Alberto Sordi es un genio. Hay que empezar así porque esto, que debería ser un lugar común, es un comentario inusual. Revisé algunas de sus películas y tomé estas notas.
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Sordi dijo alguna vez que como no tenía aspecto de cómico (pensaba en Macario, en Totò) tuvo que inventar una manera nueva de serlo. Esa manera fue la sátira de costumbres, que es casi lo mismo que decir la commedia all’ italiana. Sordi está en el centro de su historia. Con él empieza, se expande y brilla especialmente. Los demás (Gassman, Tognazzi, Manfredi) vienen después, y quieran o no le deben buena parte de su éxito. La razón es sencilla: ninguno fue su epígono, pero sin Sordi no hubiesen tenido territorio que explorar.
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Sordi participó de unas cuantas películas antes de ser Sordi. Pero la primera aparición de su humor, todavía muy básica, es Mamma mia, che impressione! (Roberto Savarese, 1951). Su personaje es un boy scout rubio, verborrágico y exasperante, para nada querible, que lleva al límite la paciencia de todo el que tenga la desgracia de cruzarse en su camino, no importa si es cura, militar o laburante (o espectador de cine). Como dice Mussolino d’Amico (La commedia all’italiana. Il cinema comico in Italia dal 1945 al 1975): “No había precedentes en Italia de un cómico que hiciera reír con su propia abyección, y con el que el público fuera llamado a solidarizarse al mismo tiempo que a despreciarlo”. A partir de este momento, si uno recorta y pega los adjetivos que se utilizan para describir a los personajes de Sordi -cretino, cualunquista, pusilánime, vanidoso, abyecto, fanfarrón- puede armar un índice bien antipático. Sordi es una fábrica de monstruos. Puede ser un nabo de primera como en Un americano a Roma (Steno, 1954), un indolente como en Un eroe dei nostri tempi (Monicelli, 1955) o un hijo de puta increíble como en il moralista (Bianchi, 1959). Pero el método es casi siempre el mismo: captura y deformación grotesca de un estereotipo. De ahí los nombres de muchas de sus películas: Il seduttore, Lo scapolo, Il marito, Il vedovo, Il vigile, Il commisario, por mencionar algunos.
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Antes de conseguir el éxito (Mamma mia, che impressione! no anduvo bien), Sordi trabajó con Fellini en Lo sceicco bianco (1952) y en I vitelloni (1953). El actor de fotonovelas y el pueblerino indolente son dos personajes memorables. Pero el triunfo cómico de Sordi llega en 1954. Ese año estrena (si mis fuentes dicen bien) trece películas, entre las que se cuentan tres exitazos: Il seduttore (Franco Rossi), su primera colaboración con Rodolfo Sonego, que se convertirá en su guionista fundamental, Un americano a Roma, en la que interpreta a un loco del cine de Hollywood, y L’arte di arrangiarsi. Esta última (dirigida por Luigi Zampa) cuenta en ochenta minutos una historia que se desenvuelve durante muchos años y que tiene decenas de peripecias. El ritmo es ajustado, las escenas claras. Tal vez pueda verse como un ejemplo de clasicismo all’italiana, si es que tal cosa existe. Sordi está increíble. Su Sasà es un monstruo sin estridencias. El tipo que después de cagarte te mira como si no pudieras reprocharle nada porque las cosas son así, y si vos hubieras estado en su lugar habrías hecho lo mismo, y si no lo hiciste ya es porque no te animaste. Sasà se mueve solo si puede conseguir una ventaja. Su camino es largo. Es realista, socialista, fascista, antifascista, comunista, democratacristiano, se casa por conveniencia, se mete en el cine y en la especulación de tierras, va en cana por estafa, funda su propio partido y termina vendiendo maquinitas de afeitar vestido de tirolés y hablando un italiano con acento alemán. Zampa (que ya había tratado de hacer coincidir la historia italiana con la de un personaje en Anni difficili y Anni facili) trata de meter de todo un poco en su película. Hay que decir que le da ritmo y malicia, aunque su indignación por el italiano medio no deja de recurrir a lugares comunes demasiado cómodos. Para Zampa el italiano es un tipo que quiere hacer guita sin trabajar, pasando el día en el café. No está tan lejos de la figura del argentino chanta, que admira a los ventajeros como Sordi porque la hicieron bien.
