La resa dei conti (1967)
Rodríguez
Hay algo fundamental en el punto temporal en el que Sollima ambienta su película. No soy un experto en western ni mucho menos, pero mi impresión general es que los western suelen estar ambientados en plena época del Wild Wild West, cuando la fuerza era ley y el territorio era virgen, o a lo sumo en la época final de la frontera lejana, con el inicio de la llegada de la civilización y la ley y el orden (a lo Ford, digamos). En cambio, Sollima no. La resa dei conti está ambientada en el momento exacto en el que el Lejano Oeste muere. El inicio de la película es claro: Corbett acaba de matar a los últimos tres asesinos que quedaban sueltos en todo Texas. Con su propia mano trajo el orden (y la muerte) al territorio, para que la sociedad ordenada pueda pastar tranquila y acumular ganancias. Casi la totalidad de la película transcurre, entonces, en el Oeste en el que ya está instalado el orden.
Algo parecido pasa en Cara a cara, en la que un profesor enfermo de Boston se va a descansar a Texas (un territorio evidentemente ya pacificado, si es destino de turismo salubre) y ahí se encuentra con los descastados, los restos viejos de aquella frontera que ya no existe.
A Sollima no le interesa aquel territorio perdido de individualismo y violencia desenfrenada, ya sea desde una perspectiva “realista” (como en el spaghetti) o para mostrarlos en una luz crepuscular (como en el western clásico). Sollima lo que mira es lo que vino después: ese sistema (que se parece sospechosamente al nuestro) en el que la violencia no desaparece pero toma otras formas, más pulcras, escondidas, anónimas. En ese universo nuevo, Corbett (el enorme Lee Van Cleef) ya no es un cazarecompensas sino un senador. El tipo es el mismo. Los medios son otros.

Pero incluso dentro de ese universo en el que ganó el orden, Sollima presenta siempre criaturas que están un poco fuera de lugar. El primero de esos que vemos en La resa dei conti es el propio Corbett, a quien el sheriff gordo le dice bien rápido: “A vos te pica el dedo”. Se acabaron los asesinos sueltos, pero él toda la vida no hizo más que cazarlos. En teoría, la tarea de atrapar a un fugitivo mexicano (que en su vida profesional no hubiera merecido que se pusiera en acción) es una especie de treta política para impulsar su figura como candidato; los espectadores sabemos que Corbett tiene el culo inquieto.
El segundo de estos desclasados es, por supuesto, Cuchillo Sánchez, el prófugo, un roñoso muerto de hambre que, sin embargo, resulta mucho más escurridizo que los criminales profesionales. Hay una razón para eso. Hasta encontrarse con Cuchillo, Corbett cazaba siempre a tipos duros, tipos recios, criminales serios. Cuchillo casi que no llega a criminal, pero sobre todo no llega a tipo serio. A la sed y el modo épico de Corbett (con mirada de Van Cleef) se le opone lo que nunca hubiera imaginado encontrar: un payaso, un boludo que se arrastra por el barro, un bruto que usa cualquier truco (y tiene bastantes) con tal de escapar, un tipo sin dignidad. Frente a la epopeya del gran Corbett (el cazarecompensas del Oeste, el futuro senador) lo que lo desarma es el espíritu juguetón y jugador, irresponsable y alejado de todos los valores que él considera dignos. Al principio de todo Corbett planifica un plano de tres balas por tres asesinos sin municiones, para matarlos a todos con excusa y dignamente. Cuchillo no pide esa dignidad: le pincha el culo con una espina para lograr escapar. Ni siquiera intenta matarlo cuando puede: no quiere la destrucción sino la huida.
Esas dos lógicas (la épica y la rastrera) son las que se escurren y escapan de ese sistema que ya se impuso, que quiere manejar el monopolio de la violencia, que quiere esconder con la mentira de las ideas.
Sollima está interesado en todo eso.
