Cittá violenta (1970)
Rodríguez
Empieza la película y noto algo extraño, aunque tardo un poco en entender de qué se trata. Charles Bronson maneja un barco en cueros y su mirada, más que al rumbo al que se dirige, parece clavada en la espalda de una rubia que está parada en la punta del barco y que rápidamente se saca el corpiño. Gran inicio.
De pronto me doy cuenta: es el sonido. Uno tiende a olvidar las cosas extrañas que pasan en el sonido de las películas italianas, porque el doblaje hace que todo sea siempre un poco raro. Pero noto un detalle que a cualquier sonidista no se le puede haber pasado por alto: Bronson está manejando un barco, pero no se escucha el menor sonido de motor. Solo hay olitas y pájaros lejanos. Un paraíso sonoro. Falso. Perfecto.
La forma de ese sonido inicial en Ciudad violenta no puede ser casual. En cambio, creo que hay algo muy claro: el sonido doblado (tan tano) permite una libertad enorme: Sollima no busca el naturalismo, sino que pone los elementos que necesita poner. Un poco como la cara de Bronson que, lejos del naturalismo y del Método, puede poner de a una sola cara por vez. Su expresión facial dice una sola cosa y la dice una después de otra: relajación tropical, tensión de persecución en auto, ansia de venganza, tipo duro que no se inmuta. No sobra nada pero tampoco falta, para el que sabe qué hacer con eso.
Siguiente clave sonora: al paraíso auditivo del inicio lo sigue la música enorme de Morricone. No se te va más de la cabeza eso. Pero noto otro detalle: las imágenes que muestra Sollima bien podrían haber tenido su sonido propio: negros tropicales bailando en la arena. Era el colchón perfecto para una secuencia de títulos. Y no, Sollima mete Morricone (¿cómo no meterlo?) y con unos simples congelados nos va contando una historia. Capo como pocos, ya pasan de los 10 minutos y no hubo en Ciudad violenta una sola palabra. Ni una. Y, sin embargo, pasaron un montón de cosas y quedaron todas clarísimas.

Para el minuto 12, aparecieron las primeras frases, que incluyen maravillas sintéticas como “¡Coogan!”… “Dejaría atrás todo lo que fui hasta hoy. ¿Vos harías lo mismo?”… y “La naturaleza es amor”. Un par de frases alcanzan para que Sergio (uno de la gloriosa trilogía de Sergios) nos cuente (en el inicio apenas de su película) una trama muy compleja. Cargada de claves genéricas, desde ya, pero no por eso más simple. Sollima sabe narrar con una precisión quirúrgica (que yo nunca había visto antes, la verdad), pero sobre todo sabe lo que importa de verdad en el cine: no la trama de traiciones y contratraiciones de un profesional de la muerte, sino el puro momento presente frente a la cámara: un barco, una persecución en auto que dura una barbaridad (y está bárbara), la jeta de Bronson. Con eso, no despreciando nunca el material que tiene entre manos, sino depurándolo a su concentración máxima, Sergio hace lo que quiere: narra tanto y narra tan bien que puede pasar el cine de revoluciones, dedicarle una secuencia infinita a los mínimos detalles del preparativo de un asesinato en una pista de carreras, para después pasar a una clase teórico/práctica de anarquismo sociológico expuesto por la pelada de Telly Savalas, que se la pasa todo el tiempo diciéndole a Bronson (que nació un año antes que él y está visiblemente más baqueteado) “ustedes los jóvenes no entienden”, mientras se voltea a su mina.
Hay que ser grosso.
Miccio
Lo más notable de Ciudad violenta es lo que señala Marcos: la música de Morricone, la jeta de Bronson, la larga escena de la carrera de autos, la vibración increíble de todo lo que pasa frente a la cámara. Yo quisiera señalar también algunas cuestiones argumentales y proponerles un sueño: el cine popular combativo, que en un tiempo no fue tan raro y hoy tiene más riesgos de extinguirse que el koala.
