Castillo es capaz de levantar un muerto, y eso que hace tiempo se mudó a la quinta del Ñato. Uno de los tantos tangos que hizo populares habla de una «primavera desteñida». A pesar del sol, la enésima tarde en cuarentena venía despintada hasta que puse un disco de Castillo al palo y charol lustrado de su voz me encandiló. Castillo es vida, alegría y desprejuicio. La primera vez que escuché «Así se baila el tango» no tenía más de diez años y me volvió loco aunque no sabía ni jota de lunfardo. Era la lección de un maestro cuya autoridad no le había sido otorgada por nada ni por nadie que no fuera él mismo haciendo lo que le gustaba hacer y a su manera. ¡Otra que lección de maestro ciruela! Cabeceo que saca a bailar a la más linda para envidia de los fruncidos. En la letra del tango de Mervil está la felicidad compadre del viejo orgullo gaucho. Su desafío popular es peronista aunque la letra sea de 1942: «¿Qué saben los pitucos, lamidos y shushetas?». El éxito de Castillo fue tal que se larga con su propia orquesta en el 44 y así coincide conla llegada al poder de Juan Domingo, la acompaña y la festeja. No sé cuál habrá sido su 17 de octubre, pero una foto como la que encabeza estos párrafos demuestra que no sólo existió, sino que fue algo así como el Paraíso en continuado: 17 de octubre en cada uno de los cien barrios porteños todas las noches del año. «¡Mañana es San Alberto!».
Del Priore dijo que fue el inventor de un estilo. Pichuco, que Castillo cantaba como un bandoneón. Carrizo, que fue el Presley del tango. Su popularidad, como la de Dean Martin y Jerry Lewis por los mismos años pero en Estados Unidos, fue la masiva de un rockstar antes de que al rock le dieran la primera nalgada para que se pusiera a gritar. ¿Cómo Castillo no va a seguir siendo capaz de levantar a un muerto si fue el primer cantor showman (que nunca desafinó, aclaremos para los pitucos, lamidos y shushetas que persiguen correcciones artísticas en cuanto huelen masitas negras enfervorizadas)? Si no alcanza con eso, fue el protagonista de La barra de la esquina, uno de los más grandes y populares clásicos argentinos (con Pelota de trapo, de Leopoldo Torres Ríos, varias de Armando Bo y cualquiera de la segunda trilogía de Favio). Sueño de día y de noche con una edición de lujo de las once películas protagonizadas por Castillo entre 1946 y 1958. En los extras tendrían que estar los capítulos de «Los grandes«, «Historias con aplausos» y «Soy del pueblo» que le dedicaron. Castillo es tan grande que hasta ilumina el comienzo de Luna de Avellaneda, donde Campanella expone como nadie su tilinguería de medio pelo, expuesta en el paraíso peronista animado por el cantor con el que abre la película. Manuel Romero, Julio Saraceni y Enrique Carreras dirigieron las de Alberto Castillo. La barra de la esquina es su película imprescindible, una de Romero (Un tropezón cualquiera da en la vida) y otra de Saraceni (Alma de bohemio) completan el podio, y una de Carreras (Luces de candilejas) es su fin de fiesta.
Manuel Romero: “Menos moral y más juego”
Romero es uno de los que empezó todo en el cine argentino (el sonoro, el tango, la revista, las sagas, el peronismo), le daba para adelante sin detenerse en los detalles (eso que Francisco Mugica le critica y corrige, engendrando un hijo mocho llamado Enrique Carreras al matar el impulso, no sin también aclarar que la prisa de Romero se debía a su desconocimiento incial de la técnica, a lo mucho que abarcaba –teatro, tango, timba, minas, carreras- pero también a sus problemas nerviosos) y nunca cierra nada del todo: un verdadero moderno. Por eso su cine sigue vivito y coleando y no se empantana con psicologismos que acaban en la ciénaga de la mala conciencia más (de la generación del 60 a Lucrecia Martel) o menos (Campanella) culta. Habrá madres, hermanas y tías en las películas de Romero, pero personajes y espectadores no suelen quedar atrapados en la telaraña familiar: Ni presos de la tiranía paterna ni ahogados en la placenta maternal, porque no es la familia sino la troupe su unidad básica social. Y en la compañía teatral hay lugar para todo(s) -empezando por el maraca que aparece al minuto de Adiós, pampa mía– menos para el viscoso sentimentalismo. Si está en el guión, lo filma a los piques y queda disuelto en velocidad. En vez de padres, sobran viejos -financistas- verdes. En vez de madres, curtidas capocómicas casadas a los 14 y separadas al mes, como la gran Olinda Bozán. En vez de hermanas, coristas de gambas al ajillo. En vez de hermanos, calaveras que le daban a la sin hueso. Romero filmaba espectáculos ya estrenados o por estrenar, así que aprovechaba el cine para jugar tras bambalinas. Y ya sabemos que detrás de escena se caen o intercambian constantemente todas las caretas. A las alegres mascaritas de Romero no las fija rigor mortis alguno ni las atrapan por iglesia o civil.
