Después de ponerle una cuenta más al collar American Graffiti con The Myth of American Sleepover, y otra al collar Halloween con It Follows, David Robert Mitchell se toma una pastilla de Puedo con todo y se mete de cabeza en el metahollywood volado post-Mullholand Drive. Cambia simple por LP y multiplica los espacios y las conexiones como si quisiera convencernos de que la red es infinita, y que no hay nada en el mundo fuera de los circuitos al mismo tiempo metódicos y desquiciados de su película. Una bomba cuya fuerza nos dimos el lujo de ignorar en 2018 y que seguirá estallando hasta que dentro de un tiempo todos nos sintamos tentados de decir que siempre la bancamos mucho. Eso -entre innumerables otras cosas que no sabré decir- es Under the Silver Lake.
Todo sucede en Los Ángeles, al final del verano, en los márgenes de un Hollywood del que nos llegan monumentos y esquirlas. No hay estudios de filmación sino afiches y fragmentos de viejas películas (El séptimo cielo, La invasión de los ladrones de cuerpos, Cómo atrapar a un millonario) y viejas series de televisión (The Andy Griffith Show, Leave It to Beaver). No hay glamour que no conviva con el eterno vestuario informal (remeras, jean, camisa rota, pijama) y el olor a zorrino del slacker que interpreta Andrew Garfield. No se ven estrellas sino tumbas o mesas de bar con el nombre de estrellas, y chicas que tuvieron un rol pequeño en alguna película y ahora son prostitutas de una empresa que se llama Shooting Star. El protagonista es Sam, un flaco al que están por echar del departamento que alquila pero cuya preocupación principal no pasa por saldar la deuda sino por algo un poco menos cotidiano: está detrás de lo que tal vez sea la clave del mundo en el que vivimos. La película es su aventura. La Sameida. Mitchell la organiza en seis jornadas. En la primera, Sam conoce a Sarah. En las otras cinco, la busca. Casi todas terminan cuando Sam se duerme o empiezan cuando se despierta, lo que obviamente le otorga peso a adjetivos como onírico y pesadillesco, difíciles de evitar, e incluso a surrealista, que no resulta inadecuado. La historia nace extraña, con una ardilla que cae de un árbol ante Sam y parece dar un último vistazo al mundo, y se vuelve más extraña todavía con el correr del tiempo. Hay progresión. La primera escena alucinatoria (alguien vestido como Sarah come un cadáver humano y ladra) termina con un despertar abrupto, lo que liga de manera clásica los mundos del sueño y la vigilia. Las ¿alucinaciones? posteriores aflojan este vínculo, así que su estatuto se vuelve poco a poco más indefinido. A una rubia que ladra en la pileta le sigue otro despertar, pero no ya repentino y agitado. Los episodios posteriores del rey mendigo, la chica asesinada en el embalse, el músico al que Sam mata a guitarrazos y la secta con la que toma el té no están ya separados del resto por ninguna razón directa (digamos: el sueño, las drogas). No es posible saber si sucedieron en otro lado además de en la cabeza de Sam, pero hay que aceptar sus documentos. La escena del músico deja un arma. La del embalse, una pulsera.
Como todo pasa por su cabeza y por sus sentidos, la película necesita a su protagonista siempre en escena. No en plano, por supuesto. Pero sí en escena. Lo que vemos y escuchamos (salvo el momento en que camina con los ojos vendados, que le resta un sentido, y un par de planos más) es lo que ve y escucha Sam. O en todo caso: lo que está en condiciones físicas de ver y de escuchar, ya que el punto de vista en el cine presenta problemas y posibilidades diferentes del punto de vista en la literatura, derivados en buena medida de su falta de pronombres. Por ejemplo, no podemos saber si mientras conduce su auto Sam nota un bar que se llama Intelligentsia o si mientras mira un espacio sobrecargado de cosas nota la máscara de Nixon con nariz pinochesca que un plano no subjetivo nos señala. Pero tanto el bar como la máscara están en su campó perceptivo. En películas con un punto de vista localizado (El bebé de Rosemary, por decir una) la información narrativa es la misma para el personaje y para el espectador, pero la información audiovisual es casi obligatoriamente mayor para este último. Mitchell no explota esta diferencia para producir suspenso. Salvo en la escena de la mujer búho, que se resuelve con un paso de comedia, no hay en las espaldas de Sam nada que lo amenace; como mucho, una chica que ríe en la pantalla de un cine (tal vez una ironía).

