Empecé a mirar Wild Boys of the Road (William Wellman, 1933) pensando que iba a ver otro Pre-Code zarpado más y lo único sexualmente zarpado que encontré fue un maravilloso beso en la boca entre madre e hijo. A esa cotidiana pero enorme escena de amor filial le sigue otra también conmovedora en la que padre e hijo boxean en joda para terminar abrazados. Mientras veía cómo la aparente historia de iniciación adolescente dejaba lugar a la cada vez más difícil situación económica del país, recordé que la había bajado porque en algún lugar leí que era la clase de película que el director de cine protagonista de Los viajes de Sullivan (Preston Sturges, 1941) quería filmar en lugar de sus comedias (hay un accidente ferroviario y una chica que nunca se quita una gorra de la cabeza prácticamente idénticos en ambas). Lo bien que hubiera hecho, porque esto es una maravilla, pero hizo mejor filmando otra cosa, no porque la comedia en tanto género de pura evasión fuese mejor en sí mismo que otros géneros, sino porque no habría sabido filmar esto. Tanto como el propio Sturges, que en Los viajes de Sullivan no hace otra cosa que dar cuenta de su impotencia y del sentido último del sistema de producción al que pertenecía, doloroso acto de sinceridad disfrazado de farsa.

El que sabía filmar este tipo de cosas era Wellman (John Ford, que lo admiraba, es mucho más retórico, lo que le hace perder espontaneidad para ganar en lirismo elegíaco). El periplo de Wild Boys of the Road tiene de todo -desde accidentes hasta un asesinato- y no le falta humor (además de un deux ex machina rooseveltiano del más puro cuño hollywoodense, esa convención llamada happy end que a un tipo como Capra le explotaba en las manos y a nosotros en la cara, y que acá soluciona políticamente la situación de ese chico que ocho años después será carne de cañón de la Segunda Guerra). Lo espectacular y lo social han parido bastardos tan o más fabulosos que los autoproclamados hijos legítimos y puros del Cine, políticamente intachables o herméticos. John Carpenter también lo hizo en los ’80 (la razzia en They live, por ejemplo). Y para Wellman, como para Carpenter, divertirse era cosa seria. Hay pocas cosas que a los pobres y a los humillados les divierta más que ver a personajes de su misma condición agrupándose para resistir, siguiendo juntos a pesar de todo, cagando a palos a la cana que viene a desalojarlos porque la ley quiere barrerlos debajo de la alfombra, arrojando del tren al vigilante que abusa de su autoridad (Ward Bond prefigura a Ernest Borgnine en El emperador del Polo Norte, de Robert Aldrich).
Todo eso hay en la película de Wellman, además de risas, buñuelismos, la subjetiva de un patova con la vista nublada por un huevazo y exteriores que, con cada día que pasa, agigantan su autónoma naturaleza impresionista así como la involuntaria modernidad de películas como esta en las que nuestra percepción tensa la potencia documental de planos insertos en la controlada estructura narrativa. Preston Sturges, que amaba la comedia física muda y sabía demasiado bien cómo funcionaba la sociedad, filmó su imposibilidad -de filmar lo que Wellman y otros habían filmado- en películas de inteligentísima -vale decir distanciada- retórica, precursoras de las autoconscientes y amargas de los hermanos Coen. Las laboriosas, admirables y hasta finas construcciones de todos ellos no serán tocadas nunca por la gracia que acontece en casi cada uno de los planos de Wild Boys of the Road, pero jamás lo pretendieron. Quizá por eso Wellman no sea un autor para casi nadie. Ni falta que le hace: su reino fue pura y exclusivamente de este mundo.
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Segunda película de Wellman que me causa estupor. El título dice bastante: Cielo amarillo (1948). El cielo es protagonista, pero no es amarillo (el oro que persiguen los personajes sí lo es, aunque no tenga nada de celestial por mucho que se lo idealice). Si lo fuera, por efecto del sol o del Technicolor, no lo sabríamos porque la filmaron en blanco y negro. Son muchos los planos cuyas dos terceras partes están ocupadas por el cielo. La mitad de la película transcurre de noche y la noche, en un western de 1948, es americana. Esa falsedad la hace más verdadera que si la hubieran filmado con luz natural. ¿Qué clase de verdad hay en la falsa noche americana? En principio, una verdad mítica más allá de la muerte. La salina que los protagonistas cruzan inmediatamente después de robar el banco los arroja, mortecinos y sedientos, sobre las calles vacías de un pueblo fantasma. Allí reviven y el sexo tiene que ver con ello porque de ese lado del mundo hay una sola mujer que, en realidad, es una joven, nieta para más datos.

