El futuro es Ferreri, por Marcos Vieytes

Fui a ver tres veces Historias de locura común durante el mismo festival de Mar del Plata que descubrí Wake in Fright y me volví loco. No es una metáfora: tuve que llamar al médico desde allá y lo primero que hice cuando volví a Capital fue verlo. Antes de que nos decidiéramos a encarar estar Ferreriada sólo fui capaz de escribir sobre él un texto que transcribo al final de estas notas y sólo fue publicado antes en Subjetiva de nadie. Hace poco vi por primera vez Nitrato de plata, la última película de Ferreri, y terminé llorando: el Gordo se despidió del cine con la voz del Mudo, el Alma que Canta. El Cine -y Dios- son argentinos. La coincidencia entre su película y las que Godard y Varda hicieron para el centenario del cine hace algo más de veinte años me partió la cabeza en el mejor de los modos posibles: trastornó el entendimiento oficial. Tipos como Ferreri, bailando en medio del Apocalipsis (que es revelación: no sólo Hitchcock rasgó la cortina), son los que ayudan a ver más allá: ¿Frente a Dios? Frente al mar. Poco le importan a Ferreri los grandes nombres, nunca deja que su melancolía les borre la sonrisa a los demás, y se afirma en el amor público del cuerpo. En un tiempo que sigue desvirtuando el cinismo y lo confunde con hipocresía, nadie sería capaz de poner las barbas de Ferreri en remojo: cine comedor y cogedor a cielo abierto, de pelos bárbaros y sobacos sin depilar.

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En Nitrato de plata, como en Nuovo Cinema Paradiso, el protagonista es la sala de cine y las personas que la llenan parcial o totalmente, pero no para aquellos que se quejan de los que hacen ruido, comen pochoclos y prenden el celular. Si no te gusta que lo hagan, mandalos a la mierda en vez de quejarte, cagalos bien a trompadas, o mandate a mudar. Por las salas de Nitrato de plata se pasean los últimos ejércitos imperiales europeos, miembros de la resistencia antinazi, soldados negros de la Guerra Civil recitando palabras de Martin Luther King que ni sus padres estaban en condiciones de balbucear, y los primeros censores cinematográficos, entre otros mil y un personajes de un cine que es más grande que la vida no porque la idealice sino porque la incluye sin reservarse el derecho de admisión. Esas intervenciones son tan políticamente relevantes como las de las mujeres que comen fideos en la sala y se los tiran en la cabeza a las actrices que hacían de villanas en las primeras películas mudas porque las confundían con sus personajes, o esas inmigrantes de principios del siglo veinte que dejaban de cocinarles a sus maridos para hacer karaoke con Gardel en un cine arrabalero y mistongo de Nueva York. Como también las que cogen, lloran o dan a luz pibes paridos por la sonrisa de Carlitos (ya da lo mismo si Chaplin o Gardel). Su vitalidad es política, el resto es discurso.

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Quizás lo más sorprendente de Los amantes de María (Andrey Konchalovsky, 1984) fue encontrarme con un plano digno de Ferreri. Después recordé que uno de sus guionistas era Gerard Brach, compadre de Polanski y guionista de Adiós macho Chiedo asilo. Roberto Benigni, protagonista de esta última, cuenta cómo fue la cosa: «Colaboré en el guión con Gerard Brach, que estaba siempre inmóvil, en la cama, con un bastón en la mano para cambiar los canales de la televisión. No se levantó nunca de la cama. Y nosotros escribíamos el guión sentados junto a la cama, uno a cada lado, entre los tres no nos veíamos. Y él miraba la televisión sin volumen y cambiaba de canales, porque así le venían las ideas. Y en ese caso también mantuve la boca cerrada, como había hecho con Zavattini. De vez en cuando, del lado izquierdo de la cama se oía una carcajada. Era yo, que quería manifestar que me había gustado lo que acababan de decir. La forma de rodar de Ferreri era explosiva, no daba indicaciones. Con él no se aprendían las técnicas de cine, se aprendía una especie de animalidad. Ferreri se quedaba callado, rezongaba por lo bajo, comía kilos de mermelada en envases de esos pequeñitos, y momentos antes del claquetazo le decía a los actores: «Debes reflejar toda la perplejidad del mundo, la angustia del ser, el horror de la modernidad. Venga, ¡acción!». Era un hombre con una gran potencia carismática, tenía una especie de religiosidad. Era veterinario e ingeniero. Resultaba imposible quedarse con nada que no fuese la confusión con la que se comportaba y dirigía el plató.»

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No importa si va de punta en blanco o si se codea con los linyas de Los Ángeles desparramado sobre el asfalto o sobriamente acodado a un mostrador. De una u otra manera Ben Gazzara sigue siendo Mr. Style, hombre que está solo y espera, uno de los más grandes arquetipos tangueros del cine. Así lo bautizaron John Cassavetes en The Killing of a Chinese Bookie, Peter Bogdanovich en Saint Jack y Marco Ferreri en Historias de locura común. Los Coen no olvidaron su nombre ni su rango cuando lo incluyeron en El gran Lebowsky.

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Agnes Varda tampoco se olvidó de La gran comilona cuando se puso a celebrar el centenario en Las 101 noches de Simón Cine. Como veinte años no es nada, Michel Piccoli sigue fustigando la estatua de una mina desnuda con la franela. Hay más placer y potencia en la mirada de Varda, cómplice y espía de ese gran señor burgués del cine, que en el Godard de ese mismo año fustigando a Piccoli de muy burguesa manera en 2×50: 100 años de cine francés.

