todo a la razón y al análisis. Por eso sus películas, que tienen argumentos similares, se mueven en las más opuestas direcciones. Da la impresión de que Cottafavi no tiene nada para decir, y que solo lo encuentra filmando, sobre la base de los condicionamientos impuestos por la película. No se siente nunca una predisposición personal por este o por aquel estilo, por este o por aquel tema. Ercole alla conquista di Atlantide confirma esta sensación. Es un popurrí de tantas tendencias como para convertirse en una película cósmica, más por las distintas direcciones de su puesta en escena que por el argumento. Con su voluntad de permanecer objetivo y de mostrar en una única obra todos los aspectos del mundo, tanto los inmateriales como los reales, Cottafavi se une a las tentativas de la nouvelle vague francesa (solo los argumentos son distintos) y se aleja de aquellas, más pedestres, de la nouvelle vague italiana. Aquí cada escena rompe con la precedente; aquello que es una vez ridiculizado, en el encuadre sucesivo es exaltado. Oscilamos continuamente entre el Cottafavi humorista alegre, el Cottafavi constructor clásico, el Cottafavi barroco italiano, el Cottafavi experimentador. Los cuatro se encuentran ya desde el comienzo. Títulos de extensión y precisión exagerada – a imagen de esta película en 70mm, que produce la impresión de que se trata de la primera superproducción no exigua de Cottafavi – se insertan en un larguísimo plano secuencia compuesto por varios movimientos de cámara, verticales, horizontales y oblicuos: vemos una pelea con un ritmo y unos gags tan asombrosos como los de North to Alaska (Henry Hathaway, 1960). Pero aquí, a la más grande espontaneidad, se agrega el más grande cuidado por la composición. El objetivo teóricamente enchastrado de vino preanuncia los efectos de iluminación fantásticos y el zoom sobre el sol de la segunda secuencia. A continuación, se vuelve a un estilo más amplio, con escenografías de gusto clásico, montaje paralelo y nuevas incursiones en el campo experimental cuando regresamos al fantástico.
Después, el ritmo se crea de manera más original por las apariciones, en el interior de encuadres fijos, de carros que preceden la marcha de los actores o que se mueven en dirección contraria, y que son de una belleza fulgurante que no se veía desde Rio Bravo. Solo cabe lamentar que esta belleza plástica se vea a veces comprometida por la falta de nitidez de los desplazamientos frontales en profundidad de campo.

Finalmente, se vuelve al cine ensayístico (sobreexposiciones y juegos de lentes para expresar lo fantástico de la destrucción) y se apela al dudoso gusto de los italianos por las escenografías barrocas y colosales; aquí la belleza nace de la acumulación más que de aquello que la compone. Y Cottafavi consigue trascender este estilo decorativo, que por otro lado detesta, y que se encuentra en cualquier espectáculo de variedades en Roma, incluyéndolo cada vez un poco más. Los planos de la erupción, tomados en préstamo de Haroun Tazieff, y el ritmo creado por la música acentúan la heterogeneidad del final, confiriéndole su grandeza y su originalidad. Volvemos a encontrar aquí la riqueza y el frenesí iniciales, después de una parte central desigual, para culminar, con la ayuda del montaje, en una apoteosis.
Cahiers du cinéma, n. 131, mayo de 1962
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El texto fue traducido de la versión al italiano realizada por Adriano Aprà para Ai poeti non si spara. Vittorio Cottafavi tra cinema e televisione, Cineteca Bologna, 2009.