Sobre El placer, de Max Ophüls, por Bernardo Bertolucci

Traducción: José Miccio

En 1964 fui a Cannes, a la Semana de la Crítica, con Prima della rivoluzione. La película recibió una serie de imprecaciones de parte de los críticos italianos pero gustó mucho a los franceses, empezando por los Cahiers, y ganó incluso algunos premios, entre ellos el premio Max Ophüls. Yo tenía veintitrés años, y de Ophüls solo había visto Lola Montes. Por algún extraño motivo, necesité esto para obligarme a ver sus películas y tratar de entender por qué alguien había pensado darle un premio con ese nombre a Prima della rivoluzione.

El asunto avanzó de manera bastante lenta hasta que, al comienzo de los años 70, un día que estábamos en París, Clara People, mi esposa, me dijo: «Hoy te voy a hacer un regalo maravilloso». Había descubierto en Pariscope que en un cine del Barrio Latino daban El placer. Fuimos a verla, yo con cierta ansiedad y Clare repitiéndome que, sin saberlo, mi cine había sido muy influenciado por Ophüs. Lo que sucedió fue realmente fuerte. La película está formada por tres episodios, adaptados de otros tantos cuentos de Maupassant: La masque, La maison Tellier y La modèle. Mientras veía el primero, pasé de la ansiedad a un estado de verdadera excitación cinéfila. Una forma de placer absoluto, casi irresistible. Sentí que me subía la fiebre y le dije a Clare: «Yo no puedo seguir. Vimos el primer episodio, veremos los dos que faltan otra vez». Salimos de la sala. Yo no podía parar de hablar, preso todavía de aquella extraña excitación. Era una sensación fortisima, algo que no me había pasado nunca: no poder ver una película porque me gustaba demasiado. La segunda vez que fuimos a ver El placer fue en Londres, y me pasó lo mismo con el episodio dos: La maison Tellier. De nuevo sentí un extraño paroxismo, taquicardia, un rapto estético. Un poco jugando, un poco por repetir la primera experiencia, le dije a Clare: «Yo no puedo seguir. Vamos. En otra ocasión veremos el tercer episodio». El tercer episodio, La modèle, es el más dramático y tal vez también el más moderno. Lo vimos mucho después, en Roma. Y así, en un largo periodo de tiempo, y después de haberlo intentado tres veces, conseguí ver completa El placer, la única película que me hizo perder el control de mis reacciones, no sólo emotivas sino también fisiológicas.

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Creo que esta reacción me permitió entender por qué un jurado de personas gentiles me dio un premio con ese nombre. Tal vez entendí también, viendo completa El placer, el porqué de aquella reacción mía, tan extrema. En un ensayo de Roland Barthes, El placer del texto, se dice algo que es aplicable a la película de Ophüls. Barthes recuerda que por mucho tiempo, sobre todo para mi generación, el placer fue considerado como algo execrable, casi digno de desprecio. El motivo era una especie de moralismo político, que llegaba a sostener que «el placer es de derecha». Barthes dice que el placer no es de derecha ni de izquierda, y habla de un día maravilloso en el que un autor podrá permitirse mezclar los géneros y todas las cosas que normalmente vienen separadas: el drama y la comedia, la historia y la vida cotidiana, la poesía y la prosa. En El placer sucede algo de esto. Todo está mezclado, y se observa una falta absoluta de academicismo cinematográfico, un todo está permitido.

El primer episodio de la película, La masque, es realmente veloz, casi vertiginoso. Yo quisiera que aquellos que por motivos de edad no han tenido el placer, el lujo, el privilegio de ver tantas películas del pasado, entre ellas también El placer, trataran de entender qué significaron estas películas para mi generación. Cuando vi por primera vez este episodio, sentí algo que tal vez quería rechazar, pero que finalmente era irrenunciable: todo el placer de la nostalgia de un mundo que no conocí pero que, en cierto modo, me había sido transmitido por mis padres, por los libros que leí o por las primeras películas que vi. Es el mundo del fin del siglo XIX, la denominada Belle Époque, en la que convencionalmente, como ocurre en el primer episodio de la película, se bebe mucho champagne. Y bien, este episodio tiene justamente las características del champagne: pétillant, vaporoso, ligerisimo, pero detrás de la ligereza y la juventud están la vejez y el vacío. En cierto momento la máscara que lleva el protagonista es abandonada sobre una silla, olvidada, y por primera vez en El placer Ophüls habla de las apariencias, de las fachadas y de aquello que está detrás de ellas.