Vieytes
Primero me saco de encima la constelación de sinapsis cinéfilas. El austríaco sibilino que usa monóculo y toca el piano en una velada de nuevos ricos llena de candelabros y rosas parece un cristalino prototipo de los personajes de Waltz en las películas de Tarantino y prepara el ambiente de la velada paqueta de Django sin cadenas que terminará como la mona. Después de ver esta película de Sollima con Tomas Milian, su aparición al final de La luna (Bernardo Bertolucci) como el padre que restaura el orden saludable gracias a un deus ex machina operístico y sensible es todavía más querible. Además equilibra la balanza de los spaghetti de Milian, que en el otro platillo tiene al villano de Los cuatro del Apocalipsis, película de Fulci tan despiadada como su personaje. Y puede que Nieves Navarro, clown queen en las extravagancias de Massimo Dallamano, aparezca como la terrateniente rodeada de chongos –alla Barbara Stanwyck- sólo para que yo no pueda dejar de pensar que los títulos a todo color, con música de Morricone y fabuloso diseño (cuyo autor ignoro aunque sea digno de la misma gloria que le damos a tipos como Saul Bass) suelen ser salsa de giallo derramada sobre los spaghetti, fuegos artificiales pop explotando contra el esponjoso cielo que veremos.

Ahora sí: ¡Loado sea Sollima que estás en la tierra por la gestación del inolvidable mexicano que está siempre escapándose al grito de “Cuchillo se las toma”! Si me volvió loco la primera vez que la vi fue por la progresiva desorientación del héroe yanqui a medida que trascurrre el relato. Lee Van Cleef se adentra en territorio mexicano persiguiendo a un personaje salido de la picaresca latina, derrotado cuya nostalgia de la revolución no se expresa en la inacción sino en la fuga permanente. Obligada desde que la acusación de violación (en The young one, una de las dos películas en inglés de Buñuel filmada pocos años antes, a un negro le endilgan el mismo delito) y asesinato de una menor pesa sobre él, promovida por el gringo liberal que le promete, en connivencia con un compatriota de Cuchillo culto, oligarca y cipayo, la senaduría al sheriff de Van Cleef.
En las películas de Sollima se pone en discusión el poder: quiénes, por qué, cómo y con qué resultados lo ejercen. Marcos describió su despliegue argumental. En el orden del relato, Sollima se desmarca como Garrincha junto a la raya. El gringo aparece impecable y seductor como Van Cleef sabía serlo: serio, tranquilo, letal, con ojos de lince y sonrisa escéptica. Sabe tirar como nadie, fuma en pipa, no le interesa mayormente el dinero, apuesta todo lo que tiene si hace falta, no le tema a la autoridad. ¿Qué más se le puede pedir? Primera gambeta: Van Cleef acude a la fiesta del capitalista que le ofrece la función pública a cambio de aprobación para sus proyectos. Cuando van a sacar la foto matrimonial, porque una boda es pantalla para el lobby (además del fin de la aventura y el comienzo de la política, punto de quiebre en donde se sitúan todas las películas “de género” de Sollima), aparecen dos miembros del grupo de tareas de la corporación y arruinan la imagen paqueta: la de ellos pero sobre todo la nuestra. Un protagonista tan ambiguo como Van Cleef no puede ser un súper héroe. El que manda en La resa dei conti es el antagonista (como Ornella Mutti en La moglie piu bella, la película de Damiani que nos deja huérfanos de godfather en medio de una de gangsters).
El tema es que Cuchillo no aparece hasta bien entrada la película, después es un objeto visual esquivo porque Sollima no acompaña su fuga sino la cacería que Van Cleef emprende esponsoreado por el capitalista, está siempre sucio, putea, no usa armas de fuego y -horror de los horrores- es el más inteligente de todos. O sea que los espectadores del partido no somos Garrincha sino el defensor al que Garrincha le pinta la cara las veces que quiere con caño a lo Trinche Carlovich incluido. Hablando de firuletes, cortes y quebradas, Sollima plantea la primera escena con lentitud ritual para resolverla con planos-balazos que duran lo que el parpadeo de Murch. En las pícaras elipsis de Sollima, refugio de toda la astucia superviviente del mundo, caben robos y fugas. Versión analógica del correcaminos, el mexicano siempre va un paso adelante de Van Cleef, como el Vietcong con el coyete imperial por entonces, hasta que se la pone literalmente por atrás. A Sollima le sobraba veneno.

Finalmente el héroe puritano anglosajón recibe y aprovecha la lección del mejicano para convertirse en otro vagabundo más en el desierto (“forastero en la tierra habrás de ser”, dice el mandato bíblico) que es donde La resa dei conti termina al igual que Cara a cara y Corri uomo corri, pero habiendo aprendido a colaborar con el otro ya ver en el pícaro nómade la versión complementaria del caballero errante, Sancho Panza del Quijote. De yapa, Sollima se encarga de que el arquetipo cómico -o comic relief– deje de ser exclusivamente motivo de escarnio sin traicionarse a sí mismo ni renunciar al filo bufón ni a la alegría. Cuchillo siempre sale a la cancha con la risa entre los dientes.