En una escena, el mafioso Al Weber, interpretado con su habitual ironía por Telly Savalas, mira un western en su oficina de lujo mientras come pochoclo, cómodo y entretenido. Cuando Bronson llega y es hora de hablar de negocios, baja los pies del escritorio, deja de comer y activa un mecanismo que tapa el televisor con un cuadro muy de sala seria: el retrato de un hombre sentado, con ropa elegante y aspecto digno, en perfecta pose burguesa. No es la única pantalla que Weber tiene en la oficina. Detrás de otra pintura, que ocupa una pared entera y muestra dos barcos humeantes, se oculta una ventana que permite ver la pileta en la que se baña su esposa Vanessa (Jill Ireland), ex amante de Bronson. Los cuadros tapan el cine de tiros (lo que vemos en la pantalla no es una escena íntima sino una de acción) y las mujeres desnudas, dos cosas obviamente importantes para Sollima pero que no contribuyen a la imagen respetable que persigue el mafioso, y que se expresa no solo en la oficina (que incluye un bar enorme y de dudoso gusto) sino en el edificio entero, un rascacielos moderno con ascensor panorámico que cumple un papel central en el fabuloso desenlace de la película.

Este juego de capas tiene varias manifestaciones. Está la imagen pública (que alcanza altísimos grados de sofisticación) y está la trama de poder que la produce, y que es propiamente lo que le interesa a Sollima. Es ahí donde transcurre la película. La vida que nos complacemos en llamar común o como sea que se diga ahora, queda siempre en segundo o tercer plano. En un momento un pibe va a hacer pis a los arbustos en los que Bronson se esconde para matar a un tipo y es como si ocurriera algo incomprensible. Lo mismo pasa al final, en la persecución a pie (al comienzo hay una en auto), en la que vemos por fin gente común y corriente haciendo cosas de gente común y corriente. Una vieja camina, un grupito de hippies conversa, un tipo mira una muestra de artes plásticas. Lo demás es el mundo del hampa y de los negocios, que son obviamente lo mismo. “La ciudad es violenta, pero vos solo lo notás cuando estás conmigo”, le dice Bronson a Vanessa, y nos lo dice a nosotros.
Como el mundo que pone en escena Sollima está al mismo tiempo en las sombras y en la superficie, sus personajes ocupan niveles distintos e interconectados. El killer Bronson (por cierto, se llama Jeff Heston) es todo profundidad. Weber es su contratista: construyó una empresa que mueve millones y necesita al mismo tiempo a alguien que le haga el trabajo sucio y a alguien que le haga el trabajo sucio que huele a limpio. O sea, un killer y un abogado, que es Steve, el personaje que interpreta Umberto Orsini. Vanessa se mueve entre todos los niveles. Amante de Jeff, esposa de Weber, viuda por voluntad propia y tal vez prometida del abogado, usa su cuerpo como el asesino a sueldo usa su arma. “Por supuesto que soy una canalla. Por eso vos pudiste pasarte la vida sentado cómodamente en tu sillón hablando de leyes y justicia. Yo me jugaba la piel. Yo me casé con Weber. Yo me acosté con él”, le dice a Steve, que resulta el personaje más desagradable de la película, el único sin conflicto interno (Jeff y Vanessa se quieren, aunque ella elija el dinero) y sin encanto (el Weber del pelado Savalas, siempre simpático). Steve es todo cálculo e hipocresía. Tiene las manos sin sangre y el cuerpo sin ascos, por lo que ya puede preparar el olvido de aquello que le permitió la riqueza y soñar con reuniones de gente respetable. No por nada su oficina pulcra y moderna, que incluye una escultura abstracta perfectamente integrada en el diseño, se opone a la de Weber, tan de nuevo rico. Y no por nada lo vemos tan contento jugando al tenis, ese deporte de caballeros y ropa blanca.
