Entre los múltiples milagros que llevó a cabo la Selección Nacional, que acaba de ganar el mundial, está el de haber logrado que me emocionara con el fútbol. Seguramente alguna vez de pibe odié el fútbol, pero más porque se suponía que tenía que gustarme que por otra cosa; después simplemente no me interesaba demasiado. Ni de casualidad te miraba un partido de los de cualquier domingo y aunque vi todos los mundiales que me tocaron en suerte, con mayor o menor tensión, en el fondo sabía que no había nada de mí en juego ahí. Hasta ahora.
En buena medida, mi falta de interés por el fútbol tenía que ver con que simplemente no lo entiendo. Conozco las reglas básicas, por supuesto (me obligaron a memorizarlas en el colegio), pero eso ni de cerca explica un juego. Ahora, después de un mes intenso, sigo sin entenderlo del todo pero, como pasa siempre que dedicamos nuestra atención a algo, de a poco voy aprendiendo. Y voy aprendiendo, no en poca proporción, en la medida en la que esta Selección jugó un fútbol hermoso. Recuerdo mundiales anteriores en los que la Argentina se dedicaba a intentar robar la pelota y tirar pelotazos al arco con la esperanza de que algo entrara, y en el resto de la cancha se desarmaba completamente. Esta vez no, esta vez hubo juego. A medida que iba viendo lo que esos pibes increíbles hacían con la pelota, iba entendiendo todo lo que puede ser el fútbol.
Una de mis primeras grandes revelaciones de este mundial fue después del partido contra Países Bajos, cuando empezó a desatarse la euforia.
Más precisamente, el día siguiente, concluida esa agonía fascinante, cuando la marea de todo lo que es un partido empezó a bajar pero, subidos a esa emoción, todos seguían hablando no tanto sobre el fútbol y la pelota, sino sobre Messi y algunos gestos y peleas durante y después del partido. Espero que la historia preserve ese “¿Qué mirá, bobo?” pero otro gesto del que se hablaba era el del Topo Gigio que Messi le dedicó al DT de Países Bajos. La imagen se repetía pero yo no sabía por qué. Tuve que investigar: que las declaraciones que había hecho Van Gaal, la historia del técnico con otros jugadores argentinos, el gesto original de Riquelme, su historia en Boca, toda una trama de repeticiones, superposiciones y líneas que se seguían en aquel momento. La memoria del fútbol que, por supuesto, va mucho más allá de una pelota o de lo que pasa exclusivamente adentro de una cancha. Hasta ahí, una trivia de efemérides que un hincha de fútbol que se respete conoce bien y, por supuesto, a mí me pasaba por arriba. Pero después, sin rascar demasiado, encontré también referencias a otras tramas también superpuestas sobre aquella, lecturas que se obstinaban en marcar contextos de desprecio colonialista (mal)disfrazados debajo de una supuesta racionalidad técnica, de rencores enterrados que no está bien visto siquiera nombrar y que Messi (nada menos) sacaba a la luz en un gesto deliberado y claro, en medio de un partido, atravesado por todas las tensiones que recorren la cancha de un mundial. El Tipo Gigio de Messi era mucho más que el “callate la boca” maleducado que los prolijos defensores de la caballerosidad deportiva se apuraron a denunciar.
El partido contra Países Bajos fue un partido desbordado. Por todos lados. Por lo que duró. Por las reacciones de los jugadores. Por el papel grotesco del árbitro. Por todo el fútbol que desplegó la Selección y que aun así resultó en un final agónico. Para mí, que miraba desde este lado sin saber tantas cosas, fue un partido (como para todos) primero y sobre todo desbordado de agonía. Lo que sufrí. No terminaba más. Cada segundo era eterno. No recuerdo nunca haberla pasado así de mal en mi vida, excepto por supuesto en mis tragedias directas, pero así, con algo que estaba mirando por televisión, algo que en teoría no me involucraba, cualquier cosa que no fueran mis amores y mi familia, juro que nunca sufrí tanto.
El tamaño enorme, desproporcionado, absurdo de ese sufrimiento probablemente fue mi primera pista.
Después, entre partidos, también estaba todo lo que nos iba pasando a cada uno de nosotros. Poco a poco, todo se iba tiñendo de mundial, y eso que estábamos a fin de año, las fiestas cerca y esas cosas. Nada de todo eso importaba. Supongo que en cierta forma siempre pasa eso en los mundiales: el fútbol, eso que compartimos todos. Pero esta vez era diferente, había una sensación de que esta vuelta era distinto. No solo porque probablemente fuera el último mundial de Messi y los dioses de la poesía no podían permitir que se retirara sin la copa. Tampoco porque esta vez hubiera una sensación concreta de que podíamos ganar. La sensación estaba, claro, pero la emoción iba mucho más allá. De ahí la importancia de los gestos de Messi, de los memes, de los bailecitos del Dibu, de las lágrimas de Aimar. Todo era mucho más fuerte y mucho más amplio. Recuerdo perfectamente cuando hace algunos mundiales llegamos a la final y la sensación no le alcanzaba ni los talones: en 2014 bien podríamos haber ganado, pero en ese caso habríamos visto a unos profesionales altamente competentes, orgullosos de ser argentinos, claro, y habríamos tenido festejo, chauvinismo y poco más. En 2014 sentíamos que “merecíamos” la copa y eso era todo lo que importaba.
