Son las 2 y 27 y no me puedo dormir. No es angustia sino excitación residual. Poco después del mediodía conseguí un lote de discos en La Paternal. Al vendedor, que se dedica a reparar lavarropas y vive en Marcos Paz, se lo dieron en parte de pago. Lo publicó, fui el primero en responder y respetó la prioridad porque estuve dispuesto a llevarme todos en vez de solamente los cuatro o cinco discos (Bob Marley, Sur, Osvaldo Manzi) que todos querían comprar. Eran 110, me llevé 90 y dejé los que estaban dañados, la colección de zarzuelas y los de música clásica que ya tengo. Es la clase de lotes que disfruto comprar. Mientras limpio el polvo acumulado, presumo las características de sus dueños. Supongo un grupo familiar: hay discos españoles de los abuelos (Angelillo), melódicos europeos en castellano (Adamo, Camilo Sesto, Dyango) y rock popular para los hijos (Credence, Johnny Rivers), infantiles para los nietos (Parchís, Cantaniño, María Teresa Corral). Poco tango y poco folklore, cumbias –curiosamente- en óptimo estado (Wawancó, Cuarteto Imperial).
Revivo cada uno de los discos pasándoles una ballerina húmeda a las tapas y pienso en los de mis abuelos y mis viejos (la banda sonora de Doctor Zhivago, infaltable). Mientras separo los que tengo repetidos, como las figuritas que juntaba de chico, escucho el de Nicola Di Bari. La compra de los discos compensó un tempranero trámite bancario. Habiéndome levantado a las nueve, ya debería estar durmiendo, pero hay cansancios que exaltan. Esta clase de lotes me devuelven a uno de mis tres o cuatro paraísos originales: la montaña de libros fallados que escalaba de chico en Editorial Parque, una distribuidora que se los proveía a mi viejo, por entonces vendedor de enciclopedias. A mis nueve o diez años, leía tanto como jugaba a la pelota. Esa experiencia me ha dejado grabada la memoria física de una altura y de una inmersión. Dentro de algunas horas voy a dar una clase sobre Nazareno Cruz y el lobo, summa amorosa de Favio, y toda la ternura del mundo me desvela.
Me levanto, preparo la pipa, abro el ventiluz del comedor a esta noche en la que el calor resite la avanzada otoñal y busco entre los discos el que podría coincidir con mi ánimo. Acierto: Dolores Duran canta una canción de amor, el sueño me va ganando los párpados. Todavía el corazón no quiere acostarse pero confío en que el vino compartido con mis viejos, que volvieron contentos de la comedia con Betiana Blum que vieron en el teatro después de muchos años sin pisar uno, hará su parte. Igual que el caramelo que mi viejo me dio antes de irse a la cama. Hace un rato leí esta evocación de Frank Brown en un artículo de 1889: “El célebre payaso (…) arrojaba los dulces en tupida lluvia a los palcos, plateas y galerías altas sin que la acción del brazo, a pesar de sus deseos generosos, llegara al paraíso”.
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En los créditos finales de La crónica francesa aparecen decenas, posiblemente centenares, de carpinteros. Wes Anderson siempre fue un artesano. Desde hace unos años y varias películas, es un ebanista. Autor con mayúsculas, goza y padece la fatalidad de ser capaz de ir reemplazando el mundo existente por el propio. Si la emoción es algo no siempre controlado, que irrumpe o que desborda, la última película de Wes en la que lo sentí capaz de modelarla para mi uso personal fue Moonrise Kingdom. Si me pongo a recordar aparecen muchos momentos sensibles más en los Tenembaum, Rushmore, Bottle rocket, como si mi capacidad de sentir algo –antes que la de él de suscitármelo- fuera inversamente proporcional a la construcción de ese mundo suyo cada vez más homogéneo. Temí que pasara lo mismo durante los primeros minutos de La crónica francesa. La primera de las tres historias publicadas en la revista cultural de Anderson –su puesta en escena encuentra en la puesta en abismo la razón de ser- prontamente desmintió mi prejuicio. Un letrero declara su poética: NO SE LLORA. Wes hace la gran “tomo y obligo” gardeleana: proscribe abiertamente el llanto –“un hombre macho no debe llorar”- para mejor llorar el llanto puro del adiós. A confesión de parte (de la represión formal, performática), relevo de pruebas: como en Borges, Tati o Melville, la distancia y el control retóricos hacen de la negación emotiva aparente toda una expresión emocional que aspira a revitalizar convenciones gastadas. Que sea una película en la que todo el cine se encuentra sería solamente admirable si no fuera porque el dispositivo creado para invocarlo no es el del museo –en su sentido de mausoleo institucional- sino el del álbum de fotos analógicas que guarda, sepultado en algún rincón de nuestra casa, una bomba de relojería programada para estallar en el futuro.
