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Michel Piccoli jugaba bien al billar. Lo sé porque en Les Noces Rouges Chabrol lo filma como para que se note que las carambolas son obra suya. El cine es truco, pero su historia está llena de planos que declaran lo contrario. Planos deliberados, quiero decir. Planos-testigo: “Señores espectadores, esto que vieron fue”.
El billar de Piccoli es una de las tantas cosas que el cine aprovechó para hacernos notar (para convencernos de) que estamos frente a un espacio uniforme, en el que los actores y las cosas coinciden efectivamente. Otras, más decisivas, son la habilidad y el riesgo físico. Burt Lancaster obligaba a sus directores a filmarlo de manera tal que a todo el mundo le quedara claro que no era un doble el que saltaba o daba vueltas en el aire. Las películas de aventuras de Lancaster –El halcón y la flecha, El pirata hidalgo– son ficciones absolutas y documentales sobre sus capacidades atléticas. De ahí que cuando lo vemos interpretar en sus trabajos para Visconti a personajes avejentados, de movimientos lentos y mirar cansino, la impresión de decadencia resulte tremendamente sensible, no nacida solo del argumento y el esteticismo del director italiano sino del propio cuerpo de Lancaster, que lleva encima una historia capaz de encarnarse completa en un bastón. Una situación semejante se da en el burlesco, cuya efectividad y gracia dependen en alto grado de que seamos capaces de reconocer que las caídas, los tropiezos y las piruetas están conectados directamente con los actores protagonistas. Buster Keaton pasa de una terraza a un auto en movimiento en plano general (Sherlock Jr.), y en plano general sigue filmando mientras el andamio en el que tiene apoyada la cámara se viene abajo (El cameraman). En los gags más extensos del burlesco, el montaje prepara lentamente su propia redención permitiéndoles a ciertos planos una plenitud pocas veces alcanzada fuera del género. El ejemplo más famoso es el de Chaplin y el león. Todo cobra sentido cuando los vemos juntos y somos empujados a creer que la imagen exigió como tributo un riesgo. Porque (creo que Daney habló de esto) las imágenes verdaderas son aquellas que piden a cambio un sacrificio. No importa cuantos trucos haya. En la jaula del león Chaplin es Isaac y su propio padre, y es también el Dios que premia la fortaleza de una fe.


