Baigorria, por Gerardo Vallejos

Trasladados al Club Almagro gracias a la solidaridad del “Tito” Norry, su eterno presidente (nunca olvidaré su hermosa y siempre elegante imagen de Humphrey Bogart gardeliano), mis padres atendían la cantina y eran responsables de la limpieza diaria del local: dos canchas de frontón, dos canchas de bochas, baños y vestuarios, una sala comedor, otra de timba, una habitación sede de la Asociación Tucumana de Ajedrez, y otra sede de la Asociación Colombófila. La parte principal del edificio tenía dos plantas, con las sedes mencionadas y dos habitaciones más que eran nuestra vivienda. Una pequeña puerta de madera comunicaba desde los fondos donde estaban las canchas de frontón directamente al Cine Broadway, justo debajo de la pantalla. El escape a mis obligaciones escolares y de ayuda a mis padres en la limpieza del Club, estaba en esa puerta. Por allí huía de todo el mundo real. Era mi túnel secreto que me transportaba con cada película a lugares desconocidos del mundo y de la historia, a aventuras inimaginables en las que yo era siempre, por supuesto, el héroe, el triunfador, el más valiente, el más astuto. A mis apenas doce años ya era capaz de matar en terrible lucha a diez malvados y salvajes indios sioux que siempre nos atacaban de noche y a traición; bailar en lujosos salones con la más bella mujer delante de los propios ojos de su marido, con el que luego -por sus celos- me tenía que batir a duelo de pistolas sin saber el pobre que donde yo ponía el ojo ponía la bala; de la misma manera que siendo capitán pirata en el Caribe no quedaba barco con algún tesoro que no cayera en mis manos; ni pistolero del oeste que no huyera cuando, nombrado sheriff, me encomendaban imponer el orden. Amé a las más hermosas mujeres de todas las razas y tiempos (incluyendo a Cleopatra), y para el futuro del mundo me había inventado un cinturón al que con sólo apretarle un botón me hacía inmediatamente invisible al ojo de todo ser humano.

Vivía en carne propia todas las aventuras, participando en ellas más de una vez, pues las tres películas diarias que pasaba el Cine Broadway, se repetían toda la semana. Calculaba así de un día para otro el momento para entrar por mi túnel y retomar la acción del día anterior, o para disfrutar nuevamente de la que ya había vivido. Así todos los días, hasta que mi madre al fin entraba a buscarme, silenciosa en la penumbra, regresándome a los horrores de las obligaciones, del estudio, del buen comportamiento del trabajo y de la pobreza. La otra cara de mi realidad, como la otra cara del cine, era el duro trabajo. Tal como el de Baigorria, el operador que desde la cabina del Broadway, con el sofocante calor de los arcos humeantes, proyectaba rollo a rollo las imágenes de mis ilusiones. Cuando subía yo a llevarle la Bidú o el café, aprovechaba para admirar esas dos grandes máquinas descubriendo proco a poco los secretos de sus mecanismos.

Ya conociendo la alternancia en la proyección, muchas veces le advertía a Baigorria:

  • ¡Ojo, que se está por terminar el rollo de este proyector!

Con lo que el hombre se apresuraba a enhebrar el siguiente en el otro proyector, diciéndome:

  • ¡Atendé las marcas! ¡Atendé las marcas! ¡A la tercera contá hasta cinco y decime “ya”!

Ansioso yo, subido en un cajón de cerveza, asumía con gran profesionalidad la tarea encomendada, mirando con atención hacia la pantalla por el hueco de cristal, en espera de ver en el costado superior derecho las marcas (generalmente cruces transparentes) que anunciaban la inminencia del final del rollo.

  • Una… dos… tres… uno, dos, tres, cuatro, cinco, ¡ya, Baigorria, ya!

Baigorria, que justo en ese momento había terminado de cargar en el otro proyector el rollo siguiente y encendido sus carbones… ¡plaf! lo arrancaba con una mano al mismo tiempo que con la otra apagaba los carbones del anterior.

  • ¡Muy bien! ¡Perfecto!- gritaba yo ante la pericia de Baigorria, quien gracias a mi indicación precisa había logrado que nadie del público notara el paso de un proyector al otro.

Además de esta ayuda, con el tiempo me fue encomendando otras, como rebobinar el rollo de película ya proyectado con una enrolladora manual y ponerlo de nuevo de comienzo. Muchas veces en esta tarea, de pronto saltaba la película por una rotura. Como no era cine de estreno, Baigorria protestaba mucho por el mal estado en que llegaban las copias, generalmente con varias pegaduras (que se despegaban), o con las perforaciones rotas que trababan la película en el proyector. Esto era lo peor, porque Baigorria tenía que detener la marcha del proyector, encender las luces de la sala (ante el pataleo y los silbidos del público), y rápidamente desmontar la película, cortar el trozo de las perforaciones rotas, raspar con una hojita de afeitar la película, untar la acetona, pegarla, cargarla nuevamente en el proyector y reiniciar el espectáculo.

