(16 y 17)
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El canto del gallo sorprende a la pareja conversando. No vemos la fuente del cacareo en ninguno de los dos planos empalmados, pero suena a pájaro de mal agüero aunque más no sea un ave de corral, o al menos es la molestia del despertador cuando interrumpe el sueño. Tampoco los vimos irse juntos a una de las piezas del prostíbulo, y el sonido que une ambos planos también impide la elipsis sexual: amanecieron conversando en el salón. La continuidad gráfica deja a Moreira a la derecha del plano y, ya en el siguiente, sobre la izquierda aparece el funcionario de Acosta en la mitad de la pantalla antes ocupada por la mujer, decepcionante sustitución. El servicio que le encomienda a Moreira no es pronunciado sino con eufemismos, que es el lenguaje de los señores. “No sé cómo empezar”, dice mientras sonríe falsamente. «Por el principio”, corta Moreira el simulacro del otro con la fatigada y chúcara ironía del subalterno acostumbrado a los melindres patronales. El encargo prolonga su sombra sobre el primer plano del héroe a caballo bajo un cielo tan nublado como el de la misión que está yendo a cumplir: “Vea Moreira: para triunfar, la vida obliga a veces a renunciar a ciertos escrúpulos”.
Andrade y el Cuerudo, presentados en sendos primeros planos contrapicados, lo acompañan. El segundo dice que va a llover y un trueno respalda el augurio. El Cuerudo es pícaro, simpático y seductor. Los tres cabalgan en el primer plano general de la escena con la cámara a la altura embarrada de la huella. Empieza a llover cuando Andrade se detiene en el contracampo perfectamente simétrico. “No me hallo”, declara. Andrade no mata por dinero, sin conocer al futuro difunto, sin tener motivos personales. Validamos la dificultad de su decisión por lo que siente hacia el amigo, y la duración de los primeros planos que se le dedicaron durante el trayecto nos ha mostrado el arduo proceso interior. Más hosco que impertérrito, Moreira acepta las razones de su compadre con un lacónico ´ta que repite para acortar la rotunda negación del otro a seguir, y de ese modo abreviar su propia incomodidad como acortó el verbo con la contracción. Pero no cabalga ni veinte metros que ya se vuelve azuzando la culpa disimulada en orgullo. El Cuerudo impide la discusión con un “¡Compañeros!” cargado de resonancias políticas. Si a Moreira le remuerde la conciencia incluso antes del crimen político, Andrade es la conciencia del antaño potro desbocado Moreira a quien el funcionamiento del sistema ya le ha ensillado la montura. Anclado al suelo resbaladizo, alto el sombrero y el poncho amplio, Andrade es el que “se planta” sobre sus pies frente a quienes lo miran desde la altura de los caballos, con la grandeza añadida del contrapicado a ras del piso. Contadas pilchas gauchas -las del regreso al cine de Hugo Del Carril después de la tortura y la cárcel posteriores al golpe de 1955 en El último perro de Lucas Demare- fueron tan épicas.
“Dale nomás, pa’ lo poco que limpiás”, escupe Andrade al cielo, ya solo, anticipando la redentora agonía de Moreira después del encargo. Favio filma el fallido atentado contra Marañón de manera opuesta al final de la película. La violencia del hecho podría justificar largas duraciones y vistosas coreografías, pero todo es tan fallido como vergonzoso. El héroe se ha rebajado a mercenario (la dimensión trágica del relato clausura el goce anárquico del spaghetti western –sólo presente en la dimensión formal de varios procedimientos- que propiciará la reivindicación de la cinefilia bastarda por parte de Tarantino) y el costo de su decisión es demasiado alto: atrás quedó el amigo que es la voz de su conciencia, perdiéndose Moreira a sí mismo. Una muerte colateral, un surco en el cuello del héroe a quien salva el Cuerudo, una señal del cielo criollo que más parece debida al azar del registro –el sonido de unos teros- que a la planificación del rodaje o a la postproducción de sonido, un duelo de miradas en primerísimo primer plano de ojos –esos que Del Carril explota con recurrencia en La Quintrala y anticipan los de Leone- del que sale derrotada la del héroe, y un encargo voluntariamente incumplido a último momento en menos de minuto y medio y trece planos bordados por Antonio Ripoll (editor de Schlieper en Arroz con leche, de Birri en Tire dié, de Hugo del Carril en Amorina, de Feldman en Los de la mesa 10, de Kohon en Con alma y vida, de Valladares en Nosotros los monos, de Tinayre en La Mary, de Jury en El fantástico mundo de la María Montiel). Casi al final, la cámara sigue el dignísimo recorrido lateral de Marañón, que se enfrenta a Moreira solamente armado con su actitud. ¿El travelling es una cuestión de moral? “Un travelling puede ser un adagio”, prefiere Favio.