En la primera película del ciclo Castillo tiene que ganarse el triunfo, pero a diferencia de las demás no es un ciudadano raso sino un traspunte, el tipo que organiza las entradas y salidas al escenario. El ambiente ya está listo: ruido de los martillazos se superpone a los diálogos del ensayo general. Como los ladrillos de Adiós, Buenos Aires para Torres Ríos, el trabajo puede ser poesía cinematográfica y la poesía es siempre trabajo. El espectáculo que Romero termina montando todavía no refleja la elegancia rea de Castillo, sino una especie de tango ballet algo fifí, pero al menos uno de los números aporta la originalidad de una combinación nunca explotada del todo: el maquillaje de los bailarines consigue que tango y vampirismo se claven los colmillos. La película también hacie pie en el campo. La famosa milonga de Mores y Canaro que da título a la película se escucha al menos dos veces y así como hay un número de danza “clásica” la mayoría son de ambientación rural. Uno de ellos es inolvidable y exige uno de los planos más generales del cine de Romero, que pone la cámara en el gallinero del teatro para conseguir la protopanorámica que de cuenta de la figura: a medida que el sembrador abre la tierra empujando el arado, florecen mujeres a su paso. Un comisario de género en el surco, por favor.
Castillo fue «el cantor de los cien barros porteños», pero la película todavía lo concibe como «cantor nacional»: la memoria de Gardel todavía estaba fresca -«es el número 1», dice Alberto en una escena- y el tango sigue pagándole tributo explícito al folklore. Lo que ya está en ella es Alberto como representante espontáneo de los intereses políticos del pueblo: la mantenida del capitalista que financia la obra trata mal a una de las cantantes y la compañía se declara en huelga general, con pedidos de vacaciones, aumentos y aguinaldo en boca de personajes anónimos a los que les dedica primeros planos. Si Romero declaraba hueglas como la de Elvira, vendedora de tiendas, ¿por qué iba a dejar de hacerlo? Once años después de Noches de Buenos Aires, un personaje repite el verso del Martín Fierro que Tita Merello inmortalizó junto a Severo Fernández: “Es zonzo el cristiano macho cuando el amor lo domina”. El que no comete la zoncera de convertir a Castillo en un pollerudo es Romero, que sin el más mínimo trauma lo enamora y desenamora de la rubia y la morocha, de la ingenua y la arrabalera, para dejarlo tiznado del color que los caballeros no prefieren en público.
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El tango vuelve a París (Manuel Romero, 1948) es un híbrido romántico, policial y humorístico al supremo servicio de Castillo. Más allá de que esto último decide su identidad como película de cantor y por lo tanto no sigue los parámetros más o menos homogéneos de ninguno de los géneros -melodrama, noir y comedia- involucrados, la falta de explotación de la cantante mexicana Elvira Ríos como femme fatale es coherente con la representación erótica de Romero, que nunca será sensual sino ligera, por no decir un rapidito. Para lo otro estaban y estarían Christensen, Tinayre o Bo. Romero es un director de lo social, aunque en sus imágenes no haya rastros de protoneorrealismo como en Ferreyra y Torres Ríos, en parte por la casi ausencia de exteriores. Lo social pasa sobre todo por la competencia y camaredería del microcosmos teatral, comunidad donde hombres y mujeres se barajan en el mismo mazo. Del sexo veremos sus efectos según la clase a la que se pertenezca o aspire (el bastardo de Gente bien).
El tango vuelve a París tiene muchos momentos felices más que Adiós, pampa mía, empezando por un eufemismo médico -probablemente aportado por el cantor- que a trasnochados como yo nos encantaría volver a escuchar en la calle y las tribunas: “Te voy a perforar el peritoné”. Aníbal Troilo no sólo aparece en su rol de músico, como en tantas otras películas del cine argentino clásico. También es el primer –y eficaz- compañero de la serie de dúos cómicos del ciclo Castillo, con Fidel Pintos a la cabeza y Francisco Álvarez cola. El estatus musical de Pichuco es reconocido por Romero .que no solía mover la cámara ni editar demasiado- cuando intercala un primer plano de Troilo durante el solo de bandoneón. La orquesta toca varias veces pero no acompaña a los protagonistas solamente en los números musicales. Son un gran personaje colectivo, como lo será el de La barra de la esquina. Uno de los más hermosos travellings laterales del cine argentino está en Mi noche triste (Lucas Demare, 1952): el amanecer sorprende a Pichuco ensayando con la orquesta mientras un laburante pasa por el salón con un cajón de bebidas al hombro. El ensayo y un apunte de travelling ya están en la película de Romero, pero su incunable es la versión culinaria de “Tiempos viejos”. Mientras los músicos, ya muertos de hambre, miran cómo nieva en París a través de los cristales, motivo caro al melodrama, Castillo canta:
¿Te acordás, hermano, / qué bifes aquellos? / Eran otros Shortons, / más tiernos los nuestros. / No se conocía / ragú tan (…). / La cocina criolla / sí que era cocina. / ¿Te acordás, hermano, / qué bifes aquellos? / Pucherete criollo / que no volverá. / Pucherete criollo, / ¡volver a comerlo! / Si cuando me acuerdo / me pongo a llorar. / ¿Dónde están / los asados de entonces? / Chinchulines de ayer, / ¿dónde están?
