De tripas, corazón: Desglosando el Moreira de Favio (4 y 5), por Marcos Vieytes

(1-3)

4

Aunque se escucha un relincho cuando aparece, Moreira espera en silencio que lo reciba la autoridad (aunque un año antes había sido Juan Manuel de Rosas en la película de Antín y de José María Rosa, a partir de esta película Rodolfo Bebán será una de las más fuertes presencias masculinas (anti)heroicas del cine nacional). Tres primeros planos nos acercan a su barba y a sus ojos claros. Cada uno de ellos está pautado por un empalme de miradas que parten de Moreira y vuelven siempre a él: ecos de las repeticiones favianas –desde que Polín corriera interminablemente con la cara en Crónica de un niño solo– que alcanzará el clímax en los tres paneos de Nazareno Cruz y el lobo sobre el ícono de Griselda. La cuarta mirada deja paso a un plano exterior a través del enrejado rectángulo de una ventana. Ya en el primer plano de Bebán aparecía un barrote desenfocado al fondo que anticipa varias de sus prisiones, una de ellas inminente. Al mismo espacio que fuera objeto de su mirada entra Moreira, anulándolo como contracampo y sumergiéndonos en la acción desde su perspectiva, que ya son una sola y misma cosa. La autoridad lo hace esperar sin aviso, modalidad del abuso patronal retomada por Caetano en Bolivia cuando Fredy pide permiso para hablar por teléfono y Liporace tarda una eternidad en habilitarlo. Después de escuchar su reclamo, la autoridad lo hará esperar de nuevo. El plano general de la habitación, con el que no comienza la escena, introduce el color naranja de las paredes que anticipan el muro rosa al que pronto será atado y el contraste con el furioso verde que teñirá su primer asesinato.

Cuando por fín la autoridad lo atiende, Moreira comparece ante ella acercándose lentamente y la cámara lo acompaña, cerrando el plano con un travelling en dirección opuesta. La pantalla queda entonces dividida en dos: negro puro a la derecha, que podría servir como espacio para escribir el texto en una historieta. Simultáneamente al movimiento de la cámara que estrecha el espacio de la imagen sobre el margen izquierdo, Favio lo profundiza abriendo al fondo la puerta de la oficina de la autoridad, donde un soldado posa con un cuadro ovalado que lo aureola. A los siete minutos de película el espacio ya prefigura el pasillo cíclico de la gesta agónica de Moreira en el burdel, también precedida por una espera, evidencia temporal del abuso de poder. ¿En qué pensaba Moreira antes de que la autoridad lo recibiera? Aunque no se lo veía nervioso, lo más probable es que en la obligación de hablar que se avecinaba. Si una cierta parquedad es condición arquetípica del gaucho, iletrado por añadidura, su condición de renegado pronto asumirá la elocuencia del héroe que deposita su elocuencia en los actos o que usa las palabras. Uno de sus grandes modelos es El samurái de Jeff Costello filmada sólo seis años antes: así como Melville se valió de la mitología japonesa, Favio quería que Toshiro Mifune fuera su protagonista. La elección de Bebán, ya conocido como actor de (tele)novelas evidencia la voluntad masiva de Favio.

Durante la charla, la palabra “arreo” es pronunciada dos veces en su significado literal, pero para entonces ya estaba connotada: también a la leva interesada y forzosa se la denominaba de ese modo. Moreira ha reclamado el pago que le debe un comerciante y este lo ha denunciado por alboroto. En todo momento, el solo objeto de sospecha para la autoridad es Moreira. Si hasta se le cuestiona lo que gana cuando informa el monto adeudado, pero sabemos que quienes trabajan para él le reconocen a Moreira su ascendiente sobre ellos, su ganada autoridad, así como también que se haya hecho cargo de la deuda pagándoles de su propio bolsillo lo que el comerciante Sardetti les debe desde hace un año por el trabajo cumplido en Navarro, donde para entonces los unitarios ya asesinaron a Dorrego, aquel que como diputado por Santiago del Estero dijera: «Queda cifrada en un corto número de comerciantes y capitalistas la suerte del país. He aquí la aristocracia del dinero, y si esto es así podría ponerse en giro la suerte del país y mercarse».

Moreira enciende un cigarrillo mientras espera de nuevo, que llamen a Sardetti esta vez, para un careo que no habrá de ocurrir porque la autoridad se entrevista con el comerciante en privado. Con el pucho en los labios de Moreira volvemos al primer plano y empieza a sonar una guitarra. La cámara en mano sigue la dirección de la mirada hacia una mujer que pasa con unos patos en la mano por la calle, estilizada por las voces femeninas del coro escuchado en los títulos. Lo mirado por Moreira es también, y sobre todo para nosotros que escuchamos la música, una visión. Mucho después esa mujer habrá de reaparecer y saldrá del anonimato de la genérica e idealizada visión de lo femenino, aunque sin entrar en relación con Moreira y sin ser su presencia en la película otra cosa que un delicioso entretenimiento. La reconoceremos por los «patitos», pues esta primera vez ni siquiera se le alcanza a ver la cara. Entre ella en tanto «visión» y los ojos de Moreira, barrotes y árboles pentagraman la mirada. De ahora en más la mujer, investida de pureza materna en tanto que esposa o romántica en tanto que puta, será cosa querida pero esencialmente distante para Moreira por más que pase las últimas horas de su vida con una suerte de Magdalena.