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En Venezia, la luna e tu (Risi, 1958) Sordi hace de chanta simpático, un gondolero seductor a punto de casarse peleando contra sí mismo por mantenerse fiel durante su última semana de soltería. La mujer es la bomba Marisa Allasio, que hizo pocas películas porque muy jovencita se casó con un noble y se dedicó a otra cosa, para mal de los hijos sanos del patriarcado que gustamos de ver en la pantalla mujeres hermosas. (No soy el único que se lamenta: la banda pospunk Diaframma le dedicó en los 80 una canción). La película de Risi hace turismo en Venecia, especialmente en la primera parte, cuando Sordi pasea a dos turistas americanas. Después se pone más divertida, siempre dentro de un esquema simple que hace descansar todo en los actores. Al chanta Sordi se opone el ingenuo Manfredi, el otro pretendiente de la Allasio, mucho mejor posicionado, mucho más responsable, con heladera nueva, más aburrido. Después de muchas idas y vueltas, habiendo escapado de las dos americanas a las que por supuesto persiguió, Sordi se casa con su chica, y tal como vemos en el cierre sigue siendo como antes, solo que con esposa e hijo. No es raro: su padre y su abuelo aparecen en la película como sus iguales, tres avatares de un tipo persistente de varón.
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En Il vedovo (Dino Risi, 1959) Sordi interpreta a un tipo de medio pelo casado con una millonaria. Es un personaje imposible de querer pero a fin de cuentas lastimoso. En su oficina tiene una gigantografía de sí mismo, y los overoles de sus obreros muestra una N enorme, inicial de su apellido (Nardi). Quiere la grandeza de los negocios pero vive apretadísmo, sometido además a su mujer (la notable Franca Valeri), que lo llama Cretinetti. Un mosquito con vocación de halcón, eso es. Un asqueroso pobre tipo. Un monstruo bajo. Los demás no son mejores.

Il moralista (Giorgio Bianchi, 1959) es muy diferente. Sordi interpreta acá a uno de sus monstruos más grotescos: un censor temible, incorruptible, erudito de la historia papal, amigo de la asociación de madres de familia, enemigo del cha-cha-cha, del rock, del hula hula y del ombligo en la cartelería publicitaria. Un tipo de cuidado que recomienda películas como Lassie y Queso, amor y fantasía, brutal burla a la comedia rosa. Un cruzado del bien. Así, durante una hora. Porque en el último tercio de película (el más flojo) descubrimos que el tipo es un tratante de blancas. O mejor dicho, le ponemos contenido a algo que ya sabíamos, porque la doble cara de Sordi está anunciada (además de por el tipo de personajes que solía interpretar) por la canción del comienzo, que dice: “Dos vidas vivo por ti / dos voces escucho en mí. / Si te hablo de ideales, si te hablo de virtud / no me creas. / Son patrañas, palabras, nada más”. El trazo es bien gordo. Sordi le fabrica a su criatura unos gestos, unos sonidos, unos movimientos especiales, payasescos, que son parte de unos recursos al mismo tiempo reconocibles e infinitos.