Ciudad violenta trata de lo que está detrás de los buenos modales, la arquitectura, el diseño y los negocios a gran escala. La doble cara de las cosas afecta incluso al lenguaje: cuando el abogado habla de “una solución definitiva” para decir “asesinato”, Vanessa lo felicita por usar una palabra tan bonita y refinada y traduce: “Para mí significa ver a Jeff retórciéndose en la silla eléctrica o ametrallado por la policía”. Es un tema que aparece recurrentemente en las películas de Sollima: si rascás la piel de la sociedad encontrás enseguida algo turbio, y si rascás un poco más escuchás el movimiento de los engranajes del sistema, que funciona sin que seamos capaces de percibirlo, incluso cuando pasa por nuestras vidas y las utiliza en su propio beneficio. Ciudad violenta es un thriller con la libertad suficiente como para probar ángulos y escalas, dilatar diez minutos un episodio, jugar con la relación entre primer plano y profundidad y hacer de todo con el sonido (hasta quitarlo). De ahí cuelga firme su pesimismo crítico. Como en buena parte del mejor cine político de los años sesenta y setenta, la película ataca los cimientos mismos del sistema sin necesidad de detenerse a opinar. Incluso las publicidades (Pepsi, Martini, Astor) que llenaban las imágenes de aquel tiempo tienen un doblez, y expuestas como están al comienzo de la historia, en Islas Vírgenes, funcionan como expresión de los tentáculos del sistema, y de su ya indetenible mundialización. El último agente de este orden horrible es el cana que aparece al final, un tipo como cualquiera, cagado de miedo. Del revólver que tiembla en su mano sale Revólver, la obra maestra que Sollima filmó tres años después.
Vieytes
Vaya si a Sollima le importan las mujeres desnudas que empieza con una y acaba el prólogo justo cuando Bronson le desabrocha la tanga dorada para dejarnos con todas las ganas del mundo. También avisa que pueden estar en cualquier parte, pero especialmente donde menos las esperamos. Un falso raccord nos hace creer que Bronson la está mirando, pero ella lo sorprende por la espalda un segundo después. Ni el sol es tan cálido, ni el mar tan trasparente, ni el yate tan nuestro, ni las islas tan vírgenes como promete el ensueño inicial de Ciudad violenta, que es noir a cielo abierto.

La belleza es el arma de la mujer y la seguridad del macho es tan confiable como la doctrina de la infalibilidad papal. Las pantallas expuestas siguen en los títulos: el (anti)héroe es el típico asesino a sueldo que pone la bala, y también la pistola, donde pone el ojo, pero él es quien aparece en la mira de los asesinos mientras la secuencia de créditos pone blanco sobre negro el malhabido turismo que la paleta pop de amarillos, naranjas, azules y verdes colorea. En tres minutos y medio Sollima lo dijo todo y puede dedicarse a lo que más le gusta: seguir diciéndolo de las más variadas maneras durante la hora cuarenta y cinco restante.
Los siguientes siete minutos forman parte de una de las dos inolvidables set pieces de la película, uno de los mejores grandes premios del circuito cine de Fórmula 1 junto con los de Bullit, Vanishing point, Contacto en Francia, Torete, Mad Max, Vivir y morir en Los Ángeles, Death proof y vaya a saber cuántas carreras de explotación más que todavía desconocemos. La grandeza de la persecución está en los detalles –la cámara adosada a los laterales delanteros del auto, el cubrellanta que se desprende en una curva-, en la toma directa alternada con los backprojectings, y en los obstáculos: la camioneta heladera atravesada en la calle que el Mustang de Bronson desplaza quemando el asfalto con los neumáticos, y el auto que se escapa ascendiendo por una escalera peatonal, combinación tan surrealista como la del paraguas y la máquina de coser sobre una mesa de disección.
Un tiroteo encendido y terroso como los de Peckinpah, pero brevísimo, y un cadáver que desaparece como por arte de montaje marcan el fin de la aventura. De los sueños se despierta, si tenemos la suerte de sobrevivir a ellos, en un hospital y solos: lo que falta es otra cosa. El ojo del héroe reconstruye como puede lo pasado y el cuerpo sale a buscarla, pero la dama siempre desaparece a menos que sea la pálida.
