Llenate los ojos / de ese cielo naranja
varado en el agua / herida del zanjón.
Un cinéfilo de doce años conoce a una nena de su edad en un rodaje. La primera vez que salen juntos la lleva al cine pero no los dejan entrar porque son menores. A él no se le ocurre mejor idea que llevarla al cine porno donde el padre de un compañero proyecta. Los tres se asoman a la ventanilla de proyección y miran las imágenes que para nosotros son sólo jadeos. La película es estadounidense[1] pero transcurre en París. El nene es francés y la nena, estadounidense (que lee a Heidegger). La escena no tiene una pizca de perversión y más adelante será un motivo cómico, pero en un determinado momento la nena aparta la vista, incapaz de seguir mirando, baja la cabeza y sale de la cabina de proyección. El nene habrá de seguirla y le dirá, sin vergüenza pero contrariado, que no había planeado llevarla a ver esa clase de películas, que piensa que el amor es otra cosa.
*
“Lo que más nos atraía en la Avenida del Nevado era el cinematógrafo, al que sólo concurríamos cuando algún circo realizaba una matinée. Al pasar frente a él, siempre nos deteníamos ante sus anuncios, en espera del momento en que nos permitieran penetrar en esa sala conocida, cuando la llenara esa oscuridad que presentíamos misteriosa, apretada y distinta a cualquier otra.
Una tarde en que se estrenaba una cinta cómica, la madre decidió, por fin, dejarnos ir a ver una película.
Cuando regresamos, nuestro entusiasmo sobrepasaba a todas las previsiones. Lo comentábamos todo; las mesitas situadas al lado de los palcos, donde nos sirvieron té acompañado de grandes platos de papas fritas; el pequeño estremecimiento cuando se apagaron las luces sin que pudiésemos distinguir dónde se hallaba Miss Whiteside; el instante maravilloso en que la pantalla se iluminó y vimos que una mujer avanzaba hacia nosotros, mirándonos todo el tiempo.
Esa noche, para festejar el acontecimiento, nos permitieron cenar con los mayores y permanecimos en la terraza hasta una hora más avanzada que la habitual.
Pero, de pronto, nuestras voces dejaron de propalar por la casa una sonoridad de fiesta. Los pasos de un caballo retumbaron, monótonamente, sobre el camino que limitaba nuestra quinta. Un impulso que no hubiéramos podido explicar nos precipitó hacia el portón. Montado sobre un tordillo, que avanzaba al tranco con la cabeza gacha y las riendas sueltas, vimos a un hombre que no logramos reconocer porque el ala del chambergo le oscurecía la cara. Durante unos segundos, la luz de nuestro portón lo iluminó oblicuamente. Vimos un bulto cruzado sobre la grupa de su caballo. Era el cadáver de un hombre. Boca abajo sobre el animal, los brazos le colgaban de un lado, las piernas del otro, balanceándose tristemente, hasta que su vaivén desganado entró, despacio, en la sombra que parecía aguardarlo.
Cuando recuerdo el primer film que vimos, siempre lo cruza ese hombre solitario en camino hacia el cementerio del pueblo.»[2]
*
El reverso de la nena británica que trepa las cuerdas de un barco es la sombría cabeza dada vuelta del mascarón de proa. Para los supersticiosos filibusteros indica la presencia de un espíritu maligno que anuncia calamidades. Dos piratas capturan un barco con siete nenes -enviados a Inglaterra por sus padres desde la colonia- después que un viento huracanado les destruyó la casa. La madre quiere que tengan una mejor educación. Y la van a tener. Después del prólogo, diez minutos en los que la tormenta es el marco para que la puesta en escena discrimine los espacios superior e inferior del hogar con una elegancia que el cine ha perdido y otros veinte para contar el abordaje sin exaltación. Porque el punto de vista es en buena medida el de los chicos, y los chicos no saben la exacta naturaleza de lo qué está pasando. También, porque los piratas no son crueles sino futuros tutores de la aventura. O porque no son exactamente eso que la fantasía legal proyecta sobre ellos. Anthony Quinn y esa nena, que no puede tener más de doce años, empiezan a mirarse, casi la única cosa que harán entre sí durante todo el viaje. El amplio abanico de posibilidades se desplaza a una serie de símbolos administrados para poner en escena el placer en vísperas y el placer temido, vacilaciones de quien no tiene idea de su dimensión y de quien se asombra ante el recuperado o recién descubierto reconocimiento de un límite. El plano de una nena que se duerme –borracha- junto a su padre en un sótano compartido con esclavos, mientras estos practican su magia para protegerse de la naturaleza, y el plano de otra nena -más chica todavía- que participa del encuentro entre un pirata y una puta son paraísos perdidos o precoces, virtualmente infernales.[3]
*
Si preguntáramos quién es Lola, al menos cuatro Flauberts del cine contestarían desde el más allá con un “Lola c’est moi” tan afirmativo como la escritura fílmica de cada uno de ellos. Porque el mito fue puesto en escena por estilistas de la talla de von Sternberg, Ophuls, Fassbinder y Demy. Marlene Dietrich, Martine Carol, Hanna Schygulla y Anouk Aimée fueron sus respectivas máscaras. De todas esas versiones, la más tierna, la más amable, la más púber, la más fresca, la más etérea es la de Jacques Demy, que parece acompañar a la Nouvelle Vague como un hermano menor, un compañero en los bordes de la foto de conjunto, un muchachito ensimismado, soñador, un tanto femenino, taciturno y poco beligerante. Su opera prima -con la cámara lenta más conmovedor (por eso mismo, más breve) y la tristeza más radiante de la historia del cine no sólo es una usina de emociones fugaces, sino también una de las más complejas estructuras temporales pensadas para el cine. Difícilmente su gracia pueda ser descifrada del todo alguna vez. Para el baño de lágrimas, la fuente del melodrama. Lola[4] pertenece al género no oficial de «heridas luminosas». Son hijas de la lágrima que no desborda, espejos de agua haciendo equilibrismo en el borde del párpado cuya superficie es pantalla del alma -a falta de palabra más original y menos licuada- que llora hacia adentro el llanto puro del adiós, del alma que canta.
