Gabriel Medina / Luis Ortega: cine y rock argentino, por José Miccio

Es posible que Gabriel Medina sea el director argentino que le sacó más provecho a las canciones de rock. En una escena de Los paranoicos que -quiero creer- ya forma parte de los supuestos de toda conversación sobre cine argentino, Gauna (Daniel Hendler) pone “El féretro” de Todos Tus Muertos y, mientras la cámara hace un lentísimo travelling de acercamiento, se mueve como en un escenario: hace la mímica de la letra, sostiene un micrófono de aire y sacude el cuerpo y la cabeza como un poseído mal conectado a su demonio: descarga y tensión, descarga y tensión. Medina le da a la escena un estatuto especial: las cortinas recuerdan a un telón, Gauna modifica la luz antes de apretar play en el equipo (estamos todavía en tiempos del CD) y la canción suena casi completa. Es una escena-track, débilmente narrativa (no es consecuencia ni causa de nada) pero fundamental para la definición del personaje. Una escena (y una música) como para levantarle un hogar al nerviosismo border de Gauna. Fidel canta sobre un instante de tiempo encapsulado, un fulgor macabro de siete líneas que se repiten dos veces: “Toda la recámara olía a muerte / pero el aire particular del féretro / me hacía daño. / No me podía mover / contemplaba fijamente / el cadáver rígido / extendido en el féretro”. También Gauna parece estar detenido, como el personaje de la canción, pero no ante un féretro sino ante la vida, y los únicos movimientos hacia el exterior que realiza son bruscos, como si no existieran para él más que nervios y estallidos. Una cena incómoda, unos botellazos en el almacén chino. Una entrevista laboral, un polvo. Una conversación de porro y whisky en la que el sexo pide pista, un vómito. Tensión, descarga, tensión, descarga. Gauna baila como vive.

En esa vida que parece estar siempre mordiéndose a sí misma, cae de repente Sofía (Jazmín Stuart, nunca mejor). No es que su presencia produzca en Gauna un cambio y lo reconcilie con el mundo, como si fuera menos un personaje con vuelo propio que un ángel o un agente de resocialización encubierto. Nadie salva en Los paranoicos. Y además, no hay mundo que merezca el esfuerzo de la reconciliación, como dejan en claro los términos en los que la propone: un trabajo con salario en dólares a las órdenes de Manuel Sinoviek, un tipo lamentable que usó el nombre y la personalidad de Gauna para una serie que hizo en España y en la que el Gauna-personaje dice en la introducción: “He sido un maldito cobarde toda mi vida”. Frente a esto, lo que Sofía hace es restituir el afuera. Quitarle exclusividad a la repetición y al éxito canchero. Se ve bien al final, en una segunda escena de baile, que puede entenderse al mismo tiempo como continuación y límite de la anterior. Esta vez, la canción es “Nada de nada” de Farmacia, puro electropop bailable. Todo la distingue de “El féretro”: el estilo, la letra y, fundamentalmente, el contexto en el que suena. Gauna está en una fiesta, no en su departamento, y no baila solo sino (primero) junto a y (después) con Sofía. Los movimientos que hace, eso sí, son parecidos: sacude la cabeza, levanta el brazo, imagina un micrófono. Medina vuelve a usar un travelling lento, esta vez en dos direcciones: primero hacia atrás, como en eco con el de “El féretro”, y después hacia adelante, cuando ya los personajes están conectados. Al llegar bien cerca de ellos, el plano termina, pero la escena continúa unos segundos, con dos planos cortos que unen a los bailarines en sus términos, y no en los términos del mundo, que acecha en la mirada entre indignada y vigilante de Sinoviek: ella mueve las manos a los lados de la cabeza, un poco como él, y él enseguida hace lo mismo, como contestándole. Todos Tus Muertos es la música del ensimismamiento y la descarga. Farmacia es la música de la comunión pop. Lo que sí, cura no hay: cuando al final Gauna corre en busca de Sofía, en lugar de besarse se abrazan.