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Los títulos de La grande guerra (Monicelli, 1959) son hermosos: pasan sobre primeros planos de comida y abrigo o sobre la costura de un botón. Es decir, sobre actividades de la vida cotidiana en medio del desastre. Hay una gran escena en la que Sordi aprovecha que la trinchera enemiga está cerca y consigue, haciéndola visible, unos agujeros de bala en la sartén, lo que le da la posibilidad de asar castañas. Desde ahí cuenta Monicelli. Desde bien abajo. En un momento los soldados cuestionan la versión periodística de la guerra no tanto por el contenido de las notas como por la falta de atención a lo esencial: los piojos, la lluvia, el hambre, los tiempos muertos, es decir, las cosas que aparecen, tal vez con otros objetos, en los títulos, y ubican la película del otro lado de cualquier palabra oficial. Una vez Sordi corre en el campo de batalla con un teléfono para comunicar a la compañía con un general; cuando el oficial que queda vivo atiende dice: “Sí, el puente es nuestro”, y la cámara muestra un montón de cadáveres y en el fondo del plano, el puente dichoso.
Esta es la guerra de Monicelli. El milanés (Gassman) y el romano (Sordi) son los antihéroes, verdaderos pícaros que se dedican primero a sobrevivir y en lo posible, a sacar ventaja. Gassman tiene una verba florida, menciona siempre a Bakunin y dice que frente al fatalismo resignado de los soldados que vienen de pueblos propone la guerra al privilegio como la única guerra justa. Su anarquismo es más bien retórico pero lo suficientemente claro y persistente como para ser un poco más que un chiste. De ahí el proverbio que recuerda: “Si no entendés nada, te hacés abogado o te hacés sargento”. Nada de patria ni de heroísmo. Las películas de guerra tienen que ser así, como esta, pegadas al pueblo. Por eso la escena de la gallina es ejemplar. Los de un lado la llaman, hambrientos. Los del otro lado hacen exactamente lo mismo. De eso se trata. El honor es falopa de generales. Monicelli lo sabe bien. Como el Berlanga de La vaquilla y el Spielberg de Caballo de guerra.

Por supuesto, todo esto no quita que exista la conciencia. En los últimos minutos sucede algo que tendrá consecuencias en algunas películas futuras: los dos chantas capturados por los austríacos mueren fusilados por no decir nada, y ese silencio es lo que permite el triunfo de los suyos. Digamos que hacen lo correcto. Sordi entre súplicas y llantos. No es una acción heroica sino una acción moral, destinada al anonimato porque nadie se entera y sus propios compañeros creen que se deben haber salvado solos, como siempre. El gesto tiene un precedente en la entrega de las monedas que recaudan con engaños en una reunión de ricos a la esposa de un compañero muerto poco antes, mientras ellos hacían la suya. Es una escena importante porque en los personajes no hay progresión, y la decisión que toman al final necesita venir de algún lado. La gran guerra es un momento fundamental en la carrera de Sordi, que volverá a encontrarse con la conciencia en dos películas extraordinarias: Tutti a casa (Comencini, 1960) y Una vita difficile (Risi, 1961).
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Un paréntesis antes, para hablar de Il vigile (Luigi Zampa, 1960). Sordi es acá Otello Calletti. un tipo que no labura y espera que el municipio lo contrate, justamente, como vigile, que es la tarea para la que se siente idóneo. “A Paganini el violín, no los útiles del barbero”, dice cuando le ofrecen otro trabajo. En la presentación, Sordi sale a la calle con bata de dormir a comprar vinagre, y en el camino, que Zampa filma con un largo plano, aconseja a todos los que laburan, como si retornara en una máscara nueva, mucho más afilada, el pesado de Mamma mia, che impressione!, que arrancaba el día jodiendo al barrendero. Calletti es un chanta, como corresponde. Pero no el único. El intendente (interpretado por un fabuloso Vittorio De Sica) también lo es. Más fino y elegante, es cierto, pero bastante peor, al menos por el cargo que ocupa. En este punto conviene decir algo. La comedia italiana se sostiene a menudo en una moral independiente del poder. Como si dijera: cada uno se manda en su nivel lo que su nivel le permite. Se ve bien en los años sesenta, llenos de películas antiarcádicas, y se resume en Dino Risi, que cambia los lúmpenes de Poveri ma belli por Los monstruos. Pero aunque sea coyunturalmente, en Il vigile los de arriba son más hijos de puta que los de abajo, y los de abajo se las tienen que aguantar. Es lo que le dice la esposa de Sordi a su pibe cuando Sordi (que le hizo una multa a un poderoso) se va al mazo, y es exactamente lo mismo que dice el millonario de La spiaggia (Lattuada, 1954) cuando en un concurso le otorga el premio al peor castillo de arena: “Es conveniente que los chicos aprendan temprano que gana siempre la injusticia”.
