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Tres minutos de títulos antes del primer fundido a negro y de la primera imagen en movimiento. Un solo plano que es tantos como los créditos que aparecen y desaparecen y como las modulaciones sonoras que escanden palabras legibles, voces y música sobre el cuero de ganado que funciona como fondo. Si dijera que todos esos estímulos se imprimen sobre la pantalla les estaría dando una fijeza que no tienen. Las voces del coro, como los gritos de las películas de Favio, especialmente Nazareno Cruz y el lobo, son más inasibles que la orgánica materia visual sobre la que suelen desplegarse, pero su volumen condiciona el ánimo y lo arrebatan al vuelo, ceñido al vértigo de una sofrenada exaltación rítmica. Ese cuero es el parche del bombo batido de nuestro corazón donde las bandas sonora y visual se conectan. ¿Fueron esas voces, proclives en su momento a la asociación pop, tomadas como estarían las de Nazareno de un éxito melódico italiano? Hoy las asocio a la tragedia, seguramente influido por la matriz cristiana explícita de los coros y por los ayes –o himnos eclesiásticos- que se escuchan. Pienso en mujeres por el género de las voces dominantes (los hombres hacen la segunda voz, así como el cuero soporta la banda sonora y la tipografía de los créditos) y en la representación de lo femenino joven como fuente de dulzura y claridad recurrente en el cine rural, que funciona en contraposición a la fuerza física y simbólica del héroe masculino como fundamento de la épica, género modulado menos aventurera que melodramáticamente por Favio.
Cinco años después de Juan Moreira, Zuhair Jury filma, también con Rodolfo Bebán y música de Luis María Sierra, El fantástico mundo de la María Montiel, en la que desparrama un sentimiento en común con su hermano y primordial de ambos, del todo ajeno a la vergüenza: la ternura. Que brilla aún más cuando se lo deposita en hombres que responden a la configuración primaria del macho, caracterizado por la armadura emocional que lo protege de «quedar en carne viva», metáfora física de la intemperie interior. Además de la dimensión espiritual proyectada contra el fondo carnal de la primera imagen «en cuero», las voces del coro también son contrapunto temporal de esa sólida superficie que ocupa todo el espacio del plano como un papiro abierto al registro de un tiempo mítico en el que acaso los títulos no queden impresos y sean unos reemplazados por otros debido el afecto de Favio hacia la oralidad renuente a la institucionalización letrada como símbolo del abuso sufrido por los analfabetos a manos del poder central. En el cuero estriado de más de una cara también estarán las marcas del tiempo, arrugas a las que se suele llamar surcos con majestad agrícola, vejez prematura de la exposición a los elementos sin ninguna clase de resguardo, y la mala sangre de la explotación en un país carente de políticas que sacaran a la industria -incluso cinematográfica- de su primarizado modelo económico ganadero. Cuerudo también es el nombre del traidor en la novela de Eduardo Gutiérrez.
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Las primeras imágenes en movimiento que vemos después de los títulos y del fundido a negro que separa las secuencias son tres planos y un cuarto –virtual- que se produce gracias al encadenado. Nada de planos americanos para dar cuenta inmediatamente legible de la acción. Hasta el de establecimiento, si se le puede llamar así a un cenital que limita el campo visual a un hombre removiendo tierra con una pala, es extremadamente singular. Jerzy Kawalerowicz en Faraón y Mel Gibson en La pasión de Cristo se valen del mismo para situar a personajes míticos contra el suelo fuera de toda perspectiva renacentista, más cerca del icono. La única figura humana visible queda aplastada contra la tierra, que garantiza la continuidad cromática con el cuero de los títulos. Juan Moreira tiene el color de la tierra y hará de lo que llamamos genéricamente marrón uno de sus emblemas. Es una película parda (y conviene recordar que el cine argentino es hijo del negro José A. Ferreyra) como Edgardo Suárez, “negro fiero” que se incorpora al trío protagonista con su cara de indio. El hombre que remueve la tierra pala en mano se pasa el brazo por la frente para secarse el sudor. Lo que está haciendo nos queda claro solamente por la intervención de la primera voz en off de la Ley (Favio reconoce los efectos dramáticos de la escueta retórica policial y jurídica, también explotados por Enrique Molina en Una sombra donde sueña Camila O’Gorman al incluir un apéndice con los documentos oficiales del proceso. A propósito, leer la autopsia del cadáver de Pier Paolo Pasolini es más fabulosamente intolerable que ver Saló o los 120 días de Sodoma). Su tono sumario pero singularmente expresivo informa acerca de la exhumación del cadáver de Moreira para el reconocimiento por parte de su esposa, que aparece primero como una sombra alargada del luto y luego con la cara de Elvira Olivera Garcés. No es la Parca, aunque lo funesto domine la escena, pero sí es un icono expuesto en primer plano frontal y poco después un ídolo tocado por los fieles como la imagen de la Virgen en las procesiones o como a Cristo cuando caminaba entre la muchedumbre de creyentes en sus milagros. Favio sienta las bases de la relación de santidad sensual que nos propone establecer con las imágenes de su película: seis manos de mujeres inmóviles acarician la mejilla de la viuda que pasa entre ellas seguida por el primero de los numerosos travellings que vendrán, tendidos hacia el infinito sobre el territorio horizontal del relato.
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La voz en off de la Ley termina calificando a Moreira como «bandido». Corte abrupto a un entrevero y, antes de que adivinemos la nueva escena que estamos viendo, otra voz de hombre en off pero inmersa en la acción, le contesta a la Ley: «¡Que viva Juan Moreira mier…!». Esa voz no tiene intención de corregir el estatuto legal -ni poder para hacerlo en dicho ámbito- de Moreira, sino de vivarlo. Vale decir que lo celebra y lo resucita, como si la voz del pueblo -que es la voz de Favio, Dios de esta película- dijera «Juan, ¡levántate y anda!», revirtiendo por montaje la sentencia biológica universal y la política particular. El fragor de los enfrentamientos que vemos en los 38 segundos siguientes aparece entonces como consecuencia de su asesinato y como prolongación de una lucha santa que ya es abiertamente política: «el que murió peleando vive en cada compañero«. A causa de los bruscos movimientos de la cámara en mano y de los muchos planos acumulados en tan poco tiempo, cuesta establecer lo que pasa. Pero se divisan claramente dos bandos asimétricos: soldados de a caballo por un lado y gauchos, civiles de a pie en su mayoría, por el otro. Aunque me guste llamarlo entrevero, porque el término sugiere reminiscencias poéticas, tiene todas las características de una represión más que de un enfrentamiento. Termina con otro corte abrupto que da paso al silencio y a un primerísimo primer plano de perfil de Bebán, que aparece por primera vez en otro tiempo y otro espacio, de modo que el entrevero también ha sido un torbellino temporal que nos arrojó al pasado donde tiene lugar la historia, a ese flashback que es la película en sí misma, a ese milagro de resurrección. Por muy abrupto que haya sido el empalme, Favio lo facilita mediante un puente sonoro nunca mejor llamado encabalgamiento: lo último que escuchamos del fragoroso entrevero es un relincho que hace palenque en la cara de Moreira, de quien se dirá en más adelante: «Es de a caballo», ya situado en la siguiente secuencia. Dos años después, Favio también se valdrá de una temprana secuencia desestabilizadora para contarnos el caos fundador del relato en Nazareno Cruz y el lobo.