El plano que reúne a Chaplin y al león despierto (los planos en realidad, porque son tres) redime el montaje que lo precede. Lo autentica retrospectivamente, diría Bazin. Hasta ahí podíamos pensar: cuando el león duerme, animal y actor están juntos en el plano; cuando se mueve, separados por el montaje. Keep away dangerous, dice el cartel de la jaula. Pero en realidad nada nos convence del peligro. Un calmante y una moviola explican todo. Por eso, cuando esos tres planos llegan tienen la fuerza de una revelación. ¡El riesgo! ¡La plenitud! Una parábola: después de dudar podemos sentir por fin lo que es creer.
2
El digitalismo hizo más sensibles las cosas del pasado. Hace poco revisé algunas escenas de Espartaco y no pude dejar de pensar en lo mismo todo el tiempo: por más transparencias que haya, las escenas de masas son efectivamente escenas de masas. En un momento me puse a contar cabecitas. Después busqué por millonésima vez en la biblioteca el libro de Bazin. El libro de siempre.
No debe haber cinéfilo que no tenga un ejemplar de ¿Qué es el cine? con el lomo arrugado como una frente. Hoy por hoy, en un momento en que la crisis de sus ideas es total (y que esa crisis no se debe, como en los años 70, a una cuestión ideológica), la importancia de Bazin se nota más que nunca. Es un lugar común, una pura previsibilidad. Más todavía: es una de esas que sabemos todos, como “Té para tres” o “Rasguña las piedras”. En el fogón baziniano cantamos siempre: «Una emanación de luz quema la película, nena / el cine es la huella de un real». O sea.: cantamos lo que ya fue.
El olvido de alguien nunca es más claro que cuando se convierte en el nombre de una época. Bazin da vueltas persistentemente a nuestro alrededor porque existe ya el tiempo de Bazin. Es decir, uno más entre los numerosos viejos tiempos. El panorama es más o menos este. Los viejos chotos lloran en su capilla la pérdida del resguardo ontológico que la difusión del digital significa, y aprovechan la volteada para firmarle al cine certificados de defunción mientras se palmean los hombros y repiten Daaa-neeey, Daaa-neeey, como ovejitas. Los que celebran cualquier chiche nuevo como si fuera la panacea citan sus ideas sobre la relatividad histórica para mantenerse junto a él despidiéndolo. Quienes lo cuestionaban hoy lo extrañan. Pronto tendremos una Convención Anual de Viudas de Bazin. Irán todos. Católicos y althusserianos, cinéfilos y gente seria. Como al entierro de Sartre.
Odio el tono plañidero y autocelebratorio de quienes se conduelen recordando los tiempos épicos del registro. Pero, ¿para qué mentir? Yo también añoro algo. Y lloro a veces. Porque hay una cosa imperdonable en el mundo digital, más triste y enervante incluso que el paracaídas, el desierto y la cara de Brad Pitt en el comienzo de Aliados. Me refiero (siento que es evidente) a la inmaterialidad que ostenta la nueva sangre, a esa falta de pulpa y cuerpo que afea tantas veces los combates y los hachazos y que convierte las hermosas inmundicias que inventaba Tom Savini en motivos de ubi sunt.
Ya lo dijo el poeta: ¿Qué fue de la pasta roja, / la bilis verde brillante? / ¿Qué se hicieron? / La piel, el seso que moja, / la carne rota sangrante. / ¿Dónde fueron? / Pasteleros gore del susto / Argento, Romero, Fulci… / Camarada, / no ofenden más el buen gusto / al chino que dice: “¡É culsi!” / Nada. Nada.


Una de las frases más famosas de Godard es esa que dice: “No es sangre, es rojo”. El digital lo confirma día a día, al mismo tiempo que convierte el irrealismo de las películas de De Palma y Argento en su contrario. Pesa mucho esa materia. Mancha. Casi no se puede lavar. No es rojo, es sangre.
3
Estas palabras de César Aira sobre la literatura (que tomo de Cómo me reí, una de sus novelitas pringlenses) permiten entender también algo del cine: “De ahí deriva una ley del relato: cuanto menos importante es un hecho, más cuesta contarlo. Una revolución puede contarse en tres líneas, un adulterio puede despacharse en un párrafo, pero contar cómo se hizo para pinchar con el tenedor una arveja exige tres páginas de la prosa más precisa y los recursos más avanzados del arte de la narración’. Pues bien, para el cine las cosas suceden exactamente al revés. El descubrimiento temprano de la riqueza que hay en la capacidad de la cámara para seguir con detalle y de manera sintética todo el brillo de real que encierra el acto de comer una arveja está en la base de tantos de sus grandes momentos. El movimiento de las hojas, el polvo que baila en la luz, la lagartija que pasa: el mundo de lo insignificante fue desde el comienzo un tesoro para el cine. También los actos mínimos que constituyen la trama de nuestras vidas brillaron siempre, incluso en las películas menos interesadas por el realismo o el ritmo lento de lo ordinario. Hay toda una tradición del barrido y la limpieza en el cine americano que tiende a reponer al sujeto común en el centro de la escena una vez que la historia excepcional concluye. El anteúltimo plano de Mildred Pierce y los planos con los que terminan The Hustler y The Driver restituyen lo que la narración suspende: el ritmo lento, el laburo básico, la vida simple de la que escapamos cuando entramos al cine.



Los créditos declaran el fin de la ficción. Salir del cine es volver al mundo en el que algunos limpian para otros.