Bronson se llama Jeff, como Delon en El samurái, y pertenece al “mundo antiguo” de donde viene Armónica en Érase una vez en el Oeste. En palabras de Sollima, los “early times” que el cartel sobre una terraza nos propone disfrutar cuando todo termina, orden elemental donde la palabra se reduce al más mínimo sonido pero máxima expresión, y los símbolos se materializan en arquetipos. Araña y autos son signos plenos de significado y significante indisociables.

Como Delon y como Melville, Bronson y Sollima se toman todo el tiempo del mundo para preparar un asesinato y su rodaje en la escena de la carrera de autos en Michigan: tempo samurái, metódica morosidad y trance artesanal. Como Delon, Bronson casi no habla, pero Sollima sí. Un poco más incluso que el Melville de El ejército de las sombras, que homenajeaba a De Gaulle justo después del Mayo francés. Aunque lo haga a través de sus personajes en un puñado de parlamentos desencantados típicos del policial negro, Sollima muestra. De las elocuentes maneras que José enumera, a las que puedo agregar alguna más: como buen habitante de un mundo primario, Bronson pertenece a esa raza de héroes violadores de los 60 y 70. El primer intento ocurre después que, para sacarse la bronca, conduce el auto a toda velocidad con la rubia al lado hasta los galpones del puerto. Resentido por la traición, la empuja varias veces golpeándole el pecho hasta que la tira sobre unas bolsas y le arranca la ropa cuando los interrumpe la paliza que una patota le pega a un obrero de la que son testigos inválidos como nosotros de la película. En un instante la lucha de sexos se espeja en la de clases sin que nadie pronuncie palabra. En el segundo intento de violación, resentido por una nueva traición de ella, la rubia goza desde el vamos, así que tampoco cuenta. El pobre Bronson comparte la suerte que Archibaldo de la Cruz.
El cielo será una escupida gris después de la traición inicial, que es la expulsión del paraíso. De allí en más el sol sólo aparece cuando hay ricos en escena. Sollima filma en Nueva Orleans porque es a donde el noir se fue de putas con el polar, de lo que nacieron bastardos como éste, y porque es uno de los patios de atrás internos de Estados Unidos. Filma barcos abandonados y ranchos de villa miseria porque son las ruinas del progreso. Filma una torre como la de Tierra de los muertos porque Bronson es un zombi que empieza a pensar. Hace justicia como Robocop antes de que Verhoeven la filmara. Y hasta compone planos como De Palma antes que De Palma.
Como todo buen noir que se precie de tal, Ciudad violenta también es un tango, y es marxismo vestido con las mejores galas de observadora novela realista burguesa para no espantar al Capital. El macho toma conciencia de que es una puta y el héroe de que es un hijo de puta. Los espectadores, que siempre lo supieron, disfrutan de la mina en bolas, que es la Diosa, del macho enamorado, que es el Hombre, de la sonrisa estoica con que enfrenta el destino común a todos los mortales sin importancia de sus méritos, y de la ejecución de los garcas, recurso que, como mofarse de los pitucos, brilla por su ausencia en el cine contemporáneo.
Revolver (1973)
Miccio
Después de Ciudad violenta, Sollima filmó Il diavolo nel cervello (1972), un thriller psicológico lleno de vueltas y un melodrama en el que, cuando todo termina, el único villano es el muerto alrededor del que gira el misterio, y el asesino es la última de una serie de víctimas. Pero si bien Sollima reitera sus juegos con el punto de vista y al comienzo alguien dice: “Tanta riqueza es inmoral”, su potencia cinematográfica y política no está presente. Todo lo contrario sucede en Revolver, una película-bandera. Si mañana me muero y Dios me concede la chance de regalarle algo a este valle de lágrimas, yo no diría: quiero que la paz sea con todos menos con los millonarios del orto a los que mantenemos, que el Diego reencarne, que los discursos de la emancipación dejen de producir tanta obediencia y tantos aspirantes a policía del Bien. Diría: quiero que el pueblo conozca Revolver. Que las panaderías se llamen Milo Ruiz en honor de Fabio Testi. Que los chicos les pongan Oliver a sus perros. Que haya memes con Morricone cacheteando a John Williams. Hay pocas películas tan buenas, tan excitantes, tan la puta que es grande esta invención de feria. Sollima hizo cuatro obras maestras. Esta es la que más quema.