También en el cine de Luis Ortega el rock argentino juega un papel central. La imagen-póster de El ángel es el baile de Robledo Puch al ritmo de “El extraño de pelo largo”, primero en la propiedad que roba en la escena de apertura, después en la casa vacía en la que la policía lo detiene. Es el marco de la historia: un criminal que parece un angelote renacentista -y que se define como “un espía de Dios”- se deja mover por una canción naif que habla de alguien que no se ajusta a las normas sociales. El pelo largo, el asesinato: esas cosas de rebeldes. Pero si bien el póster (born to be GIF) tiene el sonido de La Joven Guardia, como queda claro en la película y en buena parte de su filmografía, Ortega prefiere los sonidos ligados al blues. Los sonidos más duros. Pappo (“Sucio y desprolijo”, “A donde está la libertad”, “Llegará la paz”), Manal (“Avenida Rivadavia”), La Pesada (“Cada día somos más”, “Voy creciendo”, “Verdes prados”). Unos años antes de El Ángel, Ortega ya había utilizado canciones de dos de estas bandas en Lulú. En los primeros minutos, con sus personajes todavía presentándose, “No pibe”. Más adelante, “Salgan al sol”, en una escena con Daniel Melingo. Los consejos de Manal para no seguir modelos de conducta ya caducos y el llamado de La Pesada a abandonar la oficina y regresar al tiempo natural. Ruptura generacional y regresión.

También en Historia de un clan, la serie sobre los Puccio que señala el pleno arribo de Ortega al mainstream y prepara el terreno para El ángel, sucede esto. En el capítulo dos, Ortega usa “La grasa de las capitales” en el notable final y (otra vez) “No pibe”, en la secuencia de la búsqueda del tesoro con la que la banda le comunica al padre del primer secuestrado el monto del rescate. En el capítulo tres, usa “De nada sirve” como música para bailar en la cocina, justo antes de que el matrimonio Puccio hable de hacer un viaje, comer rico y comprar cosas, y más adelante “La maldita máquina de matar”.

Como se ve, el repertorio es coherente: Ortega elige canciones de tema obviamente contracultural y las asigna a sujetos que están fuera de la ley pero no en el sentido al que podían apuntar Moris, Pappo, Javier Martínez y Charly García. Como las canciones, que hablan de no seguir la norma, muchos diálogos exponen una incomodidad con la vida tal como la conocemos que podría estar en cualquier panfleto en favor de la rebeldía. Puede ser una proclama anarcovitalista, como esa escena de Lulú en la que Pérez Biscayart le dice a Melingo: “A mí no me gusta la violencia, me gusta el alboroto”, y ensaya esta imagen: “Como si miraras por un microscopio y vieras todos los átomos excitados por la vida. Sin explicación y excitados. Eso es el alboroto”. O puede ser una declaración como la del comienzo de El ángel, en la que Robledo Puch dice, justo después de saltar un paredón y violar así la propiedad privada: “¿La gente está loca? ¿Nadie considera la posibilidad de ser libre?” Historia de un clan esta llena de ejemplos. En el capítulo 4, Maguila, el varón más chico de los Puccio, denuncia en un diálogo con su hermano Alejandro el vínculo entre vida y trabajo, y concluye: “El que inventó la vida es un hijo de puta”. En el capítulo 6 le dice al segundo secuestrado: “Mientras vos tengas mucho y haya otros que no tengan nada, va a haber violencia”. Contracultura y clasismo. Los años sesenta soñados quince años después por una familia de clase media que encontró en el crimen no solo una manera de ascender socialmente sino, en los más grandes, un funcionamiento sexual mucho mejor que el que tenían antes, y en los más jóvenes, dos proyectos anticontraculturales: Alejandro quiere un negocio y una familia. Maguila termina leyendo a Hitler.