La Selección en 2022 fue mucho más allá. Primero porque ya parecía que ganar era al final imposible y la historia de este mundial fue la de resistir y ponerle garra, en la cancha pero también afuera. No era cuestión de merecer la copa sino de desearla, y de trabajar para conseguirla. Pero, más allá de eso, lo que había en cada partido (y entre cada partido y en cada meme) era el compromiso de ponerlo todo. De dejarlo todo ahí. Podríamos no haber ganado este mundial pero ya lo que dejó ese partido contra Países Bajos fue extraordinario. Claro que el sueño era ganar, pero tengo la sensación de que en algún punto casi que dejó de importar. Lo que estaban haciendo estos pibes era inmenso y lo que importaba era hacer que este momento durara para siempre.

Una de las claves para mí de este mundial fueron las lágrimas de Scaloni. Más de una vez lo habíamos visto contener mal el lagrimón pero al final lo contenía (Aimar fue el que lloró primero, creo), hasta que llegó ese momento clave en que el ojo impiadoso de la cámara lo capturó abrazando a su hijo al lado de la cancha. Los dos a lágrima viva. Era una imagen novedosa, por supuesto, pero sobre todo, marcaba otra cosa.
De mundiales anteriores (y de cualquier partido, en realidad), cada vez que dos o más personas se cruzaban en cualquier esquina o rincón de la Argentina, lo primero que recuerdo, casi el tono único de toda conversación, eran la puteadas y las interpretaciones de lo que habría que haber hecho en cada partido. Argentina, el país de los directores técnicos.
En este mundial, no. Por supuesto, hubo puteadas cuando perdimos contra Arabia Saudita, los mismos comentarios de siempre. Pero murieron rápido. O a lo mejor no, calculo que siempre va a haber alguien que se queja pero entre esas malas hierbas la conversación que brotaba cada vez con más fuerza era una de perplejidad y admiración. ¿Vos viste ese gol? ¿Y lo que está jugando Di María? ¿Y De Paul, que te aparece en cualquier parte de la cancha? ¿Y esa que atajó el Dibu? La sensación cuando nos juntábamos a hablar (o cuando lo hacíamos de forma virtual) era que lo que estábamos viendo era algo que no se ve todos los días, y lo disfrutábamos.
La imagen que tengo de un director técnico (sobre todo en un mundial) es de un tipo tirando a grande, más o menos trajeado, que se dedica a putear o a gritar desde un costado. En cambio, Scaloni, de rigurosa joggineta, gritaba por supuesto desde un costado, pero casi como un tipo que tiene que contenerse a cada segundo para no entrar él también a correr con los pibes. A pesar de su esfuerzo por mantenerse impasible, no se privada de putear a un árbitro también. Pero, sobre todo, lloraba. Y no me refiero solo al llanto de desahogo y alegría cuando pasamos a semis, y ni hablar de la final. No, yo he visto a Scaloni llorar en la mitad de un partido, a escondidas, obviamente feliz porque ese nuevo gol lo acercaba un paso más al sueño, pero sospecho también que con un sentido más amplio. Parado ahí, al costado de la cancha, después de sacrificios y esfuerzos, tras superar cada vez nuevas adversidades, él, que de alguna forma fue quien gestó todo esto, no podía más que rendirse a la evidencia de que lo que estaba pasando en la cancha, eso que él puso en marcha pero de lo cual no podía considerarse la causa, eso que veíamos todos, era un arrebato de pura belleza.
Uno de los factores que más marcó mi experiencia como espectador en este mundial tiene que ver con lo que podríamos llamar un inconveniente tecnológico. La televisión, se sabe, ya casi no existe y atrás quedaron las épocas en las que todos seguíamos el mundial a través de una misma transmisión en vivo. No sé cada cual, pero por mi parte los partidos los vi a través de un aparatito que le permitía a mi televisor acceder a una app, que a su vez le permitía acceder, a través de internet, a la transmisión de un canal de televisión. Todo muy práctico y tecnológico y casi automático pero, según descubrimos en el primer partido contra Arabia Saudita, el proceso resultaba en una demora de la transmisión de prácticamente un minuto completo. Por la ventana escuchaba los gritos antes de que pudiera enterarme de lo que había pasado y, para cuando yo lo veía, no podía evitar pensar que los jugadores, allá en Qatar, ya estaban en otra cosa y todos los gritos se habían apagado ya. Aunque, claro, los gritos fueron durando cada vez más.
