Inmaduro (sobre «Licorice Pizza»), por José Miccio

«Es un hecho que los hombres están obligados a ocultar su inmadurez…»

Gombrowicz, Ferdydurke

La escena de apertura de Licorice Pizza muestra el primer encuentro entre Gary y Alana. Él espera su turno para la foto escolar y ella ayuda al fotógrafo guiando a los estudiantes hasta el pequeño set montado en el gimnasio y ofreciéndoles un espejo y un peine por si quieren hacer una revisión de último momento. El núcleo alrededor del que se mueve la escena es simple: Gary trata de que Alana acepte salir con él. La invita, ella se ríe incrédula, dice que no, él insiste, ella señala: tengo veinticinco, vos quince: es ilegal, él no abandona, hace las fotos, tontean un poco y finamente Gary consigue un “tal vez” para verse a la noche en un bar. Este desarrollo de la escena es el mismo que el de la película entera, que transcurre entre que Alana le dice a Gary: “No somos novios” y el momento en el que un beso y un “Te amo, Gary” declaran que sí. La historia propiamente dicha es lo que conduce de un estado al otro, con sus pasos intermedios (tocar una mano, tocar una pierna), pero en lugar de hacerlo linealmente, por medio de una secuencia de episodios conectados entre sí por estrictas relaciones de causalidad, Anderson lo hace de manera sinfónica, según módulos que se abren y contraen, que separan a los personajes y vuelven a reunirlos, o como un río que nace, corre, se bifurca y reintegra, así dos o tres veces, hasta que finalmente el amor lo recibe. También en esto la apertura funciona como una cápsula de la totalidad: un ballet de idas y vueltas filmado con gracia inigualable y que dura lo que “July Tree”, la canción de Nina Simone que habla del amor verdadero.

Una canción, una sinfonía, un ballet, un río: las imágenes dicen mal una de las propiedades más notables de Licorice Pizza: su movimiento permanente y coordinado, sus figuras dibujadas sin levantar el lápiz: su flow, para unir la música y el agua. Basta pensar en todas las cosas que suceden, en los distintos papeles que asumen los personajes y en la completa falta de ripios. Quien quiera saber la importancia de las transiciones puede leer a César Aira y ver esta película. Gary Valentine: pibe de quince años que primero es actor, después vendedor de camas de agua y después dueño de un negocio de flippers. Alana Kane: joven de veinticinco años que primero trabaja para un fotógrafo, después se asocia a Gary para la venta de camas, después se prueba como actriz y después hace campaña por un concejal progresista. Lo notable de todos estos cambios es que se suceden sin concederles tiempo y diálogos a las justificaciones. Nada se explica demasiado. Una secuencia: Gary pasa por un negocio, ve la cama de agua, la prueba, habla con el dueño, se convierte en representante, progresa con Alana y sus amigos y finalmente recibe el golpe de la crisis del petróleo, que vuelve escaso el vinilo. Otra: Gary escucha que se levanta la prohibición que rige en Los Angeles desde 1939 para negocios de flippers, habla por teléfono, pone un negocio de flippers. Todo así, de un momento a otro. Sobre todo en él. De hecho, la sorpresa de Alana cuando conoce a Gary bien puede ser la nuestra. ¿Cómo es que este pibe al que por la edad no se le permite viajar sin acompañante tiene el trato que tiene con los adultos y hace con ellos los negocios que hace? Por hacer el esfuerzo (por caer en la trampa): en lo que tiene que ver con la psicología, porque los adultos pueden ser igual de inmaduros que él, sino más; en lo que tiene que ver con la ley, porque seguramente la madre le sirve de testaferra. Por lo demás, el temperamento del personaje, sus contactos, cierto espíritu ensoñado de Los Angeles en 1973 y una absoluta confianza de Anderson en el cine bastan para volver verosímiles los episodios.