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Ferreri se despide del cine comiendo en El desayuno del bebé, mediometraje checo que se llama como el corto de los Lumiere que emocionó a Melies. Una casa rodante pintada como una sandía era el lugar donde los viejos enamorados de La casa de la sonrisa se iban a coger, en un arrabal del geriátrico al que los internados llamaban África, separado del edificio central de la institución y lleno de negros desplazados y nómades. El viejo Marco se fue regresando al origen: «Partir es volver nomás» dice la zamba.

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Esclavos enajenados en Shock Corridor y No tocar a la mujer blanca. Tarantino, heredero de la violencia paradójica de Fuller tanto como de la mugrienta abstracción materialista del cine italiano de explotación y/o de autor (que el lector encasille a Ferreri si puede) alumbró a uno de estos monstruos: el personaje de Samuel L. Jackson en Django sin cadenas, más amo que el mismísimo señorito Di Caprio.

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Casas que no olvidan la piedra de la que están hechas, directores que no menosprecian ni esterilizan la materia prima de la que estamos hechos: Nicholas Ray en Johnny Guitar y Marco Ferreri en Liza (La cagna).

Más relaciones entre Ray y Ferreri en The Sauvages Innocents y Liza: Quinn y Mastroianni usan los mismos anteojos para sol (que Jorge Acha manufactura para sí mismo después de haberlos visto en el cine, y una década más tarde se los pone en Cinéfilos a la intemperie), viven en un iglú, se duermen y despiertan rodeados de atardeceres y amaneceres naranja.

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Sono Sion haciendo sexploitation ingenua es una de las cosas más felices que existen. Nunca había visto algo contemporáneo tan parecido al cine de Armando Bo, como demuestran estos planos de Éxtasis tropical y Los psíquicos vírgenes. Hasta el ferry podría pasar tranquilamente por una lancha colectivo del Tigre. La velocidad de las aperturas en iris nos impide ver que la mayoría de ellas tiene un punto de inicio espacial preciso y juguetón, como el zoom con el que Bo empieza Carne y del que ya nadie se acuerda. Hay muñecas inflables como en el cine de Azcona y de Berlanga. Algunas incluso aparecen en una sala de cine, como los maniquíes de Nitrato de plata. El final de Guilty of Romance, con la mujer que mea en los muelles, merece estar en una película de Ferreri. Los drones sólo tendrían que servir para este tipo de cosas: pura paja cinéfila puesta en abismo para hacerse la película.

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El pete de El diablo en el cuerpo, dulcísimo pese a la amenaza dental, repone el pene amputado de La última mujer. Entre uno y otro Marco (Ferreri y Bellocchio) pasaron diez años.

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David Cronenberg, el hijo «natural» que los personajes de Ferreri se negaron a concebir, así que no le quedó otra que aparecer como virus. Las de la izquierda son imágenes de Historias de locura común y Dillinger ha muerto. Las de la derecha, de Videodrome:

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El cine de Ferreri está desnudo. No hay otra cosa que el cuerpo desnudo del hombre. Las mujeres también pueden aparecer desnudas, pero tanto más vestidas parecen entonces. Los hombres siempre están en bolas. Y a su alrededor, la fría arquitectura moderna, racionalidad y funcionalismo. En el mejor de los casos, alguna que otra chimenea industrial recuerda épocas de mecánica pesada, de alienación material.

Ornella se desnuda como si no le importara. Depardieu se desnuda como si lo necesitara, apenas entra en la casa. ¿A dónde va Ornella sino al hijo de Depardieu, a ese futuro ajeno como todo futuro que le sirve al menos de aliciente? Si los Depardieu de este mundo se dieran cuenta de lo poco que les importan las pijas a las Ornellas, se las cortarían (mucho antes).

El acontecimiento es Depardieu en bolas. La película de Ferreri es el marco para que eso acontezca. La película de Ferreri, entonces, no es una película, sino aquello que nos saca del cine y nos deja en bolas frente a lo real. Ni universo simbólico ni reino de lo imaginario. Nada. Sólo el hombre solo, y ni siquiera. Sólo el cuerpo, para que ni el discurso humanista pueda apropiarse de la experiencia y derive una moral, una continuidad, una relación (en tanto relato). No hay otro vínculo que el de uno mismo con el signo desnudo primero, y con la ausencia de estímulo rebotando en el recipiente vacío de mirada de los ojos después. El niño entre ambos, espectador naciendo (o regresando). El niño no, el nene.

Escribo a mano mientras oscurece y sin haber prendido la luz. Llevé a reparar la computadora y, como por arte de magia, recupero el impulso de escribir poco menos que automáticamente después de haber visto sólo algunas imágenes de La última mujer. La penumbra gradual facilita la cosa. Ahora sigo por el puro placer de hacerlo. Como si escribiera sin pensar en lo que escribo, a lo sumo en leerlo después y sorprenderme. Pienso en el chupete que Depardieu succiona felizmente mientras Ornella se la chupa. Pienso en los dos, devenidos nenes (de pecho) desesperados por chupetes, y en la sonrisa de satisfacción del tipo succionando, patética en el más alto sentido de la palabra, enternecedora. Pienso en la cara-enigma de Ornella aquí, en la cara-puta de Ornella allá, en Historias de locura común. Pienso en lo puta que es cualquier cara una vez que aprendemos a usarla, a mentir con la máscara. Pienso en la imposibilidad de mentir de las películas de Ferreri.

Cada vez veo menos. Ya no discierno lo que escribo. Sólo líneas irregulares que van de un margen a otro. Ya no sé si escribo con el corazón, con la cabeza, con ambos o con ninguno. Es el cuerpo el que escribe ahora y soy feliz como nunca. Entra una ráfaga tibia por la puerta que da al balcón. Dejo de escribir para ir a mear y ya no creo que retome estas notas que me usaron para escribirse. Voy a prender la luz para acertarle al inodoro.

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