Al principio puteé, por supuesto, pero con el correr de los partidos fui descubriendo que ese efecto de demora terminaba por generar un estoicismo involuntario que era, a su vez, muy interesante. Para decirlo rápido: cada jugada de miraba del partido la miraba con la conciencia de que esa acción no había resultado en un gol. Si hubiera sido gol, habría escuchado los gritos hace al menos un minuto. Había algo frustrante en eso pero también algo liberador: dotado con el poder de ver un minuto hacia el futuro (o de vivir, más bien, un minuto en el pasado), podía disfrutar del partido sin la ansiedad de los resultados. Sufría, obvio, pero a la vez me permitía existir en un estado del juego por el juego mismo. Ver el fútbol y no solo los goles.
Por otro lado, la misma causa producía un efecto diametralmente opuesto, ayudado por supuesto por la maravilla del juego que desplegaba la Selección. Estaba mirando el partido, en un momento cualquiera, y de pronto estallaba un grito de alegría que no podía compartir. Pero, en cambio, me ganaba inmediatamente el asombro: ¿cómo carajo metieron un gol, de acá a menos de un minuto, si en mi pantalla el equipo contrario está a punto de patear un corner en nuestro lado? ¿En qué dimensión puede haber pasado que en 60 segundos, menos, más bien 50 diría, recuperamos la pelota, atravesamos la cancha y metimos un gol? ¿Cómo pasó eso? Lo que me quedaba, entonces, era sentarme y ver en directo (diferido) mientras ocurría el milagro cuyo resultado ya conocía. Una alegría perfecta sin posibilidades de frustración.
No voy a decir que cada gol del mundial fue así, pero más o menos. Desde mi posición, un minuto en el pasado, disfruté de cada gol dos veces: primero con la alegría de la noticia que me llegaba por el aire, y después al ver su ejecución.
Lo que fue la final, con todo su sufrimiento y sus alegrías, y los festejos que vinieron después, eso no se puede explicar. Había una sensación de que había un guionista del destino, un poco sádico y propenso al melodrama, que estaba escribiendo esta historia con demasiados ingredientes y efectos. Y el público respondió, con una reacción a la altura de los acontecimientos. La alegría que nos invadió a todos no se puede explicar porque no se puede entender. Ni pretendo hacerlo. Como un terremoto, nos sacudió, acá y en todas partes. Nos llevó a lugares que no imaginábamos. Un terremoto de fútbol que fue mucho más allá del fútbol. Lo curioso, lo que vengo a descubrir, eso que es evidente para cualquiera para quien el fútbol es parte de su vida, es que precisamente todo eso que está más allá del fútbol, más allá de la cancha, eso es paradójicamente la esencia misma del fútbol. Nunca fue otra cosa y no se puede entender uno sin lo otro.
Ahora que se empiezan a acumular los días después de la euforia, que de a poco el mundial va dejando de ser presente para ser recuerdo, encuentro que no sé qué hacer con todo esto. Los días empiezan a sonar huecos sin un partido. Por otro lado, no puedo dejar de mirar videos de Scaloni llorando, hay nuevos todos los días. Acá sentado, no puedo evitar preguntarme cuánto va a durar este nuevo furor de converso. Por ahora, todavía dura. Sospecho que va a durar. El mundial ahora está alojado en el recuerdo, con su forma perfecta, y desde ahí nos va a acompañar. Ya está hecho. La euforia dará paso a otras cosas.
Como no tengo recuerdos de la última vez que ganamos el mundial, todo esto fue nuevo para mí. No soy el único. Pero si hay algo que nunca faltó fue un partido para ver, incluso de esos que llamaban épicos. Yo no los vi. En aquellos que sí vi no encontré nada de todo esto. En parte, me gusta creer, porque nunca hubo nada igual. Pero no puedo dejar de pensar en una frase de Pascal (que mi memoria reinventa a conveniencia): solo puede encontrar a Dios quien realmente desea encontrarlo.
Nada me permitía suponer que este vasto océano de experiencias se escondía detrás de una pelota, a mí que nunca jugué, a mí que ni siquiera tengo un equipo, a mí que las banderas me importan más bien poco. Y, sin embargo, ahí estaba. Lo vi con mis propios ojos. Lo abracé en la calle con muchos millones. Todavía se me pone la piel de gallina y se me desbordan las lágrimas.
Yo no sé qué es el fútbol, ese juego idiota que algunos consideran de buen tono despreciar o, gesto mucho más ladino, que tantos señores educados desearían que se encasillara en protocolos. Tampoco sé si ofrece más que mentiras con moño o si conduce a alguna parte. Solo sé que ahora mi vida tiene mucho más, que no perdí nada sino que gané lo inesperado.
Y que nunca vi una cosa así.