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En este primer episodio hay también una bellísima escena filmada en una escalera, cuando el doctor acompaña a casa al protagonista. Las escaleras en las películas de Ophüls son siempre muy importantes porque son elementos realistas pero hasta cierto punto, porque también son parte de la tentación escenográfica. Ophüls está constantemente un poco más acá o un poco más allá del realismo. En él existe siempre la búsqueda de elementos escenográficos detrás de los cuales esconder la cámara y separarla -por medio de velos, filtros y rejillas- de aquello que filma. Este tipo de escritura, que revela al mismo tiempo que trata de esconder, lo he vuelto a encontrar, en parte, en Fassbinder, por ejemplo en toda su Berlin-Alexanderplatz. Debo admitir que también a mí me sucede a menudo de rechazar las imágenes plenas que tengo delante, y busco entonces algunas interrupciones, algunas rejillas que me permitan una cierta distancia, para después, tal vez, en otros momentos, sumergirme, sí, dentro de las imágenes.

La modéle es quizás el episodio más moderno, aquel en el que está menos presente el sentimiento de la Belle Époque. En primer plano está el drama existencial de los protagonistas, que en La masque consistía en no querer aceptar que envejecemos, y hay también algo que está un poco esparcido por toda la película: una especie de condena a los seductores. Hay una bellísima secuencia filmada en una galería de arte, en la que los cuadros para los que posó la muchacha tienen un gran éxito, y son todos vendidos. El pintor está fuera de sí de la alegría. Todos son muy felices. Entonces hay un salto de tiempo. El pintor retorna a casa. Lo vemos aburrido. ¿Qué sucede? ¿Qué sucedió? No sabemos cuánto tiempo pasó¹. En el cine es bueno no saberlo, ser sacudidos por un tiempo inventado, como en la poesía. Sucede simplemente que él ahora se aburre, no ama más a la muchacha, mientras que ella continúa amándolo y rechaza de la manera más absoluta la idea de un fin que, en cambio, él busca. Esta historia está contada a un amigo por un hombre que, como luego descubrimos, es el propio Maupassant. En determinado momento, el amigo, un poco desconcertado, le dice: «Realmente estas historias son muy tristes», y Maupassant responde con una frase bellísima: «Mon cher, la bonheur ‘est pas gai», «Amigo, la felicidad no es alegre». Y entonces está el plano de Daniel Gélin, el pintor, que en una playa del Norte empuja la silla de ruedas con la modelo paralizada.

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La película se mantiene unida por un tema musical. Una canción que se siente apenas en el primer episodio, Danielle Darrieux canta a menudo en el segundo y la modelo retoma en el tercero. El cine de Ophüls es un cine muy musical. Aunque no existiera la música, gracias a los movimientos de cámara y a los movimientos de los personajes al interior del cuadro, sus películas tendrían ritmo, cadencia y vértigo musical. Lo que particularmente me conmueve en El placer es la capacidad de Ophüls para contar y describir al mismo tiempo. Describiendo hace avanzar la historia, y haciendo avanzar la historia también describe. Esta es una capacidad que casi todo el cine contemporáneo ha perdido: tal vez persista todavía en Wong Kar-wai, y en poquísimos otros.

En fin.

No es necesario avergonzarse de sentir placer, tanto placer, tal vez demasiado placer, viendo El placer.

¹ En realidad sí, lo dice el narrador en off: son tres meses.  

***

Bernardo Bertolucci: La mia magnifica ossessione. Scritti, ricordi, interventi (1962-2010). Milano, Garzanti, 2010.

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