Miccio
La resa dei conti empieza en las colinas, con la caza de unos delincuentes, sigue en la conisaría y salta a una fiesta de casamiento de gente bien, en una mansión, con ropa elegante, fotógrafo y demás lujos. Corbett (el gran Lee Van Cleef, en su primera película pos-Leone) es el que conecta todo: es quien limpia de criminales el pueblo, a quien el sheriff le dice que está listo para el Senado y quien acepta que el tipo que quiere levantar un ferrocarril para unir Estados Unidos con México le financie la campaña, porque claro: no basta la virtud. Corbett no es un trepador: es un tipo que cree en la ley. Un hombre recto. Lo dice de entrada: no me interesa el dinero, me interesa Texas. El Cuchillo Sánchez de Tomas Milian es su contracara y el último capítulo de su carrera en las armas. Un pícaro, un ladrón, una máquina de sobrevivir que hizo la revolución con Juárez y que ahora que las cosas volvieron atrás está suelto, sin lugar en el que descansar, perseguido también por la ley de su país. Corbett es el jardinero de los poderosos, aunque no lo sabe hasta bien avanzada la historia. Cuchillo es el yuyo que resiste al modelado. La película de Sollima es la historia del yuyo que sobrevive y del jardinero que renuncia a su tarea porque se da cuenta de que la casa que cuida es un patio de prisión. De hecho, entre garcas que permanecen en su condición porque tienen el privilegio horrible de hacerlo y un correcaminos que no puede abandonar la suya porque los garcas acechan, Corbett es el único personaje que cambia significativamente, y lo hace para seguir siendo el que es: un tipo con una idea firme de la justicia. En la escena de apertura, Corbett deja tres cadáveres. En la de cierre, junto a Cuchillo, otros tres. Pero como los primeros son delincuentes comunes y los últimos son hombres poderosos, las consecuencias de cada acción son distintas, y no solo distintas sino opuestas. Al comienzo, matar acerca a Corbett a la sociedad en la que cree y a la que aspira. Al final, lo aleja sino para siempre por lo menos hasta que encuentre lo que dice la canción de los títulos (“Run, Man, Run”), felizmente gritoneada por Maria Cristina Brancucci: “En algún lugar / hay una tierra en la que los hombres son hermanos”.
Lógicamente, ese lugar utópico tiene que ser algo distinto tanto del desierto en el que la película termina, entre la euforia y el vacío, como de las ciudades que el ferrocarril quiere unir, construidas en base a la explotación y gobernadas por la desigualdad. Cuchillo lo explica en un momento. El mundo se divide en dos: los que escapan y los que persiguen. Esta distinción -que obviamente equivale a otras: los poderosos y los débiles, los ricos y los pobres, los de arriba y los de abajo, como dice el Argentino en La ley de la frontera, de Aristarain- atraviesa y subordina al resto de las categorías; cuando el empresario yanqui le dice a su futuro socio mexicano que tal vez sienta algo porque Cuchillo es de su país, el mexicano contesta: “Es un peón”. Esta visión pícaro-clasista define perfectamente a la película, que hasta tiene a un austríaco en el grupo de los poderosos: un tipo de ropa caqui y monóculo, firme siempre como un milico, que toma champán marcialmente, toca Beethoven en el piano y según se cuenta participó de treinta y tres duelos y dejó treinta y tres viudas.

El austríaco es un personaje de historieta pasado por el filtro de los villanos de James Bond, cuya influencia produjo toda una serie de películas en Italia, algunas de las cuales (las del agente S3S) dirigió el propio Sollima con el pseudónimo de Simon Sterling. No es el único secundario digno de memoria. Una cosa notable de La resa dei conti es la manera en la que se adhieren episodios y personajes a la oscilante línea principal: el de la comunidad de mormones, el de la increíble abeja reina de Nieves Navarro y sus zánganos, el de los frailes católicos. Estos episodios agregan comedia, sexo y diálogos filosóficos a la aventura de Corbett y Cuchillo, que está situada en el México después de Juárez pero que funciona en realidad como fábula sobre el presente, como buena parte del western italiano. En la historia que cuenta la película, Cuchillo es un mexicano pobre del siglo XIX. En las imágenes que la componen, es antes que nada un joven de los sesenta, un poco anarco, un poco hippie, o más fácilmente: un personaje de Tomas Milian, que a partir de este momento se especializará en tipos vitales y no integrados, pícaros y queribles como Cuchillo, de aspecto guevarista como el Vasco de Vamos a matar compañeros, brutos como el Jed Trigado de La banda J & S – Cronaca criminale del far west u oscuros y fascinantes como el Jorobado de Roma a mano armata y La banda del gobbo, este último ya en la segunda mitad de los años 70, con el poliziottesco tomando el lugar del spgahetti.