Cuando lo hacía rápido porque la rotura no era muy grande (esto lo supe luego), muchos varones que habían aprovechado el corte de la proyección para salir al baño a mear, retornaban puteando y con el pantalón mojado.

El tiempo y la confianza me fueron permitiendo llegar a pedir a Baigorria una imagen determinada de alguna película que yo había visto en la sala veinte veces. Me alucinaba que esas fotos transparentes que yo podía ver y tocar, al pasar por el proyector, recobraran vida y movimiento. El cine era eso: ¡unas cuantas fotos!

La mayoría de mis compañeros en la Escuela Mitre (a la que iba por estar sólo a tres cuadras en la misma calle Santiago) eran lo que llamábamos “niños bien”, todos de ese mismo barrio céntrico. Mi marginación era evidente, y acentuada por las costumbres de los barrios en que había vivido antes, de gente pobre como yo. De ellos había aprendido, por vivir todo el día en la calle, las miles de tretas y estratagemas de la lucha diaria por ser el más importante, a lo que aspirábamos todos, en confrontaciones de habilidad, destreza, astucia o fuerza. Desde las más simples cosas a las más complicadas: ganar una carrera a la vuelta de la manzana con los pies descalzos, trepar hasta el punto más alto posible de un árbol, robar frutas en el Mercado de Abasto, matar un gorrión de un solo hondazo, mantenerse más tiempo “colado” en el eje trasero de un cochero, o del tranvía, robar más cañas al paso de “la cañera” (el camión que las transporta al ingenio), conseguir más gatos (que pagaban muy bien) para alimentar a los leones del “Circo Hnos. Gani”, animarse a caminar por la pared del cementerio de noche ante los aullidos del “Familiar”: ¡siempre compitiendo para ser el mejor, el líder, el jefe de la barra!

En la Escuela Mitre no era así (salvo con el “Negro” Delgado y el hijo de un ferroviario), allí se competía desde otros valores nuevos para mí: la calidad de la ropa, la cantidad de monedas para tomar una Bidú o dos en el recreo, la marca de los zapatos, la cantidad de sirvientas que se tenía en la casa, si el auto del padre era Ford o Chevrolet, si se veraneaba en Tafí del Vale o en Mar del Plata, si se tenía reloj pulsera; en fin, la competencia de los que tienen, por lo que tienen. Ante ellos se evidenciaba mi pobreza y con ello mi inferioridad. El cine fue también entonces mi recurso, en aquella salvaje lucha diaria, que me integró a los compañeros. A pesar de que yo iba a la Escuela de zapatillas y con la ropa grande o chica porque mi madre la compraba en “Casa Peral” con el criterio de que debía durarme tres años, el primero “un poco” grande, el segundo “a medida”, y el tercero “uno poco” chica. Pero como yo creía también, pasaba directamente del “muy grande” al “muy chico”, sin que mediara tiempo para que me quede bien.

Comencé a equilibrar mis relaciones en la Escuela Mitre, primero gracias a los recortes de película y a las fotografías de los actores y actrices famosas que conseguía del Broadway, y que vendía a precios decididos por “la cara del cliente”. Segundo, por la superioridad que me daba el haber visto las películas muchas veces, con lo que la descripción de escenas y diálogos que podía hacer eran siempre con más detalles a los de cualquiera, que la había visto sólo una vez en la matiné del domingo. Y tercero, cuando inventé y puse a la venta la “caja de visionado”. Con este invento ya sacaba mucho más dinero, aumentado la cotización de cada visionador de acuerdo a la escena que se podía ver en el fotograma. Las más caras, por supuesto, eran las de Rita Hayworth.

Las visionadoras eran simples cajas de fósforos enmarcando el fotograma, con un pequeño suplemento en forma de cono de cartulina negra. Con sólo apuntar la visionadora a una fuente de luz se era dueño de Rita Hayworth.

Sin embargo, aunque pocos, hay otros momentos que recuerdo de máxima superioridad con mis compañeros “bien” de la Mitre: cuando en el Cine Broadway se pasaba alguna película ¡prohibida para menores! Baigorria me dejaba verla desde la cabina de proyección, paradito en mi cajón de cerveza, con la mirada ansiosa siguiendo los mágicos haces de luz y sombra del proyector sobre la pantalla. Al día siguiente me rodeaban todos mis compañeros para que les contara cómo había sido esa película prohibida que ninguno de ellos había podido ver. Contaba un trozo y pedía que me invitaran a una Bidú, seguía contando con lujo de detalles, inventaba en realidad una nueva película, mucho más prohibida, creando mayores expectativas, deleitándome en la mentira.

Recuerdo en especial haber visto de esta forma clandestina la famosa “Manon” de Clouzot en la que por primera vez vi en la pantalla las tetas de una mujer. Lo recuerdo bien porque estas tetas tuve que describirlas muchas veces. Gracias también a Clouzot disminuyó mi inferioridad entre mis compañeros.

*

Publicado en Un camino al cine (El Cid Editor, Buenos Aires, 1984), capítulo «Mi primer descubrimiento, entre lo mágico y lo real».

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