Lo que realmente importa es la manera en que Sam intenta comprender lo que sucede. “¿Qué significa todo esto?”, le pregunta una vez la hija de un hombre importante (filántropo, acróbata, productor de Hollywood), muerto en circunstancias extrañas. Es la misma pregunta que se hace él en cada momento. Sam percibe el mundo de manera alterada. Por fumarse un porro, por comerse una galletita loca, por tomar un té que no sabe qué tiene, por leer historietas, por esto y por aquello. Pero fundamentalmente porque entiende que se trata de un sistema del cual solo vemos unos pocos engranajes. Una vez dice que es muy extraño que asumamos con tanta naturalidad que el entretenimiento y la información que nos llegan continuamente son solo eso que nos dicen, y que tal vez haya gente poderosa, gente rica e importante que entiende cosas que nosotros no. “Es ridículo pensar que los medios de comunicación no tiene un propósito”, concluye. En la mesa de luz tiene unos papeles llenos de números, otra señal de que anda en busca de algo importante, tal vez una fórmula que explique el aparente caos. Fuerzas en la sombra, realidades frágiles, manipulación: la ficción paranoide, una vez más. Burroughs, Pynchon, Vonnegut, Lynch. Los gloriosos yanquis quemados.
La sospecha fundamental es que hay algo debajo de la superficie del mundo, algo necesariamente oscuro, y que si se rasca en los lugares correctos puede volverse sino evidente (no es la lógica de Matrix, donde una pastilla da acceso a la totalidad) al menos en parte inteligible. Sam está todavía en proceso. Va, viene, trata de entender. De un lado quedan casi todas las personas, que no se hacen las preguntas que a él lo persiguen y que en la película están representadas por la chica con la que se acuesta cada tanto, y que lo mira con cara de perplejidad y miedo cuando le cuenta las cosas que piensa. Del otro lado queda el historietista interpretado por Patrick Fishler (actor de Lynch, nada menos), que ya está convencido de que todo es un simulacro, y que en cada cosa se esconde un signo del sistema que nos mantiene engañados. Para funcionar como quiere este sistema tiene que permanecer oculto, pero al mismo tiempo debe utilizar ciertos mecanismos (los medios de comunicación, por ejemplo) que no pueden no dejar alguna huella. De ahí que Sam sospeche que la mirada de una conductora de televisión puede ser un gesto dirigido no a todos los espectadores sino a alguien especial; alguien que sabe algo que no puede saber cualquiera, y que no nace del estudio o de ninguna actividad de reglas claras sino del contacto, de vínculos esotéricos, en una palabra: del Poder.
Sam no parece tener compromisos ni buscar empleo. En el diálogo que tiene con la prostituta se queja porque todo el mundo le pregunta por su trabajo, lo que obviamente funciona como una señal para nosotros. Es un vago, listo. Un tipo en los treinta, disconforme con su vida. No es necesario saber mucho más. Si la verosimilitud exige información sobre cómo se mantiene, alcanza con dos datos: tiene una madre cariñosa y una tarjeta de crédito. Vivirá de esas dos cosas. Por lo demás, pasa el tiempo sin proyectos ni culpas. La aventura le cae como la cae la ardilla: de repente y sin motivo. De un día para otro asume el papel que podría cumplir un detective. El tema es que la investigación no lo lleva a la resolución de un enigma (¿qué fue de Sarah?) ni propiamente a un fracaso sino a un trance epistemológico. Las pistas (tal persona, tal canción, tal revista de Nintendo, tal caja de copos azucarados) no son piezas de un rompecabezas sino hilos de una trama de la que no es posible imaginar su forma. No hay método ni conocimiento progresivo. Es necesario dar un salto para tener la chance de entender. Con tres fragmentos podemos imaginar una casa siempre y cuando responda a lo que convencionalmente entendemos por casa. Pero si resulta que, ahí donde están las claves de todo, las casas tienen formas desconocidas, entonces hay que buscar nuevas maneras de comprensión. Hay que abrirse camino hacia el otro lado, como dice la canción de los Doors (en el primer plano de la película hay una chica con una remera de Morrison). Un delirio lo es en el marco de una realidad que pretendemos interpretable. Pero si la realidad resulta ser otra cosa, si sus reglas no son las que aprendimos, entonces el delirio tal vez sea la única manera de acceder a ella. No un desvío del mundo sino su verdad. Es lo que enseñan Burroughs con sus técnicas de montaje, Lynch con el no método de investigación oriental de Twin Peacks y Pynchon con sus problemas de escala (“Las piezas cotidianas eran barcos piratas en la estratosfera”, escribe en un momento genial de Vineland).