La segunda verdad implícita en la noche americana de esta película es la de la víspera sexual del adolescente, ese tiempo de la existencia en que la vida explota sin encontrar todavía forma de abrirse al exterior. El cuerpo, entonces, percibe el universo intensificado por sus revoluciones sin correspondencias. Todo es más real, infinito, apetecible. Todo está al alcance de la mano aunque nada haya sido tomado todavía, todo es posible. La tercera verdad poética de la noche americana de Cielo amarillo tiene algo de la segunda, que no se decanta en acción sino en regresión. Una noche el integrante más joven de la banda mira fijamente, insomne, el punto de luz que brilla en la ventana de la única casa habitada del lugar. Le preguntan qué le pasa y él contesta que en la luz de esa casa ve y escucha a sus padres llamándolo a cenar.

Entonces recuerdo una noche de los ochenta en San Fernando. Vivía con mis viejos y miraba acostado en la cama, justo debajo de la angosta y alta ventana abierta, el cielo encima de los monoblocs. Como en buena parte de la película de Wellman, no se oía silbar al viento. Además de las estrellas, el cielo estaba lleno de esas nubes nocturnas, fantasmagóricas y nítidas que parecen pintadas. Era una de esas noches de verano sin calor en las que el cuerpo no sobra, y había por entonces mucho menos ruido que ahora. Tuve que agarrar el cuaderno y escribir. Lo único que recuerdo es el último verso de aquel endecasílabo: “y esas nubes que son como riberas”.
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Con títulos como Safe in Hell (William Wellman, 1931) cualquiera puede darse cuenta del espíritu de las películas filmadas antes de la instauración del código Hays de autocensura. Safe in Hell empieza con las letras del título en llamas y después aparece una prostituta. Antes que prostituta, es otra de las innumerables mujeres que llevan el peso de la acción en el cine de la época. Mujeres que son «reinas», como un grupo de hombres le dice más adelante a nuestra protagonista. Nada de sublimación, sin embargo, diosas de carne y hueso que les gusta ir a la cama y saben que la cama también es una caja registradora. Como muchas otras, la protagonista de Safe in Hell ejerce la prostitución sin un fiolo que la explote. A lo sumo dependen de una madama que las trata bien, con las que hay complicidad. La protagonista de Frisco Jenny (William Wellman, 1932), por ejemplo, se convertirá en una y llegará a dirigir el contrabando de alcohol durante la Ley Seca, poniendo y sacando fiscales. La de Safe in Hell se enamora y está dispuesta a dejar la prostitución. Más aún, no sale del hotel donde se ha encerrado a esperar al oficial de marina con el que se acaba de casar para que este no piense mal de ella, pero Wellman y los guionistas dejan en claro que la falsa moral de la legalidad lleva a la muerte y protege a los explotadores. Por diversas razones va a parar a una isla sin leyes de extradición, y la película transcurre en ese paraíso de malandras angelicales a los que por entonces les cantaban González Tuñón y Olivari entre nosotros. El primer piso será el gran escenario que los hombres miran arrobados todo el tiempo, a la espera de que la estrella aparezca. La cámara los recorre con travellings laterales toda vez que disponen sus sillas como espectadores sentados en las butacas de un cine (o teatro de revistas, que por entonces eran más o menos la misma cosa junto con el circo). Gracias a una especie de iris construido por disminución de la luz, hay un plano en el que solamente vemos el cuello de la mujer que habrá de ser colgado por la «justicia». Y también está «la Garbo negra»: Nina Mae McKinney. Pasa tan cerca que la cámara, nerviosa, desenfoca su cara como la cámara de La diligencia (John Ford, 1939) cuando aparece John Wayne por primera vez.
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En nueve minutos de Other Men’s Women (William Wellman, 1931) un maquinista se baja de un tren de carga en movimiento, coquetea con la camarera de siempre, le toca el culo, desayuna y alcanza a subirse al último vagón. Seductor irresistible y sonriente, tiene una novia en cada estación y capaz que también unas cuantas más por el camino. En esos mismos nueve minutos se pone a charlar con su compañero de locomotora y ya sabemos que no tiene intención de sentar cabeza o ascender en la empresa como su amigo, que quiere pasar de la locomotora a la oficina. Su novia oficial, otra camarera, le recuerda que le prometió casamiento en medio de una borrachera, pero el pícaro consigue zafar desviando la conversación, y hasta se da el lujo de fingir contrariedad. Cuando ella se va enojada, se raja un pedo para celebrarlo. Tartamudas, borrachos y tipos con pata de palo bardean y son bardeados con alegría no empañada por la ofensa. De nuevo en el tren, el tipo charla con otro compañero de trabajo sobre el techo de los vagones, recorridos al principio y al final con el impulso acrobático que Wellman desplegará en el cine de aventuras cuando el código Hays no le deje seguir jugando con la moral, la política y el sexo. O sea, con la vida. Comentan una pelea de espaldas al puente que se les acerca, y lo eluden agachándose sin necesidad de mirarlo. Ese compañero será el único en aceptar el chicle ofrecido por el protagonista a cuanta persona se le cruza, magnífica caracterización en un solo trazo.

