La mueca feroz: De Vito dirige, por Marcos Vieytes

Los títulos de La guerra de los Roses aparecen sobre una superficie blanca, untuosa y con pliegues primorosamente descuidados donde finalmente aparece una rosa como la que Sandro sostiene vestido de frac en la tapa de alguno de sus discos de los 80. Cuando los títulos dejan paso a la primera escena con actores nos damos cuenta de que esa superficie de placer, típica sábana de softporno o de película erótica como Nueve semanas y media, estrenada apenas un par de años antes, resulta ser el pañuelo que el propio Danny De Vito usa para sonarse la nariz justo antes de empezar a contar la historia de un matrimonio amigo. Otro comienzo de película que acabo de recordar: el zoom de apertura a la pija de una estatua en Carne, que pasa mucho más desapercibido aún que la transición de la secuencia de diseño a la primera imagen con actores en La guerra de los Roses pero es igualmente gozosa y contrasta mucho más, habida cuenta de la proliferación de materias blandas que Armando habrá de regalarnos en su caliente relato frigorífico. El asunto es que los dos van al hueso: De Vito a las mucosas (Favio empieza Nazareno con el primerísimo primer plano de un moco) y Bo a la sin hueso.

Varias de sus películas son, también, historias “ejemplares” sobre el arte de contar historias, que en Hollywood es el arte de escribir un guión, pero para De Vito, como para los directores de Hollywood que importan, es el arte de ver cómo se hace para ir más allá o venirse más acá del guión. Para correrse, digamos. Como ese desaforado orgasmo social que es La guerra de los Roses. Como para no serlo con Kathleen “Cuerpos ardientes” Turner y Michael “Bajos instintos” Douglas poco antes de que lo internaran en una clínica para curarlo de su adicción al sexo. También, con un padre que decía haber cogido en el mes que estuvo en Roma con treinta mujeres distintas y lamentarse porque Pier Angeli le había fallado justo el 31. Ya en Tira a mamá del tren, primera película de Danny de Vito como director, uno de los protagonistas es un escritor que se la pasa reflexionando sobre motivos y coartadas. La guerra de los Roses, Hoffa y Matilda son cuentos narrados por la voz en off del propio De Vito: el abogado de Douglas en la primera, que no deja de ser una película navideña negra; el íntimo amigo del sindicalista en la segunda, y un narrador que nunca aparece como personaje en Matilda, pero como De Vito también es el padre de la nena, el uso que hace de su voz disociada del personaje al que le presta el cuerpo da para relativizar la supuesta objetividad omnisciente de la que suele hacer gala convencionalmente dicho recurso.

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Nunca me puse a ver Hoffa porque supuse que, al lado de las ferocidades que venía filmando hasta entonces, una película biográfica y atada al verosímil típico del género debía ser poco interesante. Estos tiempos en los que el macrismo asesina a quienes no tienen con qué defenderse, y en que uno de sus acólitos se da el lujo de amenazar a un sindicalista diciendo que la única manera que tuvieron en Estados Unidos de parar a Hoffa fue matándolo, lo que no deja de ser un reconocimiento de qué es lo que estos «republicanos» admiran del imperio, me llevaron a verla. De Vito no sólo te la cuenta desde el lado del Moyano yanqui y, más aún, desde el tipo más leal a Hoffa, casi un hermano, sino que hasta lo banca cuando va en cana acusado de corrupción mediante esa inolvidable hilera de camioneros que alínean sus máquinas en las banquinas para vitorearlo antes de que el patrullero lo deje en la cárcel. Por si fuera poco, De Vito coppolea, scorsesea y hasta depalmea de lo lindo como director, además de iluminar como en las películas sociales de la Warner de los 30. Otras dos operaciones lúcidas: amaga un romance para hacernos tragar el amague y no hay transformación alguna en los personajes, lo que anula esa comedia de la inocencia que suele ser la parábola moral típica de caída y redención de esta clase de relatos, prolongada en los incontables documentales contemporáneos supuestamente críticos que siempre incluyen una coda tranquilizadora para el espectador.