Una vez más, como en Faccia a faccia y en La resa dei conti, Sollima pone frente a frente, en un sendero tortuoso, a dos personajes que pertenecen a mundos distintos. El Vito Cipriani de Oliver Reed es cana. El Milo Ruiz de Fabio Testi, chorro. Andan juntos porque la esposa del primero fue secuestrada y el rescate que piden los que la mantienen cautiva es el ladrón. De a poco, Sollima construye un vínculo entre sus personajes que podría convertirse en amistad si no fuera por un montón de motivos y fundamentalmente por uno, que los incluye a todos: porque el mundo en el que vivimos es una reverenda mierda. Vito no le da la mano a Milo cuando Milo se la extiende, pero luego, y más de una vez, lo toca. Le acaricia la cabeza, le golpea cariñosamente el pecho o el brazo. El problema es que para estar del mismo lado los dos tienen que negar la sociedad y correr el riesgo que tamaña negación supone. El chorro puede. El cana no. Queda bien claro al final: lo que el policía defiende con el revólver no es tanto la seguridad de los ciudadanos como un sistema criminal que actúa al mismo tiempo dentro y fuera de la ley, según su apuro y conveniencia. Revolver es la versión desolada de La resa dei conti. La versión en la que el Corbett de Lee Van Cleef -con el detalle decisivo pero no justificador de estar casado, y afectar con sus acciones a otra vida- mata a Cuchillo Sánchez y en lugar de ir al desierto va a la ciudad, y se resigna a ser Senador y a trabajar para los poderosos.

En una escena que transcurre en un aula, mientras Milo y Vito hablan con un tal Joe el Corso, se ve en la pared un afiche con algunos versos (no siempre continuos) de “Libertad”, el poema de Paul Éluard. Son estos, escritos con letra de chico: “En los cuadernos escolares / en los pupitres y en los árboles / en la frente de mis amigos / en cada mano que se tiende / en mi perro tierno y glotón / en sus orejas erguidas / en su patita renga / escribo tu nombre. / He nacido para conocerte / para nombrarte / Libertad”. Lo que Sollima filma es lo contrario de lo que dice el afiche: en la casa, en la calle, en las instituciones, en la música, en todos lados, como una red de hilos finos o más gruesos, lo que hay es control. O si se quiere: un margen de acción restringido, dentro del cual se puede tener una familia, una casa, un trabajo y buen sexo, y más allá del cual no hay que moverse. Sollima es mucho más agudo, mucho más político (y mucho más talentoso) que el comunista sensible Éluard. Detrás de cada personaje hay otro. Uno mueve los hilos que un segundo le deja mover, y así hasta vaya uno a saber dónde. Los sicarios sicilianos, el cantante pop, el responsable visible del secuestro, la policía, los jueces, las petroleras. Como en el ajedrez de Borges, ya no se sabe qué dios detrás del dios mueve las piezas. Pero Revolver no trata de una especulación metafísica sino del orden social. Como le dice a Vito el tipo que mantiene a su esposa secuestrada: “No podés parar el engranaje”. Es una de las lineas de diálogo más terribles que recuerdo. Hay que buscar en Ferreri, en Scorsese o en Pialat un parlamento así. “La tristeza durará siempre” (de A nuestros amores). “Estamos todos cagados” (de Taxi Driver). “Como la vida” (de La gran comilona, a propósito de un pollo vacío). Pero el nihilismo anarco de Sollima es todavía más rotundo, y tiene mayor alcance. La fuerza política de Revolver -más honda por no ser edificante- se desprende de las acciones, de las corridas, los tiros y los diálogos veloces, de una historia que cambia cuando quiere y de personajes definidos con pocos trazos. No ilumina iluminados: inventa emociones combativas. Sollima -que poco después llevaría estos criterios a la televisión con su Sandokán antiimperialista- consigue lo máximo que un cineasta de espíritu popular puede conseguir: una historia de códigos fuertes y un fresco sobre el poder, sin pedirle a lo segundo que redima a lo primero. Como si tal cosa fuera necesaria. Como si el cine no fuera una persecución de autos y un tipo que llora porque se le murió un amigo. Como si la mejor ficción política (¿alguien dijo Juan Moreira?) no fuera al mismo tiempo concepto, barriga y corazón.