Cuchillo es su personaje matriz y el más hermoso de la colección: combina belleza y rebeldía, no pertenece a una organización vertical y se la pasa corriendo con tanta gracia como para que además de darnos a entender que el mundo es injusto por obligarlo a la fuga, la fuga es una manera de vivir más deseable que todas las otras que se ven en la película. “¡Cuchillo se ne va!”, el grito de Milian, tiene tanto de slogan (Sollima escucha lo que sucede en su tiempo) como de canto anarco (Sollima modula el tiempo de tal manera y no de otra), y para unos años en los que una parte significativa de la juventud hija de Marx y la Coca Cola se involucra en proyectos de transformación más o menos radicales, funciona perfectamente como caja de resonancia social. Hay todo un álbum de hasta acá esta vida y, por supuesto, otro con su respuesta: hasta acá tu mambo, en el cine de los sesenta y setenta. La resa dei conti es parte del primero. De hecho, aunque está antes del 68 es ya cine del 68, y se puede entender como la exacta contracara de Giù la testa: en 1971 Leone reconoce solo vacío en el desierto en el que Sollima deja a sus personajes en estado de pura potencia, sin doctrina ni organización, justo antes de la pregunta qué hacer. Algo nuevo respira acá. No por nada Lotta Continua, el grupo de izquierda extraparlamentaria más importante de los nacidos al calor del 68, vio en Cuchillo Sánchez un símbolo.

Corri uomo corri (1969)
Miccio
El éxito de La resa dei conti y de Tomas Milian condujo a una segunda aparición de Cuchillo. En Corri uomo corri Sollima cambia varias cosas. La primera, de entrada: el verde, el blanco y el rojo de la bandera mexicana y el corrido de los títulos sustituyen los colores y la canción pop de La resa dei conti. Después, y como sucede con Por unos dólares más respecto de Por un puñado de dólares y con El retorno de Ringo respecto de Una pistola para Ringo, la nueva historia de Cuchillo Sánchez no está conectada con la anterior más que por el escenario, el actor principal y el carácter del personaje. Cuchillo no tiene memoria de haber peleado con Juárez. Es un pícaro sin pasado que sigue el camino inverso al de La resa dei conti: si antes estaba después de la revolución, ahora está antes, porque la película trata de cómo cumple finalmente un compromiso, menos con la Causa que con uno o dos hombres, en la tradición popular y antiheroica de la comedia italiana. Sollima recurre esta vez a otro tipo de estructura narrativa: en lugar de la caza al hombre (que pasa a segundo plano y cambia de registro, con la novia de Cuchillo persiguiéndolo para casarse), la búsqueda del tesoro. Todos van tras el oro de Juárez. El Gringo que una vez peleó por la revolución y ahora está por su cuenta, dos franceses que se las dan de civilizados, un grupo de bandoleros y por supuesto Cuchillo, tentado por el botín y vigilado por una conciencia con la que delibera sin discursear, tironeado como está entre el mandato madre (sobrevivir) y el asumido (hacer lo correcto). Cuchillo no es un líder como el poeta con el que al comienzo se cruza en la cárcel, y que le confía el lugar donde se encuentra el tesoro (una imprenta, lo que confirma su carácter ilustrado). Es un don nadie sin discurso pero con un par de principios bien arraigados: sospechar siempre del poderoso y no aceptar cualquier humillación. En un momento camina imitando a Chaplin, lo que además de añadir una fuente más a la picardía antiautoritaria del personaje da una idea de la estima que Milian sentía por sí mismo (es fama que en Tepepa se peleó con Orson Welles). En otro, mientras trabaja como ayudante de una predicadora que reparte alimento a cambio de que el pueblo escuche la palabra de Dios, Cuchillo no aguanta las admoniciones y termina por gritar que nadie tiene que pedir comida, que comer es un derecho. La escena reúne dos cosas que el spaghetti mostró reiteradamente: un rebelde no doctrinario y un pueblo sumiso, compuesto por hombres y mujeres amuchados en casitas blancas de adobe, que comen basura y laburan como bueyes. También ese pueblo débil, necesitado de guía, tiene que haber seducido a los jóvenes bien integrados en proceso de radicalización ideológica.