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A Un tropezón cualquiera da en la vida (Manuel Romero, 1949) se la mira con una sonrisa adornándonos la cara de oreja a oreja. En uno de sus extremos la declaración -que también es de principio(s)- en boca de Alberto Castillo: «Menos moral y más juego». En el otro, el último parlamento pronunciado, que empieza Fidel Pintos y termina Virginia Luque: «¡Cuánta milonga! ¡Pero qué linda!». El único pecado es que ella no cante, sola o con Castillo, pero quien sí se luce es Domingo Federico, el autor de «Percal» y «Yuyo verde», cuya orquesta acompaña al cantor. No actúa como Troilo en El tango vuelve a París, pero Romero también le dedica primeros planos a sus solos. Escuchamos la mentada frase insignia de la película y del cine todo de Romero mientras Alberto y Fidel juegan al monte en un garito. Después de abrir con exteriores de la ciudad, la cámara asciende hasta el departamento donde juegan amigablemente: nada de amenaza noir. Si hasta Federico y su orquesta entran al rato, amanecidos después de tocar toda la noche, para seguir haciéndolo cuando Castillo ensaya una aggiornada versión de las viejas serenatas en las que Buenos Aires era la homenajeada. Ahora el marco es de concreto y asfalto, pero una hora después escucharemos otra en la vereda de enfrente, con fachadas son las del Buenos Aires de antaño. Virginia Luque recibirá los versos por única vez empilchada como china de campo. Trabaja de florista, así que es otra vendedora de tienda como la huelguista Elvira, y se llama Sol. Con trenzas y vestida de lino, recostada en el umbral, su luminoso modelo es el del «Negro» Ferreyra en Sol de primavera, protagonizada por la misma Herminia Franco que en la primera película del ciclo Castillo hizo de arpía. Que el look de Luque en ése instante nada tenga que ver con su habitual personaje de aguerrida morocha urbana, cuyo arquetipo arrabalero máximo fue Tita, es lo de menos. Lo que importa es la proyección simbólica del número como pasado mítico, con la calle tomada por los transeúntes que aplauden el espectáculo amateur una vez que se abre el plano hasta entonces público pero íntimo, y el autógrafo pedido por el vigilante que dispersa la improvisada función cuando pensábamos que señalaría alguna infracción.
La gracia de esta última película de Romero dirigiendo a Castillo es la del varieté, con su serie de números menos musicales incluso que cómicos. Es también una de las mejores de la modalidad revisteril en que la progresión narrativa se supedita a la contigüidad de los sketches. Hay una historia, que es la del tango del título, pero sobre todo hay humor. Alberto y Fidel ejercitan variaciones invertidas de Cyrano de Bergerac y hasta interpretan un gag físico acrobático durante la mudanza de un piano, además de innumerables diálogos concisos, agudos y veloces. Aquel con el que termina la película -«¡Cuánta milonga!- no hace más que describirla. Sólo que la primacía musical del sustantivo no es tal, o cuanto menos la comparte con el gag, más allá de funcionar como eufemismo de «quilombo», seguramente censurada por entonces. Palabra negra -dicho sea de paso- de toda esa negritud que siempre brilla en el repertorio de Castillo, como en la del otro descendiente de tanos que estaba por nacer en esos años llamado Tarantino. Un tropezón cualquiera da en la vida acaba con Castillo cantando uno de esas milongas candombes habituales en su repertorio y caracterizadoras de su estilo. También incluye un plano dedicado exclusivamente al coro de morenos uruguayos incorporados por el cantor a su compañía. «Hay que ser de mi color para poderlo cantar», dice la letra, y entonces el color -antes que nada literal- incluye a los trabajadores, reivindicados en intercambios como éste:
– Yo soy el capataz.
– Y yo soy el peón, así que mucho más respeto.
Al Estado lo representan policías capaces de llevar en patrullero al cantor para que debute a tiempo en la radio una vez probada su inocencia, y hasta la cárcel permite una reunión musical. El banco y la compañía aseguradora, en cambio, son espiadados con las desgracias individuales. El capitalista que invierte en el cantor para publicitar su empresa cumple un rol cómico querible gracias a Francisco Alvarez. No perderá rentabilidad pero el precio a pagar será el de la pérdida de la mujer en disputa y el escarnio de los de abajo, que para los de arriba siempre es insoportable. La identificación con el mundo del trabajo, que al comienzo funciona como sustituto del reloj que señala el horario laboral, no se concentra en la figura del obrero industrial sino en la del trabajador de la cultura que es Castillo. De ese modo la moral de la película -que no carece de ella- es mucho más liberal que la de los argentinos que se dicen liberales, siempre antipopulares.
La moral de esta película -cuyo título es el primer verso del también director Bayón Herrera y Raúl de los Hoyos- que en su tropezón alude al error ya no es la del pecado pero igualmente corría peligro de parábola aleccionadora con caída y redención. Sin embargo en el cine de Romero nada pesar sobre el espectador y la única parábola que reconoce válida es la de la vuelta carnero. El pecado -de haberlo porque la iglesia brilla por su ausencia- es venial y se resuelve sin sermones en los terrenos ético y legal. La operación decisiva de Rodolfo Sciammarella, guionista de las mejores películas del ciclo, no es adjudicarle el tropezón al juerguista y cantor que hace Castillo sino a su hermano mayor, padre de familia y bancario con fama de probo y decente que no sólo usa dinero ajeno, como el corrupto Darín en Luna de Avellaneda del incorruptible Campanella, sino también el de su padre que lo adora. El hermano mayor de Castillo encarna las hipócritas limitaciones argentinas cuya actual encarnación política, siempre gorila, son los boqueadores de republicanismo. Menos moral puramente declamada, dicen Romero y Sciammarella, y más juego (político) benefactor para la mayoría.
El héroe peronista de Romero carece de pureza ideológica pero no de ética. Es el trabajador moderno del capitalismo cultural inaugurado cinematográficamente por los hijos de Los tres berretines (1933) que apostaban como proyecto de vida al tango, el fútbol y el cine, doce años antes de que Perón llegara al gobierno. Todo éste universo fluye en una película que, para decirlo solemnemente y darme pie a una digresión, nunca detiene su marcha: Tito Lusiardo tocaba una «marchita» en La vida es un tango, también de Romero, seis años antes de que Perón fuera coreado por el pueblo (por suerte Perón la mayor parte del tiempo fue peronista). Hay un momento en el que Fidel Pintos pide «que no me miren despacio», y ésa alusión a su cara es el manifiesto de Romero, cuyo cine apretaba el acelerador a fondo. «Más la fealdad que Dios le dio», parafraseando a Tita en Mercado de abasto, «más de un Saslvasky la envidió».