Crear, por año, una, dos, tres Revolver. He aquí una tarea.
Rodríguez
Una de las razones por las que más me gusta Revolver, esa obra maestra absoluta, es porque de alguna forma parece contener cifrado en sí todo el cine: una especie de aleph del cine de género. Sollima es una bestia de cine, pero sobre todo es una bestia de narrar: te mete por un lado, va tirando del hilo, avanza, acelera, pasa por millones de cosas y te deja donde quiere. Hay una gran unidad temática y argumental en Revolver, pero a la vez el camino que atraviesa Ojos Azules Reed nos lleva por un periplo que nunca hubiéramos imaginado y que incluye un catálogo de otras películas posibles que podría haber sido (y también es) Revolver: la cosa empieza casi con un melodrama gay al borde del río, se encarrila por el policial más duro (la cárcel, el loquito amotinado), pasa por la película de fuga, se transforma en una película de amigos campechanos (“Yo te voy a enseñar a vivir”), roza la película de montaña (el paso a Francia es casi una película hippie en sí misma), se convierte en una de ídolo pop, pasa a ser una de persecuciones y termina en ese final negrísimo y kafkiano que debe ser una de las cosas más opresivas jamás filmadas, en parte justamente porque para llegar ahí tuvimos que entregar nuestro corazón, que fue robado en algún momento de todas estas peripecias. Todo de la mano de uno de los mejores Morricone que haya escuchado.
Al volver a ver la película ahora, descubro también el hilo que la une, por ejemplo, con La resa dei conti y con Ciudad violenta: hombres de ley y asesinos que se corren unos a otros, que se juegan el todo por el todo, tipos más o menos comunes (siempre buenos profesionales) que por una razón fortuita entran por un pequeño agujero en la media de la trama y terminan por salir del lado más negro. Tipos enteros y firmes que se las tienen que ver con tipos poco serios, que son los que tienen la posta. Con Revolver, Sollima filma un policial, pero en realidad está filmando un western, y el western es una excusa para el vínculo entre estos dos tipos que son jodidos pero que se ven empujados por las circunstancias a confiar el uno en el otro, y a convertirse en amigos.

De alguna forma, Revolver es una película que se resumen en tres miradas a los ojos. Son tres escenas (principio, medio y fin) en las que dos chabones se miran cara a cara y descubren algo. Dos de las escenas ocurren junto a un río. La primera es el inicio, ese prólogo con música en francés en el que dos ladrones comprenden que la muerte de uno de ellos es inevitable: antes de soltar el último aliento, el herido le pide a su amigo que no permita que abran su cuerpo en la morgue. Todos lloran, el lirismo musical aumenta, casi hay un chupón y después las lágrimas continúan mientras Testi entierra a su amigo bajo las piedras. Fue la mirada de la fidelidad y del apoyo en el momento definitivo. La segunda mirada se da ya entre Reed y Testi, cuando las cartas cambiaron y el ladrón parece a punto de matar al policía que lo tenía atrapado: lo lleva junto a un río, lo tira al piso y le apunta con un arma. “Vi a muchos asesinos, pero nunca vi a alguien convertirse en uno”, le dice Reed, que es bicho y sabe que Testi es un criminal pero tiene sus límites. Testi mariconea, Reed moquea porque quiere rescatar a su mujer, los tipos se miran a la cara y descubren que, en ese momento, pueden (y deben) confiar el uno en el otro. Es la mirada del nacimiento de una amistad. La tercera mirada se da de nuevo entre Testi y Reed, pero las circunstancias cambiaron. Ya son cómplices declarados y, más, amigos: hace tiempo que Reed podría haber resuelto sus problemas si entregaba a su compañero, pero no lo hace. No lo hace frente a los hijos de puta, no lo hace frente a la cana (los suyos). Pero también sabe que de esta no van a zafar. Testi, no. Vuelven a encontrarse. Reed parece derrotado, Testi lo mira enardecido: hay que hablar con los medios, hay que denunciar a estos tipos, este es el momento de demostrar que somos hombres, el momento único en la vida en el que uno define quién es. Reed mira al exaltado y este comprende que no lo va a seguir: camina hacia la puerta. Reed le pide que pare pero no lo hace: dispara. Testi se da vuelta y lo mira. Se miran. Se miran largamente. Reed se pone histérico y empieza a decirle: “No me mires así”, pero es lo único que Testi puede hacer: mirarlo. Fuera de sí, Reed empieza a disparar como loco, hasta que el cuerpo cae muerto, y con él la mirada. Es la mirada de la traición.