Hay un código madre. Esa es la hipótesis mayor. Dentro (o en sus bordes, si es que los tiene) puede haber otros. Por ejemplo, el disco de Jesus and the Brides of Dracula, que tal vez sea una advertencia (el mensaje en clave de alguien que descubrió la verdad y no puede comunicarla más que como quien tira una botella al mar) o tal vez un refuerzo. O las señales de los vagabundos, que se dejaban avisos sobre en qué lugares y por qué personas serían bien recibidos, un modo de solidaridad entre pobres que bien puede coincidir con sus usuarios: en parte dentro y en parte fuera del sistema. Pero, y este es el problema fundamental: ¿cómo podemos estar seguros de que un código, por más marginal que sea, no forma parte también del código madre? La ficción paranoica es una orgía de los signos. Basta con que anuncie que tres o cuatro tienen mensajes o conexiones secretas para que todos los otros los tengan, incluso los de la película que imagina o testimonia su existencia. De ahí el caldo semiológico, la fiesta nerd de historietas, canciones, revistas, videojuegos, películas y series de televisión que Mitchell propone. Afiches de Psicosis, El hombre lobo, El monstruo de la laguna negra, Abbott y Costello contra el Dr. Jekyll y Mr. Hyde, un imán de Thor en la heladera, recortes de diarios sobre Marilyn, publicidades gráficas, videojuegos, el billete de dólar: hay que buscar los hilos del sistema en todos lados. Y hay que tejer sin modelos. Under the Silver Lake pide fanfics, especulaciones y foros de discusión, esos premios que no todos reciben y que difícilmente beneficien a quien los busca (Richard Kelly los tuvo con Donnie Darko, no con Southland Tales), pero que en este caso son ampliamente merecidos, y que ojalá estén ya funcionando.
Sobran motivos para el entusiasmo. Los golpes que Sam les da a los pibes que le rayan y huevean el auto. Las mujeres que ladran. La chica que, en una fiesta hipster, cuando Sam entra con la ropa de dormir, le dice, sin un gramo de ironía: “Qué buena remera”. La fiesta en la que solo pasan canciones viejas, es decir, de los años 90, como un mix de “Brimful of Asha”, de Covership, y “What’s the Frequency, Kenneth?”, de R.E.M., la primera sobre una estrella de Bollywood y la otra sobre códigos que se nos hacen opacos, elegidas sin dudas para disparar las asociaciones hasta el infinito. Pero hay dos escenas de las que hablaremos toda la vida. En una, Sam y un amigo charlan y toman cerveza en una colina, con Los Ángeles de fondo. El flaco pone a volar un drone (”-¿Dónde conseguís eso? / -En Amazon, como todo”), lo conduce por sobre la ciudad mientras ve las imágenes que captura en la pantalla de una Mac y lo detiene frente a una ventana, a la espera de que llegue la dueña de casa. Es una escena pajera ultratecnológica. Un episodio más en la larga historia de los mirones. Es fácil imaginar sus etapas. En la primera, como la cercanía es obligatoria, hay que buscar un lugar que nos permita espiar y no ser descubiertos. Una puerta, un ventiluz, un árbol ancho. Emblema: la cerradura. En la segunda tiene lugar la liberación de la cercanía por medio de amplificadores del ojo: podemos llamarla etapa del catalejo, del largavistas o del telescopio. La tercera transcurre ahora, y ofrece una nueva liberación: ya no es necesario que el ojo esté cerca del ingenio que aumenta su poder, y ni siquiera es necesario encontrar un espacio libre entre nosotros y lo que vemos porque hasta los obstáculos físicos pueden salvarse. Es la etapa del drone y la computadora portátil. Mitchell se sube