Vieytes
Una que sepamos todos, le pidieron a Sollima, y se largó con Adelita. Nada más pertinente que un corrido para una película que se llama Corri uomo corri (Dolores, la prometida del protagonista, es una soldadera matrimonial y cuando alguien habla de La rosa blanca es imposible no acordarse de la película de Gavaldón). Cuchillo reaparece como personaje (el mismo año de Cara a cara, Mario Bava había revoleado puñales en I coltelli del vendicatore, western disfrazado de peplum) y se la pasa escapando. Los títulos de los spaghettis eran oberturas poperísticas: épica del negativo a caballo, tipografía a todo color, titulares periodísticos ensangrentados, dibujos libertarios virados al rojo del “FINE” que entra por la derecha de la pantalla y un “canto lindo” para cantar a los gritos en rueda de compañeros, galopando contra el viento (stock sonoro que será siempre felliniano: aunque no quede nadie visible en el plano hay ánimas en pena bailando) o zapateando el parquet de las salas de cine de entonces.

El organizador del primer duelo de la película promete un espectáculo excepcional y cumple: Sollima filma interiores geométricos en Cinemascope (así como Ford mostró el techo de la pulpería en La diligencia por primera vez, o eso sentimos, acá nos damos cuenta que tenían piso de tierra) y en vez de darnos la pistola de alguno de los contendientes nos pone en el lugar de quien mira el duelo. Cuchillo, que no tiene un cobre, roba uno y apuesta por el gringo que mejor le cae. Después de ganar, devuelve la moneda robada. Si el patrimonio espectacular es yanqui por muy marxistas maneras (tienen la máquina de hacer billetes y las armas para imponerlos) los que vivimos en el resto del mundo tendremos que ingeniárnosla de la mejor manera posible para sobrevivir y para gozar (Cuchillo también roba un reloj para regalárselo a su amante). Con códigos, pero sin escrúpulos ni culpas importados. Primero hay que saber comer (cuando hay hambre una tortilla se filma con zoom), después robar (el reloj de un gringo en un zoom-flashback), después invertir (con dinero de otros, porque «toda la guita es afanada») y al fin andar sin pensamiento de un desierto a otro.
Igual que en el Moreira de Favio, la subjetiva del revolucionario preso incluye la franja vertical difuminada del barrote de la prisión (la épica faviana no viene de Hollywood sino de Italia, y su erotismo, de las películas gitanas de Europa del Este que acá proyectaba el Cosmos 70). Igual que el gaucho y su compadre una vez que agarran plata como guardaespaldas, los mercenarios franceses andan en pareja y emperifollados como para irse de fiesta, pero además de ser putos o perversos por franceses (por entonces era todo lo mismo) también son los maestros de la tortura colonial. Aplicando la misma lógica, Cuchillo es un abisinio alzando su lanza contra los bombarderos de Mussolini y un vietnamienta contra los yanquis. Y aún más vago y malentretenido que Moreira porque Moreira tiene historia y Cuchillo es puro presente. El problema para la intelligentzia es que en el baqueano de Favio y en el pícaro de Sollima –ocasional y potencialmente ladrones o asesinos como cualquiera en este mundo antes de que la vulgata laica nos quisiera hacer creer lo contrario- hay más inmanencia práctica que en su más fina teoría, al fin utilitaria como toda política. La revolución puede que sea el más alto sueño liberal organizado, pero Cuchillo es apetito, destreza, travesura y correrías, por no decir nomadismo. Cuchillo es aventura anticolonialista (ya tendría Sollima su Sandokán).
El oro de la Revolución que todos persiguen es una vieja imprenta llena de telarañas. A su alrededor hay mercenarios, patriotas ingenuos, idealistas o prácticos, nacionalistas reaccionarios, políticos corruptos, poetas, asesinos, cipayos, bandas de criminales, sogueros y hasta el Ejército de Salvación. Con una docena de personajes bien delineados Sollima organiza el coro que le entrega a Morricone para poner en escena una ópera errante y escribir un poema no oficial, que son los poemas del cine. Porque está el poema del patriota a lo Martí, declamado antes de morir con evidente sinceridad, y el “Cuchillo se ne va” pronunciado inmediatamente después que es el grito guerrillero de Sollima, así como la gracia de Dios no está en la carreta del Ejército de Salvación porque transporte Su palabra sino porque está repleta de comida y la conduce una rubia que es un infierno, viaja sola y no puede más de las ganas. Si no es el Altísimo –ni el séptimo de caballería- quien salva a Cuchillo de la muerte segura sino el ejército de la revolución, bien podemos creer que a un primerísimo primer plano (lo que los tanos llamaban pipipí) en cinemascope no lo llena el aura sino las permanentes de las actrices (para seguir con la serie inaugurada por mi tocayo en honor a Sylvia Chang). Cuchillo finalmente servirá a la revolución pero no es la revolución organizada ni la doctrina lo que lo mueve. Si la frase del título la dice un verdadero patriota que está dispuesto a morir por ella mientras dispara a mansalva con una carcajada en los labios, es la plenitud instantánea de la satisfacción lo que Cuchillo encarna más allá de responsabilidades asumidas, tomas de conciencia y programas ideológicos. La humanidad de Cuchillo no consiste en progresar sino en escaparse.