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A caballo de 1960 (entre el 58 y el 63, por establecer un marco) la comedia pone insistentemente en cuestión el Milagro Económico, y Sordi enriquece su ya notable trayectoria con algunos de sus mejores personajes. Lo que el sistema político y la prensa presentaban como conquista el cine lo devolvió como desastre social, cultural y (fundamentalmente) moral. A los títulos que definían un personaje-tipo se agregan otros como Il sorpaso, Il boom o Il sucesso, que señalan que el blanco hacia el que la sátira dirige sus dardos es la sociedad entera. También por eso retorna la Historia, casi ausente en los 50.
La historia y la conciencia.

Tutti a casa recupera temas de la Resistencia, que poco antes habían vuelto al cine con Il generale Della Rovere (Rossellini, 1959), y a cuyo olvido alude La voglia matta (Luciano Salce, 1962) al poner en boca de una piba estas tres preguntas encadenadas: “¿Mussolini? ¿Quién? ¿El padre del pianista?”. Comencini comienza su historia el día en que se anuncia el armisticio de Italia con los Aliados y las tropas alemanas quedan sueltas en la península, convertidas repentinamente en enemigas, y la termina, después de un montón de episodios, en Nápoles, el 28 de septiembre del 43, cuando se suele fechar el comienzo de la Resistencia. El personaje de Sordi (de nombre ultramotivado: Innocenzi), que al principio quiere volver a su casa y mantenerse aparte de todo, termina disparando contra los alemanes unos segundos después de decir en un campanario, escondido y en posición de espectador, este parlamento fundamental: “No se puede estar siempre mirando”. El pasaje de un estado a otro, digamos el aprendizaje o la toma de conciencia, no es exactamente progresivo. Sucede a los ponchazos, como nos gusta decir, y se basa en la experiencia, no en un catecismo. Nadie enseña nada, y sin embargo alguien aprende.
Una de las glorias de Tutti a casa es ahorrarnos la voz de cualquier autoridad. Basta ver Il federale, que Salce filmó con Tognazzi un año después, para notar la diferencia. Sus personajes son un fascista bruto y un profesor. La circunstancia que los reúne, un viaje. El único modo de hacer que alguien hable y hable y diga una verdad detrás de otra con tono de sabio es ponerle al lado una roca que no puede escuchar nada. En Tutti a casa Sordi es un oficialito sin convicciones. En Il federale Tognazzi es un muñeco que ama el fascismo. En Tutti a casa alguien aprende sin que nadie enseñe. En Il federale alguien (un erudito antifascista) enseña sin nadie que aprenda, pero todos los discursos que Tognazzi no escucha van directo a los espectadores, que obligatoriamente se convierten en alumnos. La clave de Tutti a casa está en que el cambio que experimenta Sordi no baja del cielo. Viene del barro. Por eso es emocionante. Tiene la fragilidad de la vida y está agarrado de cosas concretas como la charla y la comida, no de las vaguedades ideológicas que constituyen los catecismos, que se recitan fácil y pueden por eso no vivirse.
El tono de Tutti a casa no es acusador. El personaje de Sordi es un pobre tipo culpable de lo que pueden ser culpables los pobres tipos cuando no se ponen a pensar que hay situaciones en las que no se puede estar al lado del camino, mirando mientras todo pasa. Pero en lugar de castigar esa máscara, la película la pone a temblar. Sordi juega con su historia. Basta ver este par de planos:
El primer fotograma («Non voglio essere coinvolto») es de Un eroe dei nostri tempi. El segundo («Non si può stare sempre a guardare») de Tutti a casa.