a los hombros de De Palma pero produce una diferencia que De Palma no había producido al subirse a los hombros de Hitchcock. Los protagonistas de Doble de cuerpo y La ventana indiscreta (que tiene su afiche en el departamento de Sam) pertenecen ambos al periodo dos, y su curiosidad los pone frente a un crimen. La escena de Mitchell testimonia no solo un cambio tecnológico en la historia de los mirones (y por lo tanto en la historia de los espectadores de cine) sino también un límite de nuestra cultura de la exposición. La mujer (joven, rubia, atractiva) llega a su casa, se sienta en la cama, se quita la camisa, y cuando todo pasa por saber si va a seguir desnudándose, se pone a llorar. Un llanto hondo, que al ser expuesto de esta manera no parece responder a una causa determinada (una muerte, una ruptura sentimental, cualquier cosa que forme historia) sino al hecho mismo de existir. Vemos la angustia en la pantalla de la Mac, desde la posición de los mirones, con un zoom lento y brillante que no decide el flaco que conduce el drone sino el mismo Mitchell. Lo que el amigo quería mostrarle a Sam era un cuerpo de modelo de lencería. Lo que Mitchell nos muestra a nosotros es el dolor. Habrase visto crueldad semejante: nos prometieron unas tetas, nos dieron a Cioran. Hay genio en todo esto. Y todavía falta algo, porque un plano posterior rima con este de la mujer que llora: ese, maravilloso, perfectamente cenital, del inodoro con los soretes de Jesus (el cantante, claro). Es como si Mitchell hubiera decidido mostrar lo que aprendimos a hacer como si no existiera: los detritos del cuerpo y la soledad del alma.


La segunda escena es de una malicia y precisión admirables. Mitchell imagina un genio en las sombras, un viejo que tiene en sus manos la historia del pop y por lo tanto buena parte de nuestras vidas. Tiene una voz de fumador de siglos y vive en una mansión, retirado, en una propiedad enorme que el director presenta con un plano que es casi una ilustración de libro infantil. Un plano Mago de Oz. Después, un parque, una cancha de tenis, una pileta y por fin la casa, a la que Sam entra por la cocina. El salón en el que el viejo compone tiene tres animales embalsamados (una cebra, un coyote, un oso polar), fotos, pósters y un montón de instrumentos musicales. Sam reconoce entre ellos la Fender Mustang de Kurt Cobain. Pide permiso para agarrarla, emocionado, y unos segundos después viene el desastre: el viejo le cuenta que “Smells Like Teen Spirit” no es de Kurco, que la compuso él en el piano, ahí mismo, “entre un pete y un omelette”. Y enseguida concluye: “No hay rebelión, soy solo yo pidiendo un cheque”. El viejo encarna los límites del pop. El borde hasta el que podemos movernos. Ese momento genial de Robocop en el que el cyborg descubre que no puede dispararle al CEO de la compañía que lo creó y el CEO le dice: “No hacemos nada que pueda ir contra nosotros”. La industria cultural en su versión más opresiva. El fantasma de Adorno sosteniendo un cartel con la infame frasecita: Se los dije. Colonización del tiempo libre, cooptación del deseo, alienación, gobierno total y absoluto de la mercancía. Las consignas se deslizan con una facilidad asombrosa. Esa película que amás, esa canción que te conmueve, esos versos de “Don’t Let Me Down” que transcribiste para la persona que te gusta en realidad forman parte de un sistema diseñado para que creas que tus lágrimas son tuyas, pero no lo son. El viejo lo dice así: “Tu arte, tus escritos, tu cultura… Son la cáscara de las ambiciones de otros”.