Julio Saraceni: “Te cansas, ¿qué ganás?”
Alma de bohemio (1949) es el debut de Saraceni con Castillo después de las dos primeras dirigidas por Romero. Más importante aún, es la primera escrita por Sciammarella y con Fidel Pintos en el reparto. Castillo es el heredero de un industrial, Príncipe del Caucho prometido en matrimonio a la Reina del Nylon por voluntad de quien dirige la empresa, ya muerto el fundador y padre del protagonista. Sin interés por el trabajo formal, Castillo anda noviando de incógnito y tan despreocupado como canta los tangos en un cafetín con otra chica. El arquetipo del niño bien parece tener al menos dos manifestaciones cinematográficas: una negativa y hasta criminal, que se corresponde con la prepotencia de los patoteros de principios de siglo que podían reprimir a huelguistas o masacrar judíos como miembros de la Liga Patriótica. Otra, despreocupada y hasta productiva: la del tipo que sólo quiere divertirse y se dedica al feliz despilfarro de la fortuna familiar, calavereando inofensivamente y funcionando como oxígeno para nuevas generaciones ahogadas por los mandatos familiares burgueses. Como esto es una película peronista, también hay una tercera: la del que tiene vocación y voluntad para transformarla en algo productivo dentro de un marco socioeconómico que le brinda oportunidades. Al final el flamante director de la empresa cede su paquete accionario a los trabajadores. “Tuve un amanecer inflacionista: aumentar los sueldos un cincuenta por ciento y dar participación en las ganancias a los empleados”, le escuchamos decir un rato antes.
La gracia de Castillo -que se aflojaba la corbata porque no soportaba el cuello duro ni a quienes lo ostentaban- y el absurdo de la screwball o comedia alocada impiden que todo esto pueda ser tomado en serio salvo por la oligarquía de ayer, de hoy y de siempre, que se brota cuando un pobre se divierte. En el éxito de la película y en la descomunal popularidad del cantor debieron contemplar la alegría peronista con el mismo horror del capitalista que colapsa en La diva del teléfono blanco (Dino Risi, 1976) después de la brutal broma de Gassman. “Ahora mandamos los realizadores”, dice Castillo en otro momento, y uno supone que para entonces el país ya estaba tapizado con uno de los más famosos lemas. Los realizadores de la película escenifican el ideario peronista con un entusiasmo contagioso que despliega formas y maneras del espectáculo precedentes y por venir. Las canciones, menos que en otras películas por el estilo, continúan la tradición de la cabalgata musical y se consolida el dúo cómico compuesto por el señorito y el mucamo. Sobre este último recae la picardía maraca del vínculo resuelto en gag o disimulado en el infalible apareamiento del segundo con la más fea. El segundo es Fidel Pintos, así que también es la más fea. Su personaje responde al arquetipo del sirviente alienado en versión más payasa que satírica: porteros y mayordomos más patronales que el patrón, que Tarantino retoma como nadie Django sin cadenas encarnándolo en el personaje de Samuel L. Jackson. En el baboso trato de Fidel con una sirvienta despliega las relaciones revisteriles habituales entre capocómico y vedette, se trate de la variante en que predomina el juego de poder abusivo o la fantasía sexual.
Los estereotipos cómicos de las nacionalidades incluyen un sesgo político positivo: el mozo “gallego” es republicano. Hay por lo menos tres alusiones al fútbol (Atlanta, San Lorenzo y River) y algún diálogo da cuenta de una crítica cultural de entonces: “En los tangos la música es una divinidad y la letra, una calamidad”. Quien lo dice es casi una caricatura de poeta y en seguida se arma una batahola de western en medio del bar que desestima la apreciación o desvía nuestra atención de ella, pero ya ha sido postulada. También hay descripciones geográficas: la gente bien vive en el centro, viaja a Punta del Este o se toma unos meses en Córdoba, y la familia obrera vive en el sur, que propicia un número musical distinto a los otros, subjetivo y hasta revisionista. Si los demás ocurren sin alterar el tiempo y el espacio de la acción, ya sea en el cafetín o en el comedor de la casa familiar trabajadora con piano en la sala, la representación de aquel empieza después de un esfumado y representa la fantasía de una pareja que, mientras camina por las calles de San Telmo, se transporta al siglo pasado “de rejas mazorqueras” (como dato de color no peyorativo) cuando escuchan los tambores de una murga justo después de que Castillo afirme: “Ahora me explico por qué las revoluciones no vienen porque sí”. Lo que sucede porque sí es la transformación o toma de conciencia de su personaje mediante un procedimiento típico de la comedia de enredos. Al menos desde el Siglo de Oro y desde Shakespeare bastan un disfraz, un golpe en la cabeza o un aparentemente ingenuo juego de rol –deux ex machina peronista en este caso- para ser otro como por arte de magia. Su arbitrariedad lo hace tan inestable como libre, tan políticamente endeble como felizmente cinematográfico.
