Falopa, por José Miccio

Escribir rápido, como en un saque, con el apuro de la falopa o de la ansiedad. A veces pienso que habría que hacer eso antes o después de cada intento analítico, como preparación o descarga. Una limpieza del espíritu. Una renovación. Solo una regla: no corregir más que una o dos veces, después de terminar, para buscar algunos datos y ajustar la puntuación. Objetivo: el que tenemos al bailar. O sea: ninguno más que el baile. Un gasto puro. Un himno a Onán. Hice el intento. Cinco series, elegidas en función de temas de probado interés para mí, para que no tropiece el entusiasmo. A fin de cuentas, nadie se droga para aburrirse. Describo las circunstancias con los datos que me parecen relevantes.

 Primera dosis

Droga. Películas americanas de los 70 que había descargado hace tiempo y de las que no tenía más que pistas vagas (cosas como Benton, terror, pandillas).

Aplicaciones: tres.

Circunstancias. Nueve de la noche. Sábado. Frío. Estado de ánimo: 5 sobre 10. Mensajes aciagos del futuro pero actitud levreriana: la tranquila desesperanza de la que habla en París. Terminé la sesión a las siete. Hice una pausa de dos horas para caminar, tomar un café y leer un rato (libro en la mochila: Carrera y Fracassi, de Daniel Guebel, pesado, grosero y brillante). Tiempo de escritura: unos cuarenta minutos, con mate en funcionamiento, sin pararme a cambiar la yerba ni nada. En Youtube, Monk.

Texto: Bad Company (Robert Benton, 1972) tiene aires revisionistas, como varias películas de los 70, pero no se dedica a defender minorías con discursos pueriles y biempensantes. Trata de un pibe que se escapa de la leva durante la guerra civil y se mete en una bandita de pícaros liderada por Jeff Bridges. La historia se mueve entre los lugares comunes del western sin respetarlos pero sin gritonear consignas, un poco como McCabe and Mrs. Miller de Altman, estrenada un año antes. El balazo en la cabeza del chico que roba la torta es muy desagradable pero puede que mi disgusto tenga mucho de reacción pavloviana, porque ya sabemos la regla: chico-muerto-en-plano-no-es-moral. Una bien a favor: los espacios abiertos. The Legend of the Hell House (1973) es una linda película de casa embrujada dirigida por John Hough, de quien siendo todavía bastante pibe vi, en un verano en el que canal 8 decidió pasar películas toda la noche, una con Cassavetes que me dejó traumado: Incubus, sobre un deforme escondido en alguna pieza, al estilo de la loca de La mano en la trampa. Lo mejor de esta The Legend… está en el nivel de erotismo que maneja, algo bastante común en los setenta. Hay una posesión sexual nocturna, un libro sobre autoerotización, referencias a las orgías que se llevaban a cabo en la casa y una cuarentona divina que se enciende dos veces de noche, la segunda con sudor y voz de loba hambrienta. Después, hay un racionalista curioso que se maneja bien entre médiums, un tipo que sobrevivió a la casa veinte años atrás, planos retorcidos, subjetivas de gato y un desenlace rarísimo. The Wanderers (Philip Kaufman, 1979) es la más floja de la serie. Carga, además de con sus propios defectos, con la cercanía de The Warriors, que la supera en absolutamente todo. Problema de base: ahí donde The Warriors despeja todo su ambiente de sociología y se mete derecho en la boca del mito, The Wanderers intenta algunos apuntes por fuera del universo de las pandillas directamente salidos de la buena conciencia liberal. El docente que intenta resolver los enfrentamientos entre italianos y negros tiene las mejores intenciones y hace lo que un docente debe hacer. Por ejemplo, hablar para que los pibes crean en sí mismos. Pero está en una película, no en una escuela, así que escuchar sus palabras edificantes es un embole.

Fotograma ilustrativo: The Legend of Hell House

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 Segunda dosis

 Droga. Romy Schneider en películas de Claude Sautet

Aplicaciones. Cuatro

Circunstancias. Domingo, una de la mañana. Dos películas temprano y dos a la noche, como en un festival. Fútbol: resumen de la fecha. Independiente perdió con Lanús. Tiempo de escritura: una hora. En la cabeza, un rumor: tendría que haber corregido en lugar de mirar películas. Muy cansado por hoy y por mañana.