“No te creo”, le dice Sam, con cara de “Debe ser cierto”, al viejo hijo de puta, que ríe y toquetea en el piano una melodía detrás de otra. “La bamba”, Joan Jett, Foreigner, Backstreet Boys, Ozzy, los Who. Todo junto y sustituible. Mero valor de cambio. Una vez tocado este borde, que además lleva a otros (alguien le paga al músico por las canciones): ¿qué queda? La vida monástica, el encierro, la locura, el terrorismo al estilo V de venganza. Pero también algunos resquicios. Si una de las especulaciones preferidas de la ciencia ficción fue la chance de que las máquinas generaran un espíritu propio y se volvieran por lo tanto humanas, entonces acá se trata de saber si nosotros, que somos esas máquinas, podemos producir sentido no premeditado. Sam guarda una Playboy que le robó al padre porque se masturbó por primera vez con la mujer de la tapa. Sarah tiene un perro que se llama Coca Cola, y cuando lo presenta dice un eslogan viejo (“Tan confiable como el sol”) del que le habló la bisabuela; en la pieza, además, tiene unas muñecas tipo Barbie de Marilyn, Lauren Bacall y Bettie Grable, las tres actrices de How to Marry a Millonaire, la película que reproduce la tele mientras habla con Sam en la cama, y de la que también hay un afiche en la pared. Cine de los 50, eslóganes viejos, una Playboy de papá. Hay todo un juego con los anacronismos. Es como si los personajes no fueran contemporáneos de los objetos culturales que más aprecian, y es como si ese desfasaje les diera la posibilidad de tener con ellos un vínculo propio. Unos pliegues humildes en la superficie del sistema. Unas marcas de biografía y subjetividad. El caso de Sam es clarísimo. Juega al Mario Bross, escucha música en vinilo, mira El séptimo cielo en una copia en VHS que su mamá le manda por correo. La película más nueva entre los afiches que tiene en el departamento es The Brain That Wouldn’t Die, de 1962
La revista porno, el eslogan de la bisabuela y la película que lega la madre funcionan, además de como objetos del sistema, como testimonios de experiencias que existen en su interior (porque tal vez no haya afuera alguno) pero que no son reducibles a su dinámica y objetivos. Son iluminaciones argumentales equivalentes a las iluminaciones visuales de las dos películas anteriores de Mitchell. (En It Follows, cinco cintas de pasto en la rodilla de una chica, una hormiga en su brazo y el movimiento de los árboles de noche. En The Myth of American Sleepover, una estrella fugaz, el agua del riego, el pie de una piba en la pared del baño y el de otra entre las góndolas del súper). El más grande de los objetos (no solo) del sistema que presenta Under the Silver Lake es el póster de Kurt Cobain que Sam tiene en la pieza. Es el póster el que le pide, de alguna manera, que defienda su sensibilidad ante el viejo, que la reclame como propia, que no acepte que es el mero efecto de un laboratorio. Una cosa es la autoconciencia pop: la de Zappa en Estamos en esto por el dinero, la de Charly en “Dos cero uno (transas)”, la del Indio en “Rock para los dientes”, la de Verhoeven en Robocop, la del Godard que habla en Masculino, femenino de “Los hijos de Marx y la Coca Cola”. Otra cosa es la reconciliación. Así como el viejo expresa los límites del pop desde el punto de vista de la producción de mercancías, Sam los expresa desde el punto de vista de su recepción. Para el viejo, todo lo que toca es equivalente. Para Sam, lo que escucha no puede serlo, porque se niega a aceptar que su sensibilidad esté enteramente contenida en la palabra consumo. Uno dice el precio. El otro disputa el valor. En el final de la escena, Sam mata al viejo con la guitarra que identifica como de Kurco. Es decir, con aquello que se supone es solo parte del negocio pero que las manos de un fan pueden dotar de objetivos nuevos. La guitarra misma lo dice, ya que Cobain intervino la Fender para conseguir un sonido propio. Después, claro, Fender recuperó esas modificaciones y produjo en serie guitarras modelo Cobain. Pero eso habla del poder reterritorializador del mercado, que todos conocemos bien, no de la imposibilidad de convertir lo que no deja de ser una mercancía en parte de un proyecto no seriado.

En Sam hay un espíritu que viene de la contracultura. Puede que no sea fuertemente afirmativo, pero es obvio que no está resignado a que las cosas sean como quieren ser. Es un slacker no reconciliado. La chica de los globos le dice que no hay nada que resolver, que está perdiendo el tiempo en algo sin importancia, y concluye: “Solo tenemos un pequeño momento. Podemos divertirnos, coger, ser libres. La vida es demasiado corta”. Sarah, más adelante, le dice casi lo mismo. El problema, por supuesto, no es pasarla bien. El problema es que el viejo coincide con las chicas. “Que hay de malo en un poco de diversión”, comenta, jodido hasta lo hondo, después de decirle a Sam que bueno, si no quiere saber la verdad siempre puede sonreír, bailar un poco y disfrutar de la melodía. Para un tipo que tiene un póster de Kurt Cobain (señalado además con una firma que le atribuye a su ídolo, aunque seguramente es apócrifa) este es el peor de los forreos. Sam coge, baila, juega, mira cine, se droga. Conoce los placeres. El tema es que no puede vivir despreocupadamente. Lo demuestran sus cálculos y sus delirios.