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Todo flashback es un tango: La barra de la esquina
Las películas de cantores suelen apoyarse en la vida y fama del cantante en cuestión. No importa si en datos comprobables de su biografía o en la fantasía colectiva creada por todos –él mismo, los medios y el público- a su alrededor, a través o incluso a pesar de él. Fuiste mía un verano (Eduardo Calcagno, 1969) es excepcional porque hace del proceso su asunto y no meramente un soporte, lo que le confiere una modernidad indisociada del espectáculo de la que carecen tanto la gran mayoría de esas películas como también Pajarito Gómez (Rodolfo Kuhn, 1965), a la que el genio de Favio -presencia de Héctor Pellegrini mediante- sobra con gracia. La barra de la esquina es una de las mejores porque integra aspectos de la vida del cantor a su desarrollo narrativamente homogéneo como ninguna. Si alguna otra del ciclo se ocupa de su carrera de medicina, dándole al conflicto con el finisecular mandato paterno de tener un hijo doctor un apoyo biográfico de público conocimiento, La barra de la esquina da cuenta de la italianidad inmigrante de Castillo -que no se llamaba Castillo sino De Lucca. cuando canta una canzoneta en el barco de su viejo. Así como está científicamente comprobado que las grandes películas populares hacen llorar, las evidencias de que el llanto es un invento italiano son irrefutables: italiano es todo cine que no se avergüenza del llanto porque tampoco lo hace de ninguna manifestación fisiológica del alma y se enorgullece de la infancia. Es decir, de los orígenes y del juego.
«La gente que veía cine argentino no iba al Broadway. Para colmo, había una epidemia de gripe, habían cerrado los colegios por quince días y se estrenó entonces. Estaban recomendando: «No vayan a locales cerrados porque hay contagio». ¡Todo en contra! Así y todo La barra de la esquina estuvo cinco semanas, y creo que si se hubiese estrenado en tiempos normales, hubiera batido otro récord. Porque la película les interesó y les gustó a los hombres, aunque son las mujeres las que van al cine. Yo iba al Broadway cada vez que podía, y en las escenas dramáticas eran los hombres los que lloraban. Cada uno se sentía reflejado. ¡Era bárbara! La hice con todo el corazón, porque muchas de las cosas que pasaban en la película me habían pasado a mí, que había vivido en un barrio.»
Julio Saraceni, en Más allá del olvido: Conversaciones inéditas con grandes del cine nacional, de Guillermo Russo y Andrés Insaurralde
Los chicos reinan en el cine argentino de los ´40 y la primera mitad de los ´50 con Pelota de trapo clavándola de cabeza en un ángulo. Armando Bo y Leopoldo Torres Ríos, productor y director respectivamente, izaron esas bandera con orgullo y las hicieron flamear en el potrero de lujo armado por el peronismo para los Campeonatos Evita del cine: “Los únicos privilegiados son los niños”. Para hacerse grandes, vale decir serios (y zonsos, como reza el dicho popular), sobran tiempo y candidatos. Para elevarse al infinito y más allá, Favio. Que pasa de las “las películas de cineclub” a las de los 70, que son más cine que nunca pero a las que el (Jockey) club cinéfilo les niega la entrada porque fueron pasión –sangre, sudor y lágrimas, pero también gritos, risas y jadeos- de multitudes en la cancha, que es donde se ven los pingos (o El caballo del pueblo de Romero).
Los tres tiempos de La barra de la esquina incluyen la infancia, y por entonces los chicos ocupaban la calle, escenario principal de la película seguido del conventillo y su patio como especie de teatro isabelino. Los otros dos tiempos son los de la juventud y el presente narrativo como plataforma de lanzamiento al recuerdo. El gran cine popular estimula el llanto como resultado del contraste del presente con otro orden, que puede ser el pasado (no el histórico sino el íntimo: el vivido y recreado, vívido hasta el éxtasis), el sueño o la fantasía. Más que presente, La barra de la esquina es dos flashbacks y la eternidad: la esquina como espacio absoluto de plenitud donde el tiempo se pliega sobre sí mismo, paraíso conscientemente imposible como el de Tornatore, cuya regresividad es consuelo del alma, no negación de la historia. En las grietas del empedrado costumbrista está el fantástico, que acecha con la gloriosa flor del melodrama, su bastardo las más de las veces no reconocido. Evocación es palabra repetida en los tangos. Misa de uno, rito íntimo, plegaria que recibe respuesta en La barra de la esquina: el cine es Dios que exige ser visto. El final cumple con el ruego que es la película. El tango homónimo compuesto por Sciamarella es su padrenuestro, pero el Edén es mujer, sin pecado concebida. Una vez que termina el recital de apenas dos canciones, con una que lo es todo porque entre sus estrofas transcurren los flashbacks, los miembros de la barra dispersa vuelven a reunirse en la esquina, como las criaturas de 8 y medio en la pista de circo de Fellini. Van desde el templo, lugar de la representación sagrada, al ombligo del mundo. El pasaje al otro también es cantado. Lo ofica el mismo sacerdote, pero de profeta cuya voz había descendido al pueblo en la sala pasa a suplicante callejero que implora el asomo de la gracia balconera. La evocación, ahora que no es hora para nada porque el tiempo se detuvo a las puertas de la eternidad, es invocación de serenata: el valsecito criollo de Sanders y Cadícamo asciende –al mismo tiempo que en París gira La ronda de Ophüls, que no es otra cosa que La calesita de Hugo del Carril- como incienso hasta la ventanita de arrabal que el Negro Ferreyra encuadró por primera y fundadora vez entre nosotros.
