Chingolo (1940) tiene varias cosas lindas y un gran problema: promete ser una película crota, pero no cumple (se lucen en esa carta de amor que Ana Poliak les escribe llamada ¡Qué vivan los crotos!, caso última gran película argentina sobre la ternura, que tiene entre nosotros una maravillosa genealogía). El guión de Pondal Ríos y Nicolás Olivari, autor del más excitante libro argentino sobre cine (El hombre de la baraja y la puñalada), reivindica a los linyeras y el protagonista, después de probar su reintegro a la sociedad y fracasar en el intento, termina por volver a la vía. El problema es que ese intento dura toda la película. Esta primera etapa de la carrera de Sandrini es uno de los fundamentos del cine argentino popular y su encanto persiste a pesar de que conocemos el derrotero posterior. Lo mismo pasa con el humor de esta película que dispone de los planos como soporte de los actores y de las picardías sexuales y sociales de sus réplicas. Esto último se hace evidente en una imagen políticamente fabulosa: la de las patas en la fuente como fiesta popular y fundación mística del peronismo cinco años antes de que ocurriera. Pero en las patas en la fuente de esta película también está implícita la contramítica imagen transmitida por el gorilismo en que los negros levantan el parquet para hacer el asado. Resulta que Sandrini, devenido empleado de un industrial cuya mujer se ha propuesto enmendar al croto para darle sentido a su sociedad de beneficencia, tiene que recorrer los inmuebles deshabitados de su patrón y no se le ocurre nada mejor que hacerle lugar en uno de ellos a varios compañeros de ruta. Cuando el dueño abre la puerta de una de sus propiedades para mostrársela a un posible inquilino se encuentra con el patio okupado por zaparrastrosos asando un costillar. Hay otra imagen fabulosa más que aparece cuando los crotos acaban de comer una gallina afanada y se disponen a fumar tirados al sol en el pasto: el plano detalle de las tucas es pura plenitud.
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¿Por qué causa Elvira Ríos filmó tan pocas películas? Era cantante, no actriz, pero no es razón suficiente. Más bien, todo lo contrario. La conocí a través del disco. Supuse que iba a encontrarme con una cantante de boleros desgarrada, mártir. Me retrucó el fraseo grave de su voz desde una caverna que no era la ronca del alcohol sino la profunda de un oráculo ya fatigado de eternidad. La escuché por primera vez y supe que ya la había oído. No me refiero a que su voz era la misma que se ha encarnado en tantas sacerdotisas de cabaret. Lo que digo es que ya había visto a esa voz salir de ese cuerpo.
Su aparición en La diligencia es fugaz e inolvidable. Porque introduce el castellano en la película y porque transmite el lirismo inherente a la puesta en escena fordiana a través de ese número musical que no quiebra sino que suspende y trasciende la continuidad en esa especie de trance musical. ¿Qué tiene que ver esto con el cine argentino? Además de Ford y de solamente un compatriota de la cantante mexicana, Manuel Romero fue el único director para el que actuó no una sino dos veces: Ven, mi corazón te llama (1942) y El tango en París (1948). Ninguna de las dos películas está a la altura de su misterio, pero la primera se lo reconoce. Su personaje se llama Sombra y canta casi sin moverse (la segunda la singulariza convirtiéndola en la destinataria del fabuloso «Ninguna» de Manzi). Parada en el centro del escenario con un vestido largo, no es más que un trazo ondulado y longilíneo en el plano general, delgado como el biombo -estratégico para la débil trama policial- que la oculta del público. Romero no mueve nunca la cámara al filmarla. Se acerca o aleja de ella por corte. Respeta la duración completa de la canción, pero no tiene mayor interés en aprovecharla. Tanto es así que su número funciona como pantalla de la intriga, que desaprovecha la posibilidad de presentarla como femme fatale. Hay en ello un no deliberado hallazgo: Elvira Ríos parece estar más allá de todo, inaccesible y remota, indiferente. Fuera de su presencia, la ejecución del argumento carece de interés. El personaje alrededor del cual pivotea la película es el dueño de un diario llamado El Censor que asume su tarea con afán inquisidor y ambición política. El mayor atractivo reside en preguntarse si Romero quiso retratar a través de él a un magnate periodístico de la época como Botana o alguno similar, con los cuales tenía contacto si no había trabajado. La presencia de Elena Lucena importa porque hermana al cine de Romero con el del negro Ferreyra, que hizo de la actriz su última y traviesa musa en películas como El ángel de trapo. Tito Lusiardo es su partenaire cómico revisteril. Romero filmó el sainete de un puritano, pero Ríos estaba en el Misterio.