En La estética geopolítica, Fredric Jameson dice que la ficción paranoide es ya un esfuerzo de comprensión y que no importa tanto la justeza de sus especulaciones como el gesto de proponerlas. En sus palabras: “Nada se gana con estar convencido de la definitiva verosimilitud de esta o aquella hipótesis conspiratorias; pero en el intento de aventurar hipótesis, en el deseo que traza mapas cognitivos se encuentra el principio de la sabiduría”. La cita les va perfecto a Sam y a Mitchell. Pero de todos modos hay que decir que Under the Silver Lake es una ficción conspiranoica muy diferente de La conversación, por poner un ejemplo central en la argumentación de Jameson. En la película de Coppola lo que está en juego (además de la culpa, por supuesto, tan sobresignificada) es la vigilancia, el vínculo entre empresas y estado y el lugar de los individuos en una configuración tecnológica y social que puede someterlos a control permanente, y que es capaz de destruir la idea misma de privacidad. Es decir, un repertorio de temas políticos sobre los cuales se pueden imaginar argumentos de toda clase, serios como el de The Parallax View o caricaturescos como el de Wag the Dog, pero que tienen obligatoriamente algún vínculo de representación con asuntos de gran trascendencia social, como pueden ser el alcance de los servicios de inteligencia o la manipulación mediática.
Jameson es un sintomatólogo. Lee hipérboles y alegorías. Por eso sus lecturas van mejor con la menospreciada Southland Tales (que hasta tiene un personaje que se hace llamar Garganta Profunda II) que con Under the Silver Lake. Es una buena manera de distinguir a dos directores que leyeron a Pynchon con entusiasmo. Kelly piensa el sistema como una red política, con sus figuras de poder y resistencia en disputa por el control de los recursos. Mitchell da un paso más, y sin negar que existen poderes que trabajan fuera no solo de nuestro control sino también de nuestra lógica, encuentra algo más allá de la conspiración: la indeterminación esencial del mundo. Cuando el viaje de Sam termina, la película no deja en pie la chance de que exista un sentido no evidente que pueda explicar el funcionamiento del sistema en el que vivimos sino que arriba al fin de toda explicación. A la exención del sentido de la que habla Barthes. “Hay que atravesar, como en el curso de un camino iniciático, todo el sentido, para poder extenuarlo, eximirlo”, escribe en Barthes por Barthes. Un camino iniciático. De eso se trata. Después de tantas vueltas, de tantos nexos y especulaciones, de canciones, coyotes y linyeras, Sam termina parado (vaya uno a saber por cuánto tiempo) en el pos-sentido.
Under the Silver Lake es una ficción paranoide fundida. “¿Qué dice el pájaro?”, pregunta Sam al final, con todos los códigos ya derrumbados. Se refiere al loro de la vecina, que produce diferentes intentos de comprensión durante la película, siempre fallidos. En este punto, Mitchell está más cerca del Antonioni de Blow Up que del Coppola de La conversación, dos películas evidentemente relacionadas, pero muy distintas, y que fundan tradiciones paralelas. Una tiene este título: Hay un micrófono que Gene Hackman no encuentra. Kelly sigue esta línea. La otra se sostiene en una pregunta: ¿Estamos realmente en condiciones de asegurar que hay un micrófono? Mitchell está acá. El pájaro cumple una función parecida a la que cumplen los mimos que le lanzan la pelota imaginaria a David Hemmings en el final de Blow Up: testimonia el crash hermenéutico que espera a todo trabajo de interpretación que pretenda poner un punto final y decir: he aquí la claridad, el sentido, la plenitud. La película resume su punto de vista con el cartel publicitario a medio cambiar, que deja de un lado media cara de mujer y medio eslogan y del otro, un payaso con hamburguesas. Ya no hay en esas mitades nada que descubrir. Ningún lazo secreto. Si arman casi una oración (Puedo ver las hamburguesas son amor), es por azar. Lo contrario de las publicidades sexualmente connotadas que el historietista le muestra a Sam, sobrecargadas de intención. “¿Qué significa esto?”, es la pregunta que recorre toda la película. “No sé”, es lo primero que dice “Strange Currencies”, la canción de R.E.M. con la que empiezan los créditos. Sam trabajó seis días. En el séptimo puede descansar.

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Este texto fue publicado originalmente en el número 1 de La Vida Útil.