Hasta que por fin se asoma Ella, la mismísima María Concepción César que apareció en lo alto de Pantalanes cortos (1942). Diosa victrolera encaramada al palco de un cafetín en la película de Torres Ríos, donde ponía un tango escrito por el propio director para canturrear encima «la cercanía de Dios”, devotamente mirada por una legión de ojos varones transidos, ansiosos y huérfanos. En La barra de la esquina la admira solamente el cantor que volvió a buscarla veinte años después, aunque la barra lo acompañe como los músicos en las viejas serenatas. Castillo no se inmuta cuando segundos después ve a los dos nenes que se asoman. Improvisado héroe épico del momento, el tipo le pone el pecho a las balas del corazón y sigue cantando sin que se le quiebre la voz. La recompensa no se hace esperar. Ella baja sola, lo abraza y lo besa: los nenes eran sus sobrinos. La novia ausente de Cadícamo ha resucitado intacta. El milagro secreto de la escena ocurre en el peinado. Cuando se asoma con los pibes es una nena más con un par de trenzas a los costados de la cara. Ya en la vereda lleva el pelo recogido: novia y esposa, hija y madre. Veinte años –sin sexo- no es nada, pero en la escena no hay elipsis sino metamorfosis mágica, proyección del huérfano pródigo que es el protagonista. La torsión final del verosímil, contrapeso cómico de la balanza melodramática que el gran cine popular jamás olvida, es la palangana de agua que les tira la misma vieja de siempre desde que eran chicos: el ensueño robusto es impermeable a todo ducha de realismo porque es más real que la realidad misma.
La piedra basal de La barra de la esquina no es el cantor sino Fatiga, unido a Castillo por la música de su armónica como ningún otro integrante de la barra. Yo, que vine al mundo a comienzos de los 70, lo conocí a través de Minguito, encarnación patética –en Los evadidos (Enrique Carreras -que en 1970 hizo una remake de La barra de la esquina llamada Los muchachos de mi barrio, 1964) y magníficamente en Carne (Armando Bo, 1968)- del personaje de José Marrone que hunde sus raíces en los linyeras del primer Sandrini, antes de que se aburguesara llamándose Margot. Uno de los latiguillos de Fatiga fue vox populi: “Trabajás, te cansás, ¿qué ganás?”. La sentencia de los Justos –los Neustadt de este mundo que repiten el festejo a cámara de Maradona en el cuarto gol a los griegos como los preceptores de antaño sacudían la regla delante de los chicos pero peor porque disimulan su sadismo en apelaciones a la buena conciencia- no se hizo esperar y caló hondo: “Son todos vagos”. La única verdad es la realidad de que ninguno de ellos suele tomarse el trabajo –que todos los que viven de rentas le exigen a los demás- de mirar La barra de la esquina: notarían que la frase es repetida infinidad de veces pero variando siempre el verbo inicial. No es el trabajo lo invalidado por la actitud de Fatiga, que se gana la vida informalmente, sino toda tarea que lo explote sin siquiera coincidir con su deseo. Fatiga es un tipo de abajo que hace lo que quiere, privilegio de los de arriba que recién peligra con el peronismo, en el gobierno desde hace cinco años cuando fue estrenada la película. Los tiempos de la mayor parte de la ficción son anteriores. Si aceptamos la coincidencia entre el presente del punto de partida inicial y el de la realización, los flashbacks retroceden hasta un momento crítico exactamente fechado por el protagonista que regresa al país –del cine, pero del cine argentino- veinte años después de partir tras verse involucrado en el asesinato de un policía a manos del activista de la barra, “anarquista” según el punto de vista de un vigilante, neutralizado organizador de una huelga con toda seguridad.
Fatiga es el alma de La barra de la esquina, algo infinitamente más inabarcable que un sujeto histórico, pero la pregunta por la ganancia del esfuerzo en la boca del desclasado -lumpen en el cine actual- que la pronuncia entre la Semana Trágica y el golpe de Uriburu tiene otro color. “Trabajar cansa”, dirán cuatro años después de La barra de la esquina los desconocidos de siempre de Monicelli, Age y Scarpelli. En el prólogo previo al primer flashback, el croto de Fatiga es el más distinguido personaje de la barra, por mucho que dos de ellos pertenezcan al Poder Judicial y vistan de frac. Todos los sobrevivientes fueron a ver a Castillo al teatro, pero Fatiga reclama nuestra atención como ninguno. La destreza de Marrone, Sciammarella y Saraceni es tal que quien a todas luces cumple la función generalmente subalterna y a menudo humillante de rol cómico no sólo es el espectador privilegiado del recital sino también quien solicita éxitosamente nuestra identificación. Discriminado cuando va a sacar su entrada, terminan ubicándolo en el sitio cinéfilo por excelencia: la cabina de proyección de una sala donde teatro (de revistas: a la vez comedia, musical, tribuna política) y cine se unen: Alfa (con ¡Tango!) y hasta el momento Omega (con Gilda, pero también con el segundo episodio de La flor) del cine sonoro argentino. Pichón canyengue de Totó en Nuovo Cinema Paradiso, a través de Fatiga el cine renueva el asombro adánico desde un paraíso de lujo, espiritual y materialmente superior a la mejor platea, tanto como la proyección fantástica (en este caso al pasado: todo flashback es un tango). Fatiga también es el descamisado –cinematográficamente bautizado por Romero en La rubia del camino siete años antes de que Evita los embandere- a quien se le reconocen plenos derechos. Su espectador es el mismo que Marco Ferreri reconoce como fundamental en la gardeliana Nitrato de plata. “Agiotista”, “oligarca”, “la justicia habla por la voz del pueblo” fueron, minutos antes de conseguir lugar en la sala, los lemas de Fatiga en la disputa por entrar a la sala sin colarse ni traicionar su dignidad.