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Una escena deslumbrante de Hoffa: el tipo, un par de compañeros suyos y su amigo italiano, miembro de la mafia sin la cual no habría podido oponerse a las corporaciones legales, se van de caza. Enfrascados en el cálculo del interés que ganarán por prestar los fondos de pensión, lo que terminará siendo la causa de la condena del sindicalista, no se dan cuenta de que un ciervo camina a escasos metros de ellos. De Vito, mano derecha de Hoffa y lugarteniente hasta el más cruel de los finales, los mira esperando que se aviven y le disparen con sus rifles de caza a la causa por la que se suponen que están ahí. Como los tipos siguen en la suya, saca el revólver y vacía el cargador sobre el bicho sin que le tiemble el pucho en los labios. El querible Hoffa de Stallone decía en F.I.S.T. lo que todos sabemos pero muchos niegan: en este mundo no existe nada limpio (en tanto absolutamente puro). De Vito no necesita que ningún personaje lo diga porque le sobran las imágenes. Peligro de esta escena cuya funcionalidad dramática es transparente como pocas: que el ciervo no sea un ciervo sino una metáfora. Antídoto: la puesta en escena es más artificial que nunca. No estamos en un bosque, sino en un set con algunas hojas secas esparcidas sobre el piso, tres o cuatro troncos y un fondo amarillo. Como en el abiertamente teatral cine japonés. Así que sí, estamos en terreno simbólico, o más bien performático, pero mientras el personaje mata al ciervo, De Vito ultima literalmente el símbolo. En F.I.S.T., Jewison respetaba la parábola convencional de ascenso y caída del héroe. Vale decir de inocencia, corrupción, pecado y castigo. En Hoffa no hay nada de eso. La parábola moral brilla por su ausencia tanto como el romance, presente en la de Jewison. En el mismo instante en que esta escena parece estar ahí para que interpretemos la pérdida del paraíso, sólo existe para señalar el talón de Aquiles de Hoffa. Y también como cebo para el espectador políticamente interesado en dejar a salvo su sentimiento de superioredad moral sobre «la política», verdadera presa de esta película y de toda la filmografía de Danny De Vito.

Pero hay más: desde Tira a mamá del tren, su cine es puro artificio. La verosimilitud moral y psicológica del más convencional estándar narrativo sólo existe como objeto de mofa, como receptáculo vaciado. El Norman Bates petiso de esta película es la máscara humana del cine de De Vito. La locura es su norma y el punto de vista de su cine. ¡Lo fabuloso fue que hiciera lo mismo a la hora de filmar un biopic! Para los bienpensantes es preciso apurarse a decirles que eso no significa que Hoffa sea el loco, sino que no hubo, no hay, ni habrá nadie cuerdo. Hasta los Kennedy, sacrosanto amuleto del Edén liberal en más de una película, es otro tipo más jugando el juego del poder del mejor modo posible según sus intereses y creencias, pero enfrentados al protagonista con quienes estamos identificados. En el Hoffa de Jewison y Sly, la patronal putea a Roosevelt pero los trabajadores no. El Hoffa de Danny De Vito, en cambio, le planta cara cuando no le dan lo que pide: ni el estado más atento a las necesidades de la mayoría de la sociedad está idealizado. El petiso es tan potente que pone a Nicholson de protagonista y no sólo le mete tanto maquillaje en la cara que impide que lo reconozcamos, salvo por las cejas, sino que también hace que nos olvidemos por completo de él a la hora de pensar la película. Entre otras cosas porque Hoffa, como todo lo «real», es inaprensible. Entonces De Vito filma una película desplazada: no es Jimmy Hoffa el centro de ella, sino la mirada -intelegente, amorosa y leal- que alguien tiene sobre Hoffa. A esta altura del partido conviene saber que el guión es de David Mamet.

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Matilda es la película para chicos de Danny De Vito, pero no se los trata como boludos ni filma lo que los adultos –o sea, los padres o las autoridades- quieren que los chicos sean. Los viejos de Matilda son un desastre: el propio De Vito vende autos hechos percha a precios que son una estafa, se la pasa contando guita y mirando televisión una vez que vuelve a la casa, y tiñéndose los pocos pelos que le quedan en la cabeza antes de ir a trabajar. Como no entiende por qué razón querría una nena leer un libro en vez de cenar con la familia frente al televisor, se lo impide con la misma pasión con que otros padres prohiben a sus hijos hablar con extraños o decir malas palabras. La vieja no labura, tiene voz de pito, anda todo el día con los ruleros y en calzas colorinches de lycra. Son el colmo de la vulgaridad, grasas hasta la médula: o sea, como nosotros, como cualquier hijo de vecina. Acá podría haber un problema grave: la nena bien pudiera caernos tan mal como suelen caernos los sabiondos no suicidas, mucho más al lado de unos mamarrachos tan potencialmente simpáticos como esos. A los quince minutos le dice al viejo que lo que hace es ilegal, mientras un par de agentes del FBI monta guardia frente a la casa de la familia, pero De Vito tampoco falla en esta: la mera presencia de la autoridad es ridícula, dedicándose a vigilar a estos perejiles en vez de a los que roban en serio y a lo grande. Y son tan vulgares como los vigilados, sólo que visten de uniforme. Así que poco después de que empecemos a temer que Matilda fuera el más fuerte superyó moral de la película, una especie de Lilita en potencia o la futura protagonista de Election de Alexander Payne, la nena decide usar sus poderes para ocultar la evidencia que incrimina a los viejos cuando encuentra a los agentes hurgando en el garaje sin anunciarse. Si De Vito había entendido el lugar de Hoffa en la trama del poder no iba a dejar en banda a estos comerciantes que sacan mucha menos ventaja con sus autos de mala muerte recauchutados que los monopolios. Que Matilda necesite otro entorno para desplegarse, como ratifica el final, no habría justificado la condena de esos nabos.