19
Las noches de Alfredo Le Pera y de Homero Manzi suelen ser interminables como la Soledad de los protagonistas de la canción homónima del primero o de Fruta amarga, pero después del Romance del Aniceto y la Francisca habrá que esperar hasta Gatica, el mono para que Favio hiciera suyas las respuestas del tango a la pregunta compartida con Yupanqui: “¿Por qué la noche es tan larga?”. En los primeros dos casos la mujer y su ausencia son símbolos de una carencia más vasta que ellas y que sus cuerpos. La falta de Moreira –en tanto error y vacío- va más allá del sexo y hasta del otro como individuo. De allí que hasta Andrade pueda quedar momentáneamente en el camino. Su interlocutor es “el mundo que ha de engañar a quien le solicite razón”. Mundo que en Atahualpa es sujeto político, siempre y cuando antes sea existencial merced a esa especie de continuo monólogo interior filosófico que la milonga propicia.
Aún acompañado, Moreira debe afrontar solo la fiebre de su culpa. Tanto que ni guitarra para acompañarse tiene (la película no carece de ella ni de guitarrero que la pulse en plano, pero Favio amplifica la banda sonora del cine gauchesco incorporando voces e instrumentos ajenos al género, o quitándolos cuando la convención espera, evitando de movida la cabalgata musical que fuera santo y seña del cine argentino). Más allá del camastro que sostiene su carne sudorosa lo espera la Muerte, que es piel y huesos. Su aparición en contrapicado marca el comienzo de la primera puesta en escena fantástica de Favio, porque la metafísica ya se había hecho presente aunque más fuese como espiritismo barrial en El dependiente, y consuma una de las dos secuencias más recordadas de Juan Moreira. No es para menos: Favio ha sido uno de los pocos directores capaces de presentar en pantalla variaciones de escenas y procedimientos que algunos de los más identificables autores europeos establecieron como propios sin fracasar en el intento. Me refiero al modo en que elabora las formas de Fellini en Nazareno Cruz y el lobo y la partida de ajedrez con la muerte de El séptimo sello en este caso.
El Cuerudo especula, Andrade calla y vela, Moreira sobrevive a la agonía y un viejo le reza al dios bendito, pero quien aparece es la Muerte encadenada a un fundido que convierte al rancho en altar gaucho y en portal hacia otro mundo. Que en Bergman será parte de éste, visible con los ojos de la fe a más de uno, y en Favio producto de la fiebre, menos alegórico que psicológico, aunque los efectos de uno y de otro se sientan sobre la carne.
- Pobre Juan, ¿ande has d´ir que no te encuentre? –es lo primero que dice la dama pálida vestida de negro.
- No serás vos a quien se lo diga. No creas que me voy a regalar –contesta Moreira, orejeando las reglas del juego.
Como Polín, que corría con la cara en Crónica de un niño solo, la de Moreira avanza marcada por el ramerío (Del Carril ya había filmado la de La Quintrala suspendida en el Tártaro y la del viudo Arellana desmayándose en Más allá del olvido).
- No es chacota, Moreira. Vine por vos.
- ¿Y de’ai? ¿Qué no podés esperar? ¿Ha de ser hoy? ¿Hoy nomás?
- Lueguito.
- Con este sol…
La frase insignia del cine argentino expresa una potencialidad amenazada. Caricia de muñón, Moreira la pronuncia mordiéndose todo el amor embarrado en los labios. Si el héroe épico, pura potencia vital, es un sol en sí mismo, el de Favio se inclina hacia la luz como las flores, anda siempre buscándola porque siempre lo amenaza la sombra. Como todo héroe popular, sólo podrá conseguir su tajada de sol con el cuchillo entre los dientes, pero la pelota no se mancha.
- ¿Tenís miedo, Moreira?
- ¡Mucho! Sí, mucho. Mucho miedo. Es que no estoy preparado, ¿sabés? ¿Cómo morir con sol? Yo creí que iba a ser de noche. Yo te esperaba una noche.
- Siempre es noche, m’hijito. Tan solo el chispazo de un yesquero es ese sol al que te querés aferrar. Todo es tan solo una noche inmensa, infinita, en el gran todo. Ni sol, ni luz. Tan solo una ilusión.