Hay, en rigor, otra mirada, que es la que cierra la película: es más lateral, se mueve a segundo plano, pero se estira en el congelado sobre los créditos. Es la mirada que la esposa le lanza a Reed cuando comprende que su marido miente para taparse el culo: que dice no reconocer a quien sabe que la secuestró para que no los jodan más. Es la mirada de quien ve desnudo el colaboracionismo. Es la mirada del horror.
Así mira Sollima.

Vieytes
No se me ocurre nada que agregar a lo que escribieron sobre la película salvo mencionar lo que Sollima hace con las luces amarillas de los autos franceses en medio de la niebla, encuadrando el rebote de una de ellas en la lente de la cámara justo entre los ojos de un tipo que aparece baleado un rato más tarde, y el curso de la acción que pasa de Italia a Francia, donde el refinamiento del sistema de control se perfecciona y legitima legalmente. Así que van tres párrafos sobre otras tantas escenas imbatibles.
El beso: dos hombres escapan hacia el amanecer. Atrás quedaron la prisión, la ciudad, la noche oscura sobre dos caras que corren (porque se corre con la cara, dijo Favio), la respiración agitada, el sudor la persecución y la herida. Alba helada de la última voluntad junto a un canal de riego: “No quiero terminar en una morgue”. El desangrado muere y el desolado cumple su promesa cubriéndolo de piedras en la orilla. Sollima filma al principio de Revolver lo que Enrico no se atreve al final de Los aventureros: Testi besa al cadáver de su amigo en la boca y la música de Morricone se va en lágrimas. Todos los que jugamos a policías y ladrones sabemos que lo que se siente por el compañero es lo que lo que el rey David sintió por el suyo, caído en la batalla: “Tu amor fue más fuerte que el de todas las mujeres”. Uno de los títulos yanquis de la película es In the name of love.
Crece desde el pie: piernas de mujer corren por el cinemascope de su casa en cuanto se escucha el ruido de la llave de la puerta. Está descalza, pero lleva puesta medias amarillas. Corre al encuentro de un hombre que es un par de piernas enfundadas en pantalones de vestir y dos zapatos negros sobre los que se monta. ¿Es una hija subida a los pies de su padre, como los de la nena que baila el vals sobre los de El padrino? No importan la cara, los ojos, las tetas ni el culo de Agostina Belli. Tampoco la comisura izquierda, los bigotes, la frente ni la mirada de Oliver Reed. Sólo esa espera y recepción parcial de una presencia rotunda y un deseo sin edad.
El inocente: la conspiración de la que huyen los protagonistas es puntual y concreta pero todos sabemos que es generalizada y total. No hay tiempo que perder ni vehículo adecuado para la fuga. Mucho menos propio, porque la propiedad ya es una tentación para quien está descubriendo que no hay casa sino solamente camino (o ruta suicida). Se suben a un auto para que la película encadene una persecución a otra en el eslabón sin fin de una fuga imposible y un transeúnte circunstancial herido por la balacera se prende a la ventanilla del 4 puertas como una hembra a su cría o el durmiente a la almohada mientras implora que lo llevan al hospital. Miramos hacia atrás con el último escrúpulo de quien creyó ver en la ley un absoluto y aceleramos con un inocente colgado del retrovisor hasta que cae de rodillas sobre el asfalto.