Texto. Lo que me jode de Las cosas de la vida es el accidente y la manera en que se mueve dentro de la narración, una concesión de Sautet a los tics del cine de arte y ensayo de su tiempo. Piccoli (un tipo al borde de secarse) escribe una carta para dejar a Romy Schneider (el cine puede con cualquier inverosimilitud) pero un segundo después se da cuenta de que la ama e imagina un casamiento. Así que el accidente interrumpe la renovación de la vida o evita la transformación del hombre en un ser ya terminado. Es decir, en el Max de Max y los chatarreros, la siguiente y extraordinaria película de Sautet, el único personaje que no tiene nada para dar o disfrutar, un tipo de cuidado, apegado patológicamente a la ley, y contracara robusta de la puta Schneider y todos los chatarreros, que pueden bailar, reírse y tomar sin que eso signifique que sean necesariamente felices. Una historia simple fluye de puta madre. Empieza con Romy abortando y termina con Romy lista para ser madre. En el medio, un tapiz de amores y desamores entre hombres y mujeres que trabajan. En Cesar et Rosalie. Romy es un poco como la Bulle Ogier de La salamandra o como la Huppert de Loulou: una mujer entre dos hombres, inasible. Los hombres son un burgués dicharachero, histriónico, simpático y medio bruto que habla todo el tiempo de guita y desconoce la elegancia (usa zapatos marrones con traje azul, no sabe nada de arte) y un dibujante bohemio, de viaje fácil, parco, con pinta de melancólico. Son adversarios mientras la mujer se mantiene cerca de alguno de ellos y aliados cuando se desprende de los dos. Romy bien merece semejantes malabares. Sautet filma hermosamente rituales como la comida y la charla. En el restaurante, en la casa, en la playa, en un casamiento, en un día cualquiera. La película está llena de reuniones, algo que la acerca a Pialat.

Fotograma ilustrativo: César et Rosalie

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Tercera dosis

 Droga. España exploit

Aplicaciones. Seis

Circunstancias. Domingo, ocho y media. Dos películas ayer y cuatro películas hoy. Las de ayer, una temprano y otra tarde. Las de hoy, casi sin pausa. Apuro porque me esperan para cenar. Tiempo de escritura: una hora.

Texto: 1972. Aranda no pega una con La novia ensangrentada. Juega al erotismo vampírico, como corresponde a una adaptación de Carmille, pero sus ideas sobre el tema se reducen a un par de mujeres bonitas, un galán con polera y algunas escenas de sexo más bien lamentables. 1973. La corrupción de Chris Miller (Juan Antonio Bardem) cubre la agenda exploit con esmero (lesbianismo, cuchillazos, trauma, perversión) pero es aburridísima. Lo mejor es la subjetiva del flaco que corta el pasto y se queda mirando el culo de Marisol: la cámara retrocede pero él no lo hace (así lo denuncia el raccord) así que cabría una cita de Deleuze (extraer movimiento de la cosa movida / mirada del sujeto que mira), y tal vez algún barbarismo narratológico. Idea para un paper: Juan Antonio Bardem: culo y metalepsis. 1973. Una vela para el diablo (Eugenio Martin) sí que es buena. El punto de partida es el contraste entre la moderna Londres y la España profunda, representada por el pueblo donde transcurre la historia. De un lado quedan las chicas frescas de la Europa más liberada, con sus minifaldas, sus bikinis y su desparpajo erótico. Del otro, las severas mujeres de tradición católica y franquista que no entienden cómo puede ser que un cuerpo no genere culpa. Brillante que el fragmento del vitral que mata a la mujer inglesa muestre la espada de un cruzado: esa espada sangra ahora pero viene desde el fondo del tiempo para seguir matando infieles, esto es, madres solteras, juerguistas y chicas con poca ropa. 1972, de nuevo. En La semana del asesino Eloy de la Iglesia cuenta la historia de un obrero de la carne que mata accidentalmente a un taxista y comienza un raid de crímenes que le llena la casa de olor. Hay un segundo personaje importante: un tipo que vive en un edificio nuevo, es artista o diletante y tiene guita. A pesar de ser la contracara del obrero asesino es el único cercano. Los dos están al margen, transidos de angustia, en medio de una transformación social que amenaza con modificar la ciudad y el trabajo para siempre. La película está mal filmada (¿qué significará eso?) y cuesta seguirla pero es mucho mejor que casi todo el cine español. 1968. En Necronomicon Jesús Franco filma como si, además del sexo, el crimen y algunos éxitos musicales, en la lista de ítems exploit estuviera también Godard. 1978. Bilbao es una película enferma. El retrato perverso de un perverso. Bigas Luna filma para que gocemos fuera del bien. Por eso merece la gloria.