02

Hay un par de justicias poéticas más: una buena película con chicos, por chicos (no porque De Vito sea petiso, sino porque es un creador) y para chicos tiene que hacerlos sufrir para hacernos sufrir a los grandulones que olvidamos cuánto nos gustaba joder de chicos. Esta no lo hace solamente a través de esa familia en la que Matilda no encaja por más que sea sangre de su sangre, filmada con deformaciones expresionistas o pop chirriantes a la Burton, pero sin la tilinguería de Tim (Batman vuelve es tan buena por Gatúbela como por el Pingüino de Danny), sino también mediante la escuela. Lo que podría ser el acceso a la educación que los suyos le niegan por falta de miras como sinónimo de la superioridad moral de la Cultura termina siendo el viaje al bosque caótico de los cuentos de hadas o al castillo lúgubre del gótico. La directora, lo mismo que la vieja de Tira a mamá del tren, es un ogro: gigante, robusta más que gorda, colorada de tanto gritar, filmada siempre en contrapicado y feísimos primeros planos, fue lanzadora olímpica de martillo y jabalina (como la esposa y padre de Parásito, de Bong Joong-ho). Más que alemana, parece nazi: agarra a una rubiecita Disney por las trenzas, la hace girar como el martillo en las olimpíadas y termina lanzándola por los aires. A medida que su cuerpo empieza a descender se aproxima a una hilera de rejas puntiagudas y la bestia de Danny nos tiene en suspenso hasta saber si la nena se partirá la cabeza contra los pilares de material, quedará ensartada en la verja o, como felizmente sucede, aterrizará sobre una alfombra de flores amarillas. La otra es una escena de tortura: el más gordito de la clase se ve obligado a comer una torta gigante de chocolate y nosotros a reprimir arcadas. Desde La gran comilona que no veíamos algo así (una línea de diálogo de Tira a mamá del tren ya nos había hecho pensar en la náusea de Ferreri).

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Kathleen Turner también es una mujer potencialmente monstruosa en La guerra de los Roses: no es vieja, fea y peluda como la madre de Tira a mamá del tren, ni corpulenta como la directora de escuela de Matilda, pero comparte el mal genio de la primera y el atletismo de la segunda. La caracterización de estas primeras mujeres del cine de De Vito responde a la que puede tener un chico asustado, pero sobre todo al grotesco general, cuya primera gozosa premisa es la deformación. La de Douglas en La guerra de los Roses tiene que ver menos con lo físico que con la personalidad y la ideología. El tipo que encarnó al yuppie ochentoso en la Wall Street de Oliver Stone antes que Christian Bale fuera el Psicópata americano y Di Caprio, un lobo suelto en el río infestado de pirañas de Scorsese, quiere ser justamente eso en La guerra de los Roses. O sea, un forro que sólo piensa en sí mismo, ningunea a su mujer cuando no cuenta una anécdota que le infla el ego como él quiere que la cuente delante de los jefes del estudio de abogados para el que trabaja. El tipo no colapsa cuando ella deja de coger con él sino cuando le pide el divorcio y cuando, peor aún, se muestra capaz de llevar un negocio por su cuenta mientras él chabón ya rueda cuesta abajo porque la necesita para sentirse hombre pero no está dispuesto a hacer nada para que ella se sienta mujer.

La ferocidad de La guerra de los Roses no tiene límites. No es una película radical porque tal cosa no existe en un sistema de representación tan codificado como el del mainstream estadounidense, pero tiene ganas de serlo. No es La gran comilona, pero le encantaría serlo. El goce destructor está sazonado por la identificación sentimental. Lejos de resultar un defecto, es angustiante para el punto de vista masculino: no es que ya no seamos capaces de observar ni el más mínimo rastro del sentimiento que compartían, sino que nada humano queda en pie salvo esa tan humana capacidad para odiar que el más ramplón humanismo es incapaz de reconocer, mucho menos de gozar estéticamente, razón por la cual no sólo esta película, sino unas cuantas más de esa tan vilipendiada década que fue la de los ochenta son mucho más contundentes, pero también refrescantes, que el realismo progresista contemporáneo al que sólo Tarantino le canta las cuarenta en la cara, lo surte con la toalla mojada no porque se le retoba sino más bien porque nunca atina siquiera a desencajarse, le encaja los tortazos que su fruncido legalismo pide a los gritos aunque no lo reconozca y se guarda las treinta y cuatro puñaladas que merece pero nunca va a usar para no darle el gusto del que es capaz: mandarlos en cana.

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