Películas y canciones de rock (segunda parte), por José Miccio

Vi Times Square (Allan Moyle, 1980). La descargué pensando que podía ser una gran película desconocida y que podría agregarla a mi lista alternativa del Hollywood de los 80. No tuve tanta suerte. Pero igual es bueno tenerla en cuenta para ver qué ocurre con los relatos de la contracultura cuando comienza la década que los pone en cuestión de manera más orgánica. Las protagonistas son dos chicas que se conocen en el hospital al que son llevadas para hacerse estudios psiquiátricos. La más grande es una inadaptada de primera, rockera, con algunos brotes y desconexiones, en general hiperquinética, con un look muy Joan Jett. La otra es su contracara: una chica bien, hija de un tipo que promueve un proyecto para lavarle la cara a Times Square, barrio de Nueva York bohemio y presuntamente peligroso que la película representa de modo colorido, atenuando todo, sin violencia. Las dos pibas se van a vivir a un galpón abandonado, se convierten en pequeñas celebridades con su performance de tirar televisores por las terrazas y terminan por ganar el respeto de los mayores: la negra que parece ser responsable por la chica más grande y el padre de la otra. En medio de todo esto está el locutor de la radio independiente, cuyo discurso contracultural se opone punto por punto al proyecto de reforma del barrio, que supongo debe tener que ver con lo que ocurrió durante la administración Giuliani. Este personaje está del lado que la película considera correcto pero no es un aliado firme de las chicas, más allá de que estimula el asesinato de televisores y las hace tocar en vivo una declaración contra lo que representa el padre de la más jovencita. Y es que cuando la película entra en su última parte queda claro que los dos varones adultos mantienen un enfrentamiento que olvida a las pibas en medio de su ida y vuelta. La escena del final, con la banda en la terraza y la separación de las amigas –la mayor huye otra vez, la menor vuelve a casa convertida en otra (y habiendo convertido en otro al padre)– define perfectamente el tono medio que elige Times Square. En la fiesta callejera hay chicas de familias bien vestidas como la piba más rebelde, baile, guiños de adultos (incluso un médico), noche y color. Y en el barrio hay, durante toda la historia, ruido pero no bardo, droga pero no reviente, laburo infantil en cabaret pero no prostitución. El soundtrack incluye a Roxy Music, Talking Heads, Ramones y XTC. Por supuesto, también aparece “Walk On the Wilde Side”, aunque Times Square prefiera el camino seguro y termine en una zona media, de pop culposo, lejos tanto de la furia nihilista de The Decline of Western Civilization como del brillo naif de Breakin’.

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Los personajes de Young Soul Rebels (Isaac Julien, 1991) viven en la Inglaterra de fines de los 70 y están ligados a la música y la radio pirata. La película pierde con un montón de cartas ganadoras. Es apenas una ilustración de tópicos del periodo. Anoto algunos: un grafitti de los Pistols, una A de anarquía, los skins, los punks, los soulers, la explicación de por qué algunos discos no tienen etiqueta. No pensaba escribir nada, tan sin interés me pareció, tan fofa. Pero de pronto, y como venida de Marte, salió de mi cabeza Boogie Nights. Primero imaginé que se debía al uso, también ilustrativo, que hace de “Only God Knows” en la secuencia en la que el destino juega sus fichas. Pero después me di cuenta que no. Que era otra cosa. Yo diría una enseñanza. Boggie Nights es una gran película por un montón de razones. Una de ellas –no la más importante– es que permite observar el paso del fílmico al video y del vinilo al casete (además del de la música disco al synt-pop). Otra es la escena en casa del drogón (Alfred Molina) con chino tira petardos, que incluye el plano de un casete identificado como “My Awesome Mix Tape # 6”. Detalles como este son los que capturan mejor una época, algo que ignora Young Soul Rebels, tan atenta a lo importante.

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Sospecho que los que hablan mucho de sí mismos no escuchan canciones. En el emocionante final de Jackie Brown, Pam Grier maneja hacia su nueva vida y mientras el auto avanza mueve los labios, casi que no suelta el aire, para que la voz de Bobby Womack salga de ella y de ningún otro lado. Tarantino sabe que en ese momento la canción le pertenece. “Across 110th Street” es de Jackie, no de Bobby. La riqueza de este último plano es infinita.