Esta manera de actuar necesita de algo que se mueva entre las secuencias, por más distantes que estén unas de otras; algo que las una en un nivel superior y que no sea un mero concepto. Es decir, que las libere al mismo tiempo de la función que cumplen en el conjunto y de la ilustración. Dos cosas que suelen hacer las malas películas no clásicas, es decir, las que no trabajan dentro de un repertorio comunal de procedimientos sino que pretenden medirse consigo mismas: explicar por demás las conexiones y buscar modos de comunicar ideas ya elaboradas sin el cine. En el primer caso: B se justifica por A, donde B no es “Venganza” y A “Traición” o algún otro vínculo convencional (que incluso puede vaciarse dentro de su misma lógica) sino que A es “Traición” y B “Me drogo”, “Hago paracaidismo”, “Miro películas de Haneke” o algo igual de indirecto y fácil, como para que la comprensión vaya acompañada del orgullo por haberla conseguido. En el segundo caso: A quiere decir B, donde B es un concepto ya bien asentado y A una pretendida ilustración o equivalencia, y por lo tanto un doble renuncio del cine: respecto del concepto (que vaya y pase) y respecto de sí mismo. De esto último no hay nada en Licorice Pizza. Es uno de sus grandes triunfos. La época, por ejemplo, en lugar de subordinar todo elemento a su expresión se mueve entre ellos como una niebla fumona, en sintonía con lo que sucede en Inherent Vice pero sin sus redes de poder mutantes. En cuanto a las conexiones, hay un extraordinario juego en la zona media: entre las figuras clásicas y su disolución, entre la línea y el desvío. Basta atender a la causalidad, que es muy débil, sobre todo en lo que respecta a Gary, que dice al comienzo, a propósito de sus experiencias como actor: “Nací para esto” y se comporta durante toda la película como si cada cosa que hace, por el solo hecho de hacerla, pudiera ser definida del mismo modo. Nací para las camas de agua, nací para los flippers y claro: nací para Alana. La película le da la razón (la película es de él). Después de conocerla, Gary le dice al hermano: “Encontré a la mujer con la que voy a casarme”, y cuando al final se reúnen, antes del beso, se sube a una tarima en el negocio de flippers y la presenta con su propio apellido, como si fuera ya su esposa. «Alana de Valentine». Si hasta alitera. En realidad, más que una historia hay un conjunto de demoras y desvíos entre el primer encuentro y el beso que inaugura el noviazgo y concluye la película, porque no es que lo que Gary hace en el medio conduzca de un lugar a otro (no hay conquista, más allá de la apertura): es como si todo estuviera decidido y la cuestión pasara por ver en qué momento Alana se dará cuenta de que es así, de que ya ama a ese pendejo algo engreído, y no maternalmente, como al comienzo sugiere el orgullo con el que, al verlo actuar, les dice a los desconocidos que tiene al lado: «Soy su acompañante». Por eso, la pregunta es menos «¿Cuánto tardará (el amor) en crecer?», como dice “July Tree”, que ¿cuánto tardará Alana en descubrir que ya lo hizo, o incluso que nació crecido? Título para otra nota: «Licorice Pizza: un anti coming of age».

Así que, exento de las relaciones de causalidad más duras y hasta del criterio mismo de progresión, lo que Anderson captura y libera es una intensidad vital continua, que adquiere durante un tiempo formas tentativas y luego sigue adelante, con igual o mayor fortaleza. Esto es lo que se mueve entre las secuencias, irreductible a la historia y al concepto. Su mejor manifestación se da en los jóvenes. En Gary, antes que nada, el protagonista más chico de todo el cine de Anderson y el carácter opuesto al Barry de Punch-Drunk Love. Si en Barry toda la fuerza vital está contenida y hasta que llega el amor no encuentra otra expresión que el estallido, en Gary (tal vez la rima de los nombres venga a cuento) corre con una naturalidad extraordinaria, como si no hubiera diferencias dignas de neurosis entre lo que hace y lo que quiere. Si Barry aparece tratando de sacarle una ventaja estéril al sistema de mercancías (la compra compulsiva de budines con millas aéreas), Gary se muestra capaz de hacer coincidir mercancía y experiencia (la inauguración del local de camas de agua es una fiesta adolescente de porro y besuqueo). Si Barry corre en la ciudad aterrado por unos delincuentes, Gary corre porque sí, solo o con Alana, de día o de noche, con Bowie, los Doors o con quien sea en la banda de sonido. A tal punto los personajes se oponen que Gary está en condiciones de evitar que Alana, cuyos enojos recuerdan a los de Barry (aunque en un nivel claramente inferior, en parte porque todavía no es del todo adulta), termine convirtiéndose en su versión femenina.

La combinación de edad y carácter (quince años, máxima conexión con la vida) es importante porque deja en primer plano un cierto espíritu adolescente no melancólico en el cine de Anderson; un espíritu que toma forma entre los 50 y los 70, en el ámbito de la contracultura, pero que permanece fundamentalmente inmaduro y no doctrinario. Existe una tensión entre las figuras que se mueven y las que se quedan quietas, entre las que viven a su propio ritmo y las que asumen el ritmo de la vida llamada normal, casi podría decirse: entre las que fuman y las que no, y Anderson abraza siempre a las primeras, anden solas (como en Inherent Vice) o formen familia (como en Boogie Nights). Licorice Pizza es la película en la que sopla más libremente este espíritu no reglado. Primero porque Gary es muy joven y lo experimenta en plenitud. Después porque no hay figuras de autoridad que lo combatan. El padre de Alana y el concejal son representaciones débiles de la ley. Nixon aparece en un televisor, a propósito de la crisis del petróleo, pero aunque sea el Adversario de la contracultura y hable de algo que va a arruinarle el negocio no tiene la capacidad de afectar a Gary, que no presta atención porque está con el diario, y en el diario en lugar de detenerse en la información política pasa por las ofertas sexuales y el anuncio de Garganta profunda. No hay ningún juicio sobre esto. Al contrario, Anderson dedica su película a esa mirada. Honra esa inmadurez. Se nota especialmente si vemos qué ocurre con Alana, que tiene madre y dos hermanas mujeres pero que aparece en medio de una red de hombres (justo al revés de lo que ocurre en Punch-Drunk Love y Phantom Thread, cuyos protagonistas masculinos aparecen en medio de una red de mujeres).