Fotograma ilustrativo: Bilbao

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 Cuarta dosis

 Droga. Fred Krueger

Aplicaciones. Siete

Circunstancias. Lunes, nueve de la noche. Cuatro películas ayer, tres películas hoy. Pausa para caminar y tomar un café. Corrección de exámenes. Buen ánimo: la vida es eso que pasa mientras miro películas malas. A los predicadores les cabe siempre la gran Herzog: declaraciones de amor por el tipo que se comió su auto y por el que cruzó el Sahara marcha atrás en un 2CV. Tiempo de escritura: hora y media. Estado perceptivo: medio porro, apenas mareadito. En YouTube, Charly: Pubis angelical.

Texto. No me acordaba nada de la primera y notable Pesadilla (Craven, 1984). El monstruo carece de cualquier tipo de encanto: es un sádico que viene por los hijos de sus asesinos, un perverso sexual y listo. La primera escena transcurre en una fábrica y en un sueño. El miedo se produce así: en la industria y lo inconsciente. Craven aprovecha perfectamente la matriz de los cuentos tradicionales. Hay tres funciones y dos personajes: el lobo Fred y la caperucita Nancy, que es su propio leñador. Momento hermoso: Johnny Depp muere en medio de un superchoorro de sangre. La segunda entrega (Freddy’s Revenge, Jack Sholder, 1985) presenta el primer cambio importante: Fred es ahora Freddy. Comienza el pop. Las películas que no tienen interés cinematográfico (este es un caso) dejan más a la vista algunas cosas de la época en la que nacieron, y como los 80 son mis años de infancia y primera adolescencia me fue fácil entretenerme mirando detalles como qué pósters aparecen en las habitaciones de los pibes. Hay uno de Simple Minds, uno de Stray Cats (que un error de continuidad reemplaza en un par de planos por uno de Power Station), uno de Bowie y uno de Zappa, que es el único poco esperable. Lo mejor es la secuencia onírica de la disco ochentosa, con ese travelling por los frikis del lugar, como si fuera la taberna de La guerra de las galaxias. La tercera entrega (Dream Warriors, Chuck Russell, 1987) bien puede haber sido mi primera película de terror adolescente. La vi entre chicas, en una reunión para ver fotos y el video del cumpleaños de quince de una de ellas. Único varón que fui, porque claro, era cosa de mujeres. Un adelantado en esto de la deconstrucción. Planos que tenía grabados en mi memoria desde entonces y que volví a ver después de treinta años: la piba con la cabeza adentro del televisor, Freddy chupándose un palo que le clavan en la panza y el mismo Freddy usando los tendones de uno como el titiritero usa los hilos de sus marionetas. El enfermero interpretado por un joven Lawrence Fishburne hace al pasar un comentario digno de memoria: dice que en los pibes que se suicidan (el responsable es Freddy, pero nadie sabe) hay un cromosoma roto consecuencia del consumo de drogas de sus padres en los años 60. Apenas me di la orden de declarar que en ese momento Pesadilla III se convierte en (o se revela como) una expresión cultural de la Restauración Conservadora, aparece un médico, habla de sexo, drogas y rocanrol y el mismo Fishburne contesta que eso es lo que te mantiene con vida, no lo que te mata. Cerrame la tres. Y abrime la cuatro, pero apenas, que es alto bodrio. Dream Master (Renny Harlin, 1988) incluye una canción especial: “Are You Ready for Freddy?”, en la que participan el monstruo y su voz gruesa, y citas o alusiones a Tiburón, La mosca y Dinastía. La quinta (The Dream Child, Stephen Hopkins, 1989) está a la altura de su predecesora. Freddy es el colmo de lo canchero, y el argumento se permite un mensaje antiabortista. La madre monja que al final recoge al Freddy bebé monstruo podría ser la madre más madre de la historia. Pero ni a mí, que las colecciono, me interesa. La sexta entrega (Freddys Dead: The Final Nightmare, Rachel Talalay, 1991) es un reviente. Eso mejora un poco lo que ya era droga mala. Resumen imaginario de alguno de sus guionistas: Bueno, no sé de qué se trata, pero metemos todo lo que podemos, vamos a mil, mostramos por primera vez a Krueger antes de que lo asesinen, hacemos que cuelgue una frase piola cada vez que habla, resolvemos todo igual que en la primera, trayéndolo a la vigilia, sumamos psicodelia en la TV, hacemos un chiste buenísimo al final, cuando las armas secuestradas a los estudiantes van de los esperables cuchillos a un garrote con pinches al modo antiguo (¡Eh, Pulp Fiction!), metemos algo en 3D y listo, a quién le importa la coherencia: ¡es una de Freddy! La entrega número siete (Wes Craven’s New Nightmare, 1994) es, como su nombre lo indica, el retorno del papá de la criatura. A veces el abandono es amor. O como dijo una vez Dalmiro Sáenz: “Yo a mis hijos les aporté mi ausencia”. Vi la película en el cine Luro, enfrente de la estación de trenes, poco antes que cerrara. El ambiente era curioso. Había pibes que fumaban, todo era medio tugurio y yo creo que estaba ofendido, como si a los veinte años me resultara inaceptable que la gente pudiera estar en el cine de otra manera que seria y concentrada. La película es un poco así, de hecho. Después de la domesticación del monstruo y del reviente de la sexta parte llega el metacine, la reflexión, las líneas de diálogo sesudas. Cuando los parlamentos se calman, quedan a la vista algunas virtudes, como todo lo que tiene que ver con los cuentos de hadas. Curioso: justo después de preguntarse por el horror y de revisar su propio ícono para devolverle la posibilidad de asustar, Craven filmó Scream.