Cara a cara (1967)
Vieytes
El título de Nazareno Cruz y el lobo aparece sobre un primerísimo primer plano de un moco seco de Fidelia suspendido entre la nariz y la boca. No debe haber moco más visible en la historia del cine y tampoco sé si habrá muchos en los de la literatura o cualquier otra de las artes. No queda bien, mucho menos tan a la vista. En una de las páginas mas divertidas de Desde el amanecer, la autobiografía de sus ocho primeros años de vida y algunos de los previos, Rosa Chacel le dedica un largo párrafo al moco que su tía tenía pegado en la mano con que la llevó agarrada una tarde por las calles de Valladolid. Termina así: “Unos cincuenta metros hasta la esquina de la calle Núñez de Arce, y otros tantos o poco más hasta la del Obispo, fueron llenos de esta meditación que los siglos -pues esto es lo que me propongo- no podrán borrar”.
Que una escritora y un director de cine propongan la inmortalidad de un moco es algo más que admirable: merecen nuestro amor incondicional. Sollima no se la da a un moco, pero sí a un piojo, y entre otras muchas cosas Cara a cara también cuenta la historia de un piojo resucitado: Gian Maria Volonté, señorito de Boston enfermo de los pulmones al que envían a Texas para curarse como acá mandaban a los nenes bien porteños a las sierras de Córdoba. En el camino su impericia y su piedad, porque este hijo del siglo de las luces tiene tan poca potencia eléctrica que ni siquiera se da cuenta de que su razón es tan o incluso más verticalista que el combatido oscurantismo, dejan (in)voluntariamente en libertad al bandido más peligroso, que tan hospitalario sabe ser con los piojos y con cuanto bicho de cualquier calaña -parásitos con título universitario incluidos- se le arriman como sanguijuelas a la sangre.
Lo que huele mal en Cara a cara es la Cultura. Que esté podrida no significa que podamos existir sin ella o prescindir de la Ley, como la función que cumple el oficial de la Pinkerton y su final ilustran, pero Donati y Sollima saben que cuando las élites se la apropian, institucionalizándola férreamente, expulsan a los feos, sucios y malos tras decidir quiénes son con o sin razones y ya sabemos que siempre son los otros y que los otros son siempre los de abajo. El resultado se materializa críticamente en el escenario conceptual donde sucede el desenlace de la película: un desierto literal para la única comunidad querible de Cara a cara, la de los desclasados a quienes el título de la película de Scola les viene como anillo al dedo desde la perspectiva oficial, ya diezmada por los mercenarios de Washington: son los indios del western, los negros de Griffith, nuestros villeros, los refugiados africanos que Europa deja morir en sus playas o las minorías que Estados Unidos mata o deja morir en las calles.

La banda-comunidad de Cara a cara es también paraíso perdido, isla y utopía. Materialización de los disfrutables -“Enjoy!”- “early times” del cartel que aparece en Ciudad violenta. Está habitada por “la gente más verdadera, libre y feliz”, le oímos decir a un personaje: “los restos de la vieja y romántica frontera que se niegan a aceptar la llegada del telégrafo, del tren, de la realidad en suma”. Así que también es un país hecho con ladrillos del por entonces medio abandonado Hollywood, pero sin el ánimo luctuoso de Wenders, viuda de todos, ni la nostalgia manufacturada en serie a lo Stranger things. Para que el corazón siempre romántico del cine no dejara de latir, los tanos se comieron el hígado de Hollywood, hicieron la digestión, fueron de cuerpo y se cansaron de encontrale forma a la mierda. Cara a cara es el piojo de Milian, un raccord de gargajos más políticamente elocuente que mucho programático intervalo modernista y el puto vínculo de los dos protagonistas. Si en El valor del miedo (Warlock, John Sturges, 1959) Henry Fonda cargaba en brazos a Anthony Quinn, como la corpse bride que era bajo la pilcha de macho pistola, Milian deja que Volonté le haga un pete tras la pantalla de la extracción de una bala en Cara a cara.
