Joaquín Jordá entre Pasolini y Rohmer: dos notas y un epílogo, por José Miccio

Volví a leer después de mucho tiempo el libro que recoge la presunta polémica cine de poesía–cine de prosa entre Pasolini y Rohmer. Digo presunta porque se trata de dos textos muy poco conectados entre sí. El de Pasolini es una lectura que realizó en 1965 en el festival de Pesaro, por entonces un lugar fundamental para la cultura de izquierda no dogmática. El de Rohmer es una entrevista publicada el mismo año en Cahiers du cinéma, en la que se refiere un par de veces a Pasolini a instancias de sus entrevistadores. Haciendo el esfuerzo por otorgarles a los textos un carácter legítimamente polémico (haciendo un gran esfuerzo), hay que decir que se trata de una discusión muy por debajo de sus contendientes, aunque con fragmentos brillantes acá y allá. Después de páginas de apresurada semiología, Pasolini dedica unos párrafos notables a Godard, llenos de audacia ensayística. En las antípodas, con una calma admirable, Rohmer desprende ideas modernas de criterios que en apariencia no lo son. Se trata, en resumen, de un libro interesante, hoy más bien documental. De lo que nunca me había dado cuenta es de que en los márgenes hay una comedia. Una comedia política.

Cine de poesía contra cine de prosa salió en España en 1970, por Anagrama, con prólogo del crítico italiano Adriano Aprá y traducción y edición a cargo de Joaquín Jordá. Ninguno de los dos celebra el libro para el que trabaja. Aprá reconoce el valor de las argumentaciones de los cineastas pero cuestiona sus definiciones, que “… establecen referencias literarias innecesarias, en oposición al rigor científico y a los estímulos semiológicos de los que parte, en cambio, Metz”. La mirada de Jordá es menos coyuntural. Aparece primero en dos notas a pie de página. En una, ajusta cuentas con el texto de Pasolini:

«Todo este párrafo denota clara y cruelmente la inconsistente tramoya del pensamiento pasoliniano cinematográfico de aquel momento. Las características que cita como peculiares y típicas del cine “moderno” no han llevado, en la mayoría de los casos, más que a Lelouch y a sus imitaciones americanos (sic). La verdadera ‘vanguardia’ cinematográfica, la de Straub, Skolimowski y tantos otros, utiliza bien pocos de los procedimientos citados por Pasolini, que él mismo, paradójicamente, ha utilizado en escasísimas ocasiones»

Los procedimientos de los que habla Pasolini y cuya importancia relativiza Jordá son los que hacen notar la cámara. La alternancia de objetivos diversos, los contraluces acusados, el zoom, el falso raccord, los travellings exasperados. A pesar de señalar que la idea de notar la cámara es más bien pobre, Pasolini la acepta como quien concede rigor conceptual a la voluntad comunicativa y finalmente la hace coincidir con lo que él llama cine de poesía. Más allá de lo que se piense de esto, que deja bien establecida la diferencia con el cine de prosa y alimenta por lo tanto el mismo cuadro de doble entrada con el que todavía insistimos en hablar de cine clásico y cine moderno, o de imagen-movimiento e imagen-tiempo, lo llamativo es el tipo de comentario que merece, no solo porque es critico con el texto sino por su registro, con frases como “la inconsistente tramoya del pensamiento pasoliniano”. Pero aún más notable es la segunda nota, esta vez dedicada a Rohmer, en la que Jordá trata de calmar enojos seguros de los lectores, a los que presupone de izquierda (algo lógico teniendo en cuenta lo que era Anagrama en aquella época) y fundamentalmente cabezaduras. Rohmer dice:

“Que yo sepa, la izquierda no tiene el monopolio de la verdad y de la justicia. Yo también soy partidario —¿quién no lo es?— de la paz, la libertad, la extinción de la pobreza, el respeto a las minorías. Pero no llamo a eso ser de izquierdas. Ser de izquierdas, es aprobar la política de algunos hombres, partidos, o regímenes precisos que se denominan así, lo cual no les impide practicar, cuando les conviene, la dictadura, la mentira, la violencia, el favoritismo, el oscurantismo, el terrorismo, el militarismo, el belicismo, el racismo, el colonialismo, el genocidio. Por otra parte, me equivoco en seguir hablando de esto. Todo el mundo sabe que estas viejas categorías de derecha y de izquierda ya no significan nada hoy —si es que alguna vez han significado algo—, al menos en Francia, entre los ‘intelectuales’”.