Moreira no tarda en prender fuego el diluyente nihilismo de su interlocutor con la desproporcionada ternura faviana que expande las perfectas, marciales y a menudo totalitarias dimensiones de la épica hacia el territorio de lo íntimo, que es infantil –vale decir primaria, elemental, constitutiva, inherente- confesión de vulnerabilidad. El empequeñecimiento del héroe lo agranda incluso a pesar de sí mismo. Todos los personajes de Favio –hasta la Muerte y aún más el Diablo- son criaturas abandonadas dignas de atención, pero el lugar divino está vacante: el espectador podrá ocuparlo –porque no lo es– siempre que sea para cuidarlas.
- ¡Mentís! Me voy a hacer chiquitito y no me vas a encontrar.
- Shhh (la Muerte gira su cabeza hasta mirar a cámara).
Moreira le dispara inútilmente. Cuando vuelve a disparar, esta vez a la silueta de un milico de la partida fantasmal que lo acecha fuera de foco, recibe su propio disparo en la nuca por montaje. Este falso raccord es uno de los más reveladores movimientos cinematográficos de Favio: invalidando la realidad física revela el alma, que no niega el orden material sino que lo completa y expande, por no decir que justifica. Entonces se oye un coro siniestro de rezadoras y Moreira se enfrenta cara a cara con la Muerte (sobre la izquierda del plano), que lo acaricia y arrea sin más necesidad que la de un gesto, como el de la gallina con sus pollitos. De a pie, ella controla las riendas del caballo sobre el que Moreira se deja llevar.
- ¿Por qué tanta tristeza? –lo goza la Muerte.
- ¿Es lejos?
- ¿Qué?
- Donde vamos, digo. ¿Es lejos?
- Allá, allá nomás. Al final del camino.
Los primeros planos agónicos de Moreira serán, dos años después, los de Luppi delirando sobre la grupa del caballo de Quiroga en Yo maté a Facundo, culpables ambos de aceptar sendos encargos de asesinatos políticos.
- ¿Por qué lo hacís tan largo?
- Me entretiene caminar, me aburre esto. No le hayo diversión. No tiene diversión, ¿sabís? (la humanización del Diablo en Nazareno Cruz y el lobo ya está en las gateras).
- Hermanito…
- ¿Qué?
- ¿No hay una oportunidad?
Con una flor en la mano, muy cerca de su boca, que recuerda el dramatismo radioteatral de Elsa O’Connor en La que no perdonó, del Negro Ferryera, y hace juego con la sangre que mana de la herida en el cuello de Moreira, la Muerte revela finalmente su juego en verso:
- Debajo de un pino verde, / junto al cristalino arroyo, / dormía una hermosa niña / que entre los labios tenía / un clavel como no hay dos. / Sigilosa me acerqué, / como me suelo acercar, / y no alcanzó a despertar / cuando la flor le robé.
Pese a la continuidad del diálogo, el escenario cambia. Sentado frente a la Muerte en un interior cubierto de velas que parecen elevarse interminablemente gracias al contrapicado, Moreira retruca:
- Contraflor al resto.
- A punto quiero.
- Cante.
- 37.
- 38… son más (travelling lateral que va desde la derecha hacia la izquierda (donde está sentado Moreira).
- ¿Qué buscás?
- Nada, tengo sed.
- No toquís nada, no tomés nada que anda la viruela por todos lados.
- ¿¿¿Qué hacés, qué hacés???
Moreira mira fuera de campo y la cara de la Muerte se imprime a un plano cenital perfecto de la suya, acostada en el catre donde se ha jugado su destino en la visión de la fiebre. Suena un trueno cuando la Muerte tiene la última palabra:
- No sé perder.
20
A la descripción de la escena previa le falta un plano que justifica la frase final de la Muerte. Antes de que su cara se superponga a la de Moreira cristianizado gracias a la vincha del rosario que hace las veces de corona de espinas justo cuando él abre los ojos y despierta de la fiebre, estampita pop cuyo sincretismo deja ver al Che Guevara y se prolonga con Griselda y Nazareno surfeando juntos sobre un arado, hemos visto las manos huesudas de Alba Mugica apretando contra su vientre la carta ganadora de esta partida desde hacía casi veinticinco años. Para encontrar la figura en el mazo del cine argentino tenemos que retroceder hasta 1949, año del estreno de Con el sudor de tu frente. La película de Román Viñoly Barreto empieza con una procesión nocturna iluminada por antorchas, como la escena de Favio inmediatamente posterior a la agonía de Moreira en la que velan al angelito, que no es otro que su hijo fallecido a causa de la viruela: la Muerte es mala perdedora. Pero el que avisa no traiciona, dice el dicho, y Favio había avisado desde el momento en que Alba Mugica fue la elegida para el papel de la Muerte. Cuando la procesión de la película de Viñoly Barreto se marcha luego de suplicar a Dios que haga llover, ella se queda sola, primero arrodillada y luego con un niño apretado entre sus manos y su vientre, segura de que únicamente su rogativa puede ser escuchada porque tiene una ofrenda libre de pecado: “Padre, yo tengo el ángel que ha de hablar con Dios”. Veinte minutos después arroja al nene desde el campanario de la iglesia, cegada por la desesperación y convencida de la eficacia de su sacrificio o de la posibilidad del milagro.
