Diarios, notas y sketches 1. Lectura, intuición, juventud, por José Miccio

Los pintores solo deben meditar con

los pinceles en la mano.

Balzac, La obra maestra desconocida

1. Como es fama, los principales enemigos de la lectura suelen presentarse como sus promotores: no conformes con los valores de aquello que pretenden divulgar se la pasan declarando su importancia civil. Ah, el moralismo semiilustrado. Ah, las apelaciones fallutas al pensamiento crítico. Los lectores en serio ríen de estos renuncios y disfrutan de encarnaciones incorrectas. Una es el Juan Dalhmann de “El sur”, que sube la escalera de su edificio perdido en las páginas de Las mil y una noches, se choca la cabeza contra un tirante y termina internado con una septicemia. Dahlmann pierde el mundo en la ensoñación de los cuentos árabes (más adelante perderá los cuentos árabes en la ensoñación del mundo, porque Borges es así de extraordinario y de bicho). Hay quien lee la escena y piensa: eso pasa por no prestar atención a la realidad. Y hay quien dice: claro, es un riesgo cierto, no hay otra manera de leer. Los primeros tienen como héroes a Sartre y demás intelectuales culposos. Los segundos al Quijote y a Madame Bovary, los únicos lectores en los que vale la pena espejarse. Porque claro: es absolutamente cierto que la lectura nos aliena. Al menos si es de verdad valiosa, quiero decir. Es así también si su frecuentación nos permite reconfigurar nuestros vínculos, volvernos más sensibles al prójimo y a los detalles, y por lo tanto más inteligentes, e incluso tomar conciencia, como les gusta decir a quienes creen tenerla. Una pobre consecuencia de la lectura: el agrado de los pedagogos y demás gente respetable. Una consecuencia gloriosa: el estado de asombro persistente ante la letra y el mundo. Es por todo esto que la imagen de un libro como barrera que separa al que lee de aquello que lo rodea es perfectamente legítima. Lo penoso es que solo señale una pérdida. O que encubra un vínculo dañado, como sucede tan a menudo en las escenas de crisis matrimonial. Por leer no se ve aquello que está fuera del libro. Por no querer prestar atención a alguien, se lee.

Italo Calvino dio una hermosa versión alternativa de la lectura en “La aventura de un lector”, uno de los relatos que componen Los amores difíciles, en el que alguien duda entre el sexo y el libro no por motivos oscuros sino felices. El libro no niega ni encubre nada. Es una plenitud momentánea (como todas), en tensión con el mundo (como siempre), libidinalmente voraz. Por algo será que para permitirnos expresar nuestra admiración más rotunda el español nos dio esta imagen: es un polvo.

Pero claro, así como señala el poder de la lectura, esta misma imagen señala la referencia ante la cual puede medirse su pasión, y entonces el sexo vuelve a ganar centralidad. La mujer del cuento de Calvino, que primero es “ni demasiado joven ni de gran belleza”, y después “más agradable y más joven de lo que le había parecido antes”, permite entender lo que significa el libro para quien lo elige antes que a ella o lo mantiene siempre en condiciones de disputar con ella la atención. El libro es más o igual que algo (pero nunca menos: esa es la clave del relato). Es cierto: todo está sometido a este tipo de comparaciones. Pero también es cierto que no todo tiene la fortaleza cultural como para imponerse como referencia. Ese privilegio les corresponde al sexo (como queda dicho) y al dinero, los significantes que matan a los otros significantes. Están tan agarrados al poder, son tan claramente las sospechas hermenéuticas últimas (¿lo hace por guita?, ¿lo dice porque quiere garchar?), que para señalar que son otros los criterios que deberíamos proponer como medida (la felicidad, la dignidad, la belleza, la conciencia, la salud de nuestras almas, lo que se nos ocurra), recurrimos a una retórica que repone aquello que queremos derrocar. Decimos: tal cosa es la mayor riqueza, tal otra es el mayor placer. Es comprensible. Después de todo, se trata de los dos dramas básicos de la vida adulta: la administración de la economía y la administración del deseo (esta imagen contable con la que tropecé parece establecer una última jerarquía). Por eso está mal visto que alguien, no solo un desconocido, pregunte cuántos ingresos tenemos o cuál es la frecuencia o naturaleza de nuestros polvos. Esas cosas se dicen en primera o en tercera persona, no en segunda. Se confiesan o son objeto de chisme (¿de qué vive?, ¿es pura paja?). En el primer caso, humor mediante, conforman también el juego de seducción del looser. Como si dijéramos: acabo de descubrir que mis amigos escribieron Toro salvaje:

Reacia al sistema de valores propio de los agentes civiles, improductiva, pecaminosa, orgullosamente irredimible, la lectura (la que asume un compromiso con la literatura, por lo menos, que es la que, por su potencia antiutilitaria, sirve de referencia a cualquier otra) es posible solo como afirmación de sí misma. Ese es su origen y su destino. En el camino, por supuesto, la cultura le presenta sus reclamos. Recita, con su voz de carcelera o de pedagoga sensible: seriedad, adultez, compromiso. Y reparte premios mustios: prestigio, carrera, respetabilidad. La tensión dibuja figuras diversas. Algunos (los que nunca tiemblan) asumen estos reclamos con obediencia profesional, hacen sociales, engordan su nombre. Otros -por debilidad, por vergüenza- devuelven el fuego que les dio calor alguna vez (su fórmula: esto no es solo literatura). En el extremo opuesto, otros juegan las cartas de la transgresión. Muchos negocian, con mayor o menor astucia o dramaticidad, y conceden algo para no rendirse (un caso notable: Walter Benjamin). Unos pocos, finalmente, se mantienen en su camino, como si ninguna sirena los tentara, y a menudo pagan con soledad o reconocimiento demorado su extrema fidelidad a la lectura. Blanchot, que alguna vez habló del “combate de la literatura por la literatura”, empieza así su Kafka por Kafka: “Con toda seguridad, se puede escribir sin preguntarse por qué se escribe”. La afirmación es aún más cierta para la lectura. Leemos por leer. Es eso lo imborrable.

2. Pasa algo curioso en el ámbito de las artes con la palabra intuición. Se la escucha a menudo en argumentos toscos, sin obra que los sostenga, como señal de haraganería o de torpeza engolada. Pero a la vez, no deja de aparecer justo al otro lado, ahí donde gobierna la autojustificación de la forma y suceden, entonces, las cosas que importan de verdad. Intuición es palabra de chantas y de genios. ¿Quién, además de la casi totalidad de los agentes culturales, sería tan necio como para perder a los segundos solo por mantenerse siempre a salvo de los primeros? Acá y allá la palabra crece. En Sobre verdad y mentira en sentido extramoral Nietzsche dice que el filósofo libre desarma los conceptos para dejar en su lugar solo las intuiciones. En un juego de asociaciones que le propuso Juan Alberto Badía en 1990 para su programa Imagen de radio, al escuchar intuición Charly García respondió: arte.

Palabra indispensable y difícil, que no deja de volver, intuición se encuentra en el terreno de la reflexión estética muy cerca de instinto, que es la palabra a la que recurrió Proust en Contra Saint Beuve para deponer del trono a la inteligencia. ¿Quién podría pedir hoy su restauración? ¿Quién, digo, que al hacerlo no invitara al ejercicio de la piedad, la reina única de las virtudes?