Y en la nota a pie, anota Jordá:

«Antes de escandalizarse, sugiero una breve meditación sobre la justeza de las frases de Rohmer, sin perjuicio de que sus intenciones me parezcan mucho más discutibles. ¿Es fácil negar, por ejemplo, que, de unos años a esta parte la actualidad y la práctica política han creado un gran magma operacional y centrista con los conceptos y actitudes de la izquierda y la derecha clásicas por cuyos extremos escapan una ultra–derecha y una ultra–izquierda de características muy distintas, e incluso las de la última contrapuestas, a las de sus padres putativos? Naturalmente, yo no intento realizar una operación de salvamiento de Rohmer, diciendo que es un izquierdista que se desconoce; intento salvar, más bien, la justeza de aquella frase de Gramsci, tantas veces dicha como pocas practicada, de que “la verdad siempre es revolucionaria”.

El pase de magia final es extraordinario: un combate de izquierda a la banalidad de izquierda. Como Rossellini en Europa 51, que pone en escena a un cura pusilánime, como Fassbinder en El viaje a la felicidad de Mamá Kusters, que cuestiona los catecismos marxistas, como Ruíz en Diálogos de exiliados, que hace humor con ciertas costumbres de los chilenos exiliados en Francia, Jordá trabaja contra los propios, convertidos en defensores de aquello cuyas mismas ideas dicen poner en cuestión. Esa es la pelea que da en los márgenes. No es un tema apenas histórico. Y no alcanza solo a cuestiones directamente políticas como las que trata Rohmer en la entrevista y Jordá comenta a pie de página. La nota se actualiza (y sin que sea necesario señalar la diferencia entre lo que se dice y las intenciones) cada vez que alguien de izquierda tiene el coraje de rechazar la subordinación del cine a los temas, la facilidad de frases como “es una película necesaria” y el recurso a causas nobles para militar la castración, el secreteo y la mera identidad. O en menos palabras: la nota se actualiza cada vez que alguien de izquierda se niega a solventar la defección estética de nuestro progresismo burgués.

Todavía más notable es el epílogo, de extrema precisión conceptual (más allá de si se acuerda o no con lo que dice), en el que Jordá desarrolla lo que apuntó en las notas:

«Aunque, como bien señala Adriano Aprá al principio de este cuaderno, la polémica Pasolini–Rohmer no resulte excesivamente enriquecedora acerca de las posiciones del cine como ‘poesía’ o como ‘prosa’ que ambos pretenden defender, sí lo es, en cambio, para ilustrar dos maneras muy diversas de consideración, acercamiento y utilización del hecho cinematográfico, que difieren radicalmente desde su mismo origen. Y en la que Pasolini no lleva, en mi opinión, la mejor parte. Me explicaré. Nada más lógico que Pasolini, que llega al cine a partir de una copiosa, elaborada e incluso interesante obra literaria y ensayística, vea en él algo parecido a una culminación teleológica de su itinerario creador y entone ante la cámara y la película un conmovedor y apasionado ‘¡Thalassa, Thalassa!’. Es decir, aborda el cine con todo el rigor intransigente y puritano del neófito, o del converso, sin poder prescindir, no obstante, de unas secuelas de fidelidad a una historia personal de intelectual riguroso que le lleva a revestir el nuevo medio de expresión con toda clase de galas culturalistas. Actúa, más o menos, como el enamorado que para justificar su nueva amante se esfuerza en adornarla con profusión de adjetivos encomiásticos, y un tanto ‘off–side’, como inteligente, profunda, sensata, prudente y discreta, carente como está de la familiaridad necesaria para decir simplemente ‘porque sí’. (…) Rohmer, en cambio, se encuentra en el cine como el pez en el mar, y transita fácilmente por él sin necesidad de explicar cómo y por qué lo hace. Tan estupenda y envidiable familiaridad con el medio, le permiten decir cosas profundas en un tono de aparente cotidianeidad, que ni siquiera rehuye la utilización de un aparatoso ‘terrorismo de derechas’. Sabe, sin tener que razonar demasiado y buscar excesivos apoyos intelectuales, que el cine es un arte, que la modernidad se encuentra sin buscarla o no se encuentra nunca, y que todo ello es un medio —para el cual hay que buscar empleo—, pero no un fin. Verdades simples, probablemente, pero más fértiles que las suministradas por el aparato lingüístico–estructural un poco demasiado recién aprendido de Pasolini. Ahí reside principalmente, creo yo, la encomiable ejemplaridad de esta polémica y la condición que hace que, pese a haberse desarrollado en 1965, permanezca vigente y viva».

En el mismo 1970 en que escribió este epílogo y estas notas, Jordá dirigió junto a Gianni Toti una película de media hora llamada Lenin Vivo, recopilación de los archivos en los que quedó registrada la imagen y la voz del líder soviético. Diez años después, estrenaría Numax presenta, una gran película obrerista. Por supuesto, nada de esto le habrá impedido a esa curiosa invención burguesa llamada intelectual comprometido decir que con sus intervenciones marginales Jordá le hacía el juego a la derecha.

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