Damien Chazelle / Ruben Ostlund: vómitos limpios, por José Miccio

El club de los directores idiotas convencidos de su genio tiene nuevo presidente y nuevo vice. El presidente es Damien Chazelle, que con Babylon alcanza la cima de su arte: la superproducción moralista con aspiraciones de calidad. El vice es Ruben Ostlund, cuya Triangle of Sadness cultiva un espíritu similar al de Babylon (más mezquino incluso, porque en Chazelle hay algunas fugas del sistema que intenta poner en escena y en Ostlund no hay nada que no esté sometido al dinero y a su cinismo otario) pero aplicado no a Hollywood sino a un crucero de oligarcas. Las dos películas incluyen lo que seguramente no es un descubrimiento: el vómito como expresión de la sordidez distinguida.

Babylon empieza en 1926, se desarrolla en los años de transición del mudo al sonoro y tiene un epílogo en 1952, identificado como el año de Cantando bajo la lluvia, expresión mayor del genio de un sistema que a Chazelle no le interesa. Lo que le interesa es lo que está detrás de la marquesina y la pantalla. Pero no el papel cumplido por aquellos a los que la historia no recuerda y sin los que la historia no habría sido posible (a ellos dedicaron los Taviani su Good Morning Babilonia, en la que Griffith aparece como constructor de catedrales) sino “la cara oculta de la riqueza y el glamour”, como podría titular un periódico amarillista. No las relaciones de producción sino el escándalo y el chisme. No los puntos ciegos (como la muerte de Thomas H. Ince en el yate de William Randolph Hearst, tema de Bogdanovich en The Cat’s Meow) sino las meras ceremonias de la frivolidad. Chazelle destina la primera media hora de las tres horas diez que dura la película a una fiesta de sexo, drogas y extravagancias que le sirve, además de para justificar el título, para presentar su mundo, sus personajes y su punto de vista. El mundo -está dicho- es Hollywood-Babilonia. Los personajes son fundamentalmente cuatro, ninguno de los cuales continúa al final en el reino que al principio señorea o al que aspira. Jack Conrad (Brad Pitt), estrella asentada cuyo éxito concluye con el sonoro. Nellie LaRoy (Margot Robbie), estrella nueva y repentina que quema su carrera entre apuestas, drogas y alcohol. Manny Torres (Diego Calva), mexicano todoterreno devenido ejecutivo que abandona la ciudad corrido por la mafia. Y Sidney Palmer (Jovan Adepo), músico de jazz que es el único que deja Hollywood por cuestiones éticas. Un póker de expulsados, al que podría sumarse como as en la manga a la escritora de intertítulos, que además juega un rol importante en el cumplimiento de las obligaciones del Hollywood actual, ya que a la mujer pobre, al negro y al latino le suma su doble condición de asiática y lesbiana. El punto de vista es el de quien piensa que descubrir los gusanos bajo la piedra obliga a descartar la piedra o a considerarla como una más entre las cosas de este mundo sucio. Babilonia, claro. ¿A quién le importan los capiteles de la ciudad corrupta? No a un Dios que después de condenarla decide que el pecado no fue un arquitecto incapaz.