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Es posible que Una vita difficile sea el momento más inspirado de Sordi. Su película total. Esta vez no interpreta a un ventajero sino a un tipo con convicciones que quiere sostenerlas a pesar de todo lo que lo empuja a renegar de ellas. Más que un pícaro, un trepador o un monstruo, es un pobre tipo al que las circunstancias maltratan sobradamente. Como en Tutti a casa, el personaje de Sordi queda suelto el 8 de septiembre, cuando el desbande. En la película de Comencini, Innocenzi toma conciencia un poco accidentalmente, sin profesores al lado, de que no se puede estar siempre mirando. En Una vita difficile, Silvio ya es todo conciencia. Empieza como periodista partisano, sigue como periodista obrero, denuncia corruptelas, rechaza sobornos, corre a la revolución cuando disparan contra Togliatti, pasa dos años en cana, escribe una novela contando su experiencia sin edulcorantes, segura víctima de censura en caso de ser llevada al cine. Si en Tutti a casa su cabeza rechaza los compromisos, en Una vita difficile se la pasa rechazando tentaciones, y no porque no se sienta propiamente tentado. Los demonios son tres. La suegra que lo quiere laburando mejor para salir adelante al modo burgués. El capitalista que le ofrece una millonada por no publicar una denuncia. Y sobre todo la esposa, que primero lo retiene tres meses en el molino de su propiedad y después trata inútilmente de sacarlo de esa vida que lleva, entre pícara y comprometida.
Como espejo de lo que podría haber sido si hubiera cedido algo está su compañero de trabajo, que cuando Sordi sale de la cárcel lo busca con un auto nuevo y le dice que no cayó en cana cuando lo de Togliatti porque se fue a tomar un café, no a hacer la revolución. La suerte amarga de Sordi –que no es un héroe, y acá está la clave de la película– tiene su momento más notable cerca del final, cuando se queda en la ruta puteando a Italia, gritándoles a los turistas que no hay nada que ver ahí, en ese país liquidado, y escupiendo a los autos que pasan, todo en un plano general lejano al que le cabe el adjetivo desolador como anillo al dedo. De hecho, después de esta crisis lo encontramos entregado al sistema del que reniega. Es el chupamedias de un ricachón que maneja fábricas, medios de comunicación y clubes deportivos. Su caída es absoluta. Incluso la esposa no puede creer lo que ve. Es un momento educativo: si quiere comodidad y calma tiene que aceptar la indignidad de su esposo. Sin decir nada es evidente que no lo hace. Entonces Sordi dice «No». Como el flaco de El estudiante y el mono César en El planeta de los simios. Pero a diferencia de lo que pasa en la película de Mitre, su No (una cachetada al poderoso y un retiro a su vida difícil) viene de algún lado, tiene que ver con el personaje, no es una idea que se abre camino a los golpes en una película que no la quiere.
Lo notable de Una vita difficile es que aun distribuyendo con claridad los papeles y señalando sin medias tintas qué decisión es la correcta, no resulta edificante. Risi dirige extraordinariamente bien, Pero el que sostiene todo esto es Sordi. En la filigrana de Silvio están sus personajes transeros. Como si el pícaro –la escena en la que busca comida con su esposa es modélica, de la trattoría a la casa noble, la noche del plebiscito que convierte a Italia en República- mirase a la virtud y sufriera, pero no pudiese dar vuelta la cara ni asumir con honor su compromiso. Sordi es un pícaro resistiendo a la picaresca, al acomodo, al ventajeo. Su actuación es la de un genio en lo más alto de sus capacidades.