La doble aparición de “No pibe” en el cine y la televisión de Ortega, sumada a la escena de El ángel en la que suena “Avenida Rivadavia”, tiene un interés especial. Manal es la banda de sonido de Tiro de gracia, la película de Ricardo Becher que en los 60 puso en escena una juventud porteña ligada al café, el cine y a los escritores existencialistas (¿ya hay acuerdo en que “Porque hoy nací” es superior a La náusea?). En Historia de un clan, Ortega hace que la canción de Javier Martínez choque contra sí misma al ponerla en relación con unos personajes que quieren exactamente eso que sus versos dicen que no hay que tener. En Lulú, enrarece su carácter aleccionador poniéndola junto a unos jóvenes que no se parecen nada a aquellos en los que pensaba Javier Martínez cuando la escribió. No son hijos de la clase media metidos en el drama de la negación bohemia (no son náufragos) sino marginales a los que los actores que los interpretan sitúan en un segundo grado: unos ladrones con la cara de Ailín Salas y Nahuel Pérez Biscayart no pueden dar como resultado sino un lumpenismo cool.

La colección es curiosa. En Lulú, dos marginales a los que vemos robar pero no matar. En El ángel, un asesino procedente de la clase media, con papá “fotógrafo social y vendedor ambulante” y mamá ama de casa. En Historia de un clan, el hijo de una familia de San Isidro que cuestiona la vida tal cual es y termina hablando pestes de los pobres y leyendo Mi lucha (que ya habíamos visto en el escritorio del padre). Todos unidos por las mismas canciones. Hay algo al mismo tiempo ridículo y fascinante en estas continuidades, como si Ortega fuera un niño que colecciona transgresiones, no importa cuáles ni de quién vengan. Esto, que lo hace intelectualmente vulnerable (Ortega salta por sobre criterios sociológicos obvios y razonables y tiene con la historia argentina una relación enrarecida), lo convierte al mismo tiempo en un cineasta singular y le permite escenas que nadie más filma. Desde Historia de un clan, por lo menos, es un director más bien irresponsable, esa virtud en falta. Por supuesto, se puede decir: Ortega juega al provocador, cumple un protocolo, se cuelga de las tetas siliconadas de Arlt o de Genet, es un poser, un batailleano de manual. Pero al mismo tiempo -y esto es lo que importa- hay en su cine una convicción contra la que chocan estas objeciones fáciles. Ortega no es un hábil hacedor de escándalos, en el estilo de Gaspar Noé. Ortega filma en serio. Es mucho más que un chico rico con una cámara y un presupuesto para el vestuario y el diseño: es un cineasta en busca de emociones difíciles de describir, en las que se sacan chispas fuerzas contrarias. El ángel es una operación que se queda a tres cuartas partes de camino pero que es apasionante: un intento de hacer cine industrial a partir de una matriz en la que se reúnen Pasolini, Bellocchio, Buñuel, Favio y el Saura de Deprisa deprisa. Es algo radical a su modo. Como Trapero, Ortega pasó del cine independiente al mainstream. Pero a diferencia de Trapero (que cedió todo) se jugó por un mainstream turbio, único en el panorama argentino, el cual insiste en las fórmulas del costumbrismo de influencia televisiva (La odisea de los giles, El cuento de las comadrejas), la comedia marca Suar (Me casé con un boludo, Corazón loco) y la basura lisa y llana de la nueva derecha (Animal, 4×4, Mi obra maestra). (El cine popular de izquierda, bien gracias). “A la gente le encanta ver el horror”, dice Arquímides Puccio en el último capítulo de Historia de un clan. Ortega es bien ambicioso: no quiere denunciar ni satisfacer ese morbo, como si necesitáramos más moralistas o más mercachifles, sino jugar con él, probar sus límites y ver hasta dónde es posible llegar en el cine y la televisión de alto presupuesto.