Fotograma ilustrativo: A Nightmare on Elm Street 3: Dream Warriors

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 Quinta dosis

 Droga: Raúl Ruiz

Aplicaciones: Diez

Circunstancias: Domingo. Cuando empecé estaba hecho mierda y ahora tengo ganas de conocer la historia del cine mudo albanés. Ruiz puede con todo. Tiempo de escritura: una noche. Restos de pan, galletitas saladas con queso, un churrasco a las cuatro de la mañana, rock en YouTube, varias latas de cerveza.

Texto: La droga entre las drogas. La falopa real. Un saque Ruiz. Nueve largos y un corto: Tres tristes tigres, La lechuza ciega, La hipótesis del cuadro robado, La ville des pirates, Shattered Image, De grands événements et de gens ordinaires, Fado mayor y menor, Closed Book. Las tres coronas del marinero, Sombras chinescas. Es una cantidad irrisoria. Menos del diez por ciento de la obra del chileno más grande después de O’Higgins. Ruiz filmó sin parar, como si un demonio lo poseyera. Cualquier argumento: historias de piratas, sueños, ballets, vidas de pintores, especulaciones teológicas. En cualquier lado: El Salvador, Chile, Colombia, Francia, Inglaterra, Jamaica, Portugal. En cualquier lengua: chileno, francés, holandés, inglés, alemán, portugués. A escritores de todo tipo: Proust, Castelo Branco, Giono, Klossowski, Stevenson, Calderón. Le gustaba decir que tenía filmorragia. El neologismo (genial) vale también para el cinéfilo. Porque la cinefilia es febril o no es. Una historia entre tantas. A partir de 2004, convertido ya al culto anárquico de Ruiz, mantuve bajo vigilancia todos los canales de proyección que conocía detrás de sus películas. Una vez TV5 pasó Tres vidas y una sola muerte con subtítulos en francés, idioma que desconozco intensamente. La grabé en VHS, copié los diálogos, intenté una traducción con la ayuda de un diccionario y de las imágenes, pasé en limpio el trabajo y vi la película gastando el botón de pausa del control remoto, llevando los ojos a la pantalla y a la hoja, una y otra vez, tratando de entender o inventar una historia para ese Mastroianni viejo y hermosísimo. Obtuve el mismo resultado de siempre: fascinación y desconcierto, y derivé de la experiencia un mandato: veré el cine de Ruiz en cualquier condición. Me obedecí. En adelante vi sus películas solo, acompañado, en casa, en la tele, en la computadora, en inglés con subtítulos en francés, en francés con subtítulos en portugués, en francés sin subtítulos, en francés con subtítulos en italiano, en una copia con el audio destruido que hacía del chileno una lengua incomprensible, en DVD, en VHS, en 35mm, en 16mm, en digital, en stream, en Youtube, medio dormido, comiendo, leyendo, fumado, estudiando, en medio de un almuerzo familiar, de madrugada, deprimido, feliz, ansioso, incluso aburrido. Ruiz es para mí el cine-reviente en su estado más puro, como el terror y el western italiano, como algunas películas de Dario Argento y Brian De Palma, que puedo ver y rever, y de las que (¡bendición!) me olvido siempre el argumento. Tal vez tengan algo en común. De hecho, el plano graciosamente psicologista de una nena con supercuchillo en Genealogías de un crimen bien puede ser una cita de Argento, y Shattered Imaged bien puede ser un Ruiz depalmiano. Qué encantadora y qué grasa es esta película. Basta pensar en esto: Ruíz conecta dos escenas de sexo por medio de una beluga que un fundido convierte en pececitos de colores. No puede ser tan grande. En A Closed Book alguien lo dice al comienzo: “Nunca sé bien la diferencia entre elegancia y vulgaridad”. Es rara esta película. Pero rara de una forma rara: se parece demasiado al cine común y corriente como para ser de