Por supuesto, si la obra es débil la intuición será una excusa. La peor excusa de todas, incluso. La que deja en ridículo al que la esgrime. Por algo aparece tan a menudo en diálogos berretas. En ese de Blackhat, por ejemplo, en el que la mujer le dice al genio de las computadoras que para conseguir lo que busca se deje llevar por la intuición. O en ese otro de Miami Vice en el que un traficante le dice a Gong Li que a pesar de que todo parece seguro una intuición lo hace dudar del trato que proponen los agentes encubiertos. El mismo tipo de diálogo arrecia en las películas de Christopher Nolan, pero en estas no hay nada que los vuelva anecdóticos, graciosos incluso, o por decir: grasadas queribles como las palomas de John Woo en Contracara o MI II, esos recreos en la tontería que se toman a veces las grandes películas. Porque aunque los diálogos de Mann puedan ser muy ridículos, es difícil no pensar que, interrogado por ciertos brillos de plano y montaje, el director podría contestar con todo derecho: intuición, en el mismo sentido que Charly le otorga a la palabra cuando la asocia al arte. Y es que si en lugar de débil la obra es grande; si es capaz de volver convincentes sus criterios, de ganarse el derecho a la pequeña mística del artesano y decir: así tenía que ser, así lo quiso el cine (o la canción, o la literatura); si es capaz de ofrecernos el deslumbramiento, o más precisamente: su amenaza, el cosquilleo de lo que viene o retorna; si es capaz, en fin, de conectarse con la experiencia que sostiene toda experiencia, y que tan a menudo asociamos con los temblores de la infancia, entonces la intuición dará cuenta, aunque no pueda decirlo, de aquello que no es meramente comunicable, de lo que se multiplica mientras intentamos describirlo, de lo que espera a las ciencias humanas al final de su largo y laborioso camino para decirles: bien hecho, buen trabajo, también soy eso, y sacarles la lengua con las tres palabras de su bandera esplendorosa: “Y sin embargo…”

3. Escribí hace unos meses un texto sobre el arte y la infancia, tópico moderno al que adscribo plenamente. (Quien así lo quiera, puede leerlo acá). Con el paso de las semanas me di cuenta de que existe un segundo tópico, igual de asentado, que liga el arte no a la infancia sino a la juventud. Ahora pienso que se puede utilizar esta distinción como guía para recorrer transversalmente las diferentes artes y armar grupos flexibles, en busca de nuevas intuiciones. Gombrowicz, Kerouac, Paul Thomas Anderson podrían ser las banderas de los que se identifican estéticamente con la juventud. Aira, Proust, Raúl Ruíz de los que se identifican estéticamente con la infancia. Los sanguíneos y los melancólicos. Los que caminan a paso firme porque algo espera siempre más adelante (de esta voluntad de vida intensa deriva su inestabilidad anímica, su oscilación entre el fervor y el derrumbe) y los que prefieren ir lento porque solo así el corazón puede guardar las huellas del camino, que ya es pasado con nosotros todavía en él. Los que escriben, como Al Alvarez en su diario de nadador En el estanque: “Ante la duda, hay que apretar los dientes y arremeter. Ese fue siempre mi lema; aunque así también es como me casé con Ursula y terminé tomándome todas esas pastillas”. Y los que dicen como Jonas Mekas en Lost, Lost, Lost: “Oh, mi infancia, se desvanece como se desvanecerán estas imágenes”.

La misma diferencia que se pone en juego para los autores puede considerarse para la recepción, siempre y cuando no olvidemos que los modos de ver-leer no son equivalentes a los modos de filmar-escribir. En mi caso, de los lectores-espectadores sanguíneos ignoro casi todo, pero envidio su capacidad de subordinar el arte a la vida. No me fue dado ese carácter, de ahí que disfrute tanto de sus manifestaciones, a menudo anárquicas, y de actores como Depardieu y Errol Flyn, cápsulas de vida en estado de combustión y renovación permanente. De los lectores-espectadores melancólicos conozco lo que me permite el temperamento. Se trata de esto, básicamente: es la riqueza sensible e intelectual que asociamos con la infancia lo que nos retiene en las zonas de alta irradiación estética y a menudo nos inclina al detalle y al fragmento, con el riesgo siempre cierto de subordinar la vida al arte. El riesgo (la promesa) alcanza intensidades difíciles de describir; en inviernos especialmente ásperos me he visto tocar las páginas de algunos libros durante largos segundos, como si toda escritura fuera el braille de una existencia. Por supuesto, aquellos deslumbramientos iniciales, los que podían retenernos durante minutos en el movimiento de un caracol, permanecen inalcanzables. Por eso vamos hacia el libro y la película, una y otra vez, guiados por la esperanza del melancólico, cuya aspiración no es la recuperación de lo perdido sino algo más humilde y hermoso: cada tanto un sacudimiento, el eco de una ebriedad soberbia y prístina, el resplandor de una potencia pura en la que el mundo empieza una vez más. No sé de muchas cosas más dulces que ese premio efímero.

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