Cuando el noble Philippe Leroy-Beaulieu, el patético Marc Michel, el admirable, el adorable Jean Keraudy me decían, uno tras otro, cuando les felicitaba: «Esto no es para nosotros, no hemos hecho nada, es el señor Becker quien ha hecho todo» y Raymond Meunier, cuyo párpado inferior tiembla cuando le aseguro que su creación le coloca entre los mejores actores franceses.
Cuando José Giovanni me repetía durante los meses de preparación del guión: «Ya sabes, este Jacques es diabólico»… Ha encontrado un truco terrible, pero terrible, para la escena en que… (sigue el relato de una secuencia…). Qué autor, amigo mío!… Qué autor!» Después, durante los meses de rodaje: «Este Jacques, amigo, es un rulo compresor, un «bulldozer»! A la novena toma, X… estaba vacío; a la dieciocho, amigo, a la dieciocho, ha conseguido de él lo que quería…»
Cuando Ghislain Cloquet me dice: «Jacques sabía exactamente lo que quería. Los primeros días fueron muy difíciles para mí. Después, seguí a Jacques… Todo ha ido muy bien…»
Cuando Rino Mondellini, al borde del abandono en el momento de acabar el decorado, me confiaba: «¡Es demasiado duro el señor Becker, es demasiado duro! Me critica todos los detalles del decorado. ¡Ha pedido que los muros de la celda sean de cemento! ¡Quiere que los muros de la celda sean de cemento! ¡Quiere que la prisión sea verdadera! Me ha hecho cambiar todos los tubos, todas las conducciones del corredor…»
Cuando Silberman, el productor, después de la muerte de su director, negó al distribuidor el cortar aunque sólo fuera un fotograma del film para facilitar la explotación comercial.
Cuando, finalmente, Jean Becker medía el genérico final y el minuto a partir de la Melodía en la menor de Rubinstein en el piano, y cuando se da uno cuenta que ninguna otra música hubiera podido, ni más dolorosamente ni más admirablemente, acabar el film y cerrar esta cosa asombrosamente ínfima que es la vida de un hombre ejemplar, es preciso, antes de hablar de cualquiera de sus obras, hablar de este hombre.
***
Era bello como un dios, o como un diablo; de una belleza extraña y magnífica. Él debía haber oído, como Alejandro, a la sacerdotisa de Delfos, decirle: «Hijo mío, nada se te puede resistir.» La frente alta, los cabellos abundantes y más cerca cada día del blanco puro, la nariz larga y recta, señorial, reclamando justamente para su equilibrio un bigote militar, poblado, recubriendo una boca a lo Toulouse-Lautrec, bigote alisado continuamente por una mano de bronce que se hubiera dicho que estaba esculpida por Rodin. Sus ojos (pero, de verdad, ¿eran grises sus ojos?) penetrantes apuntaban como un Pantachar o un Cock, ojerosos hasta las mejillas, expresando una inteligencia y un ingenio alrededor de los cuales había construido su fuerza.
Un poco de Barbey d’Aurevilly cruzado de Zíngaro, o el hijo que Taras Bulba hubiera tenido con una princesa de Occidente.
Porque el observador crítico podía adivinar en esta criatura de tanta clase un punto de ruso que él sabía también, cuando hacía falta, manejar muy diestramente.
La verdad: de origen anglosajón, pero más bello que nunca haya sido un británico. Quizá albergaba la huella de un viaje de Leczinski, o los vestigios de un derecho de pernada.
Con ello, su voz grave dejaba escapar a veces una duda, una forma de girar siete veces su lengua en la boca, que no era, sin duda, deliberado, pero gracias a lo cual conseguía decir, traducir exactamente su pensamiento, llevando al arco todas las cuerdas posibles y a veces inesperadas, dejando a su interlocutor la única fuerza de asentir.