Si hay un santo patrono del gran cine popular es Chaplin, blanco de ingratitudes y desprestigios superados varios no por culpa del genial Buster Keaton sino de sus extremistas. Curioso que el sentimentalismo del gran cine popular, tan atacado por quienes confunden apasionada memoria con reaccionarismo político se lo debamos a un mujeriego, izquierdista y vagabundo como Carlitos. Otra que Santo Patrono: Chaplin es Saint Tramp. Y una de sus películas es la anunciada en la marquesina del cine al que los chicos van en el primer flashback. Una vez en la sala -cine literalmentre adentro del cine- vemos otra cosa. Primero pensé en un serial con Pearl White, visible en los carteles del hall, pero la descripción que da Calki en «Los monstruos sagrados» de otra aventura popular de la época coincide exactamente con las imágenes proyectadas en La barra de la esquina: “La cabeza de Ruth (Roland), cuyo cuerpo está atado a un tronco, se acerca a la gran rueda dentada. Detrás, el villano de vigores renegridos lanza una tremenda carcajada muda. El rostro de Ruth se contrae de terror, sintiendo el filo de los dientes de acero rozando sus cabellos. La sierra continúa girando y acercándose…”. La película de Saraceni es tan rica en procedimientos que cabe preguntarse si el trozo interpolado respeta la edición original o lo altera, porque la línea de acción de los rescatistas dentro del montaje paralelo no progresa como la de la heroína en peligro, cada vez más cerca de la sierra después de cada empalme, sino que consiste en la misma toma de jinetes cabalgando repetida tres o cuatro veces. No son las únicas imágenes ajenas que pliegan la película: las del buzo que recupera el lanchón hundido en el Riachuelo son documentales. Más aún: esta barra de la esquina es la barra de las barras cinéfila, prolongada en la siguiente década por muchachadas varias, que van desde los amigos encabezados por Javier Portales en Una cita con la vida (Hugo del Carril, 1957), puente entre el cine clásico y la generación del 60, hasta los del primer episodio de Tres veces Ana y los resistentes de Invasión. Hay todavía más cine en ella: los nenes de Leone que escapan de la muerte con el puente de Brooklyn al final del callejón corrieron treinta años desde la vuelta de Rocha de esta película para hacerse la América en Érase una vez.
Enrique Carreras: “Apto para todo público”
Ritmo, amor y picardía (1954), primera de las cuatro películas de Castillo que dirigió Carreras, no es la peor pero tampoco la más interesante. En su favor puede decirse que tiene la mejor entrada del cantor, que aparece como por arte de magia entre una nube de humo después de un repentino corte, replicada en el segmento de El canto cuenta su historia (Ayala y Olivera, 1976) con el añadido de la guiñada de ojo de Castillo. Canta muy brevemente pero con sus ademanes que pronto serían amputados por la Fusiladora, antes de retirarse durante demasiado tiempo para una película que supuestamente descansaba en su estrellato. Con esta película Castillo empieza a compartir su estrellato con otras figuras del mundo del espectáculo hispanoparlante. Los varios números «españoles» pueden responder al menos a un par de motivos: sus giras, que ya lo habían llevado exitosamente a España, y el raigal éxito de la canción popular española entre el público argentino, que es por primera vez en el ciclo identificado con el «apto» según la más paradójicamente restrictiva categoría del ente calificador argentino. Tan explícita institucionalización queda expuesta ni bien empieza la película. Una nena con insoportable voz de pito y trencitas burguesas como las de la futura Andrea del Boca quiere ir al cine a ver una película con Silvana Mangano y su abuelo (los padres brillan por su ausencia, a menos que Francisco Álvarez lo sea pero no se lo identifique como tal) no se lo permite porque es prohibida para menores. La españolización -culturalmente franquista, podríamos añadir con pertinente malicia- de la familia Carreras no es solamente un antojo particular: un espectáculo como el de Pedrito Rico todavía era uno de los más exitosos de la temporada veraniega a fines de los 70 y la dialéctica zarzuelera puede rastrearse hasta en Pimpinela, sin necesidad de mencionar a Lolita Torres (Julio Saraceni dirigió siete de sus películas). Su tradicionalismo también casó con el modelo familiar afín a las dictaduras que Carreras sentía como propio pero nada tenía que ver con el de Manuel Romero, por mucho que le dedique Nubes de humo, la última película del ciclo Castillo. Su cine más bien coincide con el de Francisco Mugica, y entre las incontables remakes filmadas por Carreras también está la de Así es la vida (1977) con Sandrini en lugar de Muiño.
El otro número musical interesante es el segundo, sólo por la gracia con que Castillo canta mientras se viste, arregla en el espejo y lustra los zapatos. La escena más recordable es una donde el cantor da vueltas alrededor del Obelisco en un descapotable de los años ´20 que sorprende a los transeúntes tratando de subirse al auto ni bien se dieron cuenta de quién lo conduce. «En Buenos Aires todo el mundo se divierte / porque aquí la gente sólo sabe amar», canta Castillo una letra tan zonza como las peores de El club del clan, que Palito Ortega continuará con alguna que otra excepción durante los ’70, en el cruce de Corrientes y la 9 de julio un año antes de la masacre con el bombardeo a Plaza de Mayo. Si la dedicatoria inicial de Nubes de humo es lo único rescatable de la película, un sobreencuadre con truco es el ingenioso souvenir de Música, alegría y amor (1955): Amelita Vargas se acerca a un retrato de Castillo que cobra vida y «transmite» lo que en ése mismo instante está haciendo en la otra habitación. Enrique Carreras, precursor de la tablet.