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Il boom (De Sica, 1963) trata de la misma Italia que aparece en Il sorpaso (Risi, 1962) y en Il sucesso (Mauro Morassi, 1963). Es decir, de un país lanzado al lucro y la satisfacción veloz de los instintos. El mismo al que putea Silvio en Una vita difficile. Sordi (Giovanni Alberti) está casado con una mina linda, hija de militar. Tiene una casa buenísima. Pasa las horas de ocio con empresarios de éxito. Y está en quiebra. Vivir por encima de los ingresos, a la altura de los deseos de su esposa y los suyos propios. Bailar el twist con los burgueses, jugar al tenis, ir al hipódromo, salir de joda: ese es el boom. Metido en medio de este lío económico y moral, Sordi (que llega a vender un ojo para persistir en la vida alegre) deja ver en su calvario una imagen deforme del Milagro Económico.

Entre tanta miseria sobresale la pureza de los padres de Giovanni, tipos humildes que viven con lo que tienen y no caen en la vorágine nueva. Es en una fiesta a la que también van ellos que Sordi se emborracha y suelta la lengua, como Manfredi en Gli anni ruggenti, y dice lo que ya vimos: que ninguno le dio bola cuando estaba quebrado, que se reían de sus chistes hasta que les pidió ayuda, que siendo empleado él vivía como ellos, propietarios y patrones, y pagaba igual que todos. En el final, cuando Sordi se resigna y va a la clínica para entregar el ojo, vemos en la calle pasar camiones con marcas comerciales. A principios de los sesenta la comedia se vuelve sátira de tono alto. En Il sucesso y en Il sorpasso todo pasa por tener. En Il mantennutto Tognazzi termina atacando las góndolas de un hipermercado. En esta Il boom Sordi le vende un ojo a un millonario en pos de un modelo de vida que se sostiene en el consumo y el confort. Italia es un país tomado por la mercancía.
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En Il diavolo (Gian Luigi Polidoro,1963) Sordi interpreta a un comerciante de pieles que viaja a Suecia por negocios y lleva consigo los lugares comunes sobre las mujeres de la tierra de Bergman. Hay unos cuantos apuntes divertidos pero no tanta enjundia. La película muestra el contraste entre un italiano casado, educado en ideas firmes acerca del matrimonio y la fe, y un pueblo en parte más libre pero finalmente más apático y descomprometido, así que termina por sostener el valor de las costumbres italianas que al comienzo amenazaba cuestionar. Mafioso (Alberto Lattuada, 1962) es justo lo contrario. Su malicia se debe en parte a que entre los guionistas se encuentran Rafael Azcona y Marco Ferreri. Sordi (Antonio Badalamenti) trabaja en una fábrica milanesa. En vacaciones viaja con su esposa y sus dos hijas a su pueblo natal, en Sicilia, lo que le permite al director (además de aprovechar el éxito de Divorzio all’italiana, estrenada el año anterior) poner en escena las costumbres del sur, la familia grande, la comida permanente. Lo que importa es esto: el capo del pueblo lo ayuda con la compra de un terreno y después le pide un favor. Sordi cumple: mata a un tipo en Estados Unidos y regresa a su familia y su trabajo en Milán. El argumento (no así la película, que queda lejos de la grandeza de Berlanga) está muy cerca de El verdugo. Sordi acá y Manfredi allá terminan por hacer algo para ellos inaceptable sin saber muy bien cómo y sin que el mundo reaccione, como si la relación entre causas y consecuencias estuviera liquidada. Total normalidad.