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“11:11” se llama la primera y larga y hermosísima canción de Gospels, el notable disco que sacó Pels en 2015. Las primeras veces que escuché la canción pensé en Pink Floyd, en Virus por la manera en la que Tingo Zucal canta unas palabras («siquiera sobras, de lo que fue») y en el Spinetta de «La luz de la manzana» por la imagen que usa para enrarecer el tiempo. «Doy a luz a mi madre», dice el Flaco. «He parido un padre», canta Zucal. Todo muy así, en plan asociación blanda. Después, “11:11″ no me envió más que a «11:11», que es lo que me pasa siempre que me enamoro de una canción.

El desajuste existencial es uno de los motivos más perdurables del rock. Las canciones lo ponen en escena y le presentan pelea con palabras simples. La retórica del desastre es rica. La de la confianza, reiterativa e ingenua. Es lo mismo que con Anna Karenina (que nunca leí): las familias felices se parecen, las infelices lo son cada una a su manera. Casi todos los grandes discos de rock están llenos de horror y apelaciones a la fuerza que tenemos dentro. No se trata de levantar la moral de chicos con baja autoestima sino de poner en escena un combate contra la angustia. Por eso las canciones más tontamente optimistas aparecen en discos oscurísimos. En Películas, por ejemplo, “No te dejes desanimar” saca su fuerza de la cercanía de “Ruta perdedora”, y en Oktubre “Ya nadie va a escuchar tu remera” brilla tanto porque viene después de “Preso en mi ciudad”, de “Canción para naufragios”, de “Semen-Up”, de “Música para pastillas”, es decir, de unas canciones de bronca, de guerra y de abstinencia. En Ciudad de pobres corazones Fito Páez llega hasta el fondo del dolor y canta: “Empecé a moverme un poco / no es cuestión de estar tan mal”. El rock buena onda es basura. Esto es algo diferente: una épica del estado de ánimo. En “11:11″ Zucal canta: “Mientras tenga vida / todo me puede pasar”. Para que estos versos emocionantes suenen como suenan tienen que estar en la canción que están, asediados más que permitidos por esa guitarra, y en un disco que incluye decenas de imágenes de ahogo y una obra maestra del abatimiento como “Limón negro”.

Está todo mal, no hay salida, vos dale para adelante. Sobre este juego imposible se sostiene una historia extraordinaria, todavía en movimiento aunque los profetas del fin insistan en afirmar que terminó hace rato. En efecto, hay un género «Lamento por el rock». Es un tipo de elegía. Lo que dice, básicamente, es esto: antes el rock era aventurero y rebelde, ahora es parte del sistema. El problema mayor del género (además del tono solemne, grave, como de cura bravo que adquieren todas sus manifestaciones) es su total desatención por la Historia y por lo que efectivamente pasa en quienes escuchan rock. Cuando tu papi te regala un disco de los Clash, cuando tus profesores arman talleres en los que escuchás Pixies y Nirvana, cuando Charly García se encarga del himno en la asunción presidencial y todos nos emocionamos al descubrir que el Flaco cantó «Muchacha» en un jardín de infantes, cuando ocurre todo eso, y tan a menudo, no hace falta mucho ingenio para darse cuenta de que la posibilidad misma de la rebeldía en los viejos términos no existe más. No es algo tan jodido, al menos que añoremos los tiempos en los que la Norma era clara y peligrosa. Lo que molesta en el rock es otra cosa. Que todos los músicos tengan una declaración sensata para hacer sobre cualquier tema, por ejemplo. Que no le dé pelea al progresismo bobo. Que tenga tanto respeto por su propia historia. Que no deje que se exprese el Mal que lo habita. Eso es grave. Nos quedan Los Punsetes y alguno más. En otros aspectos, las cosas son muy parecidas a como eran antes. Si hay una diferencia en el rock, sigue siendo su ética de la no reconciliación en versión adolescente y su permanencia como espacio para la educación sentimental de sus oyentes jóvenes. No es poco, aunque el rockerestalinismo insista en ignorarlo. Pasa todavía. Un pibe siente: somos muñecos de torta, cachos de carne, humo de arenque, sombra de sombras. El rock traduce: tal cual, somos jinetes en la tormenta. “11:11” habla de eso.