También Triangle of Sadness -que transcurre en el presente- tiene aspiraciones de fresco epocal. Tal como alguien explica al comienzo, en un casting de modelos masculinos, el título es un modo de llamar al entrecejo. Pero además alude a la estructura en tres partes de la película (pueden llamarme tríptico), a cada una de las cuales corresponde un escenario. Primero, la ciudad. Después, el crucero. Por último, una isla en la que dejan de valer los criterios de la ciudad y el crucero, pero no así sus valores. Quien quiera una película sobre cómo un naufragio y una isla reconfiguran las relaciones de género y clase siempre puede recurrir a Insólito destino de Lina Wertmüller, que tiene personajes además de ideas. Quien quiera una única idea y en lugar de personajes unas cuantas ilustraciones decaídas puede quedarse acá. Ostlund carece de imaginación y de confianza en el plano como para ir más allá de su única certeza: sea alguien joven o viejo, mujer o varón, patrón o empleado, el centro de su vida es el dominio de la voluntad del otro. Poder afectar su conducta en función de los propios intereses. No importa si se trata de la pareja o de la economía de alta escala, de a quién corresponde pagar una cena o de la producción de armamento. En lo íntimo y en lo público, en la abundancia y en la escasez, toda acción persigue una ventaja. Ostlund podría decir: es el desastre moral al que conduce el capitalismo y el culto delirante del yo, a fin de cuentas en el centro de la película está la oligarquía europea y una joven pareja de influencer y modelo. Pero también podría decir: el ser humano es el lobo del ser humano. O reírse: je. El problema del misántropo no es que lo sea sino la relación que establece con su tema. Céline no acepta la lógica de los reformadores: las pasiones amargas de los seres humanos no van a desaparecer por más que la sociedad encuentre su forma más justa. No se trata solo de la capacidad de daño; la angustia resistirá al fin de la Historia. Pero Céline se ríe de los buenos sentimientos como un desesperado, no como quien se complace en confirmar: ¡también vos estás sucio! No inventa criaturas para firmar a sus espaldas un pacto de superioridad con sus lectores. Lo que escribe lo golpea. Basta leer el comienzo de Muerte a crédito o cualquier página de Viaje al fin de la noche para entender la pasión del misántropo. Kerouac lo vio mejor que nadie: Céline es un escritor piadoso. A Ostlund no le duele nada. No sufre, no tiene bronca. Lo que tiene es una tesis sencilla: toda historia nace de una bajeza o conduce a una bajeza. Si Relatos salvajes quisiera durar lo que La flor, Triangle of Sadness podría ser uno de sus episodios. Ostlund es un frívolo engolado. Un predicador de la nada. Y es demasiado tontamente autoconsciente como para que se le haya escapado la clave de lectura del inicio, cuando un tipo que hace las veces de notero-director les pide a los modelos que jueguen a posar para una marca mediana y para una marca cara. La primera (H&M) exige risas y amabilidad, una simpatía que acerque al modelo al consumidor. La segunda (Balenciaga) exige arrogancia, mirar por arriba al que compra el producto. Ostlund se cree Balenciaga hablando para otros que se creen Balenciaga. El cine no es para él distinto de la moda. Ni un espectador de un consumidor. Ni un director de un publicista.