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Tenía 50 años cuando su maestría, su madurez, le dictaron el hacer un film inmenso, en el que todos los aspectos esenciales del hombre iban a ser tratados: la dignidad, el valor, la hermandad, la inteligencia, la nobleza, el respeto y la vergüenza. No existen más que dos marcos para una aventura de tal talla: la guerra y la prisión, porque -me excuso con la damas (que yo amo mucho), incluso si madame Francoise Giraud no comparte mi opinión- únicamente en estas dos circunstancias el hombre está sin mujeres, incluso aunque piense en ellas sin cesar, y no puede sublimarse mas que fuera de sus deseos, de su líbido y de sus complejos.
En la guerra o en la cárcel el más bello no hace más conquista que el más feo, el más decidido que el más tímido, el más cínico que el más tierno. Y es esta ausencia de competición, de rivalidad, lo que hace a los hombres verdaderamente viriles. He estado bastante tiempo en la guerra y el suficiente en una prisión para saber de lo que hablo. Pero, ¿y los homosexuales?; ellos no están al abrigo del deseo y de las necesidades sexuales! Precisamente, en la guerra, como en la prisión, un homosexual no puede ser nunca completamente viril; recuérdese la escena de los fontaneros: es verdad.
El libro «Le trou» es elegido. Su autor, José Giovanni -el Manu Borelli de la película- es un hombre de un origen totalmente opuesto al de Becker. Mediterráneo (no me gusta la palabra «latino») cuya nobleza de insular, el orgullo, le han conducido, poco a poco, a la rebeldía y a la asociabilidad, escritor nato, pinta el universo de las prisiones y los hombres que viven en ellas como nadie antes que él lo había hecho. (Lean «L’Excomunié».)
Nada había en el pasado de Becker que se pareciera, de cerca o lejos, a una experiencia personal basada en la promiscuidad de las prisiones.
Y aquí es cuando la historia comienza.
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Durante meses va, con el único truco de sus reflexiones, de sus conversaciones, de su trabajo, de su extraordinario don de adivinación, construyendo esta prisión de cemento y hierro.
Aquí, un paréntesis.) Becker ha muerto de un hemacromatoma que desde su nacimiento formaba lo esencial de su complexión física. Dicho de otra forma: su organismo fabricaba sin cesar hierro y no podía eliminarlo. Desde hacía tres años, conocía su mal y sabía su destino que, tarde o temprano, le condenaría a morir convertido en una estatua de hierro.
Ahora bien, es durante esos meses terribles en que, lentamente, uno tras otro, todos sus órganos fueron literalmente devorados por el hierro, cuando Becker ha construido un film en el que el acero tiene un papel tan grande: el azogue de la pequeña esquirla del espejo, las llaves, los barrotes, la lima, la mirada de Manu, la pata del catre, la barra de mina. Su resistencia heroica, su negativa a abandonar una sesión de doblaje, aun cuando era víctima de una embolia pulmonar, habían hecho ya de él un hombre de hierro, antes que el frío y el gris de la muerte le hubieran postrado, bello sólo como los que le vieron lo saben, un domingo de febrero.
¡Cómo cuesta hablar de esta película sin, siempre, tenerle que nombrar!
¡Cómo decir que los 1300 planos que la componen no eran, no podían ser más que él! Recordemos el momento en que, en la primera galería, después de la ronda de Paul Prebois, se ve, en dos segundos, pasar la cara de Roland a toda velocidad, luego el cuadro vacío, luego la cara de Manu. Piensen en la forma que ha podido ser concebido este plano, luego rodado, luego montado entre otros dos.
Recuerden la mano de Roland estrechando la de Geo después del hundimiento, y esta frase, algunos segundos después, de Roland a Geo, ambos a punto de lavarse bajo la lamparilla pálida: «¿No es verdad que hemos dado más de un golpe?»