Seis años después, Romero le dar otra vez el mismo papel en El tango vuelve a París: es una cantante mexicana de paso por Buenos Aires, tiene un pasado turbio pero en el fondo es buena y se redime. La película también es un híbrido romántico, policial y cómico, sólo que esta vez al supremo servicio de Alberto Castillo. Más allá de que esto último decide su identidad como película de cantor, y por lo tanto no construye el clima homogéneo de ninguno de los géneros -melodrama, noir y comedia- latentes, la falta de explotación erótica de Elvira Ríos es coherente con la representación de la sexualidad de Romero, que nunca será realmente erótica, por más que el director haya sido un hombre «de la noche». Para eso estaban Christensen y Tinayre, entre otros. Romero es un director de lo social, aunque no haya en él ni rastros del protoneorrealismo que encontramos en Ferreyra y Torres Ríos gracias a los exteriores. Lo social pasa antes que nada por el retrato rápido de la camaradería masculina o femenina, y del sexo veremos sus efectos según la clase a la que se pertenezca o aspire (el bastardo de Gente bien). De modo que Romero no desarrolla el potencial simbólico de la femme fatale que es Elvira Ríos porque sus imágenes son literales. No ve en ese arquetipo desplazamiento sexual ni expresión inconsciente de la creciente autonomía de la mujer en la sociedad, cosa que ya había filmado abiertamente, sino una caída en desgracia deseosa de rehabilitación por haber encontrado demostraciones de afecto carentes de interés, incluso erótico.
La razón de ser de la película es Alberto Castillo. Aunque el primero en filmarlo, probablemente Romero no sea el director de las mejores del cantor si no Julio Saraceni, pero El tango vuelve a París nos regala unas cuantas alegrías, empezando por un eufemismo médico que debió ser un aporte del cantor, y que a trasnochados como yo nos encantaría volver a escuchar hasta en las canchas de fútbol: «Te voy a perforar el peritoné». La grandeza de Aníbal Troilo, que aparece como en tantas otras películas del cine argentino clásico pero además cumple un rol cómico relevante, es tal que Romero subordina el montaje de un número musical a uno de los solos de bandoneón. Su orquesta toca varias veces, pero cuando lo hace durante un ensayo anticipa uno de los más hermosos travellings laterales del cine argentino: el que vemos ni bien empieza Mi noche triste (Lucas Demare, 1952). El amanecer sorprende a Pichuco ensayando con su orquesta mientras un laburante pasa por el salón con un cajón de bebidas al hombro recién descargadas de una chata: los músicos como trabajadores, y el trabajador como artista.
Un incunable de El tango vuelve a París es la versión culinaria de «Tiempos viejos», que casi seguramente jamás fue grabada en disco. Mientra un personaje mira caer la nieve a en París a través de la ventana, motivo caro al melodrama para propiciar lo sublime, Castillo canta:
¿Te acordás, hermano, / qué bifes aquellos? / Eran otros Shortons, / más tiernos los nuestros. / No se conocía / ragú tan (…). / La cocina criolla / sí que era cocina. / ¿Te acordás, hermano, / qué bifes aquellos? / Pucherete criollo / que no volverá. / Pucherete criollo, / ¡volver a comerlo! / Si cuando me acuerdo / me pongo a llorar. / ¿Dónde están / los asados de entonces? / Chinchulines de ayer, / ¿dónde están? /
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En La diosa impura (1963) todo luce más estable que en otras películas de Bo-Sarli. Quizás porque es una coproducción con México de los 60 y para entonces la industria de cine mexicano le había ganado la partida a la argentina como sistema de producción dominante de habla hispana. La estabilidad no es buena noticia para las películas de Bo porque fueron las irregularidades lo que les dieron relieve, pero Armando se sacude el uniforme mainstream y mezcla la baraja desde el vamos. El prólogo de tres minutos no da respiro. En una noche portuaria y noir una mujer se acerca al volante de su auto a un hombre con impermeable y antes de vaciarle el cargador le dice que lo ama con lágrimas en los ojos. No sabemos quién es el tipo, la Mujer es Isabel. De allí pasamos, como siempre avión mediante de Panam, a un interior mexicano de lujo. Hotel, alfombras, colores primarios que podrían haber salido de uno de los melodramas manieristas que Hollywood filmaba por entonces o de las comedias pop de Jerry Lewis. Isabel seduce a un macho latino maduro. Después de unos tragos se van juntos a la cama. Elipsis y cada uno a su pieza, después de que ella no acepte irse con él a Yucatán. Ya en la cama, Isabel no puede dormir y recuerda.