El vómito de Babylon ocurre en una fiesta muy distinta de la del comienzo. Una fiesta de modales finos en la que la gente habla francés, tiene apellidos como Rotschild y comienza sus conversaciones con preguntas acerca de una alfombra o de la temporada de Strindberg en Nueva York. Primero una mezcla de baile, orgía, circo y teatro de revistas. Ahora, un vermissage. Todo en el ambiente fino es ajeno al cuarteto de personajes de Chazelle, que al fin y al cabo se dedican al cine. Por su fama e influencia, Conrad es el que se mueve con mayor soltura, el que parece más integrado; es su último acto en la cumbre: ese día, con el fracaso de su película sonora, comienza la decadencia. Sidney ocupa el extremo opuesto porque es negro, y aunque sea un hombre culto que habla de Rachmaninov y de Scriabin la conversación que merece es meramente racial; uno le dice: “Películas como las suyas son viriles ramas de olivo en esta era dividida”.i Manny y Nellie se definen por oposición: él trata de que todo se mantenga en equilibrio, ella está siempre a punto de estallar. Ahora bien, más allá de que los cuatro forman parte de la fiesta, el punto alrededor del cual toda la secuencia se organiza es Nellie: con su llegada empieza, con su partida termina y en función de su actuación social se desarrolla. En su historia, además, es el punto de inflexión: antes supimos de su ascenso (habría que decir: de su estallido, porque no hay proceso) y de sus primeros problemas, después sabremos de su caída irremediable. La fiesta es la última oportunidad: si pasa la prueba de la gente respetable, es posible relanzar su carrera; si no la pasa, el futuro (esa palabra que Nellie ignora) es rifar lo poco que le queda. ¡Lo que habría hecho Peckinpah con esta situación! ¡Lo que habría hecho Manuel Romero! Como vimos al comienzo, Nellie viene de la pobreza tal como la entiende un tipo como Chazelle: un universo de pura sordidez, sucio como una cloaca. Como vemos durante toda la película, tiene una energía difícil de conducir, especialmente cuando se mezcla con drogas y alcohol, y que bien puede venir de su madre, internada en un psiquiátrico. (Padre borracho, madre loca. ¡La herencia! Nellie sale del folletín naturalista). En la fiesta, los ricachones prueban bocadillos presentados como “pastel de campo diseñado por Krümt con un Takagei”, hablan de bridge, cuentan chistes que empiezan con la frase: “Harold Lloyd y yo estábamos en París”, usan a George Eliot como trampa para burlarse de Nellie, que piensa que es un hombre, y se muestran conmovidos con las películas raciales y las oportunidades para los actores negros (atrapados por su clase e ideología, también queriendo ser generosos son mezquinos). Esta gente es la que decide quién se queda y quién se va, según resume la periodista de espectáculos que entrenó la gramática y los modales de Nellie para que tenga chances de quedarse. Pero no hay manera. Manny es puro cálculo y flexibilidad. Incluso dice en un momento: no soy mexicano, soy español, de Madrid. Nellie no sabe medir conveniencias; ella es The Wild Child, tal como se presenta en la escena que la lanza a la fama, y por lo tanto nunca será Marion Davies, que aparece en la fiesta dócil, bien integrada, junto a William Hearst (que no deja de tocarle el culo) y sus amigos. Nellie la observa varias veces. Imagina, sin dudas, que si todo sale bien (es decir, según el plan) una suerte similar la espera. Cuando ya no puede continuar con la farsa, cuenta un chiste grosero, se atiborra de comida como “un animal de Jersey” y se despide señalándoles a los anfitriones sus hábitos incestuosos (“Voy a dejar que se cojan a sus primos”), su discrecionalidad social (“que pulan sus listas de invitados”) y su pedofilia (“que emborrachen a sus amantes menores con el maldito Beaujolais”). Una pluma de indio convertida en adorno le sirve para recordarles sobre qué se levanta su distinción. Un minuto después lanza un vómito grotesco-digital sobre la alfombra y su dueño.

El vómito de Ostlund no es uno sino muchos. Una sinfonía. Ocurre en la denominada Noche del capitán, una de las actividades que propone el crucero. El capitán es un Woody Harrelson borracho y desprolijo, en plan nada me importa. “No soy muy fan de las cenas finas”, dice, y come una hamburguesa con fritas en un contexto en el que a los demás les sirven “ostras con caviar negro ruso”, “pulpo a la parrilla ahumado con limón caramelizado y flores de jardín” o “erizo de mar con emulsión de algas, trufa negra, caviar, aceite de chile y un chorrito de vinagreta de yuzu”. Como Nellie en Babylon el capitán está fuera de lugar, aunque es el anfitrión, no un invitado, y como Nellie tiene a quien intenta mantenerlo presentable: Paula, la jefa de personal, en parte Elinor (la periodista de espectáculos) y en parte Manny. La gente bien incluye fabricantes de armas (o “productos de ingeniería de precisión” utilizados “para mantener la democracia en el mundo”) y empresarios diversos (software, abono), además de la influencer y el modelo. Son una oligarquía bruta. Sin distinción. Muy diferentes de los millonarios a los que Nellie enfrenta en Babylon. Igual que Chazelle, Ostlund establece con claridad los límites de la secuencia. Empieza al atardecer, con la presentación del comedor por medio de planos genéricamente elegantes, cuya luz informa sobre el movimiento del barco (también hay una copa que rueda en el piso por la oscilación), y termina casi media hora después, al amanecer, cuando unos piratas atacan el crucero. El desarrollo obedece al progresivo impacto de la comida y al sucesivo caos, de manera que la descomposición del orden no tiene como causa una cuestión social sino el clima y su repercusión en el organismo. Primero un vómito chico en segundo plano, después otros cada vez más cargados y numerosos y finalmente una explosión de mierda. La secuencia es coral pero tiene a una mujer como punto de referencia: un mareo, unas arcadas, un vómito sobre su mesa, otro sobre un comensal vecino, otro en el baño, mientras se resbala por el suelo. Antes del ataque de los piratas, las empleadas latinas limpian los restos de la fiesta.