El plano inmediatamente posterior al de la cara de Moreira una vez que despierta de la fiebre y abre los ojos es uno del cadáver de su hijo, vestido de angelito, en lo alto del altar gaucho erigido en la casa donde lo velan. El travelling de retroceso o el zoom out, apenas interrumpido por un plano del Cuerudo apareciendo en el lugar a través de la puerta que apenas sostiene a la madre del nene y mujer de Moreira, establece la distancia física infranqueable entre el héroe y su hijo. La voz en off de Andrade, ya fuera de la casa y sumido en la misma penumbra –iluminada por cruces llameantes- que oculta a Moreira de la policía tanto como lo envuelve y acosa internamente, se deja oír: “No haga alboroto, va’enojar al angelito”. En el cine de Favio hay una variedad festiva de sonidos y de músicas sólo superada por Armando Bo (mucho más atrás se oye a Martel, que teme desafinar), pero esa fiesta es una fiesta sagrada, solemnidad amorosa que no le esquiva el bulto al sexo, el chasco, la joda y la alegría, pero su tempo no deja de ser nunca el lento de los adagios incluidos en las bandas sonoras de sus películas y también escuchados durante los rodajes por todos los que participaban de ellos.
Sobre la cara de Moreira, que sólo puede participar del duelo a lo lejos, el coro femenino del tema principal empieza a sonar junto con su voz, que no precisa mover labio alguno para hacerse oír:
- Tal vez alguna vuelta me ayudes a encontrar una respuesta a esta vergüenza mía de verme sucio. Sucio y tan culpable de algo que no comprendo, que me rodea desde hace tanto tiempo, mi amor, tanto tiempo. Como quisiera darle un beso al angelito mío, el angelito nuestro, sin mancharlo con esta suciedad que vivo y me carcome, y que no entiendo.
La culpa se deja nombrar y brilla como la herida abierta en el cuello de Moreira durante la agonía, tan artificialmente roja y profunda como la que abrió en el vientre de Sardetti y Favio filmó en plano detalle. Aunque históricamente situada, su tiempo es el omnipresente de la tragedia. Favio no filmó el pasado idílico perdido de la pareja, y por lo tanto la posibilidad de su recuperación. Apenas si las palabras de la esposa lo dejan entrever en la seguridad de unas rutinas domésticas y espirituales, dificultosas de idealizar pero perdidas para siempre:
- Yo sólo sé que perdimos a más de nuestra vida, nuestro niño. Y que te quiero, Juan. Ya no discurro con Dios, ya no le hablo seguido como antes, cuando de sol a sol te esperaba llegar de los arreos. Y hago en pensar que no le importo, que no nos entendemos.
- No es ansí, mi santita, no diga eso. Dejeló al pobrecito con sus cosas que ya tiene bastante. Tal vez ahora el angelito nuestro le cuente sus tristezas y él las oiga.
Como el diablo en Nazareno Cruz y el lobo, hasta la más pecaminosa o falible de las criaturas de Favio es merecedora de alguien interceda por ellas ante el silencio de Dios, ese tópico tan bergmaniano que Favio trasladó de la burguesía cinematográficamente europea –la argentina, muy pía en los papeles, no lo filmó nunca- hasta nuestras pampas. Marido y mujer no habrán de verse nunca más. Si hasta la despedida cara a cara les ha sido prohibida, será posible gracias al falso raccord que los une a la distancia. Cuando él se atreve a levantar los ojos y mirar al frente desde su sombra, ella está escuchándolo con todo la cara. Roto el lazo físico del hijo que los unía, infinitamente postergado el indulto que podría reunirlos, de allí en más Moreira habrá de vagar pensando en su ausencia.
(Continuará…)
Esperaba esta nueva entrada sobre Moreira ¡, obra que siempre me fascino desde que la vi en su estreno. El aporte de tus comentarios me hace volver a ella y enriquecer la mirada y el contenido. Encima, tus aportes son «por entregas» y con un prometedor «continuará» , lo que, indudablemente, la aproxima al folletín de Eduardo Gutiérrez. Gracias Marcos.
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