Ruíz. Daryl Hanna (¡Daryl Hanna!) se conchaba como amanuense de un escritor setentón que no solo perdió la vista hace unos cuatro años sino que perdió también los ojos. Anda con unos lentes negros, finge mirarse al espejo, pide que siempre haya una luz prendida porque le tiene miedo a la oscuridad. Estos son los toques Ruíz. No hay muchos más. O sí. Por lo menos otro. Resulta que el escritor ciego es un crítico de arte que tiempo atrás escribió una reseña negativa sobre la obra de un pintor y el pintor se pegó un tiro. Lo curioso es el motivo: el tipo vio en las pinturas una pedofilia sublimada, y el pintor entendió entonces que era cierto, que era un pedófilo y no lo sabía. Crítica y clínica. Hay un montón de libros en A Closed Book. Pero son libros muertos. Población de bibliotecas. Lo contrario de lo que sucede en el cine de Ruíz, cuya erudición es infinita y juguetona. Muchas de sus películas tienen epígrafes: es parte del juego de referencias alocado que propuso siempre, y que nunca participó de ninguna clase de terrorismo cultural. El de La lechuza ciega –una película delirada que no entendí y me gustó mucho- es el clásico verso de Dante: “Lasciate ogni speranza… voi che entrate”. Lo notable es que el plano siguiente es el de un cine, con su cartel luminoso en primer plano. ¿Cómo si no con esperanza podemos entrar a una película de Ruiz? “Contábamos historias para pasar el tiempo”, dice el narrador (uno de ellos) de Las tres coronas del marinero. Un poco antes, vimos en un plano (me animaría a decir: en el plano de Ruíz, el que contiene todo) varios libros de Stevenson con sus lomos marcados por el uso, como parte de una sala que además de la biblioteca tiene también globos terráqueos y está comandada por un niño. De eso se trata. De eso y de muchas otras cosas que no podrían existir tal como existen -con tanta gracia- sin esta combinación entre aventura y espíritu infantil. Incluso la pérdida. Incluso la muerte. Ruiz es una fiesta para melancólicos que ríen. Los que lo admiran seriamente lo traicionan. Todo es posible en sus películas. Por ejemplo, el viaje del alma. Con la maravillosa La ville des pirates me encontré agotado a los cuarenta minutos, relativamente contento a la hora y feliz y despreocupado al final, cuando pude abandonar por fin mi necesidad de entender las conexiones rayadas que propone Ruíz, el único tipo que me permite cambiar tantas veces de ánimo y de posición en el trascurso de sus películas. No solo me siento distinto cuando terminan. Me siento distinto mientras duran. Tres, cinco, diez veces. Lo más grande del cine es la manera en que nos sacude la identidad. Y Ruiz es en eso tan bueno como Hitchcock. Fado mayor y menor (1993) empieza con un plano genial. Es en un muelle. Hay un muchacho sentado en la baranda y una chica que juguetea alrededor, bastante lejos. Pronto empiezan a caminar hacia nosotros. Se acercan. La cámara los sigue como si los hubiera estado esperando. Un procedimiento clásico: te presento el espacio y me quedo con los personajes .Pero no. Este es el el planeta Ruíz, y en el planeta Ruíz pasan cosas raras, hay vórtices, arritmias, portales, paralelismos, vizcacheras gravitatorias, así que la cámara, que había empezado a seguir a los personajes en un travelling, los abandona y cambia de dirección para recorrer el muelle, justo cuando empieza a escucharse en off que alguien (un hombre) canturrea un par de versos de “Bésame mucho”. No hay prioridad del personaje por sobre el espacio. O en todo caso: el espacio era el tema del plano, no los personajes. Ruiz quiebra la cintura y sale para el lado menos esperado. Después de unos segundos la cámara se detiene para mostrar