Volonté, actor comprometido que hace de profesor de Historia, es un representante intelectual del Progreso concebido como fatalidad histórica. Pero uno que, incómodo con la discriminación arbitraria de civilización o barbarie decidida de arriba hacia abajo, aunque preso reactivamente de ella, evoluciona en un santiamén de piojo resucitado a mono con navaja y queda media cancha en orsái. Para entonces ha pasado de ser un capitalino anémico a libertador involuntario del bandido, de afeminado pálido incapaz de sostener una pistola con las dos manos a torturador y asesino, de cadete a cerebro de la banda. Gracias a su ascenso los bandidos dejan de robar lo necesario para sostener a la comunidad y asaltan un banco, lo que le permite a Sollima jugar un ratito con el big caper igual que el cine francés de la época tal como lo hace con el noir en Ciudad violenta. A causa de su intervención por primera vez la mujer no depende del macho proveedor y participa del asalto, pero el resultado es fatal para todos. Volonté es la viruela que los conquistadores trajeron a América y también la cocaína para el crimen organizado, porque Cara es cara es un flor de western con una ponchada de pétalos. También es un thriller político como los que abundaron en Italia durante los años de plomo y al que Bellocchio acaba de volver con Il traditore, así que puede ser vista como una película sobre la mafia entendida en sentido económico como negativo ilegal del funcionamiento corporativo contemporáneo y en sentido histórico, como organización social anterior a la creación del Estado-Nación.
El más preciso mal encarnado por Volonté, sin embargo, es el de la violencia política -más precisamente revolucionaria- enamorada de sí misma. Su pasión es el poder sin fin y sin otros fines que los personales, lo que lo diferencia de Mastroianni en Los compañeros. Vive enamorado de sus ideas porque supone que son suyas y esa es la única cosa capaz de sentir o de admitir que siente. La piedad inicial hacia el bandido no fue tal sino obediencia a los mandatos que lo hacen sentir superior aunque su cobardía le impida demostrarlo, hasta que se siente seguro junto al bandido que lo hace hombre. Milian, en cambio, no le teme a los sentimientos ni es esclavo de ellos. En los tres westerns de Sollima que lo tienen como protagonista podrá será ladrón, vagabundo y/o revolucionario pero siempre ético, (¿en las antípodas del “hombre sin nombre” de la trilogía del dólar de Leone?), virtuoso hasta por omisión. La mayoría de las decisiones que lo enaltecen consisten en negaciones: a escuchar la lectura de la carta del hijo que le envía a su madre el dinero que acaban de robarle porque le remuerde la conciencia, a traicionar a los suyos aceptando ser un “arrepentido” y a matar primero al adolescente mexicano que descubre el asalto y después al agente de la Pinkerton que los salva de la horda que va a hacer “justicia por mano propia” habilitada por el gobierno.

Miccio
Cara a cara es cine político puro y duro: una fábula sobre el poder y las maneras de ejercerlo. Primero que nada están los dos protagonistas. Brad Fletcher (Gian Maria Volonté) es un profesor de historia pálido, débil, casi un moribundo, que deja Boston por el aire de Texas. Solomon Beauregard (Tomas Milian, en la segunda de sus tres actuaciones para Sollima) es un bandido anarco, seguro de sí. Se oponen fácilmente. El profesor tiene tanto miedo de acercarse a una mujer que parece virgen. El bandido es un fiestero. El profesor cree en ideas abstractas como los derechos del ser humano. El bandido solo cree en cosas concretas. El profesor piensa. El bandido actúa. Para uno los libros y el cansancio existencial. Para el otro las armas y la vida bullente. Obviamente, el encuentro entre dos figuras tan distintas tiene que producir alguna repercusión en cada una de ellas. El que la sufre de manera más notable es Fletcher, que se convierte en el centro de atención narrativo porque es el que cambia más drásticamente. Basta tener en cuenta que pasa de mosca muerta a dictador (la violación y el asesinato son las acciones que lo separan de su historia y lo preparan para el liderazgo). Beau (así le dicen) no permanece igual pero su viaje es de otro tipo. Dicho rápido: lo que descubre es la conciencia. Beau aprende. La dimensión pedagógica de la película es central. Al comienzo, en su última clase, Fletcher les dice a sus alumnos que en la vida van a tener que elegir entre lo justo y lo injusto, entre lo verdadero y lo falso. Y señala: “La respuesta la encontrarán siempre dentro de ustedes”. En el final, Beau toma partido por lo que en ese momento considera justo, grita, se golpea el pecho y dice que hay un derecho que no es el derecho de la fuerza que Fletcher predica: “¡Sí lo hay, maldita sea! ¡Lo hay! ¿Sabés dónde? Acá mismo, en mi corazón”. De manera que el bandido aprende lo que el profesor quería enseñarles a sus estudiantes. Ese involuntario éxito pedagógico es la condena de Fletcher, ya que lo lleva a la muerte, y el acceso a la Historia de Beau, que para negar el derecho de la fuerza debe recurrir a la fuerza. “Solo la violencia ayuda donde la violencia reina”, es la frase de Brecht que los Straub utilizan en No reconciliados. De eso mismo trata Faccia a faccia, pero en versión popular.