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Luces de candilejas (Enrique Carreras, 1956) es la penúltima película de Castillo, pero no se nota su protagonismo. Aparece veinte minutos después del comienzo, está en pantalla menos tiempo que Amelita Vargas y no es nadie. El problema no es que no haga de un cantor famoso, porque tampoco lo fue en los comienzos de la mayoría de sus películas sino que carece de entidad: no tiene pasado, personalidad ni aspiraciones. Cuando finalmente aparece sentimos una tristeza infinita, no porque estemos viendo una mala película, pues las malas películas suelen estar mucho más vivas que la mayoría de las consideradas buenas, sino por la domesticación de un arquetipo. La corbata floja, el movimiento constante sobre el escenario, el aire desafiante, el orgullo juguetón y las vocales alargadas como el fueye al abrirse no sólo eran características del estilo de Castillo sino que eran Castillo mismo. Se pueden imaginar entonces lo que significa verlo aparecer en el escenario de una boite idéntico al de los típicos palacetes pitucos del cine burgués argentino, gran paradigma donde Schlieper y Christensen hicieron maravillas con sofisticada y antigarca picardía, pero completamente ajeno al genio de «la barra de la esquina».
El aburguesamiento castrador se completa con una pareja de tango ballet suplantando a las orquestas o pequeñas agrupaciones que solían interactuar con Castillo desde el fondo del plano. Ni Troilo, ni Domingo Federico, ni nadie. Luces de candilejas ya no es una película tanguera, sino una devaluada comedia musical a la que sería impropio llamar teatro de revista porque no pasa «revista» al presente político o social. Estamos en 1958, Perón fue derrocado por un golpe militar, la Plaza de Mayo bombardeada a mansalva y varios civiles fusilados en José León Suarez. Al descamisado de Castillo no sólo le ajustaron los botones, también le pusieron un esmoquin que hace juego con el retrato momificado de Gardel junto al que termina cantando entre sombras. Al cantor del pueblo lo transformaron en un ignoto cantante argentino traído del exterior y totalmente ajeno a lo sucedido en el país durante los últimos años, lo pasean por el corredor norte de la Capital, le hacen compartir cartel supeditado a la presencia estelar del gran Miguel de Molina -a quien el peronismo supo darle refugio- y por sobre todas las cosas lo aíslan de la calle y del pueblo, que sólo aparece en el último espectáculo como auditorio de ópera bajo el patronazgo de un pulcro Verdi de estampita cuidadosamente desprovisto de pasiones estéticas y políticas. Más aún, a Castillo lo encierran en una quinta y cuando se va a dar vueltas por Buenos Aires la cámara se queda en el caserón. ¡»El cantor de los cien barrios porteños» sale a recorrerlos y la película no lo sigue!
La negativa operación ejecutada sobre Castillo afirma un rasgo central de la filmografía de Carreras, que también escribe la película: el clan artístico como familia tradicional, tan replegada sobre sí misma que no sólo deja ver el tabú sobre el que se constituye sino que también lo exhibe con fabulosa ingenuidad, gran aspecto significativo de la película. Al principio aparece uno de esos viejos verdes habituales del cine de entonces (como los grandes Enrique Serrano y Francisco Álvare), exacto contrapeso del correctísimo pater familiae a quien Amelita Vargas le dice papito. La pasajera incomodidad del capitalista que pretende mantener a la culona cubana se manifiesta en la palabra “tragedia” que el guión deja caer al pasar como una picardía y recupera en el último tramo con la ligereza de la comedia de enredos. Cuando el trío protagonista, dos de cuyos integrantes se han enamorado, reciben la noticia de que son hermanos, lo que era un musical desangelado se desfonda. Como en las películas de terror góticas, las paredes del palacete envejecen de pronto y oímos el estruendo de los insectos y gusanos de Terciopelo azul (David Lynch, 1984) bajo el alfombrado jardín de la quinta (que hoy sería el country).
El «gato muerto en el estómago» que Castillo exclamará haber sentido cuando todo finalmente se aclare permanecerá traslos muros empapelados de todas las películas de Carreras y de gran parte del cine industrial argentino. sobre el que gravitarán las dictaduras, como el animal emparedado del cuento de Poe. Con el orgullo popular de Romero devenido en mal gusto pequeñoburgué, y con la dolorosa ternura de Torres Ríos desmerecida, salvo por Kohon y últimamente Caetano, el cada vez más escaso cine industrial postperonista, imposible en un país gobernado de facto por fuerzas dedicadas a desindustrializarlo, sostendrá la corrupción de las élites como adecentada putrefacción. De esa decadencia, que nunca fue la suya, Castillo se termina escapando al aceptar la invitación a bailar en la Fiesta Monstruo -que tampoco fue lo mismo que la menemista fiesta del monstruo liberal por mucho que chillaran algunos dinosaurios del tango- organizada a principios de los 90 por Los auténticos decadentes. Castillo nunca había dejado ni dejará de ser el anfitrión de la «cumparsa de los negros», y su invitación se oye siempre que nos hace falta: “Vení a bailar, te llevaré en las alas de mi loca fantasía. Quiero olvidar con besos nuestras penas”.
[…] su marido recita el interminable monólogo de Hamlet, pero también lo que Alberto Castillo en La barra de la esquina (Julio Saraceni, 1950), película peronista si las hay, para quien cantar es más importante que ir […]
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[…] Alberto Castillo era capaz de levantar un muerto, ¿cómo no se iba a juntar con Manuel Romero, que resucitaba un […]
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