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Aquí me siento a escribir esta mañana lluviosa mientras escucho una vidala en el disco. Está fresquito este minuto de verano aún. Vendrá el otoño con intemperies de vejez. Cuando se está por cumplir cincuenta se le teme a los días fríos tanto como a los días en que el frío no viene de afuera. Si el alma huye de los huesos no hay hoy ni hay nada. Moscas, charquitos y frituras en la voz de 1973. Aire de ayer arado en la canción. Misterio de los que dicen que hay entre el cielo y la hoja verde. De lo que había, infinito y hondo, cuando los miraba de chico. Ya no quedan distancias ni ojos amplios. El cuerpo es parte de todo ya, mirado quién sabe por quién desde siempre. Diosito es algo de alguien –padre, tal vez- que se parece demasiado a lo que hubieran querido que sea. Arbolito desnudo, no me dejarás mentir: todo lo que buscaba y es humo y humo lo que seré.
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Una mujer grita en silencio para que su hija, a quien teme hasta el terror, no la oiga. La hija grita a cámara en medio de una rave pero el director sólo nos deja escuchar el tecno repetitivo que la agita. Otra mujer, huérfana de madre hace ya demasiados años, vocaliza valiéndose de la primera sílaba universal hasta desembocar en el grito. No importa que éste sea audible. Ninguno fue, es ni será escuchado o respondido por la propia sangre. Madres e hijas –los hombres no cuentan, no cantan- se ignoran violentamente en el helado infierno azul metálico de Vermut. El cancionero melódico español de los ochenta alumbra la desafección contemporánea y duele más ahora que ayer. Todo es una larga noche diurna sin lumbre. Nada la ilumina y quienes dan a luz o la reciben son arrojados a un grito sin fin e informe, como un eco sordo del Big Band en loop pero filoso como un Tramontina ultramontano en la garganta: “Desde que me desperté en el hospital siento una… un ritmo todo el tiempo. Es una canción lejana que retumba en todas cosas. En el suelo, en las paredes. Quiero escucharla pero no puedo. Sólo la siento, así, como un latido. Todo el tiempo. ¿Puedes sentirla tú? Porque a mí me va a reventar por dentro”. Ya cansado de rebotar en el vacío, el título de la canción de Mocedades hasta perdió los signos de interrogación. Vermut va más allá del sentido romántico de la canción. Va más atrás y recuerda que todo pronunciamiento amoroso nace de un arrorró prematuramente trunco. ¿Quién te cantará? Nadie: a la cebolla le han pelado hasta las nanas.
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Cuando se termina uno de los lados del disco oigo una voz a lo lejos, silencio de la manzana. Pájaros, gotas, ni un perro. La amenaza del agua cobija las ansias. Más vale recogerse y trotar hacia dónde el diablo perdió el ánima, solito de Dios. Huérfano de madre, su maldad minúscula es pura soledad. Fuma para ver que respira, mira todo en voz baja. El infierno es una puerta infranqueable y abierta, quietud a la tardecita. “No me diga que lo ha visto, salúdelo de mi parte si se lo vuelve a cruzar”, le dice a uno que pasa y que lo mira estar, parado siempre en el umbral. Garuga, decía mi abuelo mientras miraba pasar la polvareda que un día se lo llevó por ai (en los ayeres hay ayes como brasas que alumbran lo que ya no está).