*
«El Gordo vivía por aquellos años a pocos pasos de Corrientes, en un segundo piso que hubiera podido alumbrarse con el letrero luminoso de enfrente, el del cabaré Chantecler. Una noche de verano, enfriada solo por el hielo del whisky, estábamos en ese departamento seis personas: los dueños de casa, el escritor y periodista Miguel Ángel Bavio Esquiú con su mujer y yo, acompañado por Julieta. El entusiasmo era uno solo y por una letra de Cátulo Castillo que andaba por hacerse tango: La última curda. Hubo ya un momento en que el tarareo no alcanzó y Bavio impuso:
-Gordo, chapá la jaula.
Troilo no se hizo rogar y comenzó a desgranar los acordes del tango, y yo por supuesto a entonarlo, a hacerme de sus palabras. Al rato estábamos tan absorbidos que la cosa se había convertido en un ensayo en toda regla. Al casi par de horas de retoques y comentarios, también de tragos, el tango iba quedando redondo. Las puertas del balcón estaban hacía tiempo abiertas de par en par, pero si hubiera aterrizado en el departamento un plato volador no lo hubiésemos visto. Por eso tampoco advertimos que enfrente, en la vereda, se habían ido juntando muchas personas.
Y ya cerca del amanecer, cuando se produjo la salida de la gente del cabaré, pareció que el mundo se venía abajo de aplausos y ovaciones. Fue cuando salimos a ver qué pasaba y nos dimos cuenta de que se estaba interrumpiendo el tránsito. Igualmente tuvimos que acceder al pedido de hacer el tango entero desde el balcón, a puro fueye y cantor. Era una noche tan hermosa que cantar «la vida es una herida absurda» sonaba casi a macana.»[5]
*
Un músico de jazz recuerda sin énfasis las palizas que sufrió durante el servicio militar por ser negro. El actor que lo interpreta es un verdadero músico. Debió haber vivido o conocido experiencias similares. Su personaje se basa en las de Bud Powell y Lester Young. El hilo de su voz se desenreda como el travelling lateral, que en realidad es un paisaje filmado desde un vehículo, en el tiempo y en el espacio. Vemos pasar, desde este lado de una alambrada, las barracas de una base militar prácticamente tapada por los yuyos. El grano de la imagen delata otra clase de registro. La diferencia de soporte lo contrasta con el actual –el París de los cincuenta- y funciona como flashback. Los prolijos estándares de la ficción biográfica se agujerean y corroen, ajados como la precisa pero morosa y tambaleante voz de Dexter Gordon –papel secante de lágrimas en alcohol- dándole cuerpo.[6]
*
«Fuego azul», se oye en Almita herida, y con esas dos palabras Cadícamo da con la fórmula melancólica del tango.
*
Me levanto a las cinco de la tarde y no sé si estoy un día adelantado o atrasado. Como algo, pongo un disco, me asomo al balcón, enciendo un cigarro y desde el séptimo piso miro a la piba que tiende la ropa en una terraza. Tiene puesto un vestido bordó con motivos amarillos que no alcanzo a distinguir. El pelo lacio, menos rubio que castaño. Va del montón de prendas a la soga. En el camino le acaricia la cabeza a un nene que no hace mucho aprendió a caminar. Cuando vuelve de colgar la sábana toma helado de un envase de telgopor blanco. De vez en cuando un tipo con pantalones cortos negros aparece, le habla y baja de nuevo las escaleras. Antes de volver a la terraza, la ropa y el nene, se queda parada junto a la baranda, la pierna derecha flexionada como una garza.
*
“La primera vez que tomé contacto con Dolphy fue durante sus actuaciones con Hamilton. Mientras el conjunto estuvo en gira, Chico abría el programa con un tema en el que presentaba a Eric tocando el clarinete bajo. En aquel momento parecía que había algún problema de afinación, pero tiempo después, durante un reportaje realizado por Don de Michael, Dolphy explicó la utilización de un cuarto de tono.
‘Esa es la manera en que los pájaros lo hacen. Ellos tienen notas en medio de las nuestras. Al tratar de imitar lo que hacen uno se encuentra, por ejemplo, una nota que está entre el fa y el fa sostenido. Entonces no queda otro remedio que cambiar el tono. La música india tiene algo parecido, diferentes escalas y cuartos de tono. No sé cómo se lo puede llamar, pero es hermoso’.”[7]
[1] Un pequeño romance (George Roy Hill, 1979)
[2] Norah Lange, Cuadernos de infancia
[3]Viento en las velas (A high wind in Jamaica, Alexander Mackendrick, 1965)
[4] Jacques Demy, 1961
[5] Edmundo Rivero, Una luz de almacén
[6] Round midnight (Bertrand Tavernier, 1986)
[7] Leonard Feather, Nota en contratapa de un disco de Eric Dolphy