Clasicismo duro (sobre Había una vez… en Hollywood), por Marcos Rodríguez

Confieso que creí que Rick Dalton existió de verdad. No sé por qué. Cuando uno entra a una película de Tarantino pasan esas cosas. Sabía que algo de verdad había en lo que estaba viendo y alegremente asumí que el manto de lo verídico lo cubría todo. Sobre todo desde un detalle: cuando el narrador explica que Dalton filmó una película con Sergio Corbucci (“el segundo mejor director de spaghetti western”) llamada Nebraska Jim, salí de la sala emocionado por ir a buscar una película que no conocía. Tarantino me mintió. Es lo que hace.

Si Tarantino siempre jugó con la idea explícita de la ficción (ya desde el título de su segunda película), de Bastardos sin gloria a esta parte el juego alcanzó un grado tal que frente a su cine ya ni siquiera podemos confiar en nuestros conocimientos más básicos de historia o respetabilidad. Desde Tarantino, el cine puede ser el lugar en el que Hitler muere ajusticiado por judíos vengadores, los negros se rebelan contra sus amos esclavistas y, ahora, los asesinatos que sabemos que ocurrieron los puede parar un doble de acción drogado. Doble que, en palabras de Miccio, pasó a ser Dios. Ya nada puede sorprendernos.

Y, sin embargo, una cosa me sorprendió. En realidad, cuando vi la película me pareció un detalle hermoso (son tantos en una película de Quentin) pero recién unos días después empezó a hacer ruido en mi cabeza.

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Entre los que amamos el cine (y sospecho que alguien que no ame el cine difícilmente pueda disfrutar de Había una vez… en Hollywood) hay una escena de la película que necesariamente entra en el olimpo de los afectos: me refiero, obviamente, al momento en el que Sharon Tate (Margot Robbie) sale a pasear en un día soleado y, de pasada, se mete en una sala de cine en la que están proyectando una película en la que actúa ella. El diálogo con la chica de la boletería es muy simpático pero lo importante de la cosa pasa adentro: primero armadita, después con los pies sucios sobre la butaca, Sharon se mira en la pantalla y a medida que percibe la reacción del público (un tanto escaso) que la acompaña en la sala, va entrando en la ilusión mágica del cine. El amor y la progresión detallada que se encarnan en esa secuencia son, por supuesto, una declaración de principios. Ahora bien, el detalle: ¿por qué Tarantino decidió que en esa secuencia la Sharon Tate ficcional (Margot Robbie) se sentara a ver una película en la que actúa Sharon Tate (tal como se explica largamente y con un dedo que señala) y al mostrar fragmentos de dicha película nos muestra imágenes de la Sharon Tate real (la asesinada), a la cual supuestamente deberíamos identificar con la Sharon Tate ficcional (la criatura solar), tal como quedó registrada en la ficción real que (tengo entendido) sí podríamos ir a buscar cuando salimos del cine? A Di Caprio nos lo incluyó en El gran escape y fácilmente podría haber agregado digitalmente (tal como hubiera hecho cualquier otro director, tal como hace cualquier otro director) a Margot Robbie dentro del metraje real de The Wrecking Crew sin que le temblara lo más mínimo el presupuesto. Hubiera sido coherente. Hubiera sido más fácil para el espectador, que ahora se ve forzado a relacionar dos mujeres evidentemente diferentes, y a una de las cuales muy posiblemente no conoce. Hubiera sido verosímil. Lo vemos todo el tiempo. Y, sin embargo, no. Disfrutamos junto con la Sharon Tate ficcional (Robbie), que se sienta en una butaca de cine a mirar una película en la que actúa Sharon Tate (dentro de la ficción y en la vida real) y lo que vemos junto con ella son imágenes de la Sharon Tate real, capturada por el celuloide.

A Tarantino le gusta romper las bolas, es sabido, y sus detractores sumarán este detalle a su largo prontuario de irresponsabilidades, chiquilinadas y síntomas de imbecilidad general (como la imposibilidad de distinguir, Rosenbaum dixit, entre ficción y realidad, o medios masivos y realidad), pero más allá de las evidentes ganas de romper las bolas (y romper las bolas es parte del trabajo de un director de cine), la cosa viene por otro lado. Si Tarantino se entrega a estos juegos en los que la mentira reina campante no es porque sea un adolescente eterno que no entiende las consecuencias de lo que hace, sino precisamente porque maneja un concepto muy claro de la ficción. Un concepto, casi podríamos decir, del más duro clasicismo: lo que vemos en la pantalla no es la vida, es otra cosa. Exigir que una película represente de forma rigurosa las estructuras y porcentajes de la realidad (minorías, mayorías y violencias), así como pretender que todo lo que ocurre o se dice en una película corresponde de forma directa a una definición sobre el mundo, implica olvidar la regla más básica de la cosa. Los policías del pensamiento, los inquisidores y los que la tienen más clara que todos quieren sojuzgar el cine a sus análisis, pero en sus tablas de contaduría moral pasan por alto lo que sabe hasta un pibe: que lo que pasa en una película es mentira. Puede intentar replicar la realidad, a veces puede reproducirla de forma involuntaria, pero es esencialmente otra cosa.

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Pero, incluso con todo esto a cuestas, Tarantino decide incrustar un pedazo de realidad dura (y en flagrante contradicción con todo lo que viene y seguirá construyendo) en medio de uno de los momentos más amorosos de su película. Se trata, después de todo, de un gesto de amor al cuadrado. Amor a Sharon, amor al celuloide (con el cual él sigue filmando) y amor al cine. Amor al cine como mentira (y mentira barata, mentira plebeya como esa película levemente ridícula y altamente disfrutable en la que trabaja Tate) y también amor al cine en lo más básico que tiene: un pedazo de película impregnada de elementos químicos que reaccionan frente a la luz que llega a ella a través de un lente. Mentira sobre mentira sobre mentira, el cine de Tarantino sigue siendo, invariablemente, un cine físico, de cuerpos frente a la cámara. Un cine en el que se siente el calor del sol, el peso de los autos, el paso del tiempo, los cuerpos que chocan contra otras cosas, los pelos del sobaco, la roña en las plantas de los pies, la textura gelatinosa de una lata de comida para perros y el calor (¿inesperado?) de un lanzallamas.

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Tarantino no respeta nada pero sí respeta el calor (¿inesperado?) de los cuerpos de sus actores. Y ama, por sobre todas las cosas, al cine. Tal vez no cumpla con la tabla de valores cívicos y humanitarios que (nos dicen) todo director tiene que tener pulidos y definidos antes de acometer cualquier obra (o tal vez sí, qué sé yo), pero los que vamos al cine para buscar cine no vamos a encontrar muchas cosas mejores que Tarantino.

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