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Salto unos quince años. En Un borghese piccolo piccolo (Monicelli, 1977) el asunto pasa por poner la máscara de Sordi (esta vez se llama Vivaldi) ante un acontecimiento que nunca había enfrentado. En su papel de monstruo chico (eso es un burgués pequeño pequeño) había perseguido suecas en Il diavolo, había escapado de todo compromiso en Un eroe dei nostri tempi e incluso había matado a un hombre en Mafioso. Pero jamás había tenido que enfrentar el dolor. Ni siquiera en Tutti a casa. Esta vez sí. Justo en la mitad de la película el hijo de Vivaldi muere, baleado en la calle por un joven que acaba de robar un banco y que puede o no estar metido en política. Es 1977. Plenos años de plomo. La operación que hacen Monicelli y el propio actor con la historia cómica de Sordi es extraordinaria. Usan la primera hora para que reconozcamos lo de siempre -el italiano egoísta, indolente, pusilánime, ventajero- y la segunda para ver hasta donde puede llegar esa figura. Los resultados son notables. Sordi empieza con su modo habitual de hablar, con su repertorio de tics lingüísticos y movimientos y termina, en lugar de desmoronándose, apuntalando sus propias mañas, hasta hacerlas caer por cumplimiento obsesivo en lugar de por abandono. Ante la muerte de su hijo Sordi reacciona como Sordi. Todo lo que lo sacude es procesado por su misma educación burocrática. La equivalencia entre el plano de los autos en el estacionamiento, el plano de los expedientes y el plano de los ataúdes es como una sinapsis de Vivaldi. El burócrata transido por la pérdida y lanzado a la venganza (se trata de una película de tintas cargadas) actúa tal como está acostumbrado a hacerlo. Una psicopatía pegada al comportamiento común. Sordi saca de su propio personaje esta figura. La esposa tiene un ataque. Él no puede.

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Otro salto, el último. Viejo y arrugadísimo, con 75 años que parecen diez más, Sordi dejó una actuación fenomenal en Romanzo di un giovane povero (Ettore Scola, 1995). Il signor Bartoloni, su personaje, trata de convencer a un vecino para que mate a su esposa. “Es justo, es moral”, le dice una noche, luego de mostrarle su colección de historietas destrozada, según dice, por la maldad de su mujer. Un poco antes le había dicho: “Vivimos en la injusticia, el veneno y el abuso. Ese es nuestro pan cotidiano”. El anteúltimo monstruo de Sordi (tres años después se retiraría con Incontri proibiti, dirigida por él mismo) tiene el encanto de un demonio pícaro. La voz, el modo de pronunciar algunas palabras, las luces que titilan, la tormenta, todo eso le sirve a Scola para fantasear con un Sordi gótico. Pero al mismo tiempo, este Mefistófeles de plastilina es el tipo que aparece en su departamento con el pelo recién teñido, atendiendo a su mujer, y el que más adelante, cuando ya no le queda nada -ni esposa, ni planes, ni aspiraciones ridículas- visita la comisaría demacrado, como una figura de cera de sí mismo, medio derretida por el tiempo. Cuando termina la historia queda claro que es un pobre tipo, una vez más, y que el actor que lo interpreta es un animal de cine. Un agujero negro que se traga todo lo que le pasa cerca. La película de Scola tiene su foco en el personaje del título, un monstruo de muy otra clase, salido más del absurdo que de la comedia italiana. Pero el brillo que consigue se lo regala su estrella. Es imposible no ver una historia vertical que triunfa por sobre la historia horizontal que la película cuenta. Porque el señor Bartolini es un resumen de la carrera de Sordi. Muestra su lado más monstruoso, su lado patético, su lado pícaro y su lado indolente. Todo como en un último acto. La imagen del viejo venido a menos cantando en portugués, ya senil, recordando a su esposa cuando era bella, es de una potencia extraordinaria. Sordi se apaga ante nosotros.
Ciao, Albertone!

[…] larga noche del 43 (Vancini, 1960). Il mulino delle donne di petra (Ferroni, 1960). Tutti a casa (Comencini, 1960). Maciste contro il vampiro (Corbucci, Gentilomo, 1961). Una vita difficile (Risi, […]
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[…] Pero esta otra, me digo, no puede ser tan hermosa, aunque es igualmente difícil dejar de ver a Sordi, no exactamente por las mismas razones que a Sandrelli. Lo primero que me llama la atención de El […]
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