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Vi Smithereens (1982), una de Susan Seidelman con el gran Richard Hell. La Nueva York de la época está excelentemente capturada. Por una parte, los lugares derruidos, los baldíos rotosos, las paredes sucias, es decir, todo eso que en mi cabeza aparece bajo la etiqueta pre-Giuliani. Y por supuesto, los boliches, la ropa, el aerosol, la música fenomenal de un tiempo de gloria. “Todos son extraños hoy en día, es normal”, dice en un momento Wren, que comparte el protagónico con la ciudad. La piba es una pesada y una ventajera. Se queda pronto sin lugar para vivir, y entonces va del chico serio de Montana al músico de rock una y otra vez, detrás de algo un poco vago que se llama primero Unirme a una banda y después Ir con vos a California. No es que Wren no tenga onda. Lo que pasa es que es difícil quererla. Es la contracara exacta de la Madonna de Buscando desesperadamente a Susan, que Seidelman filmará tres años después y que completa un díptico hermoso sobre el modo de ser joven en la Nueva York de los primeros años 80. Una última cosa: la banda sonora incluye varias canciones de The Feelies, que poco después aparecerán haciendo un cover de “Fame” en Something Wild, una película fundamental para entender lo que pasa con la contracultura y el rock en los años yuppies.

 

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Hay cosas que nacen con un objetivo determinado y consiguen sobreponerse a su propio triunfo, que debería agotarlas. Se me ocurre un ejemplo religioso, resumido inmejorablemente por San Agustín en el título del capítulo octavo del último libro de La ciudad de Dios: “Acerca de los milagros, los cuales se realizaron para que el mundo creyera en Cristo, y que aún hoy se realizan aunque el mundo cree en Él”. Otro ejemplo es Madonna, lanzada al mercado para vender discos hasta que el negocio aguantara y convertida pronto en una reina plebeya por derecho y talento propios. Hace un par de meses, Like a Virgin cumplió treinta y tres años, la edad de ya sabemos quién. El tema que le da nombre es otro milagro innecesario. Es decir, una canción genial.

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Hoy temprano completé This is 40, una de Apatow que me había quedado perdida. Me pareció pésima, pero algo me obligaba a seguir viéndola. Más o menos después de la mitad me di cuenta de que eso que me retenía era el asco. No mi asco por la película sino el de la película misma, que tiene un conjunto de personajes absolutamente desagradables e imbéciles y el mandato autoimpuesto de no quitarles toda protección o dejarles al menos una o dos excusas. La peor de todas es la esposa de Paul Rudd, una boluda de marquesina. Pero el mismo Rudd es un tarado, y también son tarados sus padres, sus hijas y el resto de sus relaciones. Porque la vida que muestra la película es una vida tarada. Una vida tarada de casas lindas, hipotecas, préstamos, negocios en problemas, falta de sexo, hijos difíciles, padres difíciles y redes culturales estereotipadas. Rudd escucha Pixies, su esposa escucha A-Ha. Rudd publica un nuevo disco de Graham Parker, su esposa habla de Lady Gaga. Rudd pone un tema de Alice in Chains, su esposa y sus hijas bailan algún éxito radial. Son tres diálogos. Una música contesta a la otra. Rudd queda mejor parado en los intercambios no porque lo que escucha sea mejor (que también) sino porque siente algo profundo por esas canciones, algo que tiene que ver con su vida. Las referencias a la cultura de masas alcanzan también a las series. A la hija mayor le toca Lost. A él Mad Men. Toda la red deja a Rudd en el centro: es en relación con él que las cosas se definen y la película se mueve. Son sus cuarenta los que se festejan, no los de su esposa, que los oculta, y son sus dramas los que cuentan, porque es el único que tiene una pasión y cierta generosidad. Al final ella se siente feliz con el nuevo embarazo. Su verdad está ahí. Hay un momento en el que los dos hablan de Fargo, una película que trataba de hacer de la panza de Frances McDormand un refugio contra el absurdo y la crueldad del mundo. Pero acá no existe esa dimensión. Acá solo hay ñañas de burguesa fofa. Todo pone a la mina en el peor de los lugares: su preocupación permanente por el dinero en versión mezquina, su afición a la medicina alternativa y a la comida sana, su baja autoestima, su edad mentirosa y la horrible actuación de Leslie Mann. Los parlamentos sobrecargados de puteadas parecen ser la incorrección preferida por los neoconservadores que escuchan rock. Pero bueno, al menos la gorda MacCarthy lo dice: “Parecen una fuckin’ pareja de publicidad de banco”.