El flashback de más o menos veinte minutos que empieza entonces nos devuelve a Buenos Aires, explica el comienzo de la película, y es una doble puesta en abismo: a la temporal de cualquier flashback se suma que empieza en un teatro, con Isabel rodeada de chongos en un número de baile tanguero. Al final le vemos por primera vez la cara a Armando, esperándola a la salida, que habla con otra voz. Parece la de su hijo Víctor, el más significativo desdoblamiento oral de un cine que abunda en ellos. Todo este primer acto tanguero está iluminado como un noir cuando se despliega la trama policial, con sombras proyectadas de persianas americanas incluidas, y también como los espectáculos teatrales tangueros de la década, que en cine se manifestaron al menos una vez en Buenas noches, Buenos Aires, de Hugo del Carril. Todo este primer acto está al servicio de la difusión del tango y su estrella es Edmundo Rivero, que un año antes había aparecido cantando un par de veces en Pelota de cuero. Lo mismo hace acá, pero con una diferencia sustancial: comparte plano con Isabel y su melodramática interpretación de «Sin palabras», mientras ella llora en primer plano dándole la espalda, está a la altura de la escena de Carne en que la voz de Gardel se pone al servicio de Isabel. Armando se encarga de que a la diosa se le cante, como los juglares y poetas medievales les regalaban a las reinas –de sangre noble, o ennoblecidas por la pasión- la inmortalidad popular.
Con la vuelta del flashback al presente mexicano toman consistencia dos de los tres modelos masculinos de la película. Ya muerto Armando, explotador puro y duro de Isabel que la usa para el robo de unas joyas y la traiciona, tomarán su lugar un macho mexicano que se distingue por ser pintor, como Víctor Bo en Carne, y consumir hongos alucinógenos para inspirarse. Hace de Isabel su modelo, pero sólo le interesa en función de la obra. El tercer hombre encarna el amor puro y por lo tanto inalcanzable. Es el hermano más chico del pintor y se presenta contándole a Isabel una leyenda maya en la que dos amantes son sacrificados. En los tres se proyectan facetas del vínculo público entre Isabel y Armando: el económico, encarnado en un gangster, que asume el propio Bo haciéndose cargo de las fantasías de la gente bien, que lo veía como el capitalista que descubrió en Sarli un tesoro incalculable y lo explotó insensiblemente; el artístico, encarnado en el pintor obsesivo que pone a la creación por encima de consideraciones humanitarias de cualquier índole; y el amoroso, encarnado en un joven que parece libre de egoísmos, romántico y fraterno a la vez. Este último se define a sí mismo cuando dice: “Sólo pretendo ser un hombre”, y en ese afán confiesa su chatura, que acaba siendo la del ciudadano. Porque Bo sabe que a la hora de crear no son las buenas intenciones las que cuentan. Isabel es arrastrada al crimen por el primer hombre, a la droga por el segundo mientras hace posible que la obra de arte exista, y a la felicidad –que es otro nombre de la banalidad incluso fatal- por el tercero.
Armando es como Charly, el personaje de Monzón en Soñar soñar que soñaba con ser artista. La diferencia es que Bo supo hacerlo, como Favio. Uno y otro alucinaron con todo lo que pudiera sacarlos del mundo chico –geográfico o sociocultural- del que venían, pero sin olvidar ese apetito que anima de intensidad primaria –vivencia de lo sagrado no racionalizada- y fabulosa a sus creaciones. Jamás dejaron que el profesionalismo neutralizara esa fruición artesanal, esa materia sensible, ese anhelo místico. El Bo que se inspira en Un verano con Mónica (y en Prisioneros de la tierra y Las aguas bajan turbias) para El trueno entre las hojas es el mismo que descubre la relación erótica entre la duración del plano en exteriores y la música del litoral argentino y del Paraguay. Tampoco sería improbable que los vía crucis de Isabel se le hayan ocurrido después de ver las películas de Rossellini con Ingrid Bergman. Lo fabuloso es que el Joyce -mentado en Viaje en Italia– más experimental no esté en esa película que ya es faro de la modernidad sino en las de Armando, cuya fragmentación, irregularidad temporal, saltos de ejes y planos de belleza extática son aire y luz para el espectador hartado de la contemporaneidad satisfecha de sí misma, superada y aburrida. En La diosa impura no se llega musicalmente a la grandeza trágica mediante Wagner (Tristán e Isolda es leitmotiv) sino a través de Discépolo, y un tableaux vivant pop de La maja desnuda hace más por Goya que los más prestigiosos biopics.
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