¿Por qué no funcionan estas escenas en las que un grupo de poderosos recibe por una vez el desprecio que suele dar? Fundamentalmente porque no hay personajes que las sostengan. El caso de Triangle of Sadness es más claro porque Ostlund ni siquiera hace el esfuerzo. El capitán sale de su camarote para la cena; salvo por su afición al alcohol, no sabemos nada de él hasta que llega al comedor, pone su hamburguesa frente a la comida fina y una vez que ya todo perdió su eje se declara marxista, no comunista, y se pone a intercambiar citas con el millonario ruso (Twain contra Reagan, Marx contra Thatcher, Lenin contra Kennedy) y a leer a Chomsky mientras los pasajeros vomitan, el barco se llena de mierda y la banda de sonido se apropia de la música que escucha una empleada (“New Noise” de la banda sueca Refused, usada en su mera función: sonido agresivo). Babylon es bien distinta porque Chazelle sí quiere construir un personaje, y no un personaje entre otros sino uno en estado de combustión permanente, una chica peligrosa con aspiraciones de convertirse en tatuaje y darle gloria a su actriz. De ahí el ruido que hace su tropiezo. Tanto tesón puesto en este carnaval moralizado. Tanto énfasis en este exceso que reenvía a otros excesos mejores y no a la vida. Chazelle filma sus fiestas (las dos primeras, ante todo) con un pie en El lobo de Wall Street y otro en La dolce vita. Queda lejos de una y de otra gloria. No captura ni el riesgo sensual del desorden ni la viscosidad del vacío. Ni la tentación amoral ni su estéril recompensa. Se ata como Ulises aunque no logra convocar sirena alguna. Por eso está todo el tiempo a mitad de camino. En la secuencia del vómito se nota especialmente bien porque su motivo es común a muchas películas notables: un orden que se presenta como prueba de civilización y alguien extraño a sus códigos que lo expone en su hipocresía. En El enigma de Kaspar Hauser la buena sociedad organza una fiesta para recibir al joven expósito y este, en lugar de aceptar sus modales y criterios, los niega y se pone a coser; después dirá: el granero en el que pasé tantos años encerrado es mejor que ustedes. En Boxcar Bertha, la ladrona de Barbara Hershey obliga a dos matones al servicio de los poderosos a sentarse y a ponerse de pie una y otra vez por el solo gusto de verlos obedecer órdenes de alguien que se supone no puede darlas. En Scarface Tony Montana abandona un restaurante de lujo diciéndoles a los comensales: “Ustedes necesitan gente como yo. Gente para señalarla con sus dedos de mierda y decir: ‘Ese es el malo”. ¿Y ustedes? ¿Qué son? ¿Buenos? Ustedes no son buenos. Ustedes saben esconderse y mentir”. En las tres películas la catarsis es posible porque los personajes tienen una notable capacidad de afectación. A la Nellie de Babylon le falta la entidad filosófica de Kaspar Hauser, el furor plebeyo de Bertha (que es a donde apunta) o la grandeza trágica de Tony. Es por eso que produce menos orgullo por su condición y menos bronca por los millonarios que la humillan de los que la misma secuencia reclama. El tono pastel y las actuaciones de intensidad media de Ryan Gosling y Emma Stone en La la land le dieron a Chazelle una película coherente consigo misma. La sobreactuada apuesta por el exceso (que con orgía y todo incluye muy poco sexo) y una Margot Robbie en plan tigresa cebada (que dice fuck pero no coge) dejan a Babylon en el lugar de esas peleas que se demoran en empujones y amenazas y terminan sin haber sucedido.

