Tom Cruise y el pensamiento del cine, por José Miccio

El juego de las Misión imposible es similar al de las películas de Bond antes de que las películas de Bond se volvieran demasiado serias: la puesta en escena de un universo de espías que no aspira al realismo sino a otro tipo de estilización: el pop en el caso de Bond, el movimiento puro en las Misión imposible, que se complacen en incorporar secuencias entera o parcialmente ligadas a medios de transporte (auto, moto, lancha, tren, helicóptero, avión) y tienen como uno de sus emblemas la imagen de Tom Cruise corriendo. Un universo en el que una asesina a sueldo trabaja a cambio de diamantes, en el que un personaje se llama la Viuda Blanca y en el que un grupo especial del servicio secreto (su aciaga sigla: FMI) entra y sale del Vaticano, del Kremlin, de la ópera de Viena o de cualquier fortaleza con una combinación única de tecnología, ingenio, coraje y esplendor físico. Como muestran varios momentos de la saga, y especialmente la reunión de mandos políticos en la que Cruise se infiltra al comienzo de Sentencia mortal (la última y notable entrega), la Fuerza Misión Imposible es secreta incluso para quienes están a cargo de las fuerzas secretas. Un eslabón débil (un contacto) la pone en relación con los Servicios y con las figuras públicas del poder. Al comienzo de Rogue Nation (capítulo cinco de esta historia) Alec Bladwin pide la disolución del grupo y la transferencia de sus recursos a la CIA. Argumenta: “La FMI no es solo una organización secreta. Es una obsolescencia, un remanente de una era sin transparencia ni supervisión”. Digamos: un subsuelo del subsuelo. Técnicamente: un recontraespionaje. La consecuencia más notable de tanto secretismo es el casi total borramiento de la vida cotidiana, que solo recupera su lugar al final de las películas, en un parque, un barrio humilde o un bar. Todo sucede como detrás de un telón, en una red que conecta a todas las prácticas secretas, del tráfico al espionaje, del lobby al sicariato, del contrabando a la especulación empresarial. Es lo que dice Simon Pegg al final de la cuarta película, Protocolo fantasma, después de que la FMI salve al mundo de una explosión nuclear y mientras mira cómo a su alrededor las personas charlan y toman algo, en pleno ejercicio del ocio: “Toda esta gente feliz y sonriente no tiene idea de que estuvo a punto de evaporarse”.

La escena funciona como embrague entre nuestro mundo y el mundo de la pantalla, y diferencia el criterio de las Misión imposible del de otras fábulas sobre los poderes ocultos como John Wick, cuya historia no es la de alguien que con sus incursiones en el lado de allá mantiene el lado de acá en funcionamiento sino la de un Sísifo agobiado que pelea por volver a un mundo en el que no tiene lugar (por eso el cuarto y último capítulo inscribe la vida cotidiana en una lápida: “Amado esposo”). John Wyck es un alma en pena tratando de regresar al mundo que Ethan Hunt defiende. Ethan Hunt es un héroe porque la comunidad que vemos cada tanto en las películas debe su existencia a sus acciones.

Del otro lado del telón de las Misión imposible, ahí donde se ponen a prueba las fuerzas que sostienen la vida tal como la conocemos o creemos conocer, hay un estado de guerra permanente, una crisis que exige ser incesantemente desactivada y cuya puesta en escena, si bien no desconoce sótanos y cárceles, se juega en un mundo entendido como pasarela: los planos que presentan los lugares en los que las cosas suceden los monumentalizan, y todo se llena de mujeres y hombres hermosos, autos de diseño, palacios, lujo, sofisticación y ropa de marca. (En la segunda parte Ving Rhames se queja porque pisa mierda con zapatos Gucci y porque un disparo le estropea una campera Versace). Frente a todo esto, que no ofrece asideros de ningún tipo, y ante la imposibilidad de una vida como las otras, cuyo brillo humilde e inalcanzable le da a Ethan un drama de plastilina, lo que queda es la confianza en el grupo chico, única certeza en el mundo de trampas y dobleces en el que los personajes actúan. Los aliados cambian, las misiones cambian, los villanos cambian (pueden ser extremistas, agentes quebrados por el dinero y el poder, un sindicato del crimen nacido del propio sistema de defensa mundial, una inteligencia artificial salida de cauce o los laboratorios, que no dudan en inventar una enfermedad para poder vender después la cura). Lo que permanece es una idea simple y efectiva de la amistad. Y en el centro de todo, claro, Ethan Hunt. Es decir, Tom Cruise. Misión Imposible es su pasaje a la historia. Ya tenía un lugar en ella, por supuesto, porque había hecho (y siguió haciendo) películas de probada memoria y había sonreído (y siguió sonriendo) como solo Tom Cruise puede sonreír: con esa mezcla de póster de habitación adolescente, garbo despinado y publicidad de dentífrico propia de quien en lugar de envidia produce en los testigos de su triunfo una convicción infrecuente: la convicción de que es un ganador merecido. De ahí que la impune cantidad de primeros planos con voluntad de estampa que tiene en la saga no resulte irritante.