El regreso de la autoridad se merece el primero de unos cuantos contrapicados agudos. Un paneo va desde la cabeza de la autoridad a la papeleta que sostiene en su mano. La repentina cámara en mano tensa la situación y Moreira desmiente la validez de esa supuesta prueba de su delito con una aseveración concluyente: «¡Si yo no sé firmar, Señor!». La cultura letrada hecha ley por la oligarquía funciona como instrumento del engaño y el recibo trucho, como garantía de nuestra adhesión incondicional a Moreira, paradójico documento que sella nuestro pacto de palabra con él y nuestra identificación con su punto de vista. No estará exenta de excepciones, pero la honestidad del protagonista a la hora de reconocer sus fallos no hará más que afianzarla. Cuando la autoridad insiste en imponer la validez de la falsa prueba Moreira grita «¡Carajo!» y Favio corta inmediatamente al cepo. Otra vez el montaje funciona como discusión al modo de una payada que puede llegar a ser tan fatal como la última de Santos Vega. Primer muro de ladrillos de la película, anticipo del último, y nuevo eslabón de una cadena de paredes y tapias que han circunscrito los destinos de Polín, Aniceto y Fernández en las tres películas anteriores.

5

En un minuto Favio contará la historia de lo que Eduardo Gutiérrez llama «la primera puñalada» de Moreira en su folletín: el asesinato de Sardetti. El último plano de la escena previa no sólo anuncia el protagonismo cercano del color rojo sino que sirve para señalar el cuidado de la continuidad: todavía podemos ver la herida del cepo aún no cicatrizada en la mejilla derecha de Moreira al entrar en la pulpería. Como su mujer al reconocer el cuerpo cuando empieza la película, Moreira recorre el espacio de la pulpería con la cámara siguiendo su perfil y Favio sigue sumando los más maravillosos travellings laterales, muchos de ellos en primer plano. Si más de una vez el plano corto va a encerrar a un personaje cercado por circunstancias que limitan su existencia, también están ahí para que intimemos con él. Lo que de épico tenga el Moreira de Favio no va a estar dado por grandes movimientos de masas en panorámicas, no sólo por hipotéticas limitaciones de capital sino también porque es una película en la que prima el pensamiento, las más estrechas relaciones -sean de amor o de odio- y la soledad del gaucho -vaya solo o en yunta- que es reflexión ensimismada de quien llena con ella su transcurrir en un espacio abierto que linda con lo infinito, semillas de la vertiente sentimental del canto criollo capaz de ternuras infinitas y memorables melodramas, como en las sensuales letras de Jaime Dávalos, la intimidad doliente de Larralde, la dulzura de Cafrune, o las desmesuras eróticas de Guarany.

En el embroncado asesinato de Sardetti bajo el signo de la venganza aparece un signo fundamental del melodrama: apenas atraviesa la saturada puerta verde, en menos de dos planos -que es como decir en dos pasos- Moreira aparece pegado a Sardetti y, tras un breve monólogo que sirve de anuncio para no pecar de cobarde, le clava la mirada en los ojos y el puñal en la barriga mientras lo sujeta del pañuelo contra la reja del mostrador. La banda sonora se estremece y el montaje abigarra cuatro o cinco planos detalle teñidos de una sangre que para entonces sólo era patrimonio del terror, del giallo o del gore: es el primer plano porno a colores de Favio (el beso de Nazareno y Griselda sobre las rocas de la playa será el segundo, que nada tendrá que envidiarle al de Marnie). Favio filma literalmente a Gutiérrez cuando nos hace ver “saltar la entraña ajena desgarrada por su puñal». Si el Moreira de Favio goza no es por ver esa puñalada, pues nunca aparta su mirada de los ojos de Sardetti, sino por darla (a ver, en el caso de Favio). La entraña en detalle, esa tan pertinente palabra en un país de economía primarizada, exportador de carne como el nuestro, hace lugar a unas imágenes puramente abstractas: telas, colores, volúmenes, texturas. Y herida, la más honda marca melodramática de la película. Tan intensa que el siguiente plano general, dominado por el cielo del atardecer, se tiñe de los restos rojos de la carnicería personal gracias a un encadenado tan imperceptible como el reencuadre de la cámara, que antes de fijarse en un punto asume dos o tres posiciones para inscribir en el mismísimo dispositivo el trastorno de la acción dramática, como la oscilación final de César y Rosalie (Claude Sautet, 1972). Favio hace de tripas, corazón.

(Continuará…)

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