Todo es soleado y fresco, dinámico y material como el ferrocarril, realista y artificial como el límpido sonido de las voces en exteriores, sin un solo ruido ambiente que estorbe. Como Night Nurse (William Wellman, 1931), Other Men’s Women es otra película contra el imperio de la culpa. Se nota en la deliberación con que ambos finales excluyen el castigo, que puede llegar a la celebración de la ilegalidad. La primera responsabilidad es la del placer, luego hacia los otros más cercanos, y finalmente con la sociedad. James Cagney tiene un papel secundario, pero cuando aparece obliga a que la cámara lo tome en contrapicado y haga un travelling lateral que nos levanta de un tirón de la butaca para sacarnos a bailar diez años antes de Yankee Doodle Dandy (Michael Curtiz, 1942). Tengo la tentación de pensar que, cuando las Pre-Code filmaban en exteriores, su lirismo tácito y su pathos sin melancolía son tan impresionistas como las películas de Jean Renoir, sin su culta autoconciencia. Mary Astor es hermosa, la potencia de lo contado en 70 minutos, muy a menudo fuera de campo, ya no existe en ninguna clase de cine, y uno siente el mismo espíritu feliz e impetuoso de las películas argentinas que cinco años después empezaban a filmar Manuel Romero y Luis Bayón Herrera en nuestro país.
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A esta altura del partido veo la placa de Vitaphone y lloro de felicidad. Productora absorbida por Warner, es la responsable de todas estas primeras maravillas sonoras de Wellman. En The Purchase Price (1932), la grandiosa Barbara Stanwick -Magnani y Merello del norte- es una cantante de variedades al principio, esposa de agricultor después, mujer que decide su destino siempre. Empieza maquillándose frente a un espejo que no existe, casi treinta años antes que las pensionistas de la casa de muñecas de El terror de las chicas (Jerry Lewis, 1961). Otro sobreencuadre corta el aliento pocos minutos más tarde: el tipo de guita con el que pensaba casarse la deja, y Stanwick se queda sola frente a otra falsa pantalla: la ventana del hotel de mala muerte en el que vive. Del otro lado del vidrio y frente a ella, un par de laburantes recogen la basura sin que nadie repare en ellos salvo la cámara; atrás de la protagonista, una vieja limpia el piso en cuatro patas y un viejo pasa la aspiradora. Al cajetilla de su prometido lo pierde porque los padres de él se enteran que ella no es de «buena familia» y que, encima, anduvo con un estafador que todavía la pretende y podría ser un gángster. No deja de serlo, pero también es un señor. Quiero decir que no es uno de esos psicópatas maravillosos que Cagney empezaba a componer por esos años en esa obra maestra que es El enemigo público (1931), también a las órdenes de Wellman.

Entonces Stanwick decide intercambiar su identidad con otra empleada de limpieza del hotelucho: una que va a casarse con un tipo al que sólo conoce por foto. Fiera a más no poder, pero inteligente, en vez de enviarle una suya, le había hecho llegar una de Stanwick. Esta le paga cien dólares, toma su lugar y en cinco minutos llega a Canadá. Todo pasa rápido en estas películas porque no duraban más de ochenta, lo que no significa que el tiempo interno no se contraiga y dilate a gusto. Su futuro esposo es un agricultor que la recibe repitiendo un gesto que no sabemos si es tic o es tos. Parece responder al rol cómico del bonachón. Como con el gángster, la película se corre del estereotipo para crear un mundo igualmente comprensible pero más amplio. Sin dejar de representar el polo gentil de la oposición entre campo y ciudad, el futuro marido no es ningún boludo. El sexo de las películas previas al código Hays no era una cosa excepcional sino naturalizada. Y lo ocultado luego no será solamente el cuerpo sexual, sino también el del trabajo.

Como sea y donde sea, siempre aparece en ellas un cuerpo munido sin vergüenza de todos sus impulsos, no domesticado, abierto a una gama de posibilidades dramáticas que incluyen manifestaciones de fuerza y ternura que el cine deberá esforzarse mucho por recuperar después, sin lograrlo nunca del todo. La noche de bodas, que vale por su naturaleza ritual, le permite a Wellman mostrar las piernas de Stanwick como para irse en seco, porque el personaje no las usa como arma de seducción y contrastan con lo rústico del medio. En el contracampo está el marido, en cuatro patas, dándole el culo a la cámara, como en The Story of G.I.Joe (1945). Brian Helgeland filmó una pelea a golpes de puño en Leyenda (2015) que vibra con el pulso de las que el cine estadounidense de los setenta filmaba inspirándose en el de los treinta (de los cuarenta a los sesenta todo fue mucho más estilizado). No pude dejar de pensar en ella cuando vi la que filma Wellman en The Purchase Price. Nos ligamos una piña en subjetiva, uno de los tipos levanta al otro en el aire, y hasta hay un plano acelerado. Los de la siembra, ya cercanos al final, no se diferencian mucho de soviéticos, italianos y hasta nacionales (Ferreyra, del Carril) de por entonces.

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