El vínculo de Ortega con el rock es un vínculo ladeado. Manal, la Pesada, Pappo, Moris, Seru Giran: todos están junto a los personajes que les tocan en suerte como haciendo muecas. Medina, en cambio, tiene con el rock un vínculo orgánico. Incluso filosófico, si se quiere. En La araña vampiro, su segunda película, se nota todavía más que en Los paranoicos. Jerónimo, el personaje de Martín Piroyansky, tiene, igual que Gauna, serias dificultades para conectarse con el mundo. Pero a diferencia de Gauna es un pibe, y recibe todavía (o todavía soporta) la atención del padre, que lo lleva a pasar unos días lejos de la ciudad, en una cabaña en las sierras, donde termina encontrando, por fuera de la familia y la ciencia, un modo de volver a la vida. Un clásico enfrentamiento entre ciudad y naturaleza, entre razón y misterio: alguien que parece tempranamente vencido se encuentra a sí mismo después de vivir una experiencia trascendental. En los papeles, La araña vampiro tiene todos los lugares comunes de la inquietud urbana corregida por el viaje a la naturaleza (bruja del bosque incluida). En el cine, tiene un vigor que vuelve emocionante lo que dicho al pasar puede hacer pensar en una versión tardía de ciertas aventuras espirituales de los años sesenta o en una caída más en la banalidad new age.

Pero si hay algo que le queda lejos a la película es ese mundo horrible de energías y megaEgo. Medina logra que su historia tenga densidad porque es dura, porque la naturaleza no es edénica sino agresiva, porque los personajes que enseñan casi no hablan y porque el reencuentro con la voluntad de vivir exige un tributo altísimo. Nada de discursos. Intemperie, dolor e iluminación herida. Es otra cosa que Medina puede haber aprendido del rock, o por lo menos de fuentes en relación con las cuales también el rock elaboró su fuerza y la que es su única enseñanza: no es posible cantar la energía de la vida sin cantar al mismo tiempo todos los colores de su oscuridad. No hay “Love” sin “Scared”, por decirlo con Lennon. No hay “Ya nadie va a escuchar tu remera” sin “Preso en mi ciudad”, sin “Todo un palo”, sin “Rock para los dientes”, por decirlo con los Redondos. Y como tantas veces: no hay palabras de afirmación sin sonidos en los que el trance coincide con el vértigo y el sobresalto. El cuelgue psicodélico, el cuelgue stoner: ¿cuánta inquietud hay que plantar para cosechar un par de consignas que apuntalen el espíritu? Un ejemplo entre cientos. Ararat, la banda que Sergio Ch formó después de la separación de Los Natas, suena como si el mundo se estuviera viniendo abajo en cámara lenta y sus letras hablan del sol. Su tercer disco, Cabalgata hacia la luz, lo dice de entrada: hay un camino que debe ser recorrido pero que comienza ya en su destino. Un camino necesario. Lo notable es que los caballos no parecen saber lo mismo que los jinetes, porque si hay un lugar al que el sonido de Ararat te transporta no es el que su título anuncia. Ararat le canta a la luz pero su poder sale de las cavernas en las que todavía vibran un miedo y una potencia ancestrales, casi podría decirse: prístinas. En esto, se parece mucho a La araña vampiro. Hay que entrar en el trance eléctrico-fumón, en los segmentos marciales, en el bajo tántrico de Sergio Ch, y perderse en ese mundo singularísimo que parece hecho con ladrillos-Black Sabbath y ladrillos-Color Humano pero unidos con una argamasa única, del mismo modo que, en la película de Medina, hay que entrar en la larga y notable secuencia del viaje hacia la cueva de las arañas, en la dureza primitiva del guía que interpreta Jorge Sesán, en el frío de la noche, en la herida que crece y se llena de pelos, y por si todo esto fuera poco, hay que entregar un ojo para sobrevivir y cambiar los términos del contrato con la existencia. ¡Lo engañosos que pueden ser un titulo y un argumento, que falsean una experiencia diciendo la verdad! Cabalgata hacia la luz está lleno de claves esotéricas de elucidación no obligatoria. Todo señala que debemos entender algo importante, pero es como si al ponerse a tocar sus autores olvidaran las claves de lectura y las recuperaran al rato, una vez que sonó el último acorde, como una obligación, en el estilo de los finales de ciertas películas, que se apresuran a reponer la ley que desafiaron. La araña vampiro es una aventura mística con todos los elementos a la vista. Dos paratextos lo subrayan: la dedicatoria a Buda y el epígrafe de Kerouac, que es casi un resumen de la historia: “Ve a la montaña / elige un guía / baja de la montaña / vuelve a la ciudad”. Medina filma ese viaje, con el verbo elegir enflaquecido. Si al principio vemos a Jerónimo (un nombre de memoria griego-apache, tal vez no por azar) como un joven apocado, sin historia, medicado con Lamictal y Rivotril, al final lo vemos listo para la vida, después de llegar (de volver) a la cueva, donde todo continúa empezando. El plano que lo presenta lo muestra tirado en el auto, dormido o sin fuerza. El plano que lo despide lo muestra bien sentado, con un ojo menos y una sonrisa a punto de nacer.