el mar, unas pocas embarcaciones y el horizonte, hace una panorámica hacia el otro lado del muelle (la música cambia entonces: piano y violín) y se queda quieta ahí, frente a un mar que ya no es el mismo, hasta que empieza a escucharse un fado. Fin de la secuencia de apertura. Apenas unos segundos después hay otra escena hermosa. Primero, un travelling lateral sobre un hombre que camina en una calle arbolada con un vaso de agua en la mano y lo alza hasta ponerlo frente a sus ojos. Luego, un plano subjetivo de lo que el hombre ve. Maravilla: las ramas de los árboles no solo se ven turbias por el agua sino que giran en el vaso como en una calesita. El  paso de objetivo a subjetivo no es apenas un cambio de foco para ver lo mismo de una manera y otra. Es una metamorfosis del mundo. Un acto de magia. Ruíz filmaba así, como si todo lo que mostraba estuviera naciendo. Por eso su cine es infinito. Por eso en su cine todo puede ocurrir. Por ejemplo, la aparición de “un misterio de las pampas argentinas” llamado Ninón que se presenta en escena vestida como si viniera de la India y baila el tango dando giros propios de Broadway o de Bollywood. Fado mayor y menor está llena de sombras. Es algo común en Ruíz, que ama el cine y la linterna mágica. De hecho, no hay más que sombras en Sombras chinescas, un corto dedicado a otra de las pasiones de Ruiz: las taxonomías. En este caso, las treinta y seis situaciones trágicas de Gozzi. Podría haber sido otra. Modos de clasificación y proliferación: cualquiera vale. Son ficciones para producir ficciones. Ruiz trabaja a menudo alrededor de un casillero vacío, rodeándolo una y otra vez con multitud de relatos, complementarios o contradictorios, fantásticos o no del todo. En las novelas, cuando un personaje que atravesó numerosas aventuras debe comunicarle su historia a un personaje nuevo, el narrador recurre al resumen. Puede aprovechar un párrafo para recordar los episodios que ya conocemos o directamente reunirlos en un genérico: “Le habló de todo lo que había vivido”. Ruiz preferiría que se pusiera a contar otra vez, pero no lo mismo sino otra cosa, una vida diferente. Ruiz está cerca en muchos aspectos de César Aira, que hace poco definió al chileno como un superhéroe de la vida. Pero también puede guiñarle un ojo a Reinaldo Arenas. E incluso a García Márquez, a quien Aira odia. Sí, sí. En Días de campo hay una sirvienta que le pone nombre a las goteras. En El reino perdido un partido de fútbol que tiene como uno de sus arcos al cosmos. En la increíble Las tres coronas del marinero un montón de ideas y de imágenes que Cien años de soledad recibiría con gusto, seguramente porque vienen del surrealismo. Por ejemplo, la tripulación de un barco misterioso que llora en la sopa porque no le está permitida la sal y que en lugar de transpirar produce gusanos, un grupo de chicos que juega a decir los 365 nombres del sexo masculino y los 127 nombres del sexo femenino, una mujer que guarda un chicle masticado por cada hombre que conoce, otra mujer, bailarina, con un solo orificio en el cuerpo. Lo que Ruiz consiguió es evitar las versiones más pueriles y sobaculos del realismo mágico, esa literatura de exportación, sometida desde hace mucho a explotación permanente y hoy por hoy agotada, pero no siempre culpable de las miserias que se le achacan en piloto automático. Por decir las que se me vienen ahora a la cabeza: el exotismo profesional, la autoindulgencia, la mala mímesis faulkneriana y la fetichización de la virtud técnica. Ruiz está muy lejos de García Márquez. Pero García Márquez no debía parecerle a Ruiz un mero mercachifle, como hoy queda bien decir. Otra. De grands événements