En última instancia, el problema mayor de los vómitos de Ostlund y Chazelle es que su carga fisiológica es exactamente opuesta a la de Ferreri, Verhoeven y los grandes cineastas del organismo. Ahí donde estos últimos ofrecen vómitos sucios, porque lo que les interesa es la puesta en escena del cuerpo en su realidad última, los primeros ofrecen vómitos limpios, porque incluso siendo asquerosos piden la reposición inmediata de las ideas que los justifican. La gran comilona es una película sobre la burguesía ultrasatisfecha, ¿quién querría negarlo? Pero la puesta en escena no miente. Un vómito es un vómito. Una explosión de mierda es una explosión de mierda. Y no se trata solo de la literalidad (un caso extremo es el episodio del gordo en el restaurante en El sentido de la vida). Se trata de que incluso significando otra cosa es necesario que un vómito signifique también un vómitoii. Que defienda su naturaleza. Que diga: ¡un plano no puede borronear los elementos que lo componen! Después, y como todas las cosas, el vómito tiene su maleabilidad. Puede incluso convertirse en declaración estética, tal como muestra Joseph Khan en Detention al usarlo para escribir su nombre en la secuencia de títulos. Pero tanto en Babylon como en Triangle of Sadness queda demasiado expuesto su carácter de herramienta apta para la provocación. En un caso, porque el personaje queda por debajo del discurso. En el otro, porque el discurso ni siquiera tiene como excusa a un personaje. Pasa con el vómito lo que con la mayor parte de las cosas que componen las películas: lleva sobre sí una sombra impropia. En su breve nota dedicada a Swift y publicada en Biblioteca personal, Borges escribe: “Kipling observa que a un escritor le está permitido urdir fábulas, pero le está vedado saber cuál es la moraleja”. Chazelle y Ostlund equivocaron la formula: urdieron la moraleja y se vedaron así el interés de la fábula. Ningún accidente premió sus torpezas y renuncios.

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Notas

i La frase podría decirla cualquier ejecutivo del Hollywood actual, y es claro que se trata de una ironía. Pero Chazelle no es Tarantino, a pesar de que Brad Pitt pruebe hablar en italiano como en Bastardos sin gloria y Margot Robbie disfrute en el cine la buena recepción de sus escenas como en Había una vez… en Hollywood. También Babylon está presa del espíritu burgués que cuestiona. ¿O no funcionan como «ramas de olivo» las películas africanas, indias y latinomericanas que Chazelle incluye en el montaje con el que a último momento quiere redimir a Babilonia? El problema de las malas películas es que desacreditan también lo que es justo.

ii Lo que pasa con el vómito pasa también con el eructo. La notable Lady in Cage, que Walter Grauman dirigió en 1964, incluye tres eructos, todos en la boca del lumpen zarpado que interpreta James Caan. La historia es simple: trata de una mujer que se queda encerrada en el ascensor de su casa y de un grupito de jóvenes que aprovecha y se mete. Los jóvenes no son buenos. Son un caldo de resentimiento, bronca, asco e impotencia. La dueña de casa es peor. Pocas películas de Hollywood dejaron que el resentimiento se expresara con un asco tan fiero, casi que preverbal. “Son animales”, dice una vez la señora (Olivia de Havilland, nada menos). Caan le contesta con un gesto simiesco y su primer eructo. Como los millonarios de Babylon, la mujer es rica, educada, interesada en el arte. Al principio le sugiere a un hombre que invierta en fábricas de armamento, que no será algo lindo pero como los medios dicen que va a haber guerra seguro va a ser conveniente. En esto -en su atroz banalidad- se parece a la pareja de viejos de Triangle of Sadness, cuyo producto más vendido es la granada de mano y cuya retórica principal es el eufemismo. Caan cuenta en un momento que es un interno crónico, no de psiquiátricos (como entiende la mujer) sino de reformatorios y granjas de trabajo. Desde los nueve años que va de institución en institución. La señora comenta: “Ya entiendo, usted es uno de los muchos desechos (offal) producidos por el estado de bienestar. A usted van a parar mis impuestos, para darle de comer”. “Cierto”, dice él. “Quería darle las gracias. Pero la comida es pésima (lousy)”. Y deja salir un eructo hermoso, tan potente como el que el protagonista de Crimson Gold le dedica a Teherán, y que resume un hartazgo absoluto: sociológico y orgánico. En el final, Caan dice su nombre (Randall Simpson O’Connell) y un último eructo, con el contraplano de la cara asqueada de la señora, redondea la gloria guarra de Lady in Cage.

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