Después de la cueva y antes del auto que lo devuelve a la ciudad con su padre, en unos segundos todavía cargados de emoción primitiva, Jerónimo mira desde la cama del hospital hacia el exterior, por una ventana chica que deja ver la montaña y la gloriosa variedad de verdes de los árboles. Es el único plano en el que el paisaje se ajusta a lo que convencionalmente denominamos bello, y está marcado por maderas y vidrios. No hay postal. Hay una restitución del afuera, igual que para Gauna con Sofía. Justo entonces empieza a sonar una canción, y el mundo se abre entero, como una roca. Se trata de “La niebla” de Shaman Herrera y los Hombres en Llamas. Si el epígrafe de Kerouac resume la historia en cuatro líneas, “La niebla” establece su conclusión filosófica y libera la fuerza contenida en los extraordinarios minutos anteriores, con Jerónimo arrastrándose hacia las arañas y llevándose una al ojo para que cure el mal que otra araña le dejó al picarlo. La primera estrofa dice: “Ahora que la noche ya pasó / puedo volver al lugar / donde todo esto empezó / y romper la maldición”. Después, los otros versos, y especialmente los que testimonian el fin del engaño, que se corta como se corta la última palabra, y con ella la canción (“lo que creí real / es la niebla en mi portal / que ya va a desaparé”), resuenan en el ojo perdido de Jerónimo, que ahora puede ver. Y así como toda la luz de la que habla Ararat depende de un magma sonoro oscuro, el triunfo de la visión del que habla “La niebla”, y por su intermediación La araña vampiro, cuelga de una voz honda que el rock argentino no conocía desde Edelmiro Molinari, y que tiene una cualidad antigua, como ritual, que coincide perfectamente con la película de Medina, que viaja en el espacio y en el tiempo hasta ese plano nocturno, lleno de estrellas, en el que dos hombres asustados duermen protegidos apenas por la cueva y por el fuego, en el útero áspero de una tierra que, incluso amenazada por la explotación de la que nos informan las explosiones que oímos durante el viaje y las palabras que el guía murmura para sí mismo (“Hijos de puta, ¿cómo no se van a volver locos los bichos?”), no quita sin dar. Una araña te mata, otra te cura. Un ojo cuesta la chance de ver. Es notable que, después de alcanzar tamaña intensidad, Medina ofrezca una secuencia de créditos con un tema que se mueve en dirección contraria a “La niebla”. Ya lo había hecho antes. En Los paranoicos, después de la comunión pop al ritmo de Farmacia, utiliza como primera canción “Así” de Doris, un carnavalito psicodélico-infantil cuyo estribillo dice: “Olé olé / olé el olor/ olelo como lo huelo yo”. En La araña vampiro repite esta estrategia de canción anticlimática: después del vuelo místico de Shaman, en “Al final del viaje” Prietto viaja al Cosmos con Mariano (autores también del score) nos recuerdan, jugando con las sílabas: “Al final del viaje / nos espera el ataúd”. Tensión, descarga, intensidad, descarga. Gauna soy yo, Jerónimo soy yo, podría decir Medina.

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