La fuerza vital que resplandece en Gary no está del todo formada en su hermano menor y define distintos modos de ser en los adultos. En los que entran de lleno en el dominio de la responsabilidad, se detiene (es el caso del padre de Alana) o se reprime (es el caso del concejal gay). En los que permanecen en plan vida intensa se torna más oscura y quemada. Es lo que sucede con el Jon Peters de Bradley Cooper, peluquero de estrellas, productor de cine, novio de Barbra Streisand, tipo pasado, agresivo y eternamente caliente, casi una versión del Alfred Molina de Boogie Nights. Y es lo que sucede con el Jack Holden de Sean Penn, protagonista de una famosa película con Grace Kelly, seductor, aventurero, que después de que un amigo (a cargo del gran Tom Waits) agita su leyenda va hasta una cancha de golf y salta una hoguera con la moto. En relación con estos personajes, que tensan la cuerda hasta el absurdo, y en relación con el concejal y el joven que trabaja en su campaña, que se asumen como sujetos responsables, Gary se presenta con una luz todavía en expansión. Alana se siente atraída por los tres ámbitos en distintos momentos (nunca por su padre, claro, una simpática caricatura del judío conservador). Esa alternancia la confirma como el embrague entre nuestro mundo y el mundo de la ficción. Cuando le pregunta a la hermana si no es raro que ande con pibes de quince da cuenta de la doxa contra la cual se miden las conductas y que es obviamente la que trabaja en nosotros, y de la que el cine (este cine, no el que viene a lubricar la cultura) nos salva. El momento que resume todo esto es el que concluye la fabulosa escena del camión sin nafta. Amanece. Alana está sentada en el cordón de la vereda. En una dirección ve a Gary y a sus amigos jugando con las mangueras como si fueran pijas. En otra, ve a Jon Peters pasado de rosca: putea, rompe un vidrio, se acerca a dos chicas que pasan en plan de levante, todo en estricta continuidad. Harta, Alana mira hacia atrás y descubre en la foto del concejal un camino posible: la militancia, el compromiso, la conciencia. En una palabra: la madurez. Tiempo después, incorporada ya a la campaña, le echa en cara a Gary: “Vos andá con tus flippers, yo hago política” e inicia un intercambio de bajezas en el que ella moraliza y él, mezquino, le dice que le debe todo. Pero claro, esta máscara repentina de predicadora, esta altivez del medio pelo, esta seriedad espuria, que recuerda en parte al momento de Había una vez… en Hollywood en el que Pussycat se sube al auto, señala con el dedo a Cliff y recita un catecismo, es lo que más lejos le queda a Anderson, varias de cuyas películas funcionan como contestaciones a la Norma pero sin asumir nunca un Compromiso por su Modificación Responsable. Contra la vida burguesa, no una disciplina transformadora: la familia electiva, el porro, Pynchon, el rock. Un antiautoritarismo anarco y hedonista. Una poética de la inmadurez. Por eso, de todas las figuras de Licorice Pizza, la que le es más afín es Gary. Del mismo espíritu que mueve a su personaje vienen los ramalazos de mal gusto que atraviesan su cine, la debilidad por la caricatura y todo lo que chirría, los chistes fálicos, el helado-pija de Pie Grande en Inherent Vice, las películas de Kung Fu en Boogie Nights, el “Metela que se salió” con el que termina entre risas The Master, el humor inglés-japonés de la misma Licorice. Es tan así, está tan cerca Anderson de Gary, que, como si quisiera declararlo, reproduce a su modo el juego de varones inmaduros que molesta tanto a Alana justo antes de que empiece a trabajar en política. Ocurre en la escena final, cuando los dos llegan al nuevo negocio de Gary para por fin besarse y en segundo plano vemos al tipo que empujaba el flipper a golpes de cadera hacer lo mismo pero con una mujer entre él y la máquina. Es como si Anderson nos dijera: ustedes son Alana, Gary soy yo. Quiéranme así, inmaduro. Bésenme ahora.

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