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Vi Montage of Heck, el documental sobre Cobain. Los momentos más emocionantes son esos en los que vemos los cuadernos en los que Kurt anotaba ideas, hacía dibujos y craneaba algunas de las más hermosas canciones jamás escritas. Esos cuadernos son los mismos en los que escribe el personaje de “Casette”, la canción que Pez grabó en su disco homónimo de 2010, y los mismos en los que alguna vez quise escribir yo. Vi en la película lo que veo siempre que el mosquito del rock encuentra un ámbar que puede mantenerlo un rato quieto. Una escena primaria. Lo que pasa cuando un pibe descubre en su pieza un disco que lo sacude no me parece menos drástico que lo que le pasa a Mumm-Ra en los Thundercats cuando invoca a los espíritus malignos. En el dibujito, un cuerpo decadente se vuelve robusto e inmortal. En la pieza, un adolescente encuentra fuerza y compañía sin por ello dejar de sentir el incordio existencial que lo preparó para escuchar las canciones tal como las está escuchando. De la pieza (y de su espíritu herido) Kurco sacó “Rape Me”, “Lithium”, “Smells Like Teen Spirit” y no sé cuántas obras maestras más. Después se voló la cabeza, el muy tarado. En fin. Creo que la analogía con Mumm-Ra se me ocurrió porque Ricardo Romero pensó en los Thundercats para definir a uno de los frikis con Tourette de El síndrome de Rasputín, una novela muy rockera, que hace una lectura punk de “Los ejes de mi carreta” y cuya canción de guerra bien podría ser “Bancate ese defecto”.

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«He’s Leaving Home». En una escena de La tercera orilla (una película prolija, semielegante) el protagonista y su hermana cantan “Rezo por vos” en un karaoke. Todo lo que pasa es previsible, casi de manual. Pero no importa, porque también es conmovedor. El pibe introvertido se suelta a medida que interpreta la canción y eso anuncia lo que pasa al final, cuando quema la propiedad del padre y se las toma. La imagen aparece una y otra vez: el rock es esa música que te lleva lejos de casa.

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En agosto del año pasado salió Pelea al horror, el nuevo disco de Pez. 1) A Minimal le dio por autocitarse duro. En «La paciencia de la piedra» canta una parte de «Y las antenas comunican la paranoia como hormigas». En «1986» regresa a un año al que ya había regresado (con mejor suerte) en «Casette». En «Los días poderosos» repite unos versos de «Bettie al desierto», que además retorna en «La balada del niño mudo, el perro blanco y la señorita Bettie». 2) «Bettie al desierto» está en el disco Hoy. Este que acaba de salir podría llamarse Ayer. El universo de Pelea al horror es más que nunca el de los recuerdos de Minimal. Las canciones están llenas de imágenes de infancia y adolescencia. Son tiempos seguros, fácilmente extrañables, más allá de si guardan o no conflictos. Están listos y ya no sangran. 3) También el sonido de Pez es seguro. Los tipos son capaces de hacer que llamemos arreglo a unos teclados de juguete y estilo a la repetición. Difícil que saquen un mal disco. Capaz que es un problema. 4) Dos canciones están pegadas al presente. Una es «Pelea al horror», declaración antimacrista que gana peso porque le da nombre al disco y trae a la memoria la tapa y un par de temas de Rock nacional. La otra es «Parte de la solución», una defensa del autocultivo que resulta ser el momento de mayor contundencia afirmativa. Contra el gobierno y a favor del faso. Esta tontería encantadora se llama rock. 5) Lo mejor está al final, en los diez minutos dub de «La paciencia de la piedra», que ponen en práctica lo que «Parte de la solución» propone. Allá Pez cultiva. Acá cosecha, cata y confirma que su jardín da de la buena. Baste como prueba esta gloria: «Como aquellos que en las cuevas / imprimieron su presencia / dejaremos en el aire los sonidos / rebotando».

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En Casino suena la versión genial e hija de puta que hizo Devo de “Satisfaction”. Malas noticias: hoy Devo es inimaginable. Demasiado incorrectos, deberían comparecer ante decenas de tribunales de las buenas conciencias para explicar que no son misóginos, que no son nazis, que lo que pasa es que hacen rock. Lo mismo ocurriría con el Bertrand Blier de Les valseusses, una película imposible, y por eso una bandera.

Está acá arriba.

Es la portada de Calanda.

 

Continuará…

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