La ambigüedad diabólicamente calculada del motivo de la traición. Esos camareros que abren y cierran las puertas. El «¡Sages en route!», de Eddy Rasimi. Los marcos que Gilbert Chain corre como el recorrido de una biela. El gran plano de la corbata que anuda Manu en el cuello de Monseñor, tres segundos antes del horror del momento cinematográfico más extraordinario que he conocido en mi vida. El paso de Bervil, sin una mirada para Gaspard ni para los que éste acaba de traicionar. La carrera lírica a través de las alcantarillas. El taxi en el crepúsculo de la mañana. La puesta de sol en la celda. El arenero («Supremo», dice Monseñor).
La voz de Becker, reemplazando en un plano la de Geo. Las palabras, escritas por el realizador (en ninguna lengua conocida) para la canción -siempre la «melodía en la menor», de Rubinstein- aullada por la noche por Durrieu, como un grito de rebeldía y desesperanza, y la salida de la celda, de este último, arrastrado por los guardianes.
Y los detalles. El traje «Blazer» de Gaspard, el pantalón de Geo, la «coccinelle» lanzada a la araña. Manu subido en los hombros de Roland guiándole con los pies para contornear la pilastra….
¿Por qué esta obra, tan totalmente despojada de la menor referencia religiosa (a no ser el hecho de que Monseñor era sobrino de un obispo) está tan cerca de hacernos creer que hay algo de divino en el hombre? Manu es bello como un dios griego, y Roland, con sus dedos cortos, crea el mundo… de la evasión y la libertad.
Pero también el diablo está presente. Este ángel asexuado (ya sé que esto es un pleonasmo), este Lucifer bello como una muchacha, a cuyo encanto no es insensible el director. Y esas dos exploraciones (sobre todo la de la noche) hechas por unos demonios vestidos con blusa llevando la escala corta de los abismos, tan querida por los pintores demoníacos.
Un día, Becker me confió su idea de reemplazar a la pequeña Spaak, en la escena del locutorio, por un efebo. (A su vuelta a la celda, Gaspard no hubiera dicho nada a los otros, haciéndoles creer que acababa de recibir la visita de su amante, pero iluminaba así al espectador de una forma excesivamente precisa sobre el alma de Gaspard, anunciándole en cierta forma su próxima traición). Renunció en seguida a este proyecto.
¿Cuántas páginas harían falta para enumerar las maravillas de esta obra maestra, de este film que considero -y peso muy cuidadosamente mis palabras- como el film francés más grande de todos los tiempos?
No creo que Becker pueda ser considerado como un alumno de Renoir -siendo un maestro, no podía ser un alumno- pero estoy seguro de que había guardado algunas nostalgias obsesivas de La gran ilusión, y de ahí salen las referencias (los ruidos de las escudillas metálicas, el cuerpo de Monseñor y su sonrisa antes de desaparecer por la trampa, como Carett, Manu, de Boldieu, etc.).
Y pienso en ése joven oficial inglés (el mismo Jacques Becker) rompiendo su reloj de un pisotón para que los alemanes no le cojan, mientras Gaspard quiere guardar su encendedor.
«Arthur», el humano guardián alemán, tiene su equivalente en Monsieur Grinval (Coquelin), Spaak (autor de La gran ilusión, con Renoir), ve hoy cómo su hija es la única mujer de La evasión. ¿Sabe Dita Parlo la muerte de este joven ayudante melómano, que ha llegado a ser, a partir de la salida de este film, nuestro más grande director?
Durante diez minutos, a la salida del cine Marignan, la noche del estreno, Rene Clement ha solllozado a mi lado, repitiendo: «Perdone, perdone, estoy muy apenado».
Comprendo a Jean Keraudy desplomándose junto al cuerpo de Jacques y besando sus pies.
El amor y la humildad son, ahora, los dos únicos sentimientos que podemos tener con respecto a este bello joven gris, muerto para nosotros hace tan poco tiempo, durante el montaje, en su sillón; Moliere tampoco murió en el escenario.
Jacques…
Jean-Pierre Melville
Temas de cine N° 31, 1963, Madrid.
[…] El más grande film francés, por Jean-Pierre Melville […]
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