Un spaghetti brechtern, nada menos.

Además de las figuras de Fletcher y Beau, hay en Faccia a Faccia dos sociedades opuestas. La jerárquica, gobernada por los poderosos (terratenientes esclavistas, industriales, banqueros) y su aparato represivo, y la horizontal, una especie de comuna en la que los liderazgos no son formales y en la que todos pueden participar en igualdad de condiciones siempre y cuando acepten las reglas. Una ciudad y un falansterio. Este último -que al final gana un estatuto bíblico- es el corazón de la película. Tiene fuego suficiente como para aludir al mismo tiempo a los judíos en Egipto y al Tercer Mundo, y presentar además la diferencia política fundamental: en la película está claro quién es el Faraón, pero no quién es Moisés, cuyo rol es el que está en disputa (en cuanto a Dios, bien gracias). Fletcher es el Terror. Un jacobino de biblioteca que al conseguir poder se convierte en el fantoche criminal que vemos. Beau es el desprendimiento de un posible Moisés comunitario. El camino de Fletcher lleva al desastre que Leone cuenta en Giù la testa, y que el cine italiano indagó en múltiples formas. El camino de Beau no se sabe adónde conduce, por eso la película finaliza en el desierto, con todo terminado, con nada hecho.
Se detiene el texto para que los lectores discutan.
Rodríguez
No hay nadie como Sollima. El tipo no solo te hace lo que quiere (un western protagonizado por un profesor de Historia) y te lleva para donde quiere (de los devaneos vírgenes de un paliducho a la eficiencia industrializada del crímen), sino que además se da el lujo de traicionar los discursos que plantea como nadie (pedagogía de izquierda entre la roña y el más puro espectáculo genérico) para llevarte al otro lado del calvario. No solo tiene la mirada más aguda del cine sino que al final rompe hasta con la claridad para ponerte a un tipo gritando en medio del desierto mientras se golpea el pecho y dice que su corazón sabe lo que es la justicia, en un giro que bien podría parecer de lo más reaccionario si no fuera de lo más bellamente melodramático. De la universidad a la utopía anárquica a dos tipos de melena generosa mirándose a los ojos con el corazón en la manga y la puñalada en la espalda.

En esta película compuesta por piojos, conejos matados gratuitamente y mujeres violadas que enseñan a ser hombre, el giro que va más allá del anarquismo para construir una utopía imposible del otro lado del desierto esconde la verdad de todo esto. El Profesor bien puede explicar el devenir de los hechos políticos de Estados Unidos, puede explicar también la teoría de la violencia y puede idear los planes criminales más perfectos, pero la posta de Cara a cara la tiene en realidad una pibita de pelo corto, apenas mujer, que pulula entre los desclazados y sabe lo que quiere y quiere lo que quiere: a Beau todavía le falta empezar a usar la máquina de reflexionar, al Profesor le falta tener huevos y tener ganas de imponerse, después le va a faltar corazón, pero ella que apenas si llega a ser adulta (no lo es a los ojos de Beau) ve más allá de todo eso. No se deja engañar, no se deja amedrentar. Va para adelante y la sigue peleando. Avanza con la caravana.
En el centro de una película de machos, tapado por el mal olor, el corazón de la cosa es melo. El spaghetti es western porque es espectáculo y es espectáculo porque no niega la realidad (la roña del spaghetti) sino que la supera, la mira a los ojos y promete un más allá.
Y hacia allá vamos.