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Durante los primeros 15 o 20 minutos de la película el hombre está sin estar en lo que ella cuenta y en la película misma. Tiene más de 50 años, lo mismo que la mujer que lo acompaña, pero el desaliño innato de Tim Roth viene de la noche de los tiempos y se extiende a la eternidad pascaliana: es una caña en el universo. Después, lamentablemente, pensará. Pero es un problema del director, no del actor. Junto a la pareja hay dos pibes grandes, ya más que adolescentes. Todos parecen una familia de vacaciones en México. Ella, con la potencia ora distante, ora presente de Charlotte Gainsbourg, le agradece que los haya acompañado. La separación entre el hombre y los otros en el plano da la impresión que es la del vínculo entre el hombre y la mujer. Ni significa que no hay cariño ni camaradería profundos aunque formales, como la distancia entre turistas londinenses y anfitriones latinoamericanos, entre blancos y marrones, entre los ricos y la mayoría de la gente. Lo social sirve para poner en escena fantasías: Roth tiene la abstracción de Bartleby. Sundown no, y por ello no aspira a la radicalidad kafkiana, pero lo fascinante es que los conflictos narrativos de volumen y algún que otro desliz simbolista no mellan la soberana autonomía negativa de la interpretación, cuya relación con la muerte es liberadora. Cuando aquella irrumpe, el personaje no se hace cargo de las responsabilidades burocráticas. Si hay una herencia, se desentiende de la disputa. En cuanto puede, abandona el hotel de lujo, alquila una pieza y se pasa las tardes tomando cerveza en una playa del montón. Si alguien dispara delante justo delante de él, su cuerpo se estremece pero un rato más tarde sigue bebiendo debajo de su sombrilla. Si la piba que atiende el kiosco donde la compra le tira onda, él se deja llevar, más afectivo que deseante. Su desligado cariño es un oasis en el desierto de la voluntad que no será quebrado si quiera por la lógica causal del relato ni por el verbo. Sundown es la clase de película ideal para cuando nos obligan a recomendar una, aunque preferiríamos no hacerlo.
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La primera vez que me sentí bueno fue gracias a Tom y Jerry (me refiero a la vida de las imágenes porque no recuerdo nada de la otra). El gato y el ratón se peleaban en casi todos los episodios. Digo que se peleaban porque, aunque uno siempre perseguía al otro, el tamaño no definía el poder ni –sorpresa que aún me desvela- la justicia moral de la contienda. Pero en algún que otro capítulo, muy de vez en cuando, se amigaban. Generalmente unían fuerzas contra un tercero y la circunstancia iluminaba la posibilidad de que la animadversión entre ambos pudiera reflejarse en algún hipotético espejo como amistad o al menos como no tan secreta camaredería.
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Un rato después de haberme despertado supe que murió Raffaella Carrá. Tengo algunos discos de ella y recuerdo las canciones que todos conocemos). La noticia me llevó a la terraza de un edificio de la calle Hipólito Yrigoyen, cerca del Congreso, más de cuarenta años atrás. En una de las habitaciones, que había servido como depósito o baulera, vivía una mujer de sesenta o setenta años, que me cuidaba cuando mis viejos se iban a trabajar. Mis viejos no tenían televisor, ella sí. Mirábamos El santo y El amor tiene cara de mujer. Las únicas veces que mi viejo subía a ver la tele se las debo a Raffaela, que lo volvía loco aunque se sintiera obligado a disimular incluso antes mis cuatro o cinco años. Hoy me pasé el día mirándola en Youtube. Descubrí una película llamada Bárbara que filmó en el país, recordé cuánto me identificaba con Jorge Martínez cuando yo era chico, la vi bailar con Diego y con Adriano, miré no sé cuántas veces un video de dos o tres minutos grabado por la RAI en la Argentina donde gente de a pie canta «Fiesta«.