et de gens ordinaires es un documental sobre, entre otras cosas, “un barrio parisino durante las elecciones visto por un extranjero”. Por supuesto, Ruiz –que se llama a sí mismo “exiliado chileno”- aprovecha para ir y venir, proponer hipótesis y multiplicar los temas. Dice una vez que el tema del documental es la repetición. Otra, que es el cine directo. Y otra más, que es la dispersión, y enseguida dice: “es decir”, y aclara: a) el encuentro de series de objetos heteróclitos, heterogéneos, y b) la propiedad del documental de perderse en detalles. Hay varias citas de Grierson, todas excelentes. Una dice que lo fatigoso del realismo es que no debemos preocuparnos de lo bello sino de lo verdadero. La cuestión del exilio me hizo pensar en Gombrowicz, cuyo Diario tengo a mano desde hace meses y leo y releo al pasar. Dice: “Sin dudas, nuestro espíritu se ha vuelto más bonachón en el exilio. La prensa de la migración recuerda a un hospital, donde a los convalecientes solo se les sirven las sopitas más digestivas”. Gombrowicz era un peleador callejero. Ruiz un ironista elegante. Pero los dos se animaron a hablar del exilio sin miedo, y tal vez el humor de Ruíz fue más salvaje. Basta pensar en su debut. Los personajes de Tres tristes tigres son desclasados del proletariado y de la burguesía, reacios al caso sociológico y el análisis político. Los vínculos de dominación y la explosión violenta del final son el lado ciego del lenguaje de la izquierda a la que pertenecía Ruiz: un agujero de sentido puesto en el medio de una fábula que nunca cede al ejemplo revolucionario. Personajes opacos, pausas y desvíos, conexiones arbitrarias: buñueliano, el joven Ruiz mete la pata. Play a la primera persona, otra vez. Tengo una historia con la extraordinaria La hipótesis del cuadro robado. La primera vez que la vi fue hace unos cuantos años en el Malba, en el marco de un Bafici, y la pasé muy mal. Debe ser la película que más afuera me dejó en mi vida como cinéfilo, la que más claramente me hizo quedar ante mí mismo como un boludo. Porque nunca creí que se tratara solo de que era difícil o una de esas pavadas llenas de pedantería que encandilan a los incautos. Sentí que me perdía algo que efectivamente estaba ahí. Para decirlo melodramáticamente: sentí que no era digno. La segunda vez fue hace un par de semanas. Me volví a quedar afuera, y para confirmar y volver más intensa mi desconexión cabeceé unas cuantas veces. La tercera y por ahora última vez fue hace unas horas. Y así como una vez sufrí por no encontrar mi lugar, hoy me alegré de estar perdido. Lo que está en juego en la película es la idea de serie. Es decir, cómo agrupar elementos discretos. La idea de verosimilización con la que tanto insiste Aira bien puede explicar su funcionamiento entero. “¿Seremos capaces de seguir? ¿Podremos acordarnos de los argumentos desarrollados?” Esas frases ponen en escena una dificultad jocosa, una  oscuridad de gallito ciego. Podremos seguir siempre y cuando seamos capaces de inventar la historia que nos lleva de un cuadro a otro. No importa cuán delirante sea. Lo que importa es que la máquina funcione. Todo puede alimentarla. Por ejemplo las teorías que la voz en off sostiene y el coleccionista desmorona. La hipótesis del cuadro robado suela ser comentada con discursos parecidos a aquellos de los cuales se burla. El autorismo podría ser uno. ¿De qué trata la película de Ruiz? De la interpretación. De su dominio y su estupidez.

Fotogramas ilustrativos: Les trois couronnes du matelot 

Les trois couronnes du matelot (Raúl Ruiz, 1983).avi_snapshot_01.26.11_[2018.12.10_13.43.47]stevenson

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