(Un apunte al respecto. Como las piernas de Marilyn, como la cadera de John Wayne, como la proverbial afición a la bebida de Bogart o la habilidad para la puteada de Luppi, es decir, como toda señal de identidad de una estrella, la sonrisa de Cruise es tema y materia del cine. En la segunda entrega el villano le dice a Ethan que lo peor de haberse tenido que hacer pasar por él fue sonreír todo el tiempo como un bobo. En el final de la sexta, con las costillas rotas, Ethan les pide a sus amigos que no lo hagan reír. Y ríe, por supuesto. Tom corre, Tom sonríe: no miente quien resume la saga así. Sentencia mortal ofrece una nueva variación sobre el tema. Es la película con menos sonrisas de Cruise, en parte porque a su Ethan se lo ve más atribulado que en otras ocasiones, con la escena primaria que explica cómo llegó a la FMI y su retorno por medio del villano Gabriel, pero fundamentalmente porque es la entrega en la que mejor funcionan las notas humorísticas, que no descansan en un personaje -el de Simon Pegg- sino que se integran en el desarrollo de las secuencias, como se puede observar en los minutos anteriores al ya célebre salto en moto al vacío y la consecuente llegada al tren y, antes que nada, en la extraordinaria secuencia en las calles de Roma. En la sexta entrega, Fallout, Tom sonríe menos porque la película se ve amenazada por cierto tono grave, una sombra que llegó a la saga junto a Christopher McQuarrie. En Sentencia mortal Tom sonríe menos porque los espectadores sonreímos más. Podemos considerarlo un regalo).

Pero con el correr de las Misión imposible nació algo distinto. Algo que bien merece palabras fuera de uso como entrega o consagración. Al personaje de Ethan Hunt se lo puede definir con palabras. De hecho, Alec Baldwin lo hace en Rogue Nation, cuando le dirige al Primer Ministro británico este largo parlamento:

“Hunt está bien entrenado y muy motivado. Es un especialista sin igual. Inmune a cualquier contramedida. No hay secreto que no pueda extraer, seguridad que no pueda burlar ni persona en la que no pueda convertirse. Es probable que haya anticipado esta conversación y esté esperando para atacar en la dirección en que nos movamos. Hunt, Señor, es la manifestación viva del destino. Y lo ha convertido a usted en su misión“.

Pero además de una definición Cruise quiere una prueba. Algo que soporte no la fantasía de las historias sino su poética del movimiento. Algo relacionado con la propia imagen y por lo tanto con él mismo, no solo con Ethan Hunt. Por eso se muestra preocupado por dejar en claro dos cosas: que no piensa abandonar a su personaje y que en las películas hay planos que no involucran dobles ni trucos digitales. Planos como testimonias. ¿Por qué advierte Cruise que es él mismo el que en Rogue Nation vuela en avión agarrado a una de sus puertas del lado de afuera o el que en Sentencia mortal salta en moto al vacío? ¿Por qué insiste en decirnos: soy yo poniendo el cuerpo? Es fácil imaginar motivos simples y mezquinos. Pero es imposible reducir el asunto a una cuestión de estrategia publicitaria (¿a quién le importan hoy estas cosas?) o megalomanía. Es una cuestión cinematográfica. Lo que Cruise reclama es un lugar entre los actores atletas. Reclama -lo piense o no en estos términos- su derecho a compartir categoría con Keaton, Belmondo, Burt Lancaster y Jackie Chan. Reclama, en fin, una tradición: ser otra cuenta en el rosario ontológico del cine. Que Cruise salte, que corra, que haga piruetas, que se ponga en riesgo establece (pretende establecer) una continuidad con un mundo que ya no es el nuestro. Este es el tema último de Sentencia mortal.

El problema fundamental de Cruise en tanto actor-atleta es el régimen de imágenes en el que se mueve y al que las propias Misión imposible alimentan, porque para probar o sugerir que lo que vemos captura algo que ocurrió frente a la cámara los planos ya no alcanzan. Es como si ahora que todos sabemos que cualquier imagen es posible, que las continuidades se trucan fácil (y más en estos niveles de producción), solo una maquinaria de divulgación pudiera empujarnos a creer en eso que los tiempos de Bazin llamaban el registro. Por algo -en sintonía con una costumbre ya bien asentada de Cruise y las Misión imposible– una de las primeras cosas que conocimos de Sentencia mortal fue el breve making off dedicado al salto en moto, que nos preparó para verlo testimonialmente y para que, por su intermediación, podamos preguntarnos en otros momentos: ¿esto también lo hizo Tom? Pero incluso así la recepción baziniana es débil, porque es el sistema mismo de producción y circulación de las imágenes el que instituye en ellas un déficit de credibilidad. Si nada es imposible, creer es imposible. Lo saben mejor que nadie las películas que nos piden confianza.

El desafío -la causa perdida- es conseguir que la película misma y no solo su aparato de difusión se vuelva convincente. En este punto (también en este punto), Sentencia mortal es una película apasionante. La trama persuasiva opera en tres niveles. El primero es el argumento, que llama la atención sobre el problema con su folletinesca distribución de roles. El villano es una inteligencia artificial desbocada. Los modos de combatirla son múltiples, pero en principio, y en el terreno de la defensa más que del ataque, suponen una restauración de los archivos analógicos, de ahí que la información en peligro se pase a papel por medio de máquinas de escribir (notable el plano del salón lleno de copistas, especie de solapamiento temporal entre el escenario ultramoderno y las oficinas de The Crowd o Piso de soltero). El segundo nivel es iconográfico. Hay por lo menos dos objetos que se destacan por un anacronismo inverso al que suelen practicar las películas de espías, que juegan a adelantarnos cosas del futuro (o a sugerirnos que ya son del presente, solo que unos pocos las conocen). Son dos objetos venidos del pasado. El primero es el canal por el cual la misión le llega a Ethan. Un repaso por las entregas anteriores basta para identificar su importancia. En la película inicial es un video. En las cinco posteriores, objetos comunes pero tecnológicamente tuneados: unos anteojos, una camarita de fotos, un teléfono público, un vinilo, un libro con una cinta adentro. En Sentencia mortal la misión llega en uno de esos grabadores que llamábamos de periodista. Una cinta magnética que funciona como cinta magnética y nada más. El segundo ícono -el fundamental- es el tren en el que transcurre la última y memorable parte de la película. Se trata de un tren al viejo estilo. Un tren decimonónico dentro del cual viajan hombres y mujeres con dispositivos tecnológicos de última generación. Es el emblema de la película, que se quiere eso: un tren compuesto de dos tiempos históricos. O lo que es lo mismo: de dos regímenes de imágenes. Adentro, los celulares y las computadoras. Afuera, el carbón, el fuego y las caras y las manos tiznadas de los trabajadores que alimentan y controlan el movimiento, y a los que -claro- el agente del poder digital asesina.

El conflicto argumental básico y dos íconos notables. El tercer nivel persuasivo es la puesta en escena. El making off nos dijo que Cruise salta en moto. Sentencia mortal trabaja en pos de hacer que la información no sea solo algo venido de afuera. Trata de volver a las imágenes confiables, lo que implica un criterio de plano y montaje diferente del que predomina hoy en el cine de acción de alto presupuesto. Se puede observar comparando la pelea en el techo del tren con la de Indiana Jones y el dial del destino. Ahí donde Indiana Jones se entrega sin reparos al CGI (y se acerca en cuanto a la falta de ilusión táctil de la imagen a las películas de superhéroes), Sentencia mortal disimula su uso. Es ya imposible asumir que lo evita, porque las imágenes son híbridos digital-analógicos (en Fallout Cruise salta efectivamente de un terraza a otra pero el vacío que lo amenaza durante unos segundos es un invención computarizada). Pero hoy que nada en el cine de acción parece impenetrable, filmar las cosas como si lo fueran verosimiliza (aunque no atestigüe) su carácter material. En el final de No Time to Die, más cercana a Misión imposible que Indiana Jones, un James Bond parado de espaldas a nosotros es arrasado por una explosión. Cruise no habría aceptado un plano así. No en Sentencia mortal.

¿Por qué me asalta esta convicción? ¿Por qué, sobre todo, si lo que la inspira no es un criterio único? Se debe a la consistencia de los recursos persuasivos en juego. El momento en el que el piano se desprende del piso y cae hacia donde está Ethan, que en el último instante consigue evitarlo, es un plano de continuidad digital como los que la película se ahorra o intenta mayormente encubrir. La locomotora que descarrila al final es tan de otro tiempo que en los planos que muestran su vuelo parece una miniatura, lo que vuelve extremadamente convincente su carácter analógico. Estos planos (conmovedores) no prueban nada. Pero dan cuenta de un trabajo en pos de la credibilidad que las películas no suelen tomarse. Un trabajo de estricta puesta en escena, coincidente con la historia que la película cuenta, con sus principales íconos y con su protagonista. Así, el encanto último de Sentencia mortal no es su conformidad con el presente sino la sospecha de que todavía tiene algo que ver con el pasado. Es algo que puede extenderse a toda la saga, y que ganó vigor a medida que el sistema digital se volvió dominante. En este punto, el momento decisivo está en Fallout, en la que el mensaje que presenta la misión viene en una edición de La odisea. Como si la pregunta que guía a Cruise en sus lances de atleta, la otra moto en la que va con confianza hacia el vacío, fuera: ¿qué tenemos que hacer (qué tenemos que dar) para autorizarnos a decir hoy la palabra homérico, para ser dignos de la aventura, para convencernos de que todavía existe Ítaca?

Podemos decir muchas cosas sobre Tom Cruise. Lo que no podemos decir es que no está pensando el cine.

2 Respuestas

  1. Avatar de nicolasg99 nicolasg99

    Excelente texto José. Me quedo con el párrafo final porque también me había llamado la atención que en la sexta película aparezca La odisea como movilizador de la misión (además creo que hay algo de La odisea en la propia historia de Fallout, con Ethan Hunt en busca de un retorno a su «hogar» con su ex-esposa Julia, aunque